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embargo, la imagen no debe entenderse en términos de visión, pues-
to que Benjamin nunca usa la palabra “ver” –ni siquiera “imaginar”–
para referirse a nuestra relación con la imagen dialéctica. La imagen
se “lee”,
20
y su lugar es el lenguaje.
21
Eso no sólo significa que esta
imagen se describa en palabras, ni que la imaginería tenga que iden-
tificarse con un registro del lenguaje poético, figurativo o metafórico
(como en ciertos usos de la palabra imagen). La imagen dialéctica,
más bien, emerge de un trabajo de construcción de citas. De ahí
que Benjamin defina su trabajo como un “montaje literario” en el
que no se dice sino se “muestra”. La imagen siempre es en singu-
lar, pues es un modo de presentación que apunta al reconocimiento
[Erkennbarkeit]. Pero no es la imagen de algo que ya se ha dado, sino
que imagen es un modo característico de presentación en el que
cristaliza la totalidad como mónada. La unidad del material no es
inferencial ni narrativa: pasa por el reconocimiento. La necesidad de
la construcción es presentar aquello que no es visible, algo que sin
duda contrasta con el naturalismo o el realismo que asume la idea
de correspondencia con una realidad preexistente.
Existen infinidad de estrategias representativas. Pero si la ima-
gen no debe entenderse como un simple soporte de la iconografía,
entonces funciona como un concepto operatorio. De ahí que no
se pueda producir una noción coherente de imagen “sin un pen-
samiento de la psiquis, que implica el síntoma y el inconsciente,
es decir sin hacer una crítica de la representación”.
22
Del mismo
modo, no puede producirse una noción coherente de la imagen
sin una noción de tiempo, que implica diferencia y repetición
23
del
síntoma y del anacronismo, y, por lo tanto, una crítica de la his-
toria como sumisa al tiempo cronológico. Una crítica que Ben-
jamin ejerció no desde el exterior, sino desde el propio interior
de la práctica histórica. Ese tiempo que no es “exactamente” el del
pasado tiene un nombre: memoria. Es ésta lo que el historiador
invoca e interroga, no exactamente el pasado.
No hay historia que no sea memorativa o mnemotécnica: decir esto
es una evidencia, pero es también hacer entrar al lobo en el corral de
las ovejas del historicismo. Pues la memoria es psíquica, es su proceso,
anacrónica en sus efectos de montaje, de construcción o de “decanta-
ción” del tiempo. No se puede aceptar la dimensión memorativa de la
historia sin aceptar, al mismo tiempo, su anclaje en el inconsciente y su
dimensión anacrónica.
24
Es más, Huberman se arriesga a formular que “sólo hay his-
toria de los síntomas”.
25
Se trata de una noción de la que se des-
prende una doble paradoja: por un lado, una paradoja visual, la de
la aparición, estrechamente ligada a la de la interrupción, la ruptura
de la continuidad, del “curso normal de la representación”.
26
Por
otro lado, una paradoja temporal, la del anacronismo, pues el sín-
toma siempre emerge a destiempo, siempre vuelve a “atosigar” al
presente, al curso de la historia cronológica. Un anacronismo que
no hace sino expresar los aspectos críticos del desarrollo temporal
mismo, que refleja la complejidad y lo sintomático, la propia dis-
paridad del tiempo. “Es necesario comprender que en cada objeto
histórico todos los tiempos se encuentran, entran en colisión o bien
se funden plásticamente los unos en los otros, se bifurcan o bien se
20. Ibid., p. 465.
21. Ibid., p. 464.
22. Georges Didi-Huberman, Ante el tiempo, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2006,
p. 51.
23. Gilles Deleuze, Différence et répétition, París, puf, 1968, pp. 7-9; 337-339.
24. Georges Didi-Huberman, op. cit., pp. 40- 41.
25. Ibid., p. 43.
26. Ibid., 44.
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enredan los unos en los otros”.
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Un síntoma no es sino la extraña
conjunción entre diferencia y repetición, que exhorta a atender a
lo repetitivo y a sus tiempos imprevisibles de sus manifestaciones,
un juego no cronológico de latencias y crisis. Diferencia y repe-
tición que también se cristaliza en el concepto benjaminiano de
origen, donde se manifiestan la supervivencia y la ruptura, el ana-
cronismo, pues “lo originario no se da nunca a conocer en el modo
de existencia bruto y manifiesto de lo fáctico, y su ritmo se reve-
la solamente a un enfoque doble [Doppeleinsicht] que lo reconoce
como restauración, como rehabilitación, por un lado, y justamente
debido a ello, como algo imperfecto [Unvollendetes] y sin terminar
[Unabgeschlossenes] por otro”.
28
De ahí una construcción de la his-
toria que atienda a los fallos, al malestar; una historia capaz de crear
“nuevos objetos imaginarios”,
29
fracturas y desgarramientos en el
saber que ella misma produce; capaz de crear nuevos “umbrales teó-
ricos”.
30
El origen no designa únicamente la ley estructural de consti-
tución y de totalización del objeto, al margen de su inserción cro-
nológica. En tanto que origen, precisamente, también testimonia de
la no realización de la totalidad. Es a la vez índice de la totalidad y
marca de la falta. En este sentido, remite a una temporalidad inicial,
aquélla de la promesa y de lo posible que surgen en la historia.
31
Pero nada garantiza el cumplimiento de esta promesa, así como
nada garantiza la redención del pasado. Si el origen remite al pasado,
es siempre a través de la mediación del recuerdo o de la lectura de
los signos y los textos: a través de la rememoración. El movimiento
del origen pide ser reconocido como restauración, pero también
como algo inacabado. La restauración indica la voluntad de un re-
torno, y a su vez la precariedad de éste, pues sólo se puede restaurar
aquello que ha sido destruido;
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también apela ineluctablemente
al reconocimiento de una pérdida, al recuerdo de un orden ante-
rior y a la fragilidad de ese orden. De ahí que el movimiento del
origen, definido por la restauración, esté “siempre abierto”. No se
trata de un proyecto restaurador ingenuo, sino de una reanudación
del pasado, y al mismo tiempo –porque el pasado en tanto que
pasado no puede volver sino como no identidad consigo mismo–
una apertura al futuro, inacabamiento constitutivo. La exigencia
de rememoración del pasado no implica simplemente su restau-
ración, sino una transformación del presente que, en el encuentro
con el pasado, hace que éste no sea el mismo, que se retome y se
transforme; una figura que no puede aparecer y ser reconocida sin
una lucha encarnizada, puesto que, para ser salvados, los fenómenos
deben ser arrancados de la falsa continuidad, aquélla que se dice
objetiva, como si la cronología no fuera también una construcción
historiográfica; una cronología que debe interrumpirse, desmontar-
se, entrecortarse. Entonces, la salvación del origen lleva consigo, in-
separablemente, un gesto de destitución y restitución, de dispersión
y recolección, de destrucción y construcción. Precisamente porque
el origen es una categoría histórica, inacabamiento y apertura son
parte de éste, las condiciones de posibilidad (y no la garantía) de su
despliegue.
En el prefacio de El origen del drama barroco alemán, Benjamin
señala que los fenómenos históricos no pueden ser verdaderamen-
te salvados hasta que no formen una constelación, una metáfora
32. Ibid., 26.
27. Ibid., 46.
28. Walter Benjamin, El origen del drama Barroco alemán, Madrid, Taurus, 1990, p.
28.
29. Georges Didi-Huberman, op. cit., p. 111.
30. Ibid., 119.
31. Jean-Marie Gagnebin, Histoire et narration chez Walter Benjamin, París,
L’Harmattan, 1994, p. 25.
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