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trabajos revolucionarios de la imaginación, no se hará
depender unas
de otros. El índice histórico critica la marca que sobre los productos
humanos deja la fetichización y sus mitologías.
Hacer visible la dominación y la jerarquía en las relaciones so-
ciales de invención es conjurar sus peligros, quitarle fuerza al fetiche
y a las relaciones sociales asimétricas –poseedores/desposeídos, crea-
ción/percepción, artista/público, etcétera– que se le asocian y que
actúan sobre cualquier relación de intercambio, incluso perceptivo,
que sostengamos con la pieza. Reintegrar el índice histórico es re-
latar lo que ya nadie recuerda y que la estructura de dominación de
la experiencia social quiere olvidar para abrir así diversos futuros
posibles a la diferencia. Mas no creamos que el olvido o la falta de
memoria se resuelven mostrando que “todo documento de cultura
es un documento de barbarie”, como si la barbarie fuera el nombre
que se le da a una violencia conquistadora. No, el índice histórico es
lo que al reingresar al mundo de lo perceptible desestabiliza su or-
den de valores. El índice histórico es la crítica y el futuro trabajando
sobre el tiempo. El índice histórico no es usado como si fuese un
elemento metodológico del pasado, redimido o no, sino que movi-
liza todos los anuncios del empobrecimiento de la experiencia de
aparición de lo inédito e inesperado, esto es, de aquellos aconteci-
mientos donde se abjura, de palabra y acto, la tradición hegemónica.
En su lugar se aprende a vivir en la expectativa activa de la diferen-
cia: otra civilización o, en
realidad, una civilización otra.
Suele leerse en los escritos de Benjamin una tendencia a hacer
de ciertas piezas de la cultura moderna un índice histórico del mal:
índice de la explotación de la naturaleza, del hombre por el hom-
bre, del fetichismo de la mercancía, de las fantasmagorías del pro-
greso, etcétera. Pero, ¿será esto cierto? Parece que el índice histórico
adquiere sentido sólo por su utilización en una teoría de la huella.
Pero el índice no es la huella o impronta de una acción pasada. Se
trataría de una marca que indica de manera material, y por lo tanto
no simbólica, no al producto, objeto o cosa, sino a la relación de
dominación al interior de la cual se produce. El índice brinda un
conocimiento, por encima de otras operaciones de interrogación
sobre los objetos.
En pocos siglos hemos pasado de la pieza –por ejemplo en
Winckelmann– que es mímesis de la belleza y enseñanza modélica
del gusto a la pieza como índice de una elaboración explotadora.
La pieza que debería alabar al progreso, por el solo hecho de nacer
muerta y obsoleta, resulta ser por el contrario un puro índice tem-
poral que señala el año de su producción, año en el que comienza
su cuenta en reversa. Índice por lo tanto de un pasado aún antes de
ser totalmente presente; pues la pieza jamás logra esa totalidad
de tiempo y de sentido relacionada con la presencia. Sin embargo,
al mismo tiempo nos permite dar cuenta de ese proceso fetichi-
zado, fantasmagórico, ilusorio, porque es, ante todo, material. Algo
se resiste a ser meramente pasado: así deviene ruina, algo para ser
reinterpretado. Algo para ser utilizado.
Siegfried Kracauer estableció un paralelismo entre microhis-
toria y
close-up cinematográfico (afirmación ontológica si cabe): la
realidad es fundamentalmente discontinua y heterogénea. La reali-
dad sucede continuamente y a la vez es detenida por el arribo del
acontecimiento, por el
close-up que detiene el paso del tiempo y se
abre al examen de su estructura kairológica: relación entre ocasio-
nes diversas y discontinuas. ¿Cómo se relaciona esa aseveración con
el índice histórico de Benjamin? El índice sobresale de la cadena de
continuidades, así como el
close-up no tiene pretensiones universales
o generales, sino que desea congelar el instante y hacerlo accesible.
El historiador del arte trabaja sobre documentos no sobre
hechos positivos. Cada pieza es un documento (¿de cultura y de
barbarie?). O más bien un documento de sí mismo, un documento
de un “eso ha sido” sin duda, pero bajo la figura del documento ar-
chivado e irrefutable. Él sólo puede atestiguar por sí mismo; probar
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en suma. Es una prueba como atestiguamiento y como ratificación
o confirmación de que algo ha sido, de que algo ha tenido lugar.
Atestiguamiento a partir de categorías (comunes, hegemónicas) de
espacio y tiempo. La pieza es singular. Fuera de lo común, da lugar
a la historia a la manera anticuaria, o por el contrario da lugar a la
historia monumental que enseña mediante modelos; o, bien, no es
ninguna de las dos, sino historia crítica, preocupación crítica por lo
que se anuncia como por venir del cambio.
El índice por su parte nos permite pensar que hay una rela-
ción
directa con lo real, con lo que está ahí
en un espacio y tiempo
común, colectivo, hegemónico del que no se duda. Su desarrollo lo
encontramos en el “eso ha sido” barthesiano, en los años setenta y
en el “he aquí” deleuziano; la
ecceidad, ni ontológica ni fenomeno-
lógica, sino histórica de Benjamin. En un solo gesto que abarca lo
corporal, todo se une a lo mostrado con su
ecceidad, su singularidad,
su sentido de cosa declarada, de pronunciamiento público, de aseve-
ración, y, por ende, de afirmación de la diferencia.
FINALMENTE ¿EL MUSEO? RESUMIENDO
Los traductores al inglés de la
Obra de los pasajes, Eiland y McLau-
ghlin, consideraron relevante recordar a los lectores que Benjamin
acostumbraba referirse a ese proyecto como “torso”, fragmento
monumental o de ruina, y probablemente, como cuaderno de no-
tas.
45
Llama la atención, en el comentario, la reunión de varios tópi-
cos merecidamente interpretables. Por un lado el término “torso”,
mediante una sutil reactivación de su campo de aplicación pasado
(en ese entonces en manos de Winckelmann),
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que así consigue
evocar en quien lo lee la historiografía del arte antiguo, la arqueo-
logía del mundo griego. Por el otro, el tópico del fragmento monu-
mental, donde el acento crítico nietzscheano sobre la cuestión de lo
monumental modélico y grandioso, más allá de las dimensiones humanas, se
acomoda en la categoría de fragmento.
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El monumento, o mejor
la historia monumental, se había consolidado enumerando simple-
mente los modelos artísticos, sin detenerse a considerar el por qué
detrás de ese carácter modélico o de su grandeza estética, motivo
por el cual se confinaba por ende al olvido. Por cierto que Benja-
min en las
Tesis de filosofía de la historia parecía continuar, hasta cier-
to punto, la crítica nietzscheana analizando ese motivo perdido: lo
que se olvidaba era con precisión el carácter político de la grandeza,
es decir, su apariencia de símbolo de una conquista del espíritu;
cuando históricamente considerado el punto, la grandeza aducida
era efecto de la imposición de los valores del vencedor sobre la
percepción y los valores del vencido.
Los mármoles de Elgin vienen inmediatamente a la mente; en
el nombre se guarda la pérdida del nombre griego, (podría decirse
despersonalización) y su sustitución por el nombre de quien excava
y se apropia del patrimonio de la antigüedad. El nombre de Elgin,
que aparece como descubridor, “recubre” la historia del despo-
jo que, comenzada hace dos siglos, continúa y se ratifica al día de
hoy mediante la negativa de reintegrar a Grecia; esto sería parte
de su patrimonio nacional. ¿Cuándo hemos visto lo contrario, o
sea, que una antigua colonia exhiba en sus museos nacionales aque-
llo que fue a depredar a la metrópolis? Esta historia al revés, por su-
puesto, nunca ha pasado. El Reino Unido, por su parte, alega desde
hace mucho tiempo que ellos sí poseen el conocimiento y los me-
dios para conservar una pieza a la que hábilmente la han recalifica-
45. Walter Benjamin, The Arcades Project, Cambridge, Harvard University Press,
2002.
46. Johann J. Winckelmann, Reflexiones sobre la imitación de las obras griegas en
la pintura y la escultura, op. cit., pp. 7-71; 75-110.
47. Friedrich Nietzsche, op. cit., pp. 49-58.
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