Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres



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Constitución no os haga descuidar nunca en caso necesario las sabias advertencias de 

los más esclarecidos y de los más discretos, sino que la equidad, la moderación, la 

firmeza más respetuosa sigan regulando vuestros pasos y muestren en vosotros al 

mundo entero el ejemplo de un pueblo altivo y modesto, tan celoso de su gloria como de 

su libertad. Guardaos sobre todo, y éste será mi último consejo, de escuchar perniciosas 

interpretaciones y discursos envenenados, cuyos móviles secretos son frecuentemente 

más peligrosos que las acciones mismas. Una casa entera despiértase y se sobresalta a 

los primeros ladridos de un buen y fiel guardián que sólo ladra cuando se aproximan los 

ladrones; pero todos odian la impertinencia de esos ruidosos animales que turban sin 

cesar el reposo público y cuyas advertencias continuas y fuera de lugar no se dejan oír 

precisamente cuando son necesarias.»

     Y vosotros, magníficos y honorabilísimos señores; vosotros, dignos y respetables 

magistrados de un pueblo libre, permitidme que os ofrezca en particular mis respetos y 

atenciones. Si existe en el mundo un rango que pueda enaltecer a quienes lo ocupen, es, 

sin duda, el que dan el talento y la virtud, aquel de que os habéis hecho dignos y al cual 

os han elevado vuestros conciudadanos. Su propio mérito añade al vuestro un nuevo 

brillo, y, elegidos por hombres capaces de gobernar a otros para que los gobernéis a 

ellos mismos, os considero tan por encima de los demás magistrados, como un pueblo 

libre, y sobre todo el que vosotros tenéis el honor de dirigir, se halla, por sus luces y su 

razón, por encima del populacho de los otros Estados.

     Séame permitido citar un ejemplo del que debieran quedar más firmes huellas y que 

siempre vivirá en mi corazón. No recuerdo nunca sin sentir la más dulce emoción al 

virtuoso ciudadano que me dio el ser y que aleccionó a menudo mi infancia con el 

respeto que os era debido. Aun le veo, viviendo del trabajo de sus manos y alimentando 

su alma con las verdades más sublimes. Delante de él, mezclados con las herramientas 

de su oficio, veo a Tácito, a Plutarco y a Grocio. Veo a su lado a un hijo amado 

recibiendo con poco fruto las tiernas enseñanzas del mejor de los padres. Pero si los 

extravíos de una loca juventud me hicieron olvidar un tiempo sus sabias lecciones, al fin 

tengo la dicha de experimentar que, por grande que sea la inclinación hacía el vicio, es 

difícil que una educación en la cual interviene el corazón se pierda para siempre.

     Tales son, magníficos y honorabilísimos señores, los ciudadanos y aun los simples 

habitantes nacidos en el Estado que gobernáis; tales, son esos hombres instruidos y 

sensatos sobre los cuales, bajo el nombre de obreros y de pueblo, se tienen en las otras 

naciones ideas tan bajas y tan falsas. Mi padre, lo confieso con alegría, no ocupaba entre 

sus conciudadanos un lugar distinguido; era lo que todos son, y tal como era, no hay 

país en que no hubiese sido solicitado y cultivado su trato, y aun con fruto, por las 

personas más honorables. No me incumbe, y gracias al cielo no es necesario, hablaros 

de las atenciones que de vosotros pueden esperar hombres de semejante excelencia, 

vuestros iguales así por la educación como por los derechos de su nacimiento y de la 

naturaleza; vuestros inferiores por su voluntad, por la preferencia que deben a vuestros 

merecimientos, y que ellos han reconocido, por la cual, a vuestra vez, les debéis una 

especie de reconocimiento. Veo con viva satisfacción con cuánta moderación y 

condescendencia usáis con ellos de la gravedad propia de los ministros de las leyes, 

cómo les devolvéis en estima y consideración la obediencia y el respeto que ellos os 

deben; conducta llena de justicia y sabiduría, a propósito para alejar cada vez más el 

recuerdo de dolorosos acontecimientos que es preciso olvidar para no volverlos a ver 

nunca; conducta tanto más discreta cuanto que ese pueblo justo y generoso se complace 



en su deber y ama naturalmente honraros, y que los más fogosos en sostener sus 

derechos son los más inclinados a respetar los vuestros.

     No debe sorprender que los jefes de una sociedad civil amen la gloria y la felicidad; 

mas ya es bastante para la tranquilidad de los hombres que aquellos que se consideran 

como magistrados o, más bien, como señores de una patria más santa y sublime, den 

pruebas de algún amor a la patria terrenal que los alimenta. ¡Qué dulce es para mí 

señalar en nuestro favor una excepción tan rara y colocar en el rango de nuestros 

ciudadanos más excelentes a esos celosos depositarios de los dogmas sagrados 

autorizados por las leyes, a esos venerables pastores de almas, cuya viva y suave 

elocuencia hace penetrar tanto mejor en los corazones las máximas del Evangelio, 

cuanto que ellos mismos empiezan por ponerlas en práctica. Todo el mundo sabe con 

cuánto éxito se cultiva en Ginebra el gran arte de la elocuencia sagrada. Pero harto 

habituados a oír predicar de un modo y ver practicar de otro, pocas gentes saben hasta 

qué punto reinan en nuestro cuerpo sacerdotal el espíritu del cristianismo, la santidad de 

las costumbres, la severidad consigo mismo y la dulzura con los demás. Tal vez le esté 

reservado a la ciudad de Ginebra presentar el ejemplo edificante de una unión tan 

perfecta en una sociedad de teólogos y de gentes de letras. Sobre su sabiduría y su 

moderación, sobre su celoso cuidado por la prosperidad del Estado fundamento en gran 

parte la esperanza de su eterna tranquilidad, y, sintiendo un placer mezclado de asombro 

y de respeto, observo cuánto horror manifiestan ante las máximas espantosas de esos 

hombres sagrados y bárbaros -de los cuales la Historia ofrece más de un ejemplo- que, 

para sostener los pretendidos derechos de Dios, es decir, sus propios intereses, eran 

tanto menos avaros de sangre humana cuanto más se envanecían de que la suya sería 

siempre respetada.

     ¿Podía olvidarme de esa encantadora mitad de la República que hace la felicidad de 

la otra y cuya dulzura y prudencia mantienen la paz y las buenas costumbres? Amables 

y virtuosas ciudadanas: el sino de vuestro sexo será siempre gobernar el nuestro. 

¡Felices cuando vuestro casto poder, ejercido solamente en la unión conyugal, no se 

hace sentir más que para gloria del Estado y a favor del bienestar público! Así es como 

gobernaban las mujeres de Esparta, y así merecéis vosotras gobernar en Ginebra. ¿Qué 

hombre bárbaro podría resistir a la voz del honor y de la razón en boca de una tierna 

esposa? ¿Y quién no despreciaría un vano lujo viendo la sencillez y modestia de vuestra 

compostura, que parece ser, por el brillo que recibe de vosotras, la más favorable a la 

hermosura? A vosotras corresponde mantener vivo siempre, por vuestro amable o 

inocente imperio y vuestro espíritu insinuante, el amor de las leyes en el Estado y la 

concordia entre los ciudadanos; unir por medio de afortunados matrimonios las familias 

divididas, y, sobre todo, corregir con la persuasiva dulzura de vuestras lecciones y la 

gracia sencilla de vuestro trato las extravagancias que nuestros jóvenes aprenden en el 

extranjero, de donde, en lugar de tantas cosas que podrían aprovecharles, sólo traen 

consigo, con un tono pueril y ridículos aires aprendidos entre mujeres perdidas, la 

admiración de no sé qué grandezas, frívolo desquito de la servidumbre que no valdrá 

nunca tanto como la augusta libertad. Permaneced, pues, siempre las mismas: castas 

guardadoras de las costumbres y de los dulces vínculos de la paz, y continuad haciendo 

valer en toda ocasión los derechos del corazón y de la naturaleza en beneficio del deber 

y de la virtud.

     Me envanezco de no ser desmentido por los resultados fundando en tales garantías la 

esperanza de la felicidad común de los ciudadanos y la gloria de la república. Confieso 



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