extinguen en fin sin que se advierta que dejan de existir y
casi sin darse cuenta ellos
mismos.
Respecto de las enfermedades, no repetiré las vanas y falsas declamaciones de las
personas de buena salud contra la medicina; pero preguntaré si se puede probar con
alguna observación sólida que la vida media del hombre es más corta en aquel país
donde ese arte se halla descuidado que donde es cultivado con más atención. ¿Cómo
podría suceder así si nosotros nos procuramos más enfermedades que la medicina nos
proporciona remedios? La extrema desigualdad en el modo de vivir, el exceso de
ociosidad en unos y de trabajo en otros, la facilidad de excitar y de satisfacer nuestros
apetitos y nuestra sensualidad, los alimentos tan apreciados de los ricos, que los nutren
de substancias excitantes y los colman de indigestiones; la pésima alimentación de los
pobres, de la cual hasta carecen frecuentemente, carencia que los impulsa, si la ocasión
se presenta, a atracarse ávidamente; las vigilias, los excesos de toda especie, los
transportes inmoderados de todas las pasiones, las fatigas y el agotamiento espiritual,
los pesares y contrariedades que se sienten en todas las situaciones, los cuales corroen
perpetuamente el alma: he ahí las pruebas funestas de que la mayor parte de nuestros
males son obra nuestra, casi todos los cuales hubiéramos evitado conservando la manera
de vivir simple, uniforme y solitaria que nos fue prescrita por la naturaleza. Si ella nos
ha destinado a ser sanos, me atrevo casi a asegurar que el estado de reflexión es un
estado contra la naturaleza, y que el hombre que medita es un animal degenerado.
Cuando se piensa en la excelente constitución de los salvajes, de aquellos al menos que
no hemos echado a perder con nuestras bebidas fuertes; cuando se sabe que apenas
conocen otras enfermedades que las heridas y la vejez, vese uno muy inclinado a creer
que podría hacerse fácilmente la historia de las enfermedades humanas siguiendo la de
las sociedades civiles. Tal es por lo menos la opinión de Platón, quien juzga, a propósito
de ciertos remedios empleados o aprobados por Podaliro y Macaón en el sitio de Troya,
que diversas enfermedades que estos remedios hubieron de provocar no eran conocidas
entonces entre los hombres, y Celso refiere que la dieta, tan necesaria hoy día, fue
inventada por Hipócrates.
Con tan contadas causas de males, el hombre, en el estado natural, apenas tiene
necesidad de remedio y menos de medicina. La especie humana no es a este respecto de
peor condición que todas las demás, y fácil es saber por los cazadores si encuentran en
sus correrías muchos animales mal conformados. Algunos encuentran animales con
grandes heridas perfectamente cicatrizadas, con huesos y aun miembros rotos curados
sin más cirujano que la acción del tiempo, sin otro régimen que su vida ordinaria, y que
no por no haber sido atormentados con incisiones, envenenados con drogas y
extenuados con ayunos han dejado de quedar perfectamente curados. En fin; por muy
útil que sea entre nosotros la medicina bien administrada, no es menos cierto que si el
salvaje enfermo, abandonado a sí mismo, nada tiene que esperar sino de la naturaleza,
nada tiene que temer, en cambio, sino de su mal, lo cual hace con frecuencia que su
situación sea preferible a la nuestra.
Guardémonos, pues, de confundir al hombre salvaje con los que tenemos ante los
ojos. La naturaleza trata a los animales abandonados a sus cuidados con una
predilección que parece mostrar cuán celosa es de este derecho. El caballo, el gato, el
toro y aun el asno mismo tienen la mayor parte una talla más alta y todos una
constitución más robusta, más vigor, más fuerza y más valor en los bosques que en
nuestras casas; pierden la mitad de estas cualidades siendo domésticos, y podría decirse
que los cuidados que ponemos en tratarlos bien y alimentarlos no dan otro resultado que
el de hacerlos degenerar. Así ocurre con el hombre mismo: al convertirse en sociable y
esclavo, vuélvese débil, temeroso, rastrero, y su vida blanda y afeminado acaba de
enervar a la vez su valor y su fuerza. Añadamos que entre la condición salvaje y la
doméstica, la diferencia de hombre a hombre debe ser mucho mayor que de bestia a
bestia, pues habiendo sido el animal y el hombre igualmente tratados por la naturaleza,
todas las comodidades que el hombre se proporcione de más sobre los animales que
domestica son otras tantas causas particulares que le hacen degenerar más
sensiblemente.
La desnudez, la falta de habitación y la carencia de todas esas cosas inútiles que tan
necesarias creemos no constituyen, por consiguiente, una gran desdicha para esos
primeros hombres ni un gran obstáculo para su conservación. Si no tienen la piel
velluda, para nada la necesitan en los países cálidos; y en los climas fríos bien pronto
saben apropiarse las de las fieras vencidas; si sólo tienen dos pies para correr, poseen
dos brazos para atender a su defensa y a sus necesidades. Sus hijos tal vez andan tarde y
penosamente, pero las madres los llevan con facilidad, ventaja de que carecen las demás
especies, en las cuales la madre, cuando es perseguida, se ve obligada a dejar
abandonados sus pequeñuelos o a seguir a su paso
(14)
. En fin, a menos de suponer el
concurso singular y fortuito de circunstancias de que hablaré más adelante, y que
podrían muy bien no haber ocurrido nunca, es claro, en todo caso, que el primero que se
hizo vestidos o construyó un alojamiento diose con ello cosas poco necesarias, puesto
que hasta entonces se había pasado sin ellas, y no se comprende por qué no hubiera
podido soportar siendo hombre el género de vida que llevaba desde su infancia.
Solo, ocioso y cerca sieinpre del peligro, el hombre salvaje debe gustar de dormir y
tener el sueño ligero como los animales, los cuales, como piensan poco, duermen, por
así decir, todo el tiempo que no piensan. Siendo su propia conservación casi su único
cuidado, las facultades que más debe ejercitar son las que tienen por principal objeto el
ataque y la defensa, bien sea para dominar su presa, bien para guardarse de ser la presa
de otro animal; y, por el contrario, aquellos órganos que sólo se perfeccionan por la
pereza y la sensualidad deben permanecer en un estado rudimentario que excluya toda
suerte de delicadeza. Hallándose divididos en este punto sus sentidos, el gusto y el tacto
serán de una extrema rudeza; la vista, el olfato y el oído, de una extraordinaria agudeza.
Tal es el estado animal en general, y también, según el testimonio de los viajeros, el de
los pueblos salvajes. No es, por tanto, de extrañar que los hotentotes del Cabo de Buena
Esperanza descubran a simple vista los barcos en alta mar desde tanta distancia como
los holandeses con sus anteojos; ni que los salvajes de América descubrieran a los
españoles olfateando sus huellas, como hubiesen podido hacer los mejores perros; ni
que todas esas naciones bárbaras soporten sin molestia su desnudez, afinen su gusto a
fuerza de pimienta y beban como agua los licores europeos.
Hasta aquí sólo he hablado del hombre físico; tratemos ahora de considerarlo en su
aspecto metafísico y moral.
No veo en cada animal más que una máquina ingeniosa dotada de sentidos por la
naturaleza para elevarse ella misma y asegurarse hasta cierto punto contra todo aquello
que tiende a destruirla o desordenarla. La misma cosa observo precisamente en la
máquina humana, con la diferencia de que sólo la naturaleza lo ejecuta todo en las
operaciones del animal, mientras que el hombre atiende las suyas en calidad de agente