Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres



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de los que podían perjudicarle. Y así, la primer mirada que se dirigió a sí mismo suscitó 

el primer movimiento de orgullo; y, sabiendo apenas distinguir las categorías y viéndose 

en la primera por su especie, así se preparaba de lejos a pretenderla por su individuo.

     Aunque sus semejantes no fueran para él lo que son para nosotros, y aunque no 

tuviera con ellos mayor comercio que con los otros animales, no fueron olvidados en 

sus observaciones. Las semejanzas que pudo percibir con el tiempo entre ellos, su 

hembra y él mismo, le hicieron juzgar las que no percibía; viendo que todos se 

conducían como él se hubiera conducido en iguales circunstancias, dedujo que su 

manera de pensar y de sentir era enteramente conforme con la suya, y esta importante 

verdad, una vez arraigaba en su espíritu, le hizo seguir, por un presentimiento tan seguro 

y más vivo que la dialéctica, las reglas de conducta que, para ventaja y seguridad suya, 

más le convenía observar con ellos.

     Instruido por la experiencia de que el amor del bienestar es el único móvil de las 

acciones humanas, pudo distinguir las raras ocasiones en que, por interés común, debía 

contar con la ayuda de sus semejantes, y aquellas otras, más raras aún, en que la 

concurrencia debía hacerle desconfiar de ellos. En el primer caso se unía a ellos en 

informe rebaño, o cuando más por una especie de asociación libre que a nadie obligaba 

y que sólo duraba el tiempo que la pasajera necesidad que la había formado; en el 

segundo, cada cual buscaba su provecho, bien a viva fuerza si creía ser más fuerte, bien 

por astucia y habilidad si sentíase el más débil.

     He aquí cómo los hombres pudieron insensiblemente adquirir cierta idea 

rudimentaria de compromisos mutuos y de la ventaja de cumplirlos, pero sólo en la 

medida que podía exigirlos el interés presente y sensible, pues la previsión nada era para 

ellos, y, lejos de preocuparse de un lejano futuro, ni siquiera pensaban en el día 

siguiente. ¿Tratábase de cazar un ciervo? Todos comprendían que para ello debían 

guardar fielmente su puesto; pero si una liebre pasaba al alcance de uno de ellos, no 

cabe duda que la perseguiría sin ningún escrúpulo y que, cogida su presa, se cuidaría 

muy poco de que no se les escapase la suya a sus compañeros.

     Fácil es comprender que semejantes relaciones no exigían un lenguaje mucho más 

refinado que el de las cornejas o los monos, que se agrupan poco más o menos del 

mismo modo. Durante mucho tiempo sólo debieron de componer el lenguaje universal 

gritos inarticulados, muchos gestos y algunos ruidos imitativos; unidos a esto en cada 

región algunos sonidos articulados y convencionales, cuyo origen, como ya he dicho, no 

es muy fácil de explicar, formáronse lenguas particulares, pero elementales, 

imperfectas, semejantes aproximadamente a las que aún tienen diferentes naciones 

salvajes de hoy día.

     Atravieso como una flecha multitudes de siglos, forzado por el tiempo que 

transcurre, por la abundancia de cosas que he de decir y por el progreso casi 

imperceptible de los comienzos, pues tanto más lentos eran para sucederse, tanto más 

rápidos son para describir.

     Estos primeros progresos pusieron en fin al hombre en estado de hacer otros más 

rápidos. Cuanto más se esclarecía el espíritu más se perfeccionaba la industria. Bien 

pronto los hombres, dejando de dormir bajo el primer árbol o de guarecerse en cavernas, 

hallaron una especie de hachas de piedra duras y cortantes que sirvieron para cortar la 




madera, cavar la tierra y construir chozas con las ramas de los árboles, que en seguida 

aprendieron a endurecer con barro y arcilla. Fue la época de una primera revolución, 

que originó el establecimiento y la diferenciación de las familias e introdujo una especie 

de propiedad, de la cual quizá nacieron ya entonces no pocas discordias y luchas. Sin 

embargo, como los más fuertes fueron con toda seguridad los primeros en construirse 

viviendas, porque sentíanse capaces de defenderlas, es de creer que los débiles hallaron 

más fácil y más seguro imitarlos que intentar desalojarlos de ellas; y en cuanto a los que 

ya poseían cabañas, ninguno de ellos debió de intentar apropiarse la de su vecino, 

menos porque no le perteneciera que porque no la necesitaba y porque, además, no 

podía apoderarse de ella sin exponerse a una viva lucha con la familia que la ocupaba.

     Las primeras exteriorizaciones del corazón fueron el efecto de un nuevo estado de 

cosas que reunía en una habitación común a maridos y mujeres, a padres o hijos. El 

hábito de vivir juntos hizo nacer los más dulces sentimientos conocidos de los hombres: 

el amor conyugal y el amor paternal. Cada familia fue una pequeña sociedad, tanto 

mejor unida cuanto que el afecto recíproco y la libertad eran los únicos vínculos. 

Entonces fue cuando se estableció la primer diferencia en el modo de vivir de los dos 

sexos, que hasta entonces habían vivido de la misma manera. Las mujeres hiciéronse 

más sedentarias y se acostumbraron a guardar la cabaña y a cuidar de los hijos mientras 

el hombre iba a buscar la común subsistencia. Con una vida un poco más blanda, los dos 

sexos empezaron a perder algo de su ferocidad y de su vigor; pero si cada individuo 

separadamente se halló menos capaz de combatir a las fieras, fue en cambio más fácil 

reunirse para una resistencia común.

     En este nuevo estado, llevando una vida simple y solitaria, con necesidades muy 

limitadas y los instrumentos que habían inventado para atenderlas, los hombres gozaban 

de una extremada ociosidad, que emplearon en procurarse diversas, comodidades que 

sus padres no habían conocido. Este fue el primer yugo que se impusieron sin pensar y 

la primer fuente de males que prepararon a sus descendientes; pues, además de que así 

continuaron debilitan de su cuerpo y su espíritu, y habiendo perdido esas comodidades, 

por la costumbre, todo su encanto y degenerado en verdaderas necesidades, la privación 

de ellas fue mucho más cruel que agradable era su posesión, y, sin ser feliz 

poseyéndolas, perdiéndolas érase desgraciado.

     Se entrevé algo mejor en este punto cómo el uso de la palabra se estableció o se 

perfeccionó insensiblemente en el seno de cada familia, y aun se puede conjeturar cómo 

diversas causas particulares pudieron extender el lenguaje y acelerar su progreso 

haciéndole ser más necesario. Grandes inundaciones o temblores de tierra cercaron de 

aguas o de precipicios las regiones habitadas; revoluciones del globo desgarraron y 

cortaron en islas porciones del continente. Se concibe que entre hombres reunidos de 

ese modo y forzados a vivir juntos debió de formarse un idioma común, más bien que 

entre los que erraban libremente en los bosques de la tierra firme. Así, es muy probable 

que, después de sus primeros ensayos de navegación, los insulares hayan introducido 

entre nosotros el uso de la palabra; por lo menos es muy verosímil que la sociedad y las 

lenguas hayan nacido en las islas y en ellas se hayan perfeccionado antes de ser 

conocidas en el continente.

     Todo empieza a cambiar de aspecto. Errantes hasta aquí en los bosques, los hombres, 

habiendo adquirido una situación más estable, van relacionándose lentamente, se reúnen 

en diversos agrupamientos y forman en fin en cada región una nación particular, unida 




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