imaginar por qué en ese estado primitivo un hombre tendrá más necesidad de otro
hombre que un mono o un lobo de sus semejantes; ni, suponiendo esa necesidad, qué
motivo podría inducir al otro a acceder; ni tampoco, en este último caso, cómo podrían
convenir entre ellos las condiciones. Bien sé que se repite incesantemente que nada
habría sido tan miserable como el hombre en ese estado; mas si es verdad, como creo
haberos demostrado, que no pudo hasta muchos siglos después tener el deseo y la
ocasión de salir de aquel estado, habría que acusar a la naturaleza y no a quien ella
hubiese constituido de ese modo. Pero, si yo comprendo bien ese término de miserable,
es una palabra que, o no tiene ningún sentido, o significa una privación dolorosa o el
sufrimiento del cuerpo o del alma. Ahora bien; desearía que se me explicase cuál puede
ser el género de miseria de un ser libre cuyo corazón se halla en paz y el cuerpo en
salud. Yo pregunto: de la vida social o natural, ¿cuál está más sujeta a convertirse en
insoportable para quienes las disfrutan? Alrededor nuestro casi sólo vemos gentes
lamentándose de su existencia y aun algunos que se privan de ella en cuanto está en su
poder, no bastando apenas el concurso de la ley divina y de la humana para contener
este desorden. Yo pregunto si alguna vez se ha oído decir que un salvaje en libertad
hubiera tan sólo pensado en quejarse de la vida o en darse la muerte. Júzguese, pues,
con menos orgullo de qué lado se halla la verdadera miseria. Al contrario: nada habría
sido más miserable que el hombre salvaje deslumbrado por los conocimientos,
atormentado por las pasiones y razonando sobre un estado diferente al suyo. Por una
sapientísima providencia, las facultades que poseía en potencia no debían desarrollarse
sino en las ocasiones de ejercerlas, a fin de que no fueran para él ni superfluas ni
onerosas antes de tiempo, ni tardías e inútiles en caso necesario. Tenía en su solo
instinto cuanto necesitaba para vivir en el estado natural; en la razón cultivada sólo tiene
lo que necesita para vivir en sociedad.
Parece a primera vista que en este estado, no teniendo los hombres entre sí ninguna
clase de relación moral ni de deberes conocidos, no podrían ser ni buenos ni malos, ni
tenían vicios ni virtudes, a menos que, tomando estas palabras en un sentido físico, se
llamen vicios del individuo las cualidades que pueden perjudicar su propia
conservación, y virtudes, las que a ella puedan contribuir; en este caso, habría que
considerar como más virtuoso a quien menos resistiera los meros impulsos de la
naturaleza. Pero, sin apartarnos de su sentido ordinario, conviene retener la opinión que
podríamos manifestar sobre tal situación y desconfiar de nuestros prejuicios hasta que,
la balanza en la mano, se haya examinado si los hombres civilizados poseen más
virtudes que vicios, o si sus virtudes son más ventajosas que funestos sus vicios, o si el
progreso de sus conocimientos constituye una compensación suficiente de los males que
mutuamente se causan a medida que aprenden el bien que debían hacerse, o si, bien
mirado, no se encontrarían en una situación más feliz no teniendo daño que temer ni
bien que esperar de nadie que hallándose sometidos a una dependencia universal y
obligados a recibir todo de quienes no se obligan a darles nada.
No saquemos la conclusión, como Hobbes, de que, no teniendo ninguna idea de la
bondad, el hombre es naturalmente malo; vicioso, porque no conoce la virtud; que niega
siempre a sus semejantes los servicios que cree no deberles; que, en virtud del derecho
que se arroga sobre las cosas que necesita, se imagina insensatamente ser el propietario
único del universo entero. Hobbes ha visto muy bien el defecto de todas las definiciones
modernas del derecho natural; pero las consecuencias que deduce de la suya demuestran
que la toma en un sentido no menos falso. Razonando sobre los principios que enuncia,
este autor debía decir que, siendo el estado de naturaleza aquel en que el cuidado de
nuestra conservación es el menos perjudicial para la conservación de nuestros
semejantes, éste era por consiguiente el estado más a propósito para la paz y el más
conveniente para el género humano. Pues dice precisamente lo contrario, por haber
hecho entrar, con gran desacierto, en el cuidado de la conservación del hombre salvaje
la necesidad de satisfacer una multitud de pasiones que son producto de la sociedad y
que han hecho necesarias las leyes. El malo, dice, es un niño fuerte. Falta saber si el
hombre salvaje, es un niño fuerte. Aunque ello se concediera, ¿qué se deduciría? Que si,
siendo fuerte, este hombre dependía de los demás tanto como siendo débil, no hay
ninguna clase de excesos a los que no se entregara; que pegaría a su madre cuando
tardase demasiado en darle de mamar; que estrangularía a uno de sus pequeños
hermanos cuando estuviese enojado; que mordería al otro en la pierna cuando fuese
tropezado o molestado. Pero ser fuerte y dependiente son supuestos contradictorios en el
estado natural. El hombre es débil cuando está sometido a dependencia, y es libre antes
de ser fuerte. Hobbes no ha visto que la misma causa que impide a los salvajes el uso de
razón, como pretenden nuestros jurisconsultos, les impide al mismo tiempo el abuso de
sus facultades, como él mismo pretende; de modo que podría decirse que los salvajes no
son malos precisamente porque no saben qué cosa es ser buenos, toda vez que no es el
desenvolvimiento de la razón ni el freno de la ley, sino la ignorancia del vicio y la calma
de las pasiones, lo que los impide hacer el mal: Tanto plus in illis proficit vitiorum
ignoratio, quam in his cognitio virtutis
(23)
.
Hay además otro principio que Hobbes no ha observado, el cual, habiéndole sido
dado al hombre para suavizar en ciertas circunstancias la ferocidad de su amor propio o
su deseo de conservación antes del nacimiento de este amor
(24)
, modera el ardor que
siente por su bienestar con una innata repugnancia a ver sufrir a sus semejantes. No creo
que deba temer una contradicción concediendo al hombre la única virtud natural que se
ha visto obligado a reconocer el más furioso detractor de las virtudes humanas. Me
refiero a la piedad, disposición adecuada a seres tan débiles y sujetos a tantos males
como somos nosotros; virtud tanto más universal y tanto más útil al hombre cuanto que
precede al uso de toda reflexión, y tan natural, que las bestias mismas dan de ella
algunas veces sensibles muestras. Sin hablar de la ternura de las madres con sus
pequeños y de los peligros que arrostran para protegerlos, obsérvase a diario la
repugnancia que experimentan los caballos a pisotear un cuerpo vivo. Un animal no
pasa nunca al lado de otro de su especie muerto sin sentir cierta inquietud; hasta hay
animales que les dan una suerte de sepultura, y los tristes mugidos del ganado entrando
en el matadero anuncian la impresión que recibe ante el horrible espectáculo que
contempla. Con placer se ve al autor de la fábula Las abejas
(25)
, obligado a reconocer al
hombre como un ser compasivo y sensible, abandonar su estilo frío y sutil para
ofrecernos la patética imagen de un hombre encerrado que ve fuera a una bestia feroz
arrancar a un niño de brazos de su madre, triturar con sus mortíferos dientes sus débiles
miembros y desgarrar con sus uñas las entrañas palpitantes de la criatura. ¡Qué horribles
estremecimientos experimenta ese testigo de un suceso en el cual no interviene su
interés personal! ¡Qué angustias sufro por no poder prestar auxilio alguno a la madre
desvanecida y a la expirante criatura!
Tal es el puro movimiento de la naturaleza, anterior a toda reflexión; tal la fuerza de
la piedad natural, que las costumbres más depravadas difícilmente pueden destruirla,
puesto que se ve a diario en nuestros espectáculos enternecerse y llorar ante las
desventuras de un infortunado a un tal que, de hallarse en el lugar del tirano, agravaría
más aún los tormentos de su enemigo, semejante al sanguinario Sila, tan sensible ante