Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres



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espera tranquilamente los impulsos de la naturaleza, se entrega a ellos sin elección, con 

mayor placer que furor, y, satisfecha su necesidad, el deseo queda extinguido.

     Es, pues, incontestable que así el amor como las demás pasiones no han adquirido 

sino en la sociedad ese ardor impetuoso que tan funestos los hace ser con frecuencia 

para los hombres. De modo que es en extremo ridículo representar a los salvajes 

exterminándose mutuamente y sin cesar por satisfacer su brutalidad, toda vez que esta 

opinión está en completa contradicción con la experiencia, pues los caribes, el pueblo 

que menos se ha apartado hasta aquí, entre todos los existentes, del estado natural, son 

precisamente los más tranquilos en sus amores y los menos sujetos a los celos, aunque 

viven bajo un clima abrasador, que parece dar a sus pasiones una actividad mayor.

     Respecto a las consecuencias que podrían deducirse, en ciertas especies animales, de 

las luchas entre machos que en todo tiempo ensangrientan nuestros corrales o hacen 

retumbar los bosques en la primavera con sus gritos disputándose la hembra, es 

necesario empezar por excluir a todas aquellas especies en que la naturaleza ha 

establecido manifiestamente, por lo que hace al poder relativo de los sexos, distintas 

relaciones que entre nosotros; así, las peleas entre gallos no constituyen una inducción 

para la especie humana. En las especies en que la proporción está mejor observada, 

estas luchas sólo pueden tener por causa la escasez de hembras respecto al número de 

machos o los intervalos durante los cuales la hembra rehúsa constantemente ayuntarse 

con el macho, lo que equivale a la primer causa; porque si la hembra sólo admite al 

macho durante dos meses al año, es igual que si el número de hembras fuese cinco 

sextas partes menor. Pero ninguno de estos dos casos es aplicable a la especie humana, 

en la cual el número de las hembras excede generalmente al de varones, no habiéndose 

observado nunca tampoco, ni aun entre los salvajes, que las hembras tengan, como en 

las otras especies, épocas de celo y de abstención. Además, en muchas clases de 

animales, entrando la especie entera a la vez en mutua efervescencia, sobreviene un 

momento terrible de común ardor, de tumulto, desorden y combate; momento que no 

existe en la especie humana, porque el amor en ella no es periódico. No puede 

deducirse, por consiguiente, de los combates entre ciertos animales por la posesión de la 

hembra, que lo mismo sucedería al hombre en el estado natural; y aunque se pudiera 

sacar esa conclusión, así como esas luchas no destruyen esas especies, debe pensarse 

cuando menos que no serían más funestas para la nuestra; y aun parece que no causarían 

tantos estragos como causan en la sociedad, sobre todo en aquellos países en que, por 

respetarse todavía las costumbres, los celos de los amantes y la venganza de los maridos 

son diario motivo de duelos, crímenes y peores cosas; sociedad en que el deber de una 

eterna fidelidad sólo sirve para originar adulterios y donde las mismas leyes del honor y 

la continencia extienden necesariamente la corrupción y multiplican los abortos.

     Concluyamos que el hombre salvaje, errante en los bosques, sin industria, sin 

palabra, sin domicilio, sin guerra y sin relaciones, sin necesidad alguna de sus 

semejantes, así como sin ningún deseo de perjudicarlos, quizá hasta sin reconocer nunca 

a ninguno individualmente; sujeto a pocas pasiones y bastándose a sí mismo, sólo tenía 

los sentimientos y las luces propias de este estado, sólo sentía sus verdaderas 

necesidades, sólo miraba aquello que le interesaba ver, y su inteligencia no progresaba 

más que su vanidad. Si por casualidad hacía algún descubrimiento, tanto menos podía 

comunicarlo cuanto que ni reconocía a sus hijos. El arte perecía con el inventor. No 

había educación ni progreso; las generaciones se multiplicaban inútilmente, y, partiendo 




siempre cada una del mismo punto, los siglos transcurrían en la tosquedad de las 

primeras edades; la especie era ya vieja, y el hombre seguía siendo siempre niño.

     Si me he extendido tanto tiempo sobre la suposición de esta condición primitiva es 

porque, siendo necesario destruir antiguos errores y prejuicios, he creído que debía 

ahondar hasta las raíces para demostrar en el cuadro del verdadero estado de naturaleza 

cómo la desigualdad, aun natural, está lejos de tener en ese estado la realidad y la 

influencia que pretenden nuestros escritores.

     En efecto: es fácil ver que, entre las diferencias que distinguen a los hombres, pasan 

por naturales muchas que son únicamente obra de la costumbre y de los diversos 

géneros de vida que llevan los hombres en la sociedad. Así, un temperamento fuerte o 

delicado, la fuerza o la debilidad que de éste dependen, proceden con frecuencia más de 

la manera ruda o afeminada con que uno ha sido criado que de la constitución primitiva 

del cuerpo. Lo mismo sucede con las fuerzas del espíritu, y no solamente la educación 

establece diferencias entre los espíritus cultivados y los que no lo están, sino que 

aumenta la que existe entre los primeros en proporción con la cultura, pues si un gigante 

y un enano van por el mismo camino, cada paso que adelanten dará una nueva ventaja al 

gigante. Ahora bien: si se compara la prodigiosa variedad de educación y de géneros de 

vida que reina en los diferentes órdenes del estado civil con la simplicidad y la 

uniformidad de la vida animal o salvaje, en la cual todos se nutren con los mismos 

alimentos, viven del mismo modo y hacen exactamente las mismas cosas, se 

comprenderá entonces cómo la diferencia de hombre a hombre debe ser menor en el 

estado de naturaleza que en el de sociedad, y cómo la desigualdad natural debe 

aumentar en la especie humana por la desigualdad de educación.

     Pero aunque la naturaleza afectase en la distribución de sus dones tantas diferencias 

como se pretende, ¿qué ventajas gozarían los más favorecidos en perjuicio de los demás 

en un estado de cosas que no admitiría casi ninguna especie de relación entre ellos? 

Donde no hay amor, ¿de qué sirve la belleza? ¿De qué sirve el ingenio a gentes que no 

hablan nunca, y la astucia a los que no tienen negocios? Oigo repetir a cada instante que 

los más fuertes oprimirían a los débiles; pero explíqueseme qué se quiere decir con la 

palabra opresión. Unos dominarían con violencia, otros gemirían sometidos a su 

capricho. He aquí precisamente lo que observo entre nosotros; pero no veo cómo puede 

decirse esto de los hombres salvajes, a quienes difícilmente se haría comprender qué 

significan servidumbre y dominación. Podrá un hombre apoderarse de los frutos que 

otro ha cogido, de la caza que ha matado, de la caverna que le servía de asilo; pero 

¿cómo conseguiría nunca hacerse obedecer y cuáles podrían ser las cadenas de la 

dependencia entre unos hombres que nada poseen? Si se me arroja de un árbol, libre 

estoy para ir a otro; si alguien me molesta en un sitio, ¿quién me impedirá marcharme a 

otra parte? ¿Hay un hombre de fuerza superior a la mía, y además bastante depravado, 

bastante perezoso, bastante feroz para obligarme a proveer a su subsistencia mientras él 

permanece ocioso? Pues es preciso que se resuelva a no perderme de vista un solo 

instante, a tenerme cuidadosamente atado durante su sueño por temor a que me escape o 

le mate; es decir, que se ve obligado a exponerse voluntariamente a una fatiga mucho 

más grande que la que quiere evitarse y que la que a mí me causa. Después de todo esto, 

si su vigilancia afloja un instante, si un ruido imprevisto le hace volver la cabeza, doy 

veinte pasos en el bosque, y mis cadenas quedan rotas y jamás en su vida vuelve a 

verme.



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