las desgracias que él no había causado,
o a ese Alejandro de Feres, que no osaba asistir
a la representación de ninguna tragedia por temor de que se le viera llorar con
Andrómaca y con Príamo, mientras escuchaba sin emocionarse los gritos de los
ciudadanos que mandaba degollar todos los días.
Mollissima corda
Humano generi dare se natura fatetur,
Quae lacrymas dedit
(26)
.
Mandeville ha comprendido perfectamente que los hombres, con toda su moral,
hubieran sido siempre unos monstruos si la naturaleza no les hubiese dado la piedad en
apoyo de la razón; pero no ha visto que de esta sola cualidad se derivan todas las
virtudes sociales que pretende negar a los hombres. En efecto: ¿qué es la generosidad, la
clemencia, la humanidad, sino la piedad aplicada a los débiles, a los culpables, o a la
especie humana en general? La benevolencia y la misma amistad son, bien miradas,
productos de una constante piedad fijada en un objeto particular; pues desear que
alguien no sufra, ¿qué es sino desear que sea feliz? Aun cuando fuera cierto que la
conmiseración es sólo un sentimiento que nos pone en el lugar de quien sufre,
sentimiento obscuro y vivo en el salvaje, desarrollado pero débil en el hombre
civilizado, ¿qué importaría esto a la verdad de lo que afirmo, sino para darle más
fuerza? En efecto: la conmiseración será tanto más enérgica cuanto más íntimamente se
identifique el animal espectador con el animal paciente. Ahora bien; es evidente que
esta identificación ha debido de ser infinitamente más estrecha en el estado de
naturaleza que en el estado de razonamiento. Es la razón quien engendra el amor propio,
y la reflexión lo fortifica; ella repliega al hombre sobre sí mismo; ella le aparta de todo
lo que le molesta o le aflige. Es la filosofía quien le aísla; por ella dice en secreto, a la
vista de un hombre que sufre: «Muere si quieres; yo estoy seguro.» Sólo los peligros de
la sociedad entera turban el sueño tranquilo del filósofo y le arrancan del lecho. Se
puede degollar impunemente a un semejante suyo bajo sus ventanas; no tiene más que
taparse los oídos y razonar un poco para impedir a la naturaleza que se subleva dentro
de él identificarlo con aquel a quien se asesina
(27)
. El hombre salvaje carece de este
admirable talento; falto de razón y de prudencia, vésele siempre entregarse
aturdidamente al primer sentimiento de la humanidad. En los motines, en las contiendas
callejeras, acude el populacho y el hombre prudente se aparta; es la canalla, son las
mujeres del mercado quienes separan a los combatientes o impiden a la gente de bien su
mutuo exterminio.
Es, por tanto, perfectamente cierto que la piedad es un sentimiento natural que,
moderando en cada individuo de su amor a sí mismo, concurre a la mutua conservación
de la especie. Ella nos impulsa sin previa reflexión al socorro de aquellos a quienes
vemos sufrir; ella substituye en el estado natural a las leyes, a las costumbres y a la
virtud, con la ventaja de que nadie se siente tentado de desobedecer su dulce voz; ella
disuadirá a un salvaje fuerte de quitar a una débil criatura o a un viejo achacoso el
alimento que han adquirido penosamente, si espera hallar el suyo en otra parte; ella
inspira a todos los hombres, en lugar de la sublime máxima de justicia razonada Pórtate
con los demás como quieres que se porten contigo, esta otra de bondad natural, acaso
menos perfecta, pero mucho más útil que la anterior: Haz tu bien con el menor daño
posible para otro. En una palabra: es en este sentimiento natural, más bien que en los
sutiles argumentos, donde hay que buscar la causa de la repugnancia que todo hombre
siente a obrar mal, aun independientemente de los preceptos de la educación. Aunque
Sócrates y los espíritus de su tiempo puedan adquirir la virtud
por medio del
razonamiento, hace tiempo que habría desaparecido el género humano si su
conservación hubiese dependido de quienes lo componen.
Con pasiones tan poco activas y un freno tan saludable, los hombres, más bien
feroces que malos, más atentos a ponerse a cubierto del mal que podían recibir que
inclinados a hacer daño a otros, no estaban expuestos a contiendas muy peligrosas.
Como no tenían entre sí ninguna especie de relación; como por tanto, no conocían la
vanidad, ni la consideración, ni la estima, ni el desprecio; como no tenían la menor
noción del bien ni del mal, ni alguna idea verdadera de justicia; como miraban las
violencias que podían recibir como daño fácil de reparar, y no como una injuria que
debe ser castigada, y como ni siquiera pensaban en la venganza, a no ser tal vez
maquinalmente y en el mismo momento, como el perro que muerde la piedra que se le
arroja, sus disputas raramente hubieran tenido causa más importante que el alimento.
Pero veo una más peligrosa y de la cual voy a tratar.
Entre las pasiones que agitan el corazón humano hay una, ardiente, impetuosa, que
hace a un sexo necesario al otro; terrible pasión que desafía todos los peligros, destruye
todos los obstáculos y más parece, en su furor, propia para aniquilar el género humano
que no destinada a conservarlo. ¿Qué sería de los hombres presa de esta rabia
desenfrenada y brutal, sin pudor ni continencia, y disputándose cada día sus amores al
precio de su sangre?
Es preciso conceder desde luego que cuanto más violentas son las pasiones más
necesarias son las leyes; pero, además de que los desórdenes y los crímenes que a diario
causan esas pasiones demuestran demasiado la insuficiencia de las leyes a este respecto,
convendría examinar si estos desórdenes no han nacido con las leyes mismas; porque
entonces, aunque fueran capaces de reprimirlos, lo menos que podría exigírseles es que
detuviesen un mal que sin ellas no existiría.
Empecemos por distinguir en el sentimiento del amor lo moral y lo físico. Lo físico
es ese deseo general que impulsa a un sexo a unirse con otro. Lo moral es lo que
determina ese deseo y lo fija exclusivamente en un solo objeto, o que, por lo menos, le
da hacia ese objeto preferido un mayor grado de energía. Ahora bien; es fácil ver que lo
moral del amor es un sentimiento facticio nacido del uso de la sociedad y elogiado por
las mujeres con suma habilidad y cuidado para implantar su imperio y hacer dominante
el sexo que debía obedecer. Como este sentimiento está fundado sobre ciertas nociones
del mérito y de la belleza que un salvaje no se halla en estado de poseer, y sobre
comparaciones que éste no puede hacer, debe de ser casi nulo para él; porque del mismo
modo que su espíritu no ha podido forjar ideas abstractas de regularidad y de
proporción, así su corazón no es tampoco susceptible de sentimiento de admiración y de
amor, los cuales nacen, sin que uno se dé cuenta, de la aplicación de esas ideas.
Únicamente escucha al temperamento que la naturaleza le ha dado, no al gusto que no
ha podido adquirir, y cualquier mujer le parece buena.
Limitados a la parte física del amor y bastante felices para ignorar esas preferencias
que irritan el sentimiento amoroso y aumentan las dificultades, los hombres deben de
sentir menos frecuentemente y con menor viveza los ardores del temperamento, y, por
consiguiente, sus disputas deben de ser más raras y menos crueles. La imaginación, que
tantos estragos produce entre nosotros, no habla a esos corazones salvajes; cada uno