hijo mientras éste necesita su ayuda; que después de este término son iguales, y que
entonces el hijo, perfectamente independiente de su padre, sólo le debe respeto, mas no
obediencia; porque el reconocimiento es un deber que hay que cumplir, pero no un
derecho que se pueda exigir. En lugar de decir que la sociedad civil se deriva del poder
paternal, sería necesario decir, al contrario, que es de ella de quien ese poder tiene su
principal fuerza. Un individuo no fue reconocido por el padre de varios sino cuando
todos permanecieron a su lado. Los bienes del padre, de los cuales él es el verdadero
dueño, son los lazos que mantienen a los hijos bajo su dependencia, y él puede no darles
parte en la herencia sino en la medida en que lo hayan merecido por un contimio
acatamiento de su voluntad. Ahora bien: lejos de poder esperar los súbditos favor
semejante de su déspota, como le pertenecen ellos y las cosas que poseen, o al menos
así lo pretende aquél, se ven reducidos a recibir como un favor lo que les deja de sus
propios bienes; hace justicia cuando los despoja; concede gracia cuando los deja vivir.
Continuando el examen de los hechos desde el punto de vista del derecho, no se
hallaría más solidez que veracidad en la implantación voluntaria de la tiranía, y sería
difícil demostrar la validez de un contrato que sólo obligaría a una de las partes, en el
cual se pondría todo de un lado y nada del otro y que sólo redundaría en perjuicio del
contrayente. Este odioso sistema está muy lejos de ser; aun hoy día, el de los monarcas
sabios y buenos, como puede verse en diversos pasajes de sus edictos, y particularmente
en el siguiente, de un célebre escrito publicado en 1667 en nombre y por orden de Luis
XIV: «No se diga, pues, que el soberano no se halla sujeto a las leyes de su Estado,
puesto que la proposición contraria es una verdad del derecho de gentes, que la lisonja
ha atacado algunas veces, pero que los buenos príncipes han defendido siempre como
una divinidad tutelar de su Estado. ¡Cuánto más legítimo es decir con el sabio Platón
que la perfecta felicidad de un reino consiste en que el príncipe sea obedecido de sus
súbditos, que él obedezca a la ley y que la ley sea recta y encaminada siempre al bien
público!»
(34)
. No me detendré a averiguar si, siendo la libertad la más noble de las
facultades del hombre, no es degradar su naturaleza ponerse al nivel de las bestias,
esclavas de su instinto, y aun ofender al mismo Autor de sus días, el renunciar sin
reserva al más precioso de todos sus dones, el someterse a cometer todos los crímenes
que El nos prohíbe, por complacer a un amo feroz e insensato, y si aquel Obrero
sublime debe sentirse más irritado al ver destruir o al ver deshonrar su obra más
hermosa. No apelaré, si se quiere, a la autoridad de Barbeyrac, que declara netamente,
según Locke, que nadie puede vender su libertad hasta someterse a un poder arbitrario
que lo trata a su capricho, porque -añade- sería vender su propia vida, de la cual uno no
es dueño. Preguntaré solamente con qué derecho aquellos que no temen envilecerse a sí
mismos hasta ese punto han sometido su posteridad a la misma ignominia y han
renunciado por ella a unos bienes que ésta no debe a su liberalidad y sin los cuales la
vida misma es una carga para todos aquellos que son dignos de ella.
Puffendorff
(35)
dice que, del mismo modo que una persona transfiere a otra sus bienes
por medio de convenciones y contratos, de igual manera puede despojarse de su
libertad
en favor de alguno. Me parece un malísimo razonamiento, porque, en primer lugar, los
bienes que yo enajeno se convierten para mí en cosa completamente extraña, cuyo
abuso me es indiferente; pero me importa mucho que no se abuse de mi libertad, y yo no
puedo, sin hacerme culpable del daño que se me obligará a hacer, exponerme a ser
instrumento del crimen. En segundo lugar, siendo el derecho de propiedad de institución
humana, cada uno puede disponer a su antojo de aquello que posee; pero no sucede lo
mismo con los dones esenciales de la naturaleza, como la vida y la libertad, de los
cuales le está permitido a cada uno gozar,
mas de los que, al menos es dudoso, nadie
tiene el derecho de despojarse. Renunciando a la libertad se degrada el ser; renunciando
a la vida, se le aniquila en cuanto depende de uno mismo; y como ningún bien temporal
puede compensar la falta de una o de otra, sería ofender al mismo tiempo a la naturaleza
y a la razón renunciar a aquéllas a cualquier precio que fuera. Pero aunque se pudiera
enajenar la libertad como los bienes propios, la diferencia sería muy grande en cuanto a
los hijos, que no disfrutan de los bienes del padre sino por la transmisión de su derecho,
mientras que siendo la libertad un don que han recibido de la naturaleza en su calidad de
hombres, sus progenitores no tienen ningún derecho a despojarlos de ella; de suerte que,
de igual manera que hubo de violentarse a la naturaleza para implantar la esclavitud, así
ha sido preciso cambiarla para perpetuar ese derecho, y los jurisconsultos que
decidieron gravemente que el hijo de una esclava nacería esclavo resolvieron, en otros
términos, que un hombre no nace hombre.
Me parece cierto, pues, que no sólo los gobiernos no han empezado por el poder
arbitrario, que no es sino su corrupción, su último extremo, y que los lleva en fin a la ley
única del más fuerte, de la cual fueron al principio su remedio, sino que, aunque
hubieran efectivamente empezado de ese modo, tal poder, siendo por naturaleza
ilegítimo, no ha podido servir de fundamento a las leyes de la sociedad ni, por
consiguiente, a la desigualdad de estado.
Sin entrar hoy en las investigaciones que están por hacer todavía sobre la naturaleza
del pacto fundarnental de todo gobierno, me limito, siguiendo la opinión común, a
considerar aquí la fundación del cuerpo político como un verdadero contrato entre los
pueblos y los jefes que eligió para su gobierno, contrato por el cual se obligan las dos
partes a la observación de las leyes que en él se estipulan y que constituyen los vínculos
de su unión. Habiendo el pueblo, a propósito de las relaciones sociales, reunido todas
sus voluntades en una sola, todos los artículos en que se expresa esa voluntad son otras
tantas leyes fundamentales que obligan a todos los miembros del Estado sin excepción,
una de las cuales determina la elección y el poder de los magistrados encargados de
velar por la ejecución de las otras. Este poder se extiende a todo lo que puede mantener
la constitución, pero no alcanza a poder cambiarla. Se añaden además los honores que
hacen respetables las leyes y los magistrados, y para éstos personalmente, prerrogativas
que los compensan de los penosos trabajos que cuesta una buena administración. El
magistrado, a su vez, obligase a no usar el poder que le ha sido confiado sino conforme
a la intención de sus mandatarios, a mantener a cada uno en el tranquilo disfrute de
aquello que le pertenece, y a anteponer en toda ocasión la útilidad pública a su interés
privado.
Antes de que la experiencia hubiese demostrado o que el conocimiento del corazón
humano hubiera hecho prever los inevitables abusos de semejante constitución, debió
parecer tanto más excelente cuanto que aquellos que estaban encargados de velar por su
conservación eran los más interesados en ello; pues como la magistratura y sus derechos
descansaban solamente sobre las leyes fundamentales, si éstas eran destruídas los
magistrados dejaban de ser legítimos y el pueblo dejaba de deberles obediencia, y como
la esencia del Estado no estaría constituida por el magistrado, sino por la ley, cada cual
recobraría de derecho su libertad natural.
Por poco que se reflexionara atentamente, esto se hallaría confirmado por nuevas
razones, y por la naturaleza del contrato se vería que éste no podría ser irrevocable;