esto sólo es admisible en espíritus más cultivados que lo debía estar
el de los
espectadores.
En cuanto a la agricultura, el principio fue conocido mucho antes de que se
estableciera la práctica, pues no es probable que los hombres, siempre ocupados en
sacar de los árboles y las plantas su subsistencia, hayan tardado mucho tiempo en
advertirlos caminos que sigue la naturaleza para la generación de los vegetales; pero su
industria no se inclinó probablemente hasta muy tarde de este lado, bien porque los
árboles, que con la caza y la pesca proveían a su alimento, no necesitaban sus cuidados,
sea por desconocer el uso del trigo, sea por falta de instrumentos para cultivarlo, bien
por falta de previsión para las necesidades futuras, sea, en fin, por no haber medios para
impedir a los demás que se apoderaran del fruto de su trabajo. Cuando ya fueron más
industriosos, es de presumir que empezaron con piedras afiladas y palos puntiagudos a
cultivar algunas legumbres o raíces en derredor de sus cabañas, mucho antes de saber
trabajar el trigo y tener los instrumentos necesarios para el cultivo en grande; sin contar
que para entregarse a esta labor y sembrar las tierras es preciso decidirse a perder alguna
cosa primero para obtener mucho después, previsión grandemente extraña al espíritu del
salvaje, que, como antes he dicho, tiene bastante con pensar por la mañana en sus
necesidades de la tarde.
La invención de las otras artes fue, por tanto, necesaria para forzar al género humano
a dedicarse a la agricultura. En cuanto hubo necesidad de hombres para fundir y forjar el
hierro, fueron necesarios otros que los alimentaran. Cuanto mayor fue el número de
obreros, menos manos hubo empleadas en proveer a la común subsistencia, sin haber
por eso menos bocas que alimentar; y como unos necesitaron alimentos en cambio de su
hierro, los otros descubrieron en fin el secreto de emplear el hierro para multiplicar los
alimentos. De aquí nacieron, por una parte, el cultivo y la agricultura; por otra, el arte de
trabajar los metales y multiplicar sus usos.
Del cultivo de las tierras resultó necesariamente su reparto, y de la propiedad, una
vez reconocida, las primeras reglas de justicia, porque para dar a cada cual lo suyo es
necesario que cada uno pueda tener alguna cosa. Por otro lado, los hombres ya habían
empezado a pensar en el porvenir, y como todos tenían algo que perder, no había
ninguno que no tuviera que temer para sí la represalia de los daños que podía causar a
otro. Este origen es tanto más natural cuanto que es imposible concebir la idea de la
propiedad naciente de otro modo que por la mano de obra, pues no se comprende que
para apropiarse las cosas que no ha hecho pudiera el hombre poner más que su trabajo.
Es el trabajo únicamente el que, dando derecho al cultivador sobre el producto de la
tierra que ha trabajado, le da consiguientemente ese mismo derecho sobre el suelo, por
lo menos hasta la cosecha, y así de año en año; lo que, constituyendo una posesión
continua, se transforma fácilmente en propiedad. Cuando los antiguos, dice Grocio,
dieron a Ceres el epíteto de legisladora y a una fiesta que se celebraba en su honor el
nombre de Temosforia, dieron a entender que el reparto de las tierras había producido
una nueva especie de derecho, es decir, el derecho de propiedad, diferente del que
resulta de la ley natural.
En esta situación, las cosas hubieran podido permanecer iguales si las aptitudes
hubieran sido iguales, y si, por ejemplo, el empleo del hierro y el consumo de los
productos alimenticios hubieran guardado un equilibrio exacto. Pero la proporción, que
nada mantenía, bien pronto quedó rota; el más fuerte hacía más obra; el más hábil
sacaba mejor partido de lo suyo; el más ingenioso hallaba los medios de abreviar su
trabajo; el labrador necesitaba más hierro, o el herrero más trigo; y trabajando todos
igualmente, unos ganaban más mientras otros, apenas podían vivir. De este modo, la
desigualdad natural se desenvuelve insensiblemente con la de combinación, y las
diferencias entre los hombres, desarrolladas por las que originan las circunstancias,
hácense más sensibles, más permanentes en sus efectos y empiezan a influir en la
misma proporción sobre la suerte de los particulares.
En este punto las cosas, fácil es imaginar el resto. No me detendré a describir la
invención sucesiva de las otras artes, el progreso de las lenguas, la prueba y el empleo
de las aptitudes, la desigualdad de las fortunas, el uso y el abuso de las riquezas, ni
todos los detalles que siguen a éstos y que cada uno puede fácilmente suponer. Me
limitaré solamente a echar una ojeada sobre el género humano colocado en ese nuevo
orden de cosas.
He aquí todas nuestras facultades desarrolladas, la memoria y la imaginación en
juego, interesado el amor propio, la razón en actividad y el espíritu casi al término de la
perfección de que es susceptible. He aquí todas las cualidades naturales puestas en
acción, establecidas la condición y la suerte de cada hombre, no sólo en lo que se refiere
a la cantidad de bienes y al poder de servir o perjudicar, sino en cuanto al espíritu, la
belleza, la fuerza o la destreza, el mérito y las aptitudes. Siendo estas cualidades las
únicas que podían atraer la consideración, bien pronto fue necesario o tenerlas o
fingirlas; fue preciso, por el propio interés, aparecer distinto de lo que en verdad se era.
Ser y parecer fueron dos cosas por completo diferentes, y de esta diferencia nacieron la
ostentación imponente, la astucia engañosa y todos los vicios que forman su séquito.
Por otra parte, de libre e independiente que era antes el hombre, vedle, por una multitud
de nuevas necesidades, sometido, por así decir, a la naturaleza entera, y sobre todo a sus
semejantes, de los cuales se convierte en esclavo aun siendo su señor: rico, necesita de
sus servicios; pobre; de su ayuda, y la mediocridad le impide prescindir de aquéllos.
Necesita, por tanto, buscar el modo de interesarlos en su suerte y hacerles hallar su
propio interés, en realidad o en apariencia, trabajando en provecho suyo; lo cual le hace
trapacero y artificioso con unos, imperioso y duro con otros, y le pone en la necesidad
de engañar a todos aquellos que necesita, cuando no puede hacerse temer de ellos y no
encuentra ningún interés en servirlos útilmente. En fin; la voraz ambición, la pasión por
aumentar su relativa fortuna, menos por una verdadera necesidad que para elevarse por
encima de los demás, inspira a todos los hombres una negra inclinación a perjudicarse
mutuamente, una secreta envidia, tanto más peligrosa cuanto que, para herir con más
seguridad, toma con frecuencia la máscara de la benevolencia; en una palabra: de un
lado, competencia y rivalidad; de otro, oposición de intereses, y siempre el oculto deseo
de buscar su provecho a expensas de los demás. Todos estos males son el primer efecto
de la propiedad y la inseparable comitiva de la desigualdad naciente.
Antes de haberse inventado los signos representativos de las riquezas, éstas no
podían consistir sino en tierras y en ganados, únicos bienes efectivos que los hombres
podían poseer. Ahora bien; cuando las heredades crecieron en número y en extensión,
hasta el punto de cubrir el suelo entero y de tocarse unas con otras, ya no pudieron
extenderse más sitio a expensas de las otras, y los que no poseían ninguna porque la
debilidad o la indolencia los había impedido adquirirlas a tiempo, se vieron obligados a
recibir o arrebatar de manos de los ricos su subsistencia; de aquí empezaron a nacer,
según el carácter de cada uno, la dominación y la servidumbre, o la violencia y las