Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres



Yüklə 0,51 Mb.
Pdf görüntüsü
səhifə22/22
tarix02.12.2017
ölçüsü0,51 Mb.
#13659
1   ...   14   15   16   17   18   19   20   21   22

porque si no existía un poder superior que pudiera responder de la fidelidad de los 

contratantes ni forzarlos a cumplir sus compromisos recíprocos, las partes serían los 

únicos jueces de su propia causa y cada una tendría siempre el derecho de rescindir el 

contrato tan pronto como advirtiera que la otra infringía las condiciones, o bien cuando 

éstas dejaran de convenirle. Sobre este principio parece que puede estar fundado el 

derecho de abdicar. Ahora bien: a no considerar, como hacemos nosotros, más que la 

constitución humana, si el magistrado, que detenta, todo el poder y se apropia todas las 

ventajas del contrato, tenía el derecho de renunciar a la autoridad, con mayor razón el 

pueblo, que paga todos los errores de sus jefes, debía tener el derecho de renunciar a la 

dependencia. Pero las terribles disensiones, los desórdenes sin fin que traería consigo un 

poder tan peligroso, demuestran más que ningana otra cosa cómo los gobiernos 

humanos necesitaban una base más sólida que la sola razón y cómo era necesario a la 

tranquilidad pública que interviniera la voluntad divina para dar a la autoridad soberana 

un carácter sagrado e inviolable que privara a los súbditos del funesto derecho de 

disponer de esa autoridad. Aunque la religión no hubiera producido a los hombres más 

que este bien, sería suficiente para que todos la amaran y la adoptaran, aun con sus 

abusos, puesto que ahorra mucha más sangre que la derramada por el fanatismo. Pero 

sigamos el hilo de nuestra hipótesis.

     Las diversas formas de gobierno deben su origen a las diferencias más o menos 

grandes que existían entre los particulares en el momento de su institución. ¿Había un 

hombre eminente en poder, en virtud, en riqueza o en crédito? Ese solo fue elegido 

magistrado, y el Estado fue monárquico. ¿Había algunos, aproximadamente iguales 

entre sí, que excedieran a todos los demás? Fueron elegidos conjuntamente, y hubo una 

aristocracia. Aquellos cuya fortuna o cuyos talentos eran menos desproporcionados y 

que menos se habían apartado del estado natural guardaron en común la administración 

suprema y constituyeron una democracia. El tiempo experimentó cuál de esas formas 

era la más ventajosa para los hombres. Unos quedaron sometidos únicamente a las 

leyes; otros bien pronto obedecieron a los amos. Los ciudadanos quisieron guardar su 

libertad; los súbditos sólo pensaron en arrebatársela a sus vecinos no pudiendo sufrir 

que otros gozaran un bien que no disfrutaban ellos mismos. En una palabra: en un lado 

estuvieron las riquezas y las conquistas; en otro, la felicidad y la virtud.

     En estos diversos gobiernos todas las magistraturas fueron al principio electivas, y 

cuando la riqueza no la obtenía, la preferencia era otorgada al mérito, que concede un 

ascendiente natural, y a la edad, que da la experiencia en los asuntos y la sangre fría en 

las deliberaciones. Los ancianos entre los hebreos, los gerontes de Esparta, el senado de 

Roma y la misma etimología de nuestra palabra seigneur

 (36)

 demuestran cuán respetada 



era en otro tiempo la vejez. Cuanto más recaía el nombramiento en hombres de edad 

avanzada más frecuentes eran las elecciones y las dificultades se hacían sentir más. Se 

introdujeron las intrigas, se formaron las facciones, se agriaron los partidos, se 

encendieron las guerras civiles; en fin, la sangre de los ciudadanos fue sacrificada al 

pretendido honor del Estado, y halláronse los hombres en vísperas de recaer en la 

anarquía de los tiempos pasados. La ambición de los poderosos aprovechó estas 

circunstancias para perpetuar sus cargos en sus familias; el pueblo, acostumbrado ya a la 

dependencia, al reposo y a las comodidades de la vida, incapacitado ya para romper sus 

hierros, consintió la agravación de su servidumbre para asegurar su tranquilidad. Así, 

los jefes, convertidos en hereditarios, empezaron a considerar su magistratura como un 

bien de familia, a mirarse a sí mismos como propietarios del Estado, del cual no eran al 

principio sino los empleados; a llamar esclavos a sus conciudadanos; a contarlos, como 




sí fueran animales, en el número de las cosas que les pertenecían, y a llamarse a sí 

mismos iguales de los dioses y reyes de reyes.

     Si seguimos el progreso de la desigualdad a través de estas diversas revoluciones, 

hallaremos que el establecimiento de la ley y del derecho de propiedad fue su primer 

término; el segundo, la institución de la magistratura; el tercero y último, la mudanza 

del poder legítimo en poder arbitrario; de suerte que el estado de rico y de pobre fue 

autorizado por la primer época; el de poderoso y débil, por la segunda; y por la tercera, 

el de señor y esclavo, que es el último grado de la desigualdad y el término a que 

conducen en fin todos los otros, hasta que nuevas renovaciones disuelven por completo 

el gobierno o le retrotraen a su forma legítima.

     Para comprender la necesidad de ese progreso no es necesario considerar tanto los 

motivos de la fundación del cuerpo político como la forma que toma en su realización y 

los inconvenientes que después suscita, pues los vicios que hacen necesarias las 

instituciones sociales son los mismos que hacen inevitable el abuso; y como, exceptuada 

solamente Esparta, donde la ley velaba principalmente por la educación de los niños, 

donde Licurgo estableció costumbres que casi le dispensaban de promulgar leyes, éstas, 

en general, menos fuertes que las pasiones, contienen a los hombres pero no los 

cambian, sería fácil demostrar que todo gobierno que, sin corromperse ni alterarse, 

procediera siempre exactamente según el fin de su existencia, habría sido instituido sin 

necesidad, y que un país en que nadie eludiera el cumplimiento de las leyes ni nadie 

abusara de la magistratura no tendría necesidad ni de magistrados ni de leyes.

     Las distinciones políticas engendran necesariamente las diferencias civiles. La 

desigualdad, creciendo entre el pueblo y sus jefes, bien pronto se deja sentir entre los 

particulares, modificándose de mil maneras, según las pasiones, los talentos y las 

circunstancias. El magistrado no podría usurpar un poder ilegítimo sin rodearse de 

criaturas a su hechura, a las cuales tiene que ceder una parte. Por otro lado, los 

ciudadanos no se dejan oprimir sino arrastrados por una ciega ambición, y, mirando más 

hacia el suelo que hacia el cielo, la dominación les parece mejor que la independencia, y 

consienten llevar cadenas para poder imponerlas a su vez. Es muy difícil someter a la 

obediencia a aquel que no busca mandar, y el político más astuto no hallaría el modo de 

sojuzgar a unos hombres que sólo quisieran conservar su libertad. Pero la desigualdad se 

extiende sin trabajo entre las almas ambiciosas y viles, dispuestas siempre a correr los 

riesgos de la fortuna y a dominar u obedecer casi indiferentemente, según que la fortuna 

les sea favorable o adversa. Así, sucedió que pudo llegar un tiempo en que el pueblo 

estaba de tal modo fascinado, que sus conductores no tenían más que decir al más 

ínfimo de los hombres «¡sé grande tú y toda tu raza!», para que al instante pareciese 

grande a todo el mundo y a sus propios ojos y sus descendientes se elevaran a medida 

que se alejaban de él; cuanto más lejana e incierta era la causa, más aumentaba el 

efecto; cuantos más holgazanes podían contarse en una familia, más ilustre era.

     Si fuera éste el lugar de entrar en tales detalles, explicaría fácilmente cómo, aunque 

no intervenga el gobierno, la desigualdad de consideración y de autoridad es inevitable 

entre particulares

 (37)

 tan pronto como, reunidos en una sociedad, se ven forzados a 



compararse entre sí y a tener en cuenta las diferencias que encuentran en el trato 

continuo y recíproco. Estas diferencias son de varias clases; pero como, en general, la 

riqueza, la nobleza, el rango, el poderío o el mérito personal son las distinciones 

principales por las cuales se mide a los hombres en la sociedad, probaría que la armonía 




o el choque de estas fuerzas diversas constituyen la indicación más segura de un Estado 

bien o mal constituido; haría ver que entre estas cuatro clases de desigualdad, como las 

cualidades personales son el origen de todas las demás, la riqueza es la última y a la cual 

se reducen al cabo las otras, porque, como es la más inmediatamente útil al bienestar y 

la más fácil de comunicar, de ella se sirven holgadamente los hombres para comprar las 

restantes, observación que permite juzgar con bastante exactitud en qué medida se ha 

apartado cada pueblo de su constitución primitiva y el camino que ha recorrido hacia el 

extremo límite de la corrupción. Señalaría de qué manera ese deseo universal de 

reputación, de honores y prerrogativas que a todos nos devora, ejercita y contrasta los 

talentos y las fuerzas, cómo excita y multiplica las pasiones y cómo al convertir a todos 

los hombres en concurrentes, rivales o, mejor, enemigos, origina a diario desgracias, 

triunfos y catástrofes de toda especie haciendo correr la misma pista a tantos 

pretendientes. Demostraría que a este ardiente deseo de notabilidad, que a este furor de 

sobresalir que nos mantiene en continua excitación, debemos lo que hay de mejor y peor 

entre los hombres, nuestras virtudes y nuestros vicios, nuestras ciencias y nuestros 

errores, nuestros conquistadores y filósofos; es decir, una multitud de cosas malas y un 

escaso número de buenas. Probaría, en fin, que si se ve a un puñado de poderosos y 

ricos en la cima de las grandezas y de la fortuna, mientras la muchedumbre se arrastra 

en la obscuridad y en la miseria, es porque los primeros no aprecian las cosas de que 

disfrutan sino porque los otros están privados de ellas, y que, sin cambiar de situación, 

dejarían de ser dichosos si el pueblo dejara de ser miserable.

     Pero todos estos detalles constituirían por sí solos la materia de una obra 

considerable en la cual se pesaran las ventajas e inconvenientes de toda forma de 

gobierno con relación al estado natural y en la que se descubrieran los diferentes 

aspectos bajo los cuales se ha manifestado hasta hoy la desigualdad y podría 

manifestarse en los siglos futuros según la naturaleza de los gobiernos y las mudanzas 

que el tiempo introducirá en ellos necesariamente. Se vería a la multitud oprimida en el 

interior por una serie de medidas que ella misma había adoptado para protegerse contra 

las amenazas del exterior; se vería agravarse continuamente la opresión sin que los 

oprimidos pudieran saber nunca cuándo tendría término ni qué medio legítimo les 

quedaba para detenerla; veríanse los derechos de los ciudadanos y las libertades 

nacionales extinguirse poco a poco, y las reclamaciones de los débiles tratadas de 

murmullos de sediciosos; veríase a la política restringir el honor de defender la causa 

común a una porción mercenaria del pueblo, de donde se vería salir la necesidad de 

impuestos, y al labrador agobiado abandonar su campo, aun en tiempo de paz, y dejar el 

arado para ceñir la espada; veríanse nacer las funestas y caprichosas reglas del honor; 

veríanse a los defensores de la patria mudarse tarde o temprano en sus enemigos y tener 

sin cesar un puñal alzado sobre sus conciudadanos, y llegaría un tiempo en que se oiría 

a éstos decir al opresor de su país:

Pectore si fratris gladium juguloque parentis

Condere me jubeas, gravidaeque in viscera partu

Conjugis, invita peragam tamen omnia dextra

 (38)


.

LUCANO, lib. I, v. 376.

     De la extrema desigualdad de las condiciones y de las fortunas; de la diversidad de 

las pasiones y de los talentos; de las artes inútiles, de las artes perniciosas, de las 

ciencias frívolas, saldría muchedumbre de prejuicios igualmente contrarios a la razón, a 



la felicidad y a la virtud; veríase a los jefes fomentar, desuniéndolos, todo lo que puede 

debilitar a hombres unidos, todo lo que puede dar a la sociedad un aspecto de concordia 

aparente y sembrar im germen de discordia real, todo cuanto puede inspirar a los 

diferentes órdenes una desconfianza mutua y un odio recíproco por la oposición de sus 

derechos y de sus intereses, y fortificar por consiguiente el poder que los contiene a 

todos.


     Del seno de estos desórdenes y revoluciones, el despotismo, levantando por grados 

su odiosa cabeza y devorando cuanto percibiera de bueno y de sano en todas las partes 

del Estado, llegaría en fin a pisotear las leyes y el pueblo y a establecerse sobre las 

ruinas de la república. Los tiempos que precedieran a esta última mudanza serían 

tiempos de trastornos y, calamidades; mas al cabo todo sería devorado por el monstruo, 

y los pueblos ya no tendrían ni jefes ni leyes, sino tiranos. Desde este instante dejaría de 

hablarse de costumbres y de virtud, porque donde reina el despotismo, cui ex honesto 

nulla est spes

 (39)


 no sufre ningún otro amo; tan pronto como habla, no hay probidad ni 

deber alguno que deba ser consultado, y la más ciega obediencia es la única virtud que 

les queda a los esclavos.

     Éste es el último término de la desigualdad, el punto extremo que cierra el círculo y 

toca el punto de donde hemos partido. Aquí es donde los particulares vuelven a ser 

iguales, porque ya no son nada y porque, como los súbditos no tienen más ley que la 

voluntad de su señor, ni el señor más regla que sus pasiones, las nociones del bien y los 

principios de la justicia se desvanecen de nuevo; aquí todo se reduce a la sola ley del 

más fuerte, y, por consiguiente, a un nuevo estado de naturaleza diferente de aquel por 

el cual hemos empezado, en que este último era el estado natural en su pureza y otro es 

el fruto de un exceso de corrupción. Pero tan poca diferencia hay, por otra parte, entre 

estos dos estados, y de tal modo el contrato de gobierno ha sido aniquilado por el 

despotismo, que el déspota sólo es el amo mientras es el más fuerte, no pudiendo 

reclamar nada contra la violencia tan pronto como es expulsado. El motín que acaba por 

estrangular o destrozar al sultán es un acto tan jurídico como aquellos por los cuales él 

disponía la víspera misma de las vidas y de los bienes de sus súbditos. Sólo la fuerza le 

sostenía; la fuerza sola le arroja. Todo sucede de ese modo conforme al orden natural, y 

cualquiera que sea el suceso de estas cortas y frecuentes revoluciones, nadie puede 

quejarse de la injusticia de otro, sino solamente de su propia imprudencia o de su 

infortunio.

     Descubriendo y recorriendo los caminos olvidados que han debido de conducir al 

hombre del estado natural al estado civil; restableciendo, junto con las posiciones 

intermedias que acabo de señalar, las que el tiempo que me apremia me ha hecho 

suprimir o la imaginación no me ha sugerido, el lector atento quedará asombrado del 

espacio inmenso que separa esos dos estados. En esta lenta sucesión de cosas hallará la 

solución de una infinidad de problemas de moral y de política que los filósofos no 

pueden resolver. Viendo que el género humano de una época no era el mismo que el de 

otra, comprenderá la razón por la cual Diógenes no encontraba al hombre que buscaba, 

y es porque buscaba un hombre de un tiempo que ya no existía. Catón, pensará, pereció 

con Roma y la libertad porque no era hombre de su siglo, y el más grande entre los 

hombres no hizo más que asombrar a un mundo que hubiera gobernado quinientos años 

antes. En una palabra: explicará cómo el alma y las pasiones humanas, alterándose 

insensiblemente, cambian, por así decir, de naturaleza; por qué nuestras necesidades y 

nuestros placeres mudan de objetos con el tiempo; por qué, desapareciendo por grados 




el hombre natural, la sociedad no aparece a los ojos del sabio más que como un 

amontonamiento de hombres artificiales y pasiones ficticias, que son producto de todas 

esas nuevas relaciones y que carecen de un verdadero fundamento en la naturaleza.

     Lo que la reflexión nos enseña sobre todo eso, la observación lo confirma 

plenamente: el hombre salvaje y el hombre civilizado difieren de tal modo por el 

corazón y por las inclinaciones, que aquello que constituye la felicidad suprema de uno 

reduciría al otro a la desesperación. El primero sólo disfruta del reposo y de la libertad, 

sólo pretende vivir y permanecer ocioso, y la ataraxia misma del estoico no se aproxima 

a su profunda indiferencia por todo lo demás. El ciudadano, por el contrario, siempre 

activo, suda, se agita, se atormenta incesantemente buscando ocupaciones todavía más 

laboriosas; trabaja hasta la muerte, y aun corre a ella para poder vivir, o renuncia a la 

vida para adquirir la inmortalidad; adula a los poderosos, a quienes odia, y a los ricos, a 

quienes desprecia, y nada excusa para conseguir el honor de servirlos; alábase 

altivamente de su protección y se envanece de su bajeza; y, orgulloso de su esclavitud, 

habla con desprecio de aquellos que no tienen el honor de compartirla. ¡Qué espectáculo 

para un caribe los trabajos penosos y envidiados de un ministro europeo! ¡Cuántas 

crueles muertes preferiría este indolente salvaje al horror de semejante vida, que 

frecuentemente ni siquiera el placer de obrar bien dulcifica! Mas para que comprendiese 

el objeto de tantos cuidados sería necesario que estas palabras de poderío y reputación 

tuvieran en su espíritu cierto sentido; que supiera que hay una especie de hombres que 

tienen en mucha estima las miradas del resto del mundo, que saben ser felices y estar 

contentos de sí mismos guiándose más por la opinión ajena que por la suya propia. Tal 

es, en efecto, la verdadera causa de todas esas diferencias; el salvaje vive en sí mismo; 

el hombre sociable, siempre fuera de sí, sólo sabe vivir según la opinión de los demás, 

y, por así decir, sólo del juicio ajeno deduce el sentimiento de su propia existencia. No 

entra en mi objeto demostrar cómo nace de tal disposición la indiferencia para el bien y 

para el mal, al tiempo que se hacen tan bellos discursos de moral; cómo, reduciéndose 

todo a guardar las apariencias, todo se convierte en cosa falsa y fingida: honor, amistad, 

virtud, y frecuentemente hasta los mismos vicios, de los cuales se halla al fin el secreto 

de glorificarse; cómo, en una palabra, preguntando a los demás lo que somos y no 

atreviéndonos nunca a interrogarnos a nosotros mismos, en medio de tanta filosofía, de 

tanta humanidad, de tanta civilización y máximas sublimes, sólo tenemos un exterior 

frívolo y engañoso, honor sin virtud, razón sin sabiduría y placer sin felicidad. Tengo 

suficiente con haber demostrado que ése no es el estado original del hombre y que sólo 

el espíritu de la sociedad y la desigualdad que ésta engendra mudan y alteran todas 

nuestras inclinaciones naturales.

     He intentado explicar el origen y el desarrollo de la desigualdad, la fundación y los 

abusos de las sociedades políticas, en cuanto estas cosas pueden deducirse de la 

naturaleza del hombre por las solas luces de la razón e independientemente de los 

dogmas sagrados, que otorgan a la autoridad soberana la sanción del derecho divino. De 

esta exposición se deduce que la desigualdad, siendo casi nula en el estado de 

naturaleza, debe su fuerza y su acrecentamiento al desarrollo de nuestras facultades y a 

los progresos del espíritu humano y se hace al cabo legítima por la institución de la 

propiedad y de las leyes. Dedúcese también que la desigualdad moral, autorizada 

únicamente por el derecho positivo, es contraria al derecho natural siempre que no 

concuerda en igual proporción con la desigualdad física, distinción que determina de 

modo suficiente lo que se debe pensar a este respecto de la desigualdad que reina en 

todos los pueblos civilizados, pues va manifiestamente contra la ley de la naturaleza, de 




cualquier manera que se la defina, que un niño mande sobre un viejo, que un imbécil 

dirija a un hombre discreto y que un puñado de gentes rebose de cosas superfluas 



mientras la multitud hambrienta carece de lo necesario.

Document Outline

  • Prefacio
  • Discurso
  • Primera parte
  • Segunda parte

Yüklə 0,51 Mb.

Dostları ilə paylaş:
1   ...   14   15   16   17   18   19   20   21   22




Verilənlər bazası müəlliflik hüququ ilə müdafiə olunur ©genderi.org 2024
rəhbərliyinə müraciət

    Ana səhifə