rapiñas. Los ricos,
por su parte, apenas conocieron el placer de dominar, rápidamente
desdeñaron los demás, y, sirviéndose de sus antiguos esclavos para someter a otros
hombres a la servidumbre, no pensaron más que en subyugar y esclavizar a sus vecinos,
semejantes a esos lobos hambrientos que, habiendo gustado una vez la carne humana,
rechazan todo otro alimento y sólo quieren devorar hombres.
De este modo, haciendo los más poderosos de sus fuerzas o los más miserables de
sus necesidades una especie de derecho al bien ajeno, equivalente, según ellos, al de
propiedad, la igualdad deshecha fue seguida del más espantoso desorden; de este modo,
las usurpaciones de los ricos, las depredaciones de los pobres, las pasiones
desenfrenadas de todos, ahogando la piedad natural y la voz todavía débil de la justicia,
hicieron a los hombres avaros, ambiciosos y malvados. Entre el derecho del más fuerte
y el del primer ocupante alzábase un perpetuo conflicto, que no se terminaba sino por
combates y crímenes
(30)
. La naciente sociedad cedió la plaza al más horrible estado de
guerra; el género humano, envilecido y desolado, no pudiendo volver sobre sus pasos ni
renunciar a las desgraciadas adquisiciones que había hecho, y no trabajando sino en su
vilipendio, por el abuso de las facultades que le honran, se puso a sí mismo en vísperas
de su ruina.
Attonitus novitate mali, divesque, miserque,
Effugere optat opes, et quae modo voverat odit
(31)
.
OVID., Metam., lib. XI, v. 127.
No es posible que los hombres no se hayan detenido a reflexionar al cabo sobre una
situación tan miserable y sobre las calamidades que los agobiaban. Sobre todo los ricos
debieron comprender cuán desventajoso era para ellos una guerra perpetua con cuyas
consecuencias sólo ellos cargaban y en la cual el riesgo de la vida era común y el de los
bienes particular. Por otra parte, cualquiera que fuera el pretexto que pudiesen dar a sus
usurpaciones, demasiado sabían que sólo descansaban sobre un derecho, precario y
abusivo, y que, adquiridas por la fuerza, la fuerza podía arrebatárselas sin que tuvieran
derecho a quejarse. Aquellos mismos que sólo se habían enriquecido por la industria no
podían tampoco ostentar sobre su propiedad mejores títulos. Podrían decir: «Yo he
construido este muro; he ganado este terreno con mi trabajo.» Pero se les podía
contestar: «¿Quién os ha dado las piedras? ¿Y en virtud de qué pretendéis cobrar a
nuestras expensas un trabajo que nosotros no os hemos impuesto? ¿Ignoráis que
multitud de hermanos vuestros perece o sufre por carecer de lo que a vosotros os sobra,
y que necesitabais el consentimiento expreso y unánime del género humano para
apropiaros de la común subsistencia lo que excediese de la vuestra?» Desprovisto de
razones verdaderas para justificarse y de fuerza suficiente para defenderse; venciendo
fácilmente a un particular, pero vencido él mismo por cuadrillas de bandidos; solo
contra todos, y no pudiendo, a causa de sus mutuas rivalidades, unirse a sus iguales
contra los enemigos unidos por el ansia común del pillaje, el rico, apremiado por la
necesidad, concibió al fin el proyecto más premeditado que haya nacido jamás en el
espíritu humano: emplear en su provecho las mismas fuerzas de quienes le atacaban,
hacer de sus enemigos sus defensores, inspirarles otras máximas y darles otras
instituciones que fueran para él tan favorables como adverso érale el derecho natural.
Con este fin, después de exponer a sus vecinos el horror de una situación que los
armaba a todos contra todos, que hacía tan onerosas sus propiedades como sus
necesidades, y en la cual nadie podía hallar seguridad ni en la pobreza ni en la riqueza,
inventó fácilmente especiosas razones para conducirlos al fin que se proponía.
«Unámonos -les dijo- para proteger a los débiles contra la opresión, contener a los
ambiciosos y asegurar a cada uno la posesión de lo que le pertenece; hagamos
reglamentos de justicia y de paz que todos estén obligados a observar, que no hagan
excepción de nadie y que reparen en cierto modo los caprichos de la fortuna sometiendo
igualmente al poderoso y al débil a deberes recíprocos. En una palabra: en lugar de
volver nuestras fuerzas contra nosotros mismos, concentrémoslas en un poder supremo
que nos gobierna con sabias leyes, que proteja y defienda a todos los miembros de la
asociación, rechace a los enemigos comunes y nos mantenga en eterna concordia.»
Mucho menos que la equivalencia de este discurso fue preciso para decidir a
hombres toscos, fáciles de seducir, que, por otra parte, tenían demasiadas cuestiones
entre ellos para poder prescindir de árbitros, y demasiada avaricia y ambición para
poderse pasar sin amos. Todos corrieron al encuentro de sus cadenas creyendo asegurar
su libertad, pues, con bastante inteligencia para comprender las ventajas de una
institución política, carecían de la experiencia necesaria para prevenir sus peligros; los
más capaces de prever los abusos eran precisamente los que esperaban aprovecharse de
ellos, y los mismos sabios vieron que era preciso resolverse a sacrificar una parte de su
libertad para conservar la otra, del mismo modo que un herido se deja cortar un brazo
para salvar el resto del cuerpo.
Tal fue o debió de ser el origen de la sociedad y de las leyes, que dieron nuevas
trabas al débil y nuevas fuerzas al rico
(32)
, aniquilaron para siempre la libertad natural,
fijaron para todo tiempo la ley de la propiedad y de la desigualdad, hicieron de una
astuta usurpación un derecho irrevocable, y, para provecho de unos cuantos ambiciosos,
sujetaron a todo el género humano al trabajo, a la servidumbre y a la miseria.
Fácilmente se ve cómo el establecimiento de una sola sociedad hizo indispensable el de
todas las demás, y de qué manera, para hacer frente a fuerzas unidas, fue necesario
unirse a la vez. Las sociedades, multiplicándose o extendiéndose rápidamente, cubrieron
bien pronto toda la superficie de la tierra, y ya no fue posible hallar un solo rincón en el
universo donde se pudiera evadir el yugo y sustraer la cabeza al filo de la espada, con
frecuencia mal manejada, que cada hombre vio perpetuamente suspendida encima de su
cabeza. Habiéndose convertido así el derecho civil en la regla común de todos los
ciudadanos, la ley natural no se conservó sino entre las diversas sociedades, donde, bajo
el nombre de derecho de gentes, fue moderada por algunas convenciones tácitas para
hacer posible el comercio y suplir a la conmiseración natural, la cual, perdiendo de
sociedad en sociedad casi toda la fuerza que tenía de hombre a hombre, no reside ya
sino en algunas grandes almas cosmopolitas que franquean las barreras imaginarias que
separan a los pueblos y, a ejemplo del Ser soberano que las ha creado, abrazan en su
benevolencia a todo el género humano.
Los cuerpos políticos, que siguieron entre sí en el estado natural, no tardaron en
sufrir los mismos inconvenientes que habían forzado a los particulares a salir de él, y
esta situación fue más funesta aún entre esos grandes cuerpos que antes entre los
individuos que los componían. De aquí salieron las guerras nacionales, las batallas, los
asesinatos, las represalias, que hacen estremecerse a la naturaleza y ofenden a la razón,
y todos esos prejuicios horribles que colocan en la categoría de las virtudes el honor de
derramar sangre humana. Las gentes más honorables aprendieron a contar entre sus
deberes el de degollar a sus semejantes; viose en fin a los hombres exterminarse a