millares sin saber por qué, y en un solo día se cometían más crímenes, y más horrores
en el asalto de una sola ciudad, que no se hubieran cometido en el estado de naturaleza
durante siglos enteros y en toda la extensión de la tierra. Tales son los primeros efectos
que se observan de la división del género humano en diferentes sociedades. Volvamos a
sus instituciones.
Yo sé que otros han atribuido diferentes orígenes a las sociedades políticas, como las
conquistas del más fuerte o la unión de los débiles; pero la elección entre estas causas es
indiferente para lo que quiero dejar asentado. Sin embargo, la que yo he expuesto me
parece la más natural por las siguientes razones: Primera: Que, en el primer caso, el
derecho de conquista, no siendo un derecho, no ha podido servir de fundamento a otro
alguno, pues el conquistador y los pueblos sometidos permanecían siempre en estado de
guerra, a menos que la nación, recobrada su plena libertad, no escogiera
voluntariamente a su vencedor por su jefe; hasta entonces, sean cualesquiera las
capitulaciones que se hubiesen hecho, como sólo descansan sobre la violencia y, por
consiguiente, son nulas por ese mismo hecho, no puede haber, en esta hipótesis, ni
verdadera sociedad, ni cuerpo político, ni otra ley que la del más fuerte. Segunda: Que
las palabras fuerte y débil son equívocas en el segundo caso; que en el intervalo entre el
establecimiento del derecho de propiedad o del primer ocupante y la constitución de
gobiernos políticos, el sentido de esos términos es mejor expresado por los de pobre y
rico, porque, en efecto, un hombre no tenía antes de la implantación de las leyes otro
medio de someter a sus iguales que el de atacar a sus bienes o el de darle parte de los
suyos. Tercera: Que, no teniendo los pobres otra cosa que perder sino su libertad,
hubieran cometido una gran locura privándose voluntariamente del único bien que les
quedaba para no ganar nada en el cambio; que, al contrario, sensibles los ricos, por así
decir, en todas las partes de sus bienes, era mucho más fácil hacerles daño, por lo cual
tenían que tomar muchas más precauciones para protegerse; y que, por último, es
razonable creer que una cosa ha sido inventada más bien por aquellos a quienes
beneficia que por los que con ella salen perjudicados.
El naciente gobierno no tuvo forma regular y constante. La falta de filosofía y de
experiencia sólo dejaba ver las dificultades presentes, y no se pensaba en remediar las
otras sino a medida que se presentaban. A pesar de todos los esfuerzos de los más sabios
legisladores, el estado político permaneció siempre imperfecto porque era en gran parte
la obra del azar, y, mal empezado, al descubrirse con el tiempo sus defectos y sugerir
los remedios pertinentes, nunca pudieron corregirse los vicios de su constitución; se le
reformaba sin cesar, cuando hubiera sido necesario empezar por renovar el aire y
separar los viejos materiales, como hizo Licurgo en Esparta, para construir en su lugar
un buen edificio.
La sociedad no consistió al principio más que en algunas convenciones generales que
todos los particulares se comprometían a observar, de cuyo cumplimiento respondía la
comunidad ante cada uno de ellos. Fue necesario que la experiencia demostrara cuán
débil era semejante constitución y cuán fácil a los infractores eludir la prueba o el
castigo de las faltas de que el público sólo debía ser testigo y juez; fue preciso que los
contratiempos y los desórdenes menudeasen continuamente, para que al fin se pensara
en confiar a algunos particulares el peligroso depósito de la autoridad pública y se
encargara a ciertos magistrados el cuidado de hacer observar las deliberaciones del
pueblo; pues decir que los jefes fueron elegidos antes de que la confederación fuese
hecha y que los ministros de la ley existieron antes que las leyes mismas, es una
suposición que ni siquiera es permitido combatir seriamente.
Tampoco sería muy razonable creer que los pueblos se arrojaron desde el primer
momento en brazos de un amo absoluto, sin condiciones y para siempre, y que el primer
medio de atender a la seguridad común imaginado por hombres arrogantes o indómitos
haya sido precipitarse en la esclavitud. En efecto: ¿por qué se han dado a sí mismos
superiores si no es para que los defendieran contra la opresión y protegieran sus bienes,
sus libertades y sus vidas, que son, por así decir, los elementos constitutivos de su ser?
Ahora bien en las relaciones entre los hombres, lo peor que puede sucederle a uno es
verse a discreción de otro; ¿no hubiera sido, pues, contra el buen sentido abandonar
entre las manos de un jefe las únicas cosas para cuya conservación necesitaban su
auxilio? ¿Qué equivalente hubiera podido ofrecer éste por la concesión de tan magnífico
derecho? Y si hubiera osado exigirlo con el pretexto de defenderlos, ¿no hubiese
recibido inmediatamente la respuesta del apólogo: ¿Qué mal nos haría el enemigo? Es,
pues, incontestable, y tal es el precepto fundamental de todo derecho político, que los
pueblos se han dado jefes para defender su libertad y no para oprimirlos. Si tenemos un
príncipe -decía Plinio a Trajano- es
con el fin de que nos preserve de tener un amo.
Los políticos hacen sobre el amor de la libertad los mismos sofismas que los
filósofos sobre el estado de naturaleza. Por las cosas que ven juzgan cosas muy distintas
que no han visto, y atribuyen a los hombres una inclinación natural a la esclavitud por la
paciencia con que soportan la suya aquellos que tienen ante los ojos, sin pensar que
sucede con la libertad como con la inocencia y la virtud, cuyo valor no se conoce
mientras no se gozan, el gusto de las cuales desaparece tan pronto como se han perdido.
«Conozco las delicias de tu país -dijo Brasidas a un sátrapa que comparaba la vida de
Esparta con la de Persépolis-, pero tú no puedes conocer los placeres del mío.»
Al modo como un indómito cerril eriza sus crines, hiere la tierra con sus cascos y se
debate impetuoso con sólo ver el freno, mientras un caballo domado sufre
pacientemente el látigo y la espuela, el hombre bárbaro no dobla la cabeza al yugo, que
el hombre civilizado soporta sin murmurar, y prefiere la más agitada libertad a una
tranquila sujeción. No es, pues, por envilecimiento de los pueblos sometidos por lo que
hay que juzgar las disposiciones naturales de los hombres en pro o en contra de la
servidumbre, sino por los prodigios que han hecho todos los pueblos libres para
protegerse contra la opresión. Bien sé que los primeros no hacen más que alabar sin
cesar la paz y el reposo de que gozan entre sus hierros y que miserrimam servitutens
pacem appellant
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; pero cuando veo a los otros sacrificar los placeres, el reposo, las
riquezas, el poderío y hasta la vida misma para conservar ese bien único tan despreciado
por los que lo han perdido; cuando veo a unos animales nacidos libres y aborreciendo la
sumisión romperse la cabeza contra las rejas de su prisión; cuando veo a muchedumbres
de salvajes completamente desnudos desdeñar las voluptuosidades europeas, desafiar el
hambre, el fuego, el hierro y la muerte solamente por conservar su independencia,
pienso que no corresponde a los esclavos razonar sobre la libertad.
En cuanto a la autoridad paternal, de la cual han hecho derivar algunos el gobierno
absoluto y aun la sociedad entera, sin recurrir a las pruebas contrarias de Locke y de
Sidney, basta con indicar que nada hay en el mundo tan lejos del espíritu feroz del
despotismo como la dulzura de esa autoridad, que atiende más al provecho de quien
obedece que a la utilidad del que manda; que, por ley natural, el padre sólo es dueño del