Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres



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en sus costumbres y caracteres, no por reglamentos y leyes, sino por el mismo género de 

vida y de alimentación y por la influencia del clima. Una permanente vecindad no puede 

dejar de engendrar en fin alguna relación entre diferentes familias. Jóvenes de distinto 

sexo habitan en cabañas vecinas; el pasajero comercio que exige la naturaleza bien 

pronto origina otro no menos dulce y más permanente por la mutua frecuentación. 

Habitúanse a considerar diversos objetos y a hacer comparaciones; insensiblemente 

adquieren ideas de mérito y de belleza que producen sentimientos de preferencia. A 

fuerza de verse, no pueden pasar sin verse todavía. Un sentimiento tierno y dulce se 

insinúa en el alma, que a la menor oposición se cambia en furor impetuoso; los celos se 

despiertan con el amor, triunfa la discordia, y la más dulce de las pasiones recibe 

sacrificios de sangre humana.

     A medida que se suceden las ideas y los sentimientos y el espíritu y el corazón se 

ejercitan, la especie humana sigue domesticándose, las relaciones se extienden y se 

estrechan los vínculos. Los hombres se acostumbran a reunirse delante de las cabañas o, 

al pie de un gran árbol; el canto y la danza, verdaderos hijos del amor y del ocio, 

constituyen la diversión o, mejor, la ocupación de los hombres y de las mujeres 

agrupados y ociosos. Cada cual empezó a mirar a los demás y a querer ser mirado él 

mismo, y la estimación pública tuvo un precio. Aquel que mejor cantaba o bailaba, o el 

más hermoso, el más fuerte, el más diestro o el más elocuente, fue el más considerado; y 

éste fue el primer paso hacia la desigualdad y hacia el vicio al mismo tiempo. De estas 

primeras preferencias nacieron, por una parte, la vanidad y el desprecio; por otro, la 

vergüenza y la envidia, y la fermentación causada por esta nueva levadura produjo al fin 

compuestos fatales para la felicidad y la inocencia.

     Tan pronto como los hombres empezaron a apreciarse mutuamente y se formó en su 

espíritu la idea de la consideración, todos pretendieron tener el mismo derecho, y no fue 

posible que faltase para nadie. De aquí nacieron los primeros deberes de la cortesía, aun 

entre los salvajes; y de aquí que toda injusticia voluntaria fuera considerada como un 

ultraje, porque con el daño que ocasionaba la injuria, el ofendido veía el desprecio de su 

persona, con frecuencia más insoportable que el daño mismo. De este modo, como cada 

cual castigaba el desprecio que se lo había inferido de modo proporcionado a la estima 

que tenía de sí mismo, las venganzas fueron terribles, y los hombres, sanguinarios y 

crueles. He ahí precisamente el grado a que había llegado la mayoría de los pueblos 

salvajes que nos son conocidos. Mas, por no haber distinguido suficientemente las ideas 

y observado cuán lejos se hallaban ya esos pueblos del estado natural, algunos se han 

precipitado a sacar la conclusión de que el hombre es naturalmente cruel y que es 

necesaria la autoridad para dulcificarlo, siendo así que nada hay tan dulce como él en su 

estado primitivo, cuando, colocado por la naturaleza a igual distancia de la estupidez de 

las bestias que de las nefastas luces del hombre civil, y limitado igualmente por el 

instinto y por la razón a defenderse del mal que le amenaza, la piedad natural le impide, 

sin ser impelido a ello por nada, hacer daño a nadie, ni aun después de haberlo él 

recibido. Porque, según el axioma del sabio Locke, no puede existir agravio donde no 

hay propiedad.

     Pero es preciso señalar que la sociedad empezada y las relaciones ya establecidas 

entre los hombres exigían de éstos cualidades diferentes de las que poseían por su 

constitución primitiva; que, empezando a introducirse la moralidad en las acciones 

humanas y siendo cada uno, antes de las leyes, único juez y vengador de las ofensas 

recibidas, la bondad que convenía al puro estado de naturaleza no era la que convenía a 




la sociedad naciente; que era necesario que los castigos fueran más severos a medida 

que las ocasiones de ofender eran más frecuentes; que el terror de las venganzas tenía 

que ocupar el lugar del freno de las leyes. Así, aunque los hombres fuesen ya menos 

sufridos y la piedad natural ya hubiera experimentado alguna alteración, este período 

del desenvolvimiento de las facultades humanas, ocupando un justo medio entre la 

indolencia del estado primitivo y la petulante actividad de nuestro amor propio, debió de 

ser la época más feliz y duradera. Cuanto más se reflexiona, mejor se comprende que 

este estado era el menos sujeto a las revoluciones, el mejor para el hombre

 (29)

, del cual 



no ha debido salir sino por algún funesto azar, que, por el bien común, hubiera debido 

no acontecer nunca. El ejemplo de los salvajes, hallados casi todos en ese estado, parece 

confirmar que el género humano estaba hecho para permanecer siempre en él; que ese 

estado es la verdadera juventud del mundo, y que todos los progresos ulteriores han 

sido, en apariencia, otros tantos pasos hacia la perfección del individuo; en realidad, 

hacia la decrepitud de la especie.

     Mientras los hombres se contentaron con sus rústicas cabañas; mientras se limitaron 

a coser sus vestidos de pieles con espinas vegetales o de pescado, a adornarse con 

plumas y conchas, a pintarse el cuerpo de distintos colores, a perfeccionar y embellecer 

sus arcos y sus flechas, a tallar con piedras cortantes canoas de pescadores o 

rudimentarios instrumentos de música; en una palabra, mientras sólo se aplicaron a 

trabajos que uno solo podía hacer y a las artes que no requerían el concurso de varias 

manos, vivieron libres, sanos, buenos y felices en la medida en que podían serlo por su 

naturaleza y siguieron disfrutando de las dulzuras de un trato independiente. Pero desde 

el instante en que mi hombre tuvo necesidad de la ayuda de otro; desde que se advirtió 

que era útil a uno solo poseer provisiones por dos, la igualdad desapareció, se introdujo 

la propiedad, el trabajo fue necesario y los bosques inmensos se trocaron en rientes 

campiñas que fue necesario regar con el sudor de los hombres y en las cuales viose bien 

pronto germinar y crecer con las cosechas la esclavitud y la miseria.

     La metalurgia y la agricultura fueron las dos artes cuyo desenvolvimiento produjo 

esta gran revolución. Para el poeta son el oro y la plata; más para el filósofo son el 

hierro y el trigo los que han civilizado a los hombres y perdido al género humano. Uno 

y otro eran desconocidos de los salvajes de América, por lo cual han permanecido 

siempre los mismos; y los demás pueblos parece que siguieron bárbaros mientras no 

practicaron más que una sola de estas artes. Precisamente, una de las mejores razones 

quizá de que Europa haya sido, si no más pronto, mejor y más constantemente ordenada 

que las otras partes del mundo es que al mismo tiempo es la más abundante en hierro y 

la más fértil en trigo.

     Es difícil conjeturar de qué modo han llegado los hombres a conocer y emplear el 

hierro, pues no es de creer que hayan imaginado por sí mismos extraer la materia de la 

mina y darle las preparaciones necesarias para su fusión antes de saber lo que resultaría. 

Por otra parte, no puede atribuirse este descubrimiento a un incendio casual, puesto que 

las minas se forman en lugares áridos y desprovistos de árboles y plantas; de suerte que 

parece que la naturaleza ha tomado sus precauciones para ocultarnos el fatal secreto. 

Sólo queda la extraordinaria circunstancia de que un volcán, vomitando materias 

metálicas en fusión, haya sugerido a los espectadores la idea de imitar esta operación de 

la naturaleza; pero es necesario suponer mucho valor y previsión para emprender un 

trabajo tan penoso y calcular desde mucho antes las ventajas que podían obtenerse, y 




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