Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres



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conviene vivir juntos en una misma sociedad? Pero no hubiera aprobado plebiscitos 

semejantes a los usados por el pueblo romano, en el cual los jefes del Estado y los más 

interesados en su conservación estaban excluidos de las deliberaciones, de las que 

frecuentemente dependía la salud pública, y donde, por una absurda inconsecuencia, los 

magistrados hallábanse privados de los derechos de que disfrutaban los simples 

ciudadanos.

     Hubiera deseado, al contrario, que, para impedir los proyectos interesados y mal 

concebidos y las innovaciones peligrosas que perdieron por fin a los atenienses, no 

tuviera cualquiera el derecho de preponer caprichosamente nuevas leyes; que este 

derecho perteneciera solamente a los magistrados; que éstos usasen de él con tanta 

circunspección, que el pueblo, por su parte, no fuera menos reservado para otorgar su 

consentimiento; y que la promulgación se hiciera con tanta solemnidad, que antes de 

que la constitución fuese alterada hubiera tiempo para convencerse de que es sobre todo 

la gran antigüedad de las leyes lo que las hace santas y venerables; que el pueblo 

menosprecia rápidamente las leyes que ve cambiar a diario, y que, acostumbrándose a 

descuidar las antiguas costumbres so pretexto de mejores usos, se introducen 

frecuentemente grandes males queriendo corregir otros menores.

     Hubiera huido, sobre todo, por estar necesariamente mal gobernada, de una república 

donde el pueblo, creyendo poder prescindir de sus magistrados, o concediéndoles sólo 

una autoridad precaria, hubiese guardado para sí, con notoria imprudencia, la 

administración de sus asuntos civiles y la ejecución de sus propias leyes. Tal debió de 

ser la grosera constitución de los primeros gobiernos al salir inmediatamente del estado 

de naturaleza; y ése fue uno de los vicios que perdieron a la república de Atenas.

     Pero hubiera elegido la república en donde los particulares, contentándose con 

otorgar la sanción de las leyes y con decidir, constituidos en cuerpo y previo informe de 

los jefes, los asuntos públicos más importantes, estableciesen Tribunales respetados, 

distinguiesen con cuidado las diferentes jurisdicciones y eligiesen anualmente para 

administrar la justicia y gobernar el Estado a los más capaces y a los más íntegros de sus 

conciudadanos; aquella donde, sirviendo de testimonio de la sabiduría del pueblo la 

virtud de los magistrados, unos y otros se honrasen mutuamente, de suerte que sí alguna 

vez viniesen a turbar la concordia pública funestas desavenencias, aun esos tiempos de 

ceguedad y de error quedasen señalados con testimonios de moderación, de estima 

recíproca, de un común respeto hacia las leyes, presagios y garantías de una 

reconciliación sincera y perpetua.

     Tales son, magníficos, muy honorables y soberanos señores, las ventajas que hubiera 

deseado en la patria de mi elección. Y si la Providencia hubiese añadido además una 

posición encantadora, un clima moderado, una tierra fértil y el paisaje más delicioso que 

existiera bajo el cielo, sólo habría deseado ya, para colmar mi ventura, poder gozar de 

todos estos bienes en el seno de esa patria afortunada, viviendo apaciblemente en dulce 

sociedad con mis conciudadanos y ejerciendo con ellos, a su ejemplo, la humanidad, la 

amistad y todas las demás virtudes, para dejar tras mí el honroso recuerdo de un hombre 

de bien y de un honesto y virtuoso patriota.

     Si, menos afortunado o tardíamente discreto, me hubiera visto reducido a terminar en 

otros climas una carrera lánguida y enfermiza, lamentando vanamente el reposo y la paz 

de que me había privado una imprudente juventud, hubiese al menos alimentado en mi 



alma esos mismos sentimientos de los cuales no hubiera podido hacer uso en mi país, y, 

poseído de un afecto tierno y desinteresado hacia mis lejanos conciudadanos, les habría 

dirigido desde el fondo de mi corazón, poco más o menos, el siguiente discurso:

     «Queridos conciudadanos, o mejor, hermanos míos, puesto que así los lazos de la 

sangre como las leyes nos unen a casi todos: Dulce es para mí no poder pensar en 

vosotros sin pensar al mismo tiempo en todos los bienes de que disfrutáis, y cuyo valor 

acaso ninguno de vosotros estima tanto como yo que los he perdido. Cuanto más 

reflexiono sobre vuestro estado político y civil, más difícil me parece que la naturaleza 

de las cosas humanas pueda permitir la existencia de otro mejor. En todos los demás 

gobiernos, cuando se trata de asegurar el mayor bien del Estado, todo se limita siempre 

a proyectos abstractos o, cuando más, a meras posibilidades; para vosotros, en cambio, 

vuestra felicidad ya está hecha: no tenéis mas que disfrutarla, y para ser perfectamente 

felices no necesitáis sino conformaros con serlo. Vuestra soberanía, conquistada o 

recobrada con la punta de la espada y conservada durante dos siglos a fuerza de valor y 

de prudencia, es por fin plena y universalmente reconocida. Honrosos tratados fijan 

vuestros límites, aseguran vuestros derechos y fortalecen vuestra tranquilidad. Vuestra 

Constitución es excelente, dictada por la razón más sublime y garantida por potencias 

amigas y respetables; vuestro Estado es tranquilo; no tenéis guerras ni conquistadores 

que temer; no tenéis otros amos que las sabias leyes que vosotros mismos habéis hecho, 

administradas por íntegros magistrados por vosotros elegidos; no sois ni demasiado 

ricos para enervaros en la molicie y perder en vanos deleites el gusto de la verdadera 

felicidad y de las sólidas virtudes, ni demasiado pobres para que tengáis necesidad de 

más socorros extraños de los que os procura vuestra industria; y esa preciosa libertad, 

que no se mantiene en las grandes naciones sino a costa de exorbitantes impuestos, casi 

nada os cuesta conservarla.

     «¡Que pueda durar siempre, para dicha de sus conciudadanos y ejemplo de los 

pueblos, una república tan sabia y afortunadamente constituida! He aquí el único voto 

que tenéis que hacer, el único cuidado que os queda. En adelante, a vosotros incumbe, 

no el hacer vuestra felicidad -vuestros antepasados os han evitado ese trabajo-, sino el 

conservarla duraderamente mediante un sabio uso. De vuestra unión perpetua, de 

vuestra obediencia a las leyes y de vuestro respeto a sus ministros depende vuestra 

conservación. Si queda entre vosotros el menor germen de acritud o desconfianza, 

apresuraos a destruirlo como levadura funesta de donde resultarían tarde o temprano 

vuestras desgracias y la ruina del Estado. Os conjuro a todos vosotros a replegaros en el 

fondo de vuestro corazón y a consultar la voz secreta de vuestra conciencia. ¿Conoce 

alguno de vosotros en el mundo un cuerpo más íntegro, más esclarecido, más respetable 

que vuestra magistratura? ¿No os dan todos sus miembros ejemplo de moderación, de 

sencillez de costumbres, de respeto a las leyes y de la más sincera armonía? Otorgad, 

pues, sin reservas a tan discretos jefes esa saludable confianza que la razón debe a la 

virtud; pensad que vosotros los habéis elegido, que justifican vuestra elección y que los 

honores debidos a aquellos que habéis investido de dignidad recaen necesariamente 

sobre vosotros mismos. Ninguno de vosotros es tan poco ilustrado que pueda ignorar 

que donde se extingue el vigor de las leyes y la autoridad de sus defensores no puede 

haber ni seguridad ni libertad para nadie.

     ¿De qué se trata, pues, entre vosotros sino de hacer de buen grado y con justa 

confianza lo que estaríais siempre obligados a hacer por verdadera conveniencia, por 

deber y por razón? Que una culpable y funesta indiferencia por el mantenimiento de la 



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