PERSIO, sát. III, v. 71.
Discurso
Voy a hablar del hombre, y el asunto que examino me indica que voy a hablar a los
hombres; mas no se proponen cuestiones semejantes cuando se teme honrar la verdad.
Defenderé, pues, confiadamente la causa de la humanidad ante los sabios que me
invitan, y no quedaré descontento de mí mismo si consigo ser digno de mi objeto y de
mis jueces.
Considero en la especie humana dos clases de desigualdades: una, que yo llamo
natural o física porque ha sido instituida por la naturaleza, y que consiste en las
diferencias de edad, de salud, de las fuerzas del cuerpo y de las cualidades del espíritu o
del alma; otra, que puede llamarse desigualdad moral o política porque depende de una
especie de convención y porque ha sido establecida, o al menos autorizada, con el
consentimiento de los hombres. Esta consiste en los diferentes privilegios de que
algunos disfrutan en perjuicio de otros, como el ser más ricos, más respetados, más
poderosos, y hasta el hacerse obedecer.
No puede preguntarse cuál es la fuente de la desigualdad natural porque la respuesta
se encontraría enunciada ya en la simple definición de la palabra. Menos aún puede
buscarse si no habría algún enlace esencial entre una y otra desigualdad, pues esto
equivaldría a preguntar en otros términos si los que mandan son necesariamente mejores
que lo que obedecen, y si la fuerza del cuerpo o del espíritu, la sabiduría o la virtud, se
hallan siempre en los mismos individuos en proporción con su poder o su riqueza;
cuestión a propósito quizá para ser disentida entre esclavos en presencia de sus amos,
pero que no conviene a hombres razonables y libres que buscan la verdad.
¿De qué se trata, pues, exactamente en este DISCURSO? De señalar en el progreso
de las cosas el momento en que, sucediendo el derecho a la violencia, a naturaleza
quedó sometida a la ley; de explicar por qué encadenamiento de prodigios pudo el fuerte
decidirse a servir al débil y el pueblo a comprar un reposo quimérico al precio de una
felicidad real.
Todos los filósofos que han examinado los fundamentos de la sociedad han
comprendido la necesidad de retrotraer la investigación al estado de naturaleza, pero
ninguno de ellos ha llegado hasta ahí. Unos no han titubeado en suponer en el hombre
en tal estado la noción de justo e injusto, sin cuidarse de probar que pudiera haber
existido esa noción, ni aun que lo fuera útil. Otros han hablado del derecho natural que
tiene cada cual de conservar lo que le pertenece, sin explicar qué entendían por
pertenecer. Otros, atribuyendo primero al más fuerte la autoridad sobre el más débil, han
hecho nacer en seguida el gobierno, sin pensar en el tiempo que debió transcurrir antes
de que el sentido de las palabras autoridad y gobierno pudiera existir entre los hombres.
Todos, en fin, hablando sin cesar de necesidad, de codicia, de opresión, de deseo y de
orgullo, han transferido al estado de naturaleza ideas tomadas de la sociedad: hablaban
del hombre salvaje, y describían al hombre civil. No ha despuntado siquiera en el
espíritu de la mayor parte de nuestros filósofos la duda de que hubiera existido el estado
natural, cuando es evidente, por la lectura de los libros sagrados, que el primer hombre,
habiendo recibido directamente de Dios reglas y entendimiento, no se hallaba por
consiguiente en ese estado, y que, concediéndose a las escrituras de Moisés la fe que les
debe todo filósofo cristiano, debe negarse que, aun antes del diluvio, se hayan
encontrado nunca los hombres en el puro estado natural, a menos que no hubiesen
recaído en él, paradoja muy difícil de defender y completamente imposible de probar.
Empecemos, pues, por rechazar todos los hechos, dado que no se relacionan con la
cuestión. No hay que tomar por verdades históricas las investigaciones que puedan
emprenderse sobre este asunto, sino solamente por razonamientos hipotéticos y
condicionales, más adecuados para esclarecer la naturaleza de las cosas que para
demostrar su verdadero origen y parecidos a los que hacen a diario nuestros físicos
sobre la formación del mundo. La religión nos ordena creer que, habiendo Dios mismo
sacado a los hombres del estado natural inmediatamente después de la creación, son
desiguales porque Él ha querido que lo fuesen; pero no nos prohíbe hacer conjeturas
derivadas únicamente de la naturaleza del hombre y de los animales que lo rodean
acerca de lo que habría sido del género humano si hubiera quedado abandonado a sí
mismo. He aquí lo que se me pide y lo que yo me propongo examinar en este
DISCURSO. Como esta materia abarca al hombre en general, intentaré emplear un
lenguaje adecuado para todas las naciones, o mejor, olvidando los tiempos y los lugares,
para pensar tan sólo en los hombres a quienes hablo, supondré hallarme en el Liceo
(6)
de
Atenas repitiendo las lecciones de mis maestros, teniendo por jueces a los Platones y
Jenócrates, y al género humano por auditorio.
¡Oh tú, hombre, de cualquier país que seas, cualesquiera que sean tus opiniones,
escucha! He aquí tu historia tal como he creído leerla, no en los libros, de tus
semejantes, que son mendaces, sino en la naturaleza, que jamás miento. Todo lo que
provenga de ella será verdadero; sólo será falso lo que yo haya puesto de mi parte
inadvertidamente. Los tiempos de que voy a hablar están muy lejos ya. ¡Cuánto has
cambiado! Por así decir, es la vida de tu especie la que voy a describirte, según las
cualidades que has recibido, que tu educación y tus costumbres han podido viciar pero
no han podido destruir. Hay, yo lo comprendo, a una edad en la cual quisiera detenerse
el hombre individual; tú buscarás la edad en que desearías se hubiese detenido tu
especie. Disgustado de tu estado presente por razones que anuncian a tu posteridad
desdichada desazones mayores todavía, tal vez desearías poder retroceder; este
sentimiento debe servir de elogio a tus primeros antepasados, de crítica a tus
contemporáneos, de espanto para aquellos que tengan la desgracia de vivir después que
tú.
Primera parte
Por importante que sea, para bien juzgar del estado natural del hombre, considerarla
desde su origen y examinarle, por así decir, en el primer embrión de la especie, yo no
seguiré su organización a través de sus desenvolvimientos sucesivos ni me detendré
tampoco a buscar en el sistema animal lo que haya podido ser al principio para llegar
por último a lo que es. No examinaré si, como piensa Aristóteles, sus prolongadas uñas
fueron al principio garras ganchudas; si era velludo como un oso, y si, caminando a
cuatro pies
(7)
, su mirada, dirigida hacia la tierra y limitada a un horizonte de algunos
pasos, no indicaba al mismo tiempo el carácter y los límites de sus ideas. No podría
hacer sobre esta materia sino conjeturas vagas y casi imaginarias. La anatomía
comparada no ha hecho todavía suficientes progresos y las observaciones de los
naturalistas son aún demasiado inciertas para que pueda establecerse sobre fundamentos
semejantes la base de un razonamiento sólido; de modo que, sin recurrir a los