que, con
todas esas ventajas, no brillará con ese resplandor con que se alucinan la mayor
parte de los ojos, y cuya predilección pueril y funesta es el mayor y mortal enemigo de
la felicidad y de la libertad. Que la juventud disoluta vaya a buscar en otras partes los
placeres fáciles y los largos arrepentimientos; que las pretendidas personas de buen
gusto admiren en otros lugares la grandeza de los palacios, la ostentación de los trenes,
los soberbios ajuares, la pompa de los espectáculos y todos los refinamientos de la
molicie y el lujo. En Ginebra sólo se hallarán hombres; sin embargo, este espectáculo
también tiene su precio, y aquellos que lo busquen bien podrán parangonarse con los
admiradores de esas otras cosas.
Dignaos, magníficos, muy honorables y soberanos señores, recibir todos con igual
bondad el respetuoso testimonio del cuidado que me tomo por vuestra común
prosperidad. Si fuese tan desgraciado que apareciera culpable de algún arrebato
indiscreto en esta viva efusión de mi corazón, yo os suplico que lo disculpéis en gracia
al tierno afecto de un verdadero patriota y al celo ardoroso y legítimo de un hombre que
no aspira a mayor felicidad para sí que la de veros a todos dichosos.
Soy con el más profundo respeto, magníficos, muy honorables y soberanos señores,
vuestro muy humilde y muy obediente servidor y conciudadano,
J. J. ROUSSEAU.
Chamberí, 12 de junio de 1754.
Prefacio
El conocimiento del hombre me parece el más útil y el menos adelantado de todos
los conocimientos humanos
(3)
, y me atrevo a decir que la inscripción del templo de Delfos contenía por sí sola un
precepto más importante y más difícil que todos los gruesos volúmenes de los
moralistas. Así, considero el asunto de este DISCURSO
(4)
como una de las cuestiones
más interesantes que la Filosofía pueda proponer a la meditación, y, desgraciadamente
para nosotros, como uno de los problemas más espinosos que hayan de resolver los
filósofos; porque ¿cómo conocer el origen de la desigualdad entre los hombres si no se
empieza por conocer a los hombres mismos? ¿Y cómo podrá llegar el hombre a verse
tal como lo ha formado la naturaleza, a través de todos los cambios que la sucesión de
los tiempos y de las cosas ha debido producir en su constitución original, y a distinguir
lo que tiene de su propio fondo de lo que las circunstancias y sus progresos han
cambiado o añadido a su estado primitivo? Semejante a la estatua de Glaucos, que el
tiempo, el mar y las tempestades habían desfigurado de tal modo que menos se parecía a
un dios que a una bestia salvaje, el alma humana, modificada en el seno de la sociedad
por mil causas que renacen sin cesar, por la adquisición de una multitud de
conocimientos y de errores, por las transformaciones ocurridas en la constitución de los
cuerpos y por el continuo choque de las pasiones, ha cambiado, por así decir, de
apariencia, hasta el punto de que apenas puede ser reconocida, y no se encuentra ya, en
lugar de un ser obrando siempre conforme a principios ciertos e invariables, en lugar de
la celestial y majestuosa simplicidad de que su Autor la había dotado, sino el disforme
contraste de la pasión que cree razonar y del entendimiento en delirio.
Pero lo más cruel aún es que todos los progresos de la especie humana le alejan sin
cesar del estado primitivo; cuantos más conocimientos nuevos acumulamos, más nos
privamos de los medios de adquirir el más importante de todos, y es, en cierto sentido, a
causa de estudiar al hombre por lo que nos hemos colocado en la imposibilidad de
conocerlo.
Echase de ver fácilmente que es en estos cambios de la constitución humana donde
precisa buscar el primer origen de las diferencias que separan a los hombres, los cuales,
por común testimonio, son naturalmente tan iguales entre sí como lo eran los animales
de cada especie antes de que diferentes causas físicas introdujeran en algunas las
variaciones que en ellas observamos. No es concebible, en efecto, que esos primeros
cambios, de cualquier modo que hayan ocurrido, hayan mudado a la vez y de semejante
manera a todos los individuos de la especie, sino que, habiéndose perfeccionado o
degenerado unos, y habiendo adquirido cualidades diversas, buenas o malas, que no
eran inherentes a su naturaleza, los otros permanecieron más tiempo en su estado
original; y tal fue entre los hombres la fuente primera de la desigualdad, que es mucho
más fácil demostrarlo así, en general, que señalar con precisión las verdaderas causas.
No piensen por esto mis lectores que me envanezco de haber visto lo que me parece,
tan difícil de ver. Yo he comenzado algunos razonamientos, he aventurado algunas
conjeturas, pero menos con la esperanza de resolver la cuestión que con la intención de
aclararla y reducirla a su verdadero estado. Otros podrán fácilmente ir más lejos por el
mismo camino, sin que a nadie le sea fácil llegar a su término; pues no es ligera empresa
distinguir lo que hay de originario y lo que hay de artificial en la naturaleza actual del
hombre, y conocer bien su estado, que no existe ya, que acaso no ha existido, que
probablemente no existirá nunca, mas del cual es necesario sin embargo tener justas
nociones para juzgar acertadamente nuestro estado presente. Haría falta más filosofía de
lo que se piensa a quien emprendiera la tarea de determinar exactamente las
precauciones necesarias para hacer sólidas observaciones sobre este asunto; y no me
parecería indigna de los Aristóteles y Plinios de nuestro siglo una buena solución del
problema siguiente: ¿Qué experiencias serían necesarias para llegar a conocer al
hombre natural, y cuáles son los medios de hacer estas experiencias en el seno de la
sociedad? Lejos de emprender la solución de este problema, me atrevo a responder por
anticipado, después de haber meditado bastante sobre esta cuestión, que los más grandes
filósofos no serán bastante capaces para dirigir esas experiencias, ni los más poderosos
soberanos para ponerlas, en práctica, concurso que, por otra parte, no es razonable
esperar, sobre todo con la perseverancia e, más bien con la continuidad de inteligencia y
de buena voluntad necesaria de una y otra parte para, asegurar el éxito.
Estas investigaciones tan difíciles de hacer y en las cuales tan poco se ha pensado
hasta ahora son, sin embargo, los únicos medios que nos quedan para resolver una
multitud de dificultades que nos impiden el conocimiento de los fundamentos reales de
la sociedad humana. Es esta ignorancia de la naturaleza del hombre lo que produce tanta
incertidumbre y obscuridad sobre la verdadera definición del derecho natural, pues la
idea del derecho, dice Burlamaqui, y más aún la del derecho natural, son
manifiestamente ideas relativas a la naturaleza del hombre. Por consiguiente, continúa,
de esta misma naturaleza del hombre, de su constitución y de su estado es necesario
deducir los principios de esa ciencia.