Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres



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conocimientos naturales que poseemos sobre este punto y sin parar atención en los 

cambios que han debido tener lugar tanto en la conformación interior como en la 

exterior del hombre a medida que aplicaba sus miembros a nuevos usos y se nutría con 

nuevos alimentos, le supondré constituido de todo tiempo como le veo hoy día, andando 

en dos pies, sirviéndose de sus manos como nosotros de las nuestras y midiendo con la 

mirada la infinita extensión del cielo.

     Despojando a este ser así constituido de todos los dones sobrenaturales que haya 

podido recibir y de todas las facultades artificiales que no ha podido adquirir sino 

mediando largos progresos; considerándole, en una palabra, tal como ha debido salir de 

manos de la naturaleza, veo un animal menos fuerte que unos, menos ágil que otros, 

pero, en conjunto, el más ventajosamente organizado de todos; le veo saciándose bajo 

una encina, aplacando su sed en el primer arroyo y hallando su lecho al pie del mismo 

árbol que lo ha proporcionado el alimento; he ahí sus necesidades satisfechas.

     La tierra, abandonada a su fertilidad natural

 (8)

 y cubierta de bosques inmensos, que 



nunca mutiló el hacha, ofrece a cada paso almacenes y retiros a los animales de toda 

especie. Dispersos entre ellos, los hombres observan, imitan su industria, elevándose así 

hasta el instinto de las bestias, con la ventaja de que, si cada especie sólo posee el suyo 

propio, el hombre, no teniendo acaso ninguno que le pertenezca, se los apropia todos, se 

nutre igualmente con la mayor parte de los alimentos

 (9)


 que los otros animales se 

disputan, y encuentra, por consiguiente, su subsistencia con mayor facilidad que 

ninguno de ellos.

     Acostumbrados desde la infancia a la intemperie del tiempo y al rigor de las 

estaciones, ejercitados en la fatiga y forzados a defender desnudos y sin armas su vida y 

su presa contra las bestias feroces, o a escapar de ellas corriendo, fórmanse los hombres 

un temperamento robusto y casi inalterable; los hijos, viniendo al mundo con la 

excelente constitución de sus padres y fortificándola con los mismos ejercicios que la 

han producido, adquieren de ese modo todo el vigor de que es capaz la especie humana. 

La naturaleza procede con ellos precisamente como la ley de Esparta con los hijos de 

los ciudadanos

 (10)


: hace fuertes y robustos a los bien constituidos y deja perecer a todos 

los demás, a diferencia de nuestras sociedades, donde, el Estado, haciendo que los hijos 

sean onerosos a los padres, los mata indistintamente antes de su nacimiento.

     Siendo el cuerpo del hombre salvaje el único instrumento de él conocido, lo emplea 

en usos diversos, de que son incapaces los nuestros por falta de ejercicio, y es nuestra 

industria la que nos arrebata la agilidad y la fuerza que la necesidad lo obliga a adquirir. 

Si hubiera tenido hacha, ¿habría roto con el puño tan fuertes ramas? Si hubiese tenido 

honda, ¿lanzaría a brazo con tanta fuerza las piedras? Si hubiera tenido escalera, 

¿treparía con tanta ligereza por los árboles? Si hubiese tenido caballos ¿sería tan rápido 

en la carrera? Dad al hombre civilizado el tiempo preciso para reunir todas esas 

máquinas a su derredor: no cabe duda que superará fácilmente al hombre salvaje. Mas si 

queréis ver un combate aún más desigual, ponedlos desnudos y desarmados frente a 

frente, y bien pronto reconoceréis cuáles son las ventajas de tener continuamente a su 

disposición todas sus fuerzas, de estar siempre preparado para cualquier contingencia y 

de conducirse siempre consigo, por así decir, todo entero

 (11)


.

     Hobbes pretende que el hombre es naturalmente intrépido y ama sólo el ataque y el 

combate. Un filósofo ilustre piensa, al contrario, y Cumberland y Puffendorf así lo 



aseguran, que nada hay tan tímido como el hombre en el estado natural, y que se halla 

siempre atemorizado y presto a huir al menor ruido que oiga, al menor movimiento que 

perciba. Acaso suceda así por lo que se refiere a los objetos que no conoce, y no dudo 

que no quede aterrado ante los nuevos espectáculos que se ofrecen a su vista cuando no 

puede discernir el bien y el mal físicos que de ellos debe esperar, ni comparar sus 

fuerzas con los peligros que tiene que correr; circunstancias raras en el estado de 

naturaleza, en el cual todas las cosas marchan de modo tan uniforme y en el que la faz 

de la tierra no se halla sujeta a esos cambios bruscos y continuos que en ella causan las 

pasiones y la inconstancia de los pueblos reunidos. Pero el hombre salvaje, viviendo 

disperso entre los animales y encontrándose desde temprano en situaciones de medirse 

con ellos, hace en seguida la comparación, y viendo que si ellos le exceden en fuerza él 

los supera en destreza, deja de temerlos ya. Poner a un oso o a un lobo en lucha con un 

salvaje robusto, ágil e intrépido como lo son todos, armado de piedras y de un buen 

palo, y veréis que el peligro será cuando menos recíproco, y que después de muchas 

experiencias parecidas, las bestias feroces, que no aman atacarse unas a otras, atacarán 

con pocas ganas al hombre, que habrán hallado tan feroz como ellas. Con respecto a los 

animales que tienen realmente más fuerza que él destreza, encuéntrase frente a ellos en 

el caso de otras especies más débiles, que no por esto dejan de subsistir; con la ventaja 

para el hombre de que, no menos ágil que aquéllos para correr y hallando en los árboles 

refugio casi seguro, puede en todas partes afrontarlos o no, teniendo la elección de la 

huida o de la lucha. Añadamos que parece ser que ningún animal hace espontáneamente 

la guerra al hombre, salvo en caso de propia defensa o de un hambre extrema, ni 

manifiesta contra él esas violentas antipatías que parecen anunciar que una especie ha 

sido destinada por la naturaleza a servir de pasto a las otras.

     He aquí, sin duda, la razón por la cual los negros y los salvajes se preocupan tan 

poco de los animales feroces que pueden encontrar en los bosques. Los caribes de 

Venezuela, entre otros, viven a este respecto en la más completa seguridad y sin el 

menor contratiempo. Aunque anden casi desnudos, dice Francisco Correal, no dejan de 

exponerse atrevidamente en los bosques, armados solamente de la flecha y el arco, sin 

que se haya oído decir nunca que alguno fuera devorado por las fieras.

     Otros enemigos más temibles, contra los cuales no tiene el hombre los mismos 

medios de defensa, son los achaques naturales, la infancia, la vejez y las enfermedades 

de toda suerte, tristes signos de nuestra debilidad, cuyos dos primeros son comunes a 

todos los animales, mientras que el último es propio principalmente del hombre que 

vive en sociedad. Hasta observo, a propósito de la infancia, que la madre, llevando 

consigo a todas partes a su hijo, tiene mucha más facilidad para alimentarlos que las 

hembras de diversos animales, forzadas a ir y venir continua y fatigosamente, de un 

lado, para buscar su alimento; de otro, para amamantar o alimentar a sus crías. Es 

verdad que si la mujer perece, el niño corre bastante el riesgo de perecer con ella; pero 

este mismo peligro es común a otras cien especies, cuyos pequeñuelos no se hallan por 

largo tiempo en situación de buscar por sí mismos su alimento; y si la infancia es entre 

nosotros más larga, siendo la vida más larga también, todo viene a ser poco más o 

menos igual en este punto

 (12)


, aunque haya sobre la duración de la primer edad y el 

número de pequeñuelos

 (13)

 otras reglas que no entran en mi objeto. Entre los viejos, que 



accionan y transpiran poco, la necesidad de alimentos disminuye con la facultad de 

adquirirlos, y como la vida salvaje aleja de ellos la gota y los reumatismos, y como la 

vejez es de todos los males el que menos alivio puede esperar de la ayuda humana, se 



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