Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres



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exige, que tanto tiene de otras artes, que evidentemente no es practicable sino en una 

sociedad al menos empezada, y que no nos sirve tanto a sacar de la tierra alimentos que 

ella produciría muy bien sin esto como a forzarla a satisfacer las preferencias de nuestro 

gusto?


     Pero supongamos que los hombres se hubieran multiplicado de tal modo que los 

productos naturales no hubiesen bastado para alimentarlos, suposición que, por decirlo 

de paso, demostraría una gran ventaja para la especie humana en esta manera de vivir; 

supongamos que, sin fraguas y sin talleres, los instrumentos de labor hubiesen caído del 

cielo en manos de los salvajes; que estos hombres hubiesen vencido el odio mortal que 

todos sienten contra el trabajo continuo; que hubiesen aprendido a prever tan 

anticipadamente sus necesidades; que hubieran adivinado cómo es necesario cultivar la 

tierra, sembrar los granos y plantar los árboles; que hubiesen descubierto el arte de 

moler el trigo y de hacer fermentar la uva, cosas todas que les ha sido preciso fueran 

enseñadas por los dioses, a falta de concebir cómo las habrían aprendido por sí mismos; 

¿quién sería después de esto el hombre bastante insensato para fatigarse cultivando un 

campo que será despojado por el primer venido, hombre o bestia indistintamente, a 

quien conviniese la cosecha? ¿Y cómo podía decidirse cada cual a consagrar su vida a 

un penoso trabajo, tanto más seguro de no recoger sus frutos cuanto más sentiría su 

necesidad? En una palabra: ¿cómo esta situación podía decidir a los hombres a cultivar 

la tierra en tanto no estuviera repartida entre ellos, es decir, en tanto no hubiese sido 

destruido el estado natural?

     Aun cuando imaginásemos un hombre salvaje tan hábil en el arte de pensar como lo 

presentan nuestros filósofos; aunque hiciéramos de él, siguiendo ese ejemplo, un 

filósofo, descubriendo por sí solo las verdades más sublimes, componiendo por medio 

de razonamientos abstractos máximas de justicia y de razón sacadas del amor al orden 

en general o de la voluntad conocida de su creador, en una palabra: aunque 

supusiéramos en su espíritu tantas luces y tanta inteligencia como torpeza y estupidez 

debe tener y tiene en efecto, ¿qué utilidad sacaría la especie de toda esta metafísica, que 

no podía comunicarse y que perecería con el individuo que la hubiera inventado? ¿Qué 

progresaría el género humano disperso en los bosques entre los animales? ¿Y hasta qué 

punto podrían perfeccionarse e ilustrarse mutuamente unos hombres que, no teniendo 

domicilio fijo ni necesidad unos de otros, apenas se encontrarían dos veces en su vida, 

sin conocerse y sin hablarse?

     Considérese cuantas ideas debemos al uso de la palabra; cuánto ejercita y facilita la 

gramática las operaciones del espíritu; piénsese en las fatigas inconcebibles y en el 

infinito tiempo que ha debido costar la primera invención de las lenguas; añádanse estas 

reflexiones a las precedentes, y se comprenderá cuántos millares de siglos han debido 

necesitarse para desarrollar sucesivamente en el espíritu humano las operaciones de que 

era capaz.

     Séame permitido considerar un instante los problemas del origen de las lenguas. 

Podría contentarme con citar o repetir las investigaciones que el abate de Condillac ha 

hecho sobre esta materia, puesto que todos confirman mi opinión y acaso me han 

sugerido la primer idea. Pero el modo como este filósofo resuelve las dificultades que él 

mismo se plantea sobre el origen de los signos instituidos demuestra que ha supuesto lo 

que yo discuto, a saber, una especie de sociedad ya establecida entre los inventores del 

lenguaje, y al referirme a sus reflexiones creo que debo añadir las mías para exponer las 




mis mas dificultades bajo el aspecto que conviene a mi objeto. La primera que se 

presenta es imaginar cómo pudieron ser necesarias las lenguas, pues no teniendo los 

hombres ninguna comunicación entre sí ni necesidad alguna de ella, no se concibe ni la 

necesidad de esa invención ni su posibilidad si no fue indispensable. Y aun diría, como 

muchos otros, que las lenguas han nacido en el comercio doméstico de padres, madres e 

hijos. Pero, además de que esto no resolvería las objeciones, sería cometer el error de 

quienes, razonando sobre el estado de naturaleza, transfieren a éste ideas tomadas de la 

sociedad; ven a la familia reunida en una misma habitación y a sus miembros 

observando entre sí una unión tan íntima y tan permanente como entre nosotros, en que 

tantos intereses comunes los reúnen; cuando, al contrario, no habiendo en ese estado 

primitivo ni casas, ni cabañas, ni propiedades de ninguna especie, cada cual se alojaba 

al azar, y frecuentemente por una sola noche; los machos y las hembras se ayuntaban 

fortuitamente, al azar del encuentro, según la ocasión y el deseo, sin que la palabra fuera 

un intérprete muy necesario para las cosas que tenían que decirse, y con la misma 

facilidad se separaban

 (19)


. La madre amamantaba a los hijos por propia necesidad; 

después, habiéndose encariñado con ellos por la costumbre, los alimentaba por la suya; 

en cuanto tenían la fuerza necesaria para buscar su alimento, no tardaban en abandonar 

a su madre misma, y como casi no había otro medio de encontrarse que no perderse de 

vista, bien pronto se hallaban en estado de no reconocerse unos a otros. Observad 

también que teniendo el niño que explicar todas sus necesidades, y, por tanto, más cosas 

que decir a la madre que la madre al niño, debe correr con los mayores gastos de la 

invención, y que el lenguaje que emplea tiene que ser en gran parte su propia obra, lo 

que multiplica tanto las lenguas como individuos hay para hablarlas, a lo cual 

contribuye también la vida errante y vagabunda, que no deja a ningún idioma el tiempo 

de adquirir consistencia. Decir que la madre dicta al niño las palabras que habrá de 

emplear para pedirle tal o cual cosa demuestra cómo se enseñan las lenguas ya 

formadas, pero no enseña cómo se forman.

     Supongamos vencida esta primera dificultad; franqueemos por un momento el 

espacio inmenso que debió mediar entre el puro estado natural y la necesidad de las 

lenguas, y busquemos, suponiéndolas necesarias

 (20)

, cómo han podido empezar a 



establecerse. Nueva dificultad, mayor aún que la precedente, porque si los hombres han 

necesitado de la palabra para aprender a pensar, mayor necesidad han tenido de saber 

pensar para descubrir el arte de la palabra; y aunque se comprendiera cómo fueron 

tomados los sonidos de la voz por intérpretes convencionales de nuestras ideas, siempre 

quedaría por saber cuáles han podido ser los intérpretes de esa convención para las ideas 

que, careciendo de un objeto sensible, no podían ser indicadas ni por el gesto ni por la 

voz. De suerte que apenas se pueden formular conjeturas soportables sobre el 

nacimiento de este arte de comunicar los pensamientos y de establecer un comercio 

entre los espíritus, arte sublime que tan lejos se encuentra ya de su origen, pero que el 

filósofo ve todavía a tan prodigiosa distancia de su perfección, que no existe hombre 

alguno bastante atrevido para asegurar que ésta llegará algún día, aunque fueran 

suspendidas en su favor las revoluciones que el tiempo aporta necesariamente, y los 

prejuicios salieran de las Academias o se callasen ante ellas, y éstas pudieran ocuparse 

de este espinoso asunto durante siglos enteros y sin interrupción.

     El primer lenguaje del hombre, el lenguaje más universal, más enérgico, el único de 

que hubo necesidad antes de que fuese necesario persuadir a hombres reunidos, fue el 

grito de la naturaleza. Como este grito sólo era arrancado por una especie de instinto en 

las ocasiones apremiantes para implorar ayuda en los grandes peligros o alivio en los 




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