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- EL CONOCIMIENTO DE SÍ MISMO



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9 - EL CONOCIMIENTO DE SÍ MISMO


En otras criaturas vivientes, la ignorancia de sí es naturaleza; en el hombre, es vicio.

Boecio

El vicio puede definirse como una línea de conducta en que la voluntad consiente y que tiene resultados que son malos, primeramente por ser eclipsadores de Dios, y en segundo término, porque son física y psicológicamente dañosos a la gente o a sus semejantes. La ignorancia de sí mismo es algo que corresponde a esta descripción. En sus orígenes, es voluntaria; pues, por la introspección y escu­chando los juicios ajenos sobre nuestro carácter, pode­mos todos, si lo deseamos, alcanzar un perspicaz conoci­miento de nuestras taras y flaquezas y de los motivos reales de nuestras acciones, que no son siempre los con­fesados y anunciados. Si la mayoría de nosotros nos ignoramos, ello es porque el conocimiento de sí mismo es doloroso y preferimos los placeres de la ilusión. En cuan­to a las consecuencias de tal ignorancia, son malas según todo criterio, desde el utilitario al trascendental. Malas, porque la ignorancia de sí mismo lleva a una conducta irrealista, con lo que ocasiona toda clase de trastornos para todos los interesados; y malas, porque, sin el conoci­miento de sí mismo, no puede haber verdadera humani­dad, ni, por lo tanto, efectivo anonadamiento, ni, por lo tanto, conocimiento unitivo de la divina Base que está debajo del yo, ordinariamente eclipsada por éste.

La importancia, la indispensable necesidad del conocimiento de sí mismo ha sido subrayada por los santos y doctores de todas las grandes tradiciones reli­giosas. Para nosotros los occidentales, la voz más fami­liar es la de Sócrates. Más sistemáticamente que Sócrates, los expositores indios de la Filosofía Perenne insistieron en el mismo tema. Ahí está, por ejemplo, el Buda, cuya disertación sobre "El establecimiento de la atención" expone (con ese agotamiento positivamente inexorable, característico de las Escrituras pali) todo el arte del conocimiento de sí mismo en todas sus ramas —conocimiento del cuerpo, de los sentidos, los senti­mientos, los pensamientos propios. Esta arte del cono­cimiento de sí mismo es practicada teniendo en vista dos objetivos. El objetivo inmediato es el de que "un hermano, por lo que hace al cuerpo, continúa conside­rando el cuerpo de tal modo que permanece fervoroso, sereno y atento, sin ansia ni melancolía. Y lo mismo en cuanto a sentimientos, pensamientos e ideas; continúa considerándolos de modo que permanece fervoroso, sereno y atento, habiendo vencido el ansia y la melan­colía comunes en el mundo". Mediante esta deseable condición psicológica y más allá de ella, se encuentra la finalidad última del hombre, el conocimiento de lo que yace bajo el yo individualizado. En su propio voca­bulario, los escritores cristianos expresan las mismas ideas.

El hombre tiene en sí muchas pieles que cubren las honduras de su corazón. El hombre sabe muchas co­sas; pero no se conoce a sí mismo. Treinta o cuarenta pieles o cueros, como de buey o de oso, gruesas y duras, cubren el alma. Entra en tu propio terreno y aprende allí a conocerte a ti mismo.



Eckhart

Los necios se consideran despiertos ahora, ¡tan per­sonal es su conocimiento! Puede ser como príncipe, puede ser como pastor; pero todos ¡tan seguros de sí mismos!



Chuang Tse

Esta metáfora del despertar de sueños se presenta una y otra vez en las diversas exposiciones de la Filosofía Perenne. En tal contexto, la liberación podría definirse como el despertar de las necedades, pesadillas y placeres ilusorios de lo que ordinariamente se llama vida real, en el advertimiento de la eternidad. La "serena certidumbre de la beatitud del despertar" —esa maravillosa frase con que Milton describió la experiencia de la más noble clase de música— llega, supongo, tan cerca de la iluminación y salvación como puedan hacerlo las palabras.

Tú (el ser humano) eres lo que no es. Yo soy el que soy. Si percibes esta verdad en tu alma, jamás te enga­ñará el enemigo; escaparás a todos sus lazos.

Santa Catalina de Siena

El conocimiento de nosotros mismos nos enseña de dónde venimos, dónde estamos y dónde vamos. Veni­mos de Dios y estamos en el destierro; y porque nues­tro poder de afecto tiende hacia Dios, advertimos esta condición de destierro.



Ruysbroek
El progreso espiritual se logra mediante el creciente conocimiento del yo como nada y de la Divinidad como la Realidad que lo abarca todo. (Tal conocimiento, por supuesto, no tiene valor si es meramente teórico; para ser eficaz, debe ser advertido como una experiencia intuitiva inmediata, y se debe obrar en consecuencia.) Sobre un gran maestro de la vida espiritual, escribe el profesor Etienne Gilson. "El desplazamiento del temor por la Cari­dad mediante la práctica de la humildad; he aquí en qué consiste toda la ascesis de San Bernardo, su comienzo, su desarrollo y su término." Temor, preocupación y ansiedad forman el núcleo central del yo individualizado. El temor no puede eliminarse por el esfuerzo personal, sino sólo por la absorción del yo en una causa más grande que sus propios intereses. La absorción en alguna causa desem­baraza la mente de algunos de sus temores, pero sólo la absorción en el amor y conocimiento de la Base divina puede desembarazarla de todo temor. Pues cuando la causa es inferior a la más alta, el sentimiento de temor y ansiedad es transferido del yo a la causa, como cuando el heroico sacrificio por la persona o la institución amada es acompañado por la ansiedad respecto a aquello por que se hace el sacrificio. Mientras que si el sacrificio es hecho por Dios, y por otros por amor de Dios, no puede haber temor ni ansiedad permanente, pues nada puede ser amenaza para la divina Base, y aun el fracaso y el desas­tre deben aceptarse como de acuerdo con la voluntad divina. En pocos hombres y mujeres es el amor de Dios lo bastante intenso para eliminar estos proyectados temor y ansiedad por personas e instituciones amadas. La razón hay que buscarla en el hecho de que pocos hombres y mujeres son bastante humildes para ser capaces de amar como deberían. Y carecen de la necesaria humildad, porque están faltos del conocimiento, plenamente adver­tido, de su propia nada personal.

La humildad no consiste en ocultar nuestros talentos y virtudes, en considerarnos peores y más ordinarios de lo que somos, sino en poseer un claro conocimiento de todo lo que falta en nosotros y en no exaltarnos por lo que tenemos, puesto que Dios nos lo dio generosa­mente y que, con todos Sus dones, nuestra importan­cia es aún infinitamente pequeña.



Lacordaire
A medida que la luz aumenta, vemos que somos peores de lo que pensábamos. Nos asombramos de nuestra anterior ceguera al ver surgir de nuestro cora­zón toda una caterva de malos sentimientos, como sucios reptiles que salen a rastras de escondida cueva. Pero no debemos asombrarnos ni turbarnos. No somos peores de lo que éramos; por el contrario, somos mejo­res. Pero, mientras nuestras faltas disminuyen, la luz mediante la cual las vemos se hace más brillante, y nos llenamos de horror. Mientras no hay síntoma de cura­ción, no advertimos la profundidad de nuestro mal, nos hallamos en un estado de ciega presunción y dure­za, víctimas del propio engaño. Mientras seguimos la corriente, no tenemos conciencia de su rápido curso, pero, cuando queremos resistirla, aunque sea un po­quito, ella se hace sentir.

Fénelon

Hija mía, construyete dos celdas. Primero una celda real, para que no rondes y hables mucho, de no ser que sea necesario, o puedas hacerlo por amor a tu prójimo. Luego construyete una celda espiritual, que siempre podrás llevar contigo, y es ésta la celda del verdadero conocimiento de sí mismo; encontrarás ahí el conoci­miento de la bondad de Dios para contigo. Aquí hay realmente dos celdas en una, y si vives en una de ellas, también debes vivir en la otra; en otro caso, el alma se desesperará o será presuntuosa. Si residieses en el solo conocimiento de ti misma, te desesperarías; si residie­ses en el conocimiento de Dios solo, te verías tentada a la presunción. La una debe ir con la otra, y así alcanza­rás la perfección.



Santa Catalina de Siena


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