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5 - LA CARIDAD


Aquel que no ama no conoce a Dios, pues Dios es amor.

Juan, I, 4

Por el amor puede Él ser habido y retenido, mas por el pensamiento nunca.

La Nube del Desconocer

Quienquiera que se esfuerce en alcanzar la contem­plación (esto es, el conocimiento unitivo) debería em­pezar inquiriendo estrechamente en sí mismo cuánto ama. Pues el amor es la fuerza motriz de la mente (machina mentis), que la saca del mundo y la lleva a la altura.

San Gregorio el Grande

El astrolabio de los misterios de Dios es el amor.



Jalal-uddin Rumi

¡Cielos, continuad el trato!

Sienta el hombre superfluo, alimentado

por sus pasiones que esclaviza

vuestra ordenanza, que no ve

porque no siente, pronto vuestro poder.



Shakespeare

El amor es infalible; no tiene errores, pues todos los errores son faltas de amor.



William Law
Sólo podemos amar lo que conocemos, y nunca pode­mos conocer completamente lo que no amamos. El amor es un modo de conocimiento, y cuando el amor es lo bastante desinteresado y lo bastante intenso, el conoci­miento se convierte en conocimiento unitivo y así adquie­re la cualidad de infalibilidad. Donde no hay amor desin­teresado (o, dicho de otro modo, caridad) hay sólo ten­dencioso amor propio y, en consecuencia, sólo un cono­cimiento parcial y deformado, así del yo como del mundo de las cosas, vidas, mentes y espíritu externos al yo. El hombre alimentado por sus pasiones "esclaviza la orde­nanza del Cielo", es decir, subordina las leyes de la Natu­raleza y del espíritu a sus propios anhelos. El resultado es que "no siente" y por ello se hace incapaz de conocimien­to. Su ignorancia es, en último término, voluntaria; si no puede ver, es porque "no quiere ver". Tal ignorancia voluntaria tiene inevitablemente su recompensa negativa. La némesis sigue a la húbris, a veces de modo espectacu­lar, como cuando el hombre enceguecido por sí mismo (Macbeth, Ótelo, Lear) cae en la trampa que le ha prepa­rado su propia ambición, codicia o petulante vanidad; a veces, de modo menos obvio, como en los casos en que el poder, prosperidad y reputación duran hasta el final, pero a costa de una creciente impenetrabilidad a la gracia y la iluminación, una creciente incapacidad para escapar, ahora o después, de la sofocante prisión del egotismo y la separación. Cuán profunda puede ser la ignorancia espiritual con que son castigados tales "esclavizadores de la ordenanza del Cielo", lo indica la conducta del cardenal Richelieu en su lecho de muerte. El sacerdote que lo atendía instaba al grande hombre a preparar su alma para su próxima prueba perdonando a todos sus enemi­gos. "Nunca tuve enemigos —respondió el cardenal con la tranquila serenidad de una ignorancia que largos años de intriga, avaricia y ambición habían hecho tan absoluta como lo fuera su poder político—, salvo sólo los del Estado." Como Napoleón, aunque de diferente modo, estaba "sintiendo el poder del Cielo", porque había rehu­sado sentir la caridad y por tanto rehusaba conocer toda la verdad acerca de su alma o de cualquier otra cosa.

Aquí en la tierra el amor de Dios es mejor que el conocimiento de Dios, mientras que es mejor conocer las cosas inferiores que amarlas. Conociéndolas las elevamos, en cierto modo, hasta nuestra inteligencia, mientras que amándolas nos agachamos hacia ellas y podemos quedarles subordinados como el avaro a su oro.

Santo Tomás de Aquino (paráfrasis)
Esta observación parece, a primera vista, ser incompa­tible con lo que la precede. Pero en realidad Santo Tomás distingue aquí meramente entre las varias formas de amor y conocimiento. Es mejor conocer a Dios mediante el amor que saber de Dios sin amor, por la lectura de un tratado de teología. El oro, en cambio, no debería ser nunca conocido con el amor del avaro o, mejor, su concu­piscencia, sino abstractamente, como lo conoce el inves­tigador científico, o bien con el desinteresado amor y conocimiento del artista en metal, o del espectador, que conoce y ama la obra del orfebre, no por su valor en moneda, ni por el gusto de poseerla, sino solamente porque es bella. Y lo mismo conviene a todas las cosas, vidas y mentes creadas. Es malo conocerlas por el amor, con afecto y codicia egoístas; es algo mejor conocerlas con desapasionamiento científico; es lo mejor completar el abstracto conocimiento sin codicia con un conocimien­to de amor realmente desinteresado, con la cualidad del deleite estético, o de la caridad, o de los dos combinados.

Hacemos un ídolo de la verdad misma, pues la verdad, separada de la caridad, no es Dios, sino su imagen e ídolo, que no debemos amar ni adorar.

Pascal
Por una especie de accidente filológico (que pro­bablemente no es ningún accidente, sino una de las más sutiles expresiones de la arraigada voluntad de ignorancia y oscuridad espiritual del hombre), la palabra "caridad" ha venido, en inglés moderno, a ser sinónima de "limos­na", y no es casi nunca usada en su sentido original, en el que significa la más alta y divina forma del amor. A causa de este empobrecimiento de nuestro ya siempre muy inadecuado vocabulario de términos psicológicos y espi­rituales, la palabra "amor" ha tenido que asumir una carga adicional. "Dios es amor", repetimos volublemente, y que debemos "amar a nuestros semejantes como a nosotros mismos"; pero "amor" lo significa todo, desde lo que ocurre cuando, en la pantalla, chocan arrobadamente dos primeros términos hasta lo que ocurre cuando un John Woolman o un Pedro Claver se preocupan por los esclavos negros, porque son templos del Espíritu Santo; de lo que ocurre cuando muchedumbres gritan y cantan y agitan banderas en el Sport-Palast o la Plaza Roja hasta lo que ocurre cuando un contemplativo solitario queda ab­sorto en plegarias de simple veneración. La ambigüedad en el vocabulario conduce a confusión de pensamiento; y, en esta materia del amor, la confusión de pensamiento sirve admirablemente el propósito de una naturaleza hu­mana, sin regenerar y dividida, que está decidida a sacar provecho de ambos mundos; a decir que sirve a Dios, cuando en realidad está sirviendo a Mammón, Marte o Príapo.

Sistemáticamente o en breve aforismo y parábola, los maestros de la vida espiritual han descrito la naturaleza de la verdadera caridad y la han distinguido de las otras, inferiores, formas del amor. Consideremos, por orden, sus principales características. Primero, la caridad es des­interesada, no busca recompensa, ni se permite disminuir cuando recibe mal por bien. Dios debe ser amado por Sí mismo, no por sus dones, y personas y cosas deben ser amadas por amor de Dios, porque son templos del Espíri­tu Santo. Además, siendo la caridad desinteresada, debe necesariamente ser universal.

El amor no busca ninguna causa más allá de sí mismo, ni ningún fruto; él es su propio fruto, su propio goce. Amo porque amo; amo para poder amar... De todos los movimientos y afectos del alma, el amor es el único mediante el cual la criatura, aunque no en térmi­nos iguales, puede tratar con el Creador y devolver algo parecido a lo que recibió... Cuando Dios ama, sólo desea ser amado, sabiendo que el amor hará felices a todos los que Le aman.

San Bernardo

Pues como el amor no tiene fines secundarios no quiere nada sino su propio incremento, así todo es aceite para su llama, ha de tener lo que quiere y no puede sufrir decepción, porque todo (incluso el des­amor por parte de los amados) le ayuda naturalmente a vivir a su propio modo y a llevar adelante su obra.

William Law

Los que hablan mal de mí son realmente buenos amigos míos. Cuando, calumniado, no abrigo enemistad ni preferencia, crece dentro de mí el poder del amor y la humildad, que nace de lo innato.



Kung-chia Ta-shih

Algunos quieren ver a Dios con sus ojos como ven una vaca, y amarlo como aman a su vaca —por la leche, queso y provecho que les trae. Esto ocurre con los que aman a Dios a causa de externa riqueza o interno bienestar. No aman rectamente a Dios, al hacerlo por su propio bien. En verdad os digo que cualquier objeto que tengáis en el pensamiento, por bueno que sea, será una barrera entre vosotros y la íntima Verdad.



Eckhart

Mendigo soy, Señor. Vengo a pedirte más de lo que mil reyes pudieran. Cada uno algo quiere y te lo pide. Yo pido que te des a mí Tú mismo.



Ansari de Herat

No quiero saber nada de un amor que sería por Dios o en Dios. Es éste un amor que el puro amor no puede sufrir; pues el puro amor es Dios mismo.



Santa Catalina de Genova

Como una madre, aun a riesgo de perder su propia vida, protege a su hijo, su único hijo, así haya buena voluntad sin medida entre todos los seres. Prevalezca la buena voluntad sin medida en todo el mundo, arri­ba, abajo, en torno, sin escatimar, sin mezcla de ningún sentimiento de intereses diferentes u opuestos. Si un hombre permanece en este estado de espíritu todo el tiempo que está despierto, entonces se realiza el dicho: "Aun en este mundo se halló la santidad."

Metía Sutta

Aprende a mirar con ojos iguales a todos los seres viendo al Yo uno en todos.



Srimad Bhagavatam

La segunda marca distintiva de la caridad es que, diferentemente de las formas inferiores del amor, no es una emoción. Empieza como un acto de la voluntad y se consuma como un advertimiento puramente espiri­tual, un unitivo amor-conocimiento de la esencia de su objeto.

Entiendan todos que el verdadero amor de Dios no consiste en lloros, ni en aquella suavidad y ternura que usualmente anhelamos, sólo porque nos consuelan, sino en servir a Dios en la justicia, fortaleza de alma y humildad.

Santa Teresa

El amor no consiste en sentir grandes cosas, sino en tener gran desnudez y padecer por el Amado.

San Juan de la Cruz


Por amor no entiendo ninguna ternura natural, que se encuentre más o menos en la gente según su consti­tución, sino que entiendo un principio más amplio del alma, fundado en la razón y la piedad, que nos hace tiernos, bondadosos y amables para con todos nues­tros semejantes como criaturas de Dios, y por Su amor.

William Law

La naturaleza de la caridad, o amor-conocimiento de Dios, es definida por Shankara, el gran santo y filósofo vedantista del siglo IX, en el trigésimo segundo dístico de su Viveka-Chudamani:

Entre los instrumentos de emancipación es la devo­ción el supremo. La contemplación de la verdadera forma del Yo real (el Atman que es idéntico con el Brahm) se dice que es la devoción.

En otras palabras, la forma más elevada del amor de Dios es una intuición espiritual inmediata, por la cual "conociente, conocido y conocimiento se hacen uno". Los medios para alcanzar este supremo amor-conoci­miento del Espíritu por el espíritu y sus primeras etapas son descritos por Shankara en los precedentes versos de su filosófico poema y consisten en actos de una voluntad dirigida hacia la negación del yo en pensamiento, senti­miento y acción, hacia el abandono de deseos y el des­prendimiento o (para usar el correspondiente término cristiano) "Santa indiferencia", hacia una alegre acepta­ción de la aflicción, sin lástima de sí mismo ni pensamien­to de devolver mal por mal, y finalmente hacia una vigilante y unitendente atención a la divinidad, que es a un tiempo trascendente y, por trascendente, inmanente en todas las almas.


Está claro que ninguna cosa distinta de cuantas puede gozar la voluntad es Dios. Y por eso, para unirse con Él, se ha de vaciar y despegar de cualquier afecto desordenado de apetito y gusto de todo lo que distintamente puede gozarse, así de arriba como de abajo, temporal o espiritual, para que, purgada y limpia de cualesquiera gustos, gozos o apetitos desorde­nados, toda ella con sus afectos se emplee en amar a Dios. Porque si en alguna manera la voluntad puede comprender a Dios y unirse con Él no es por algún medio aprensivo del apetito, sino por el amor; y como el deleite y suavidad y cualquier gusto que puede caer en la voluntad no sea amor, sigúese que ninguno de los sentimientos sabrosos puede ser medio proporcionado para que la voluntad se una con Dios, sino la opera­ción de la voluntad, porque es muy distinta la opera­ción de la voluntad de su sentimiento: por la operación se une con Dios y se termina en Él, que es amor, y no por el sentimiento y aprensión de su apetito, que se asienta en el alma como fin y remate. Sólo pueden servir los sentimientos de motivos para amar, si la voluntad quiere pasar adelante, y no más...

Y así muy incipiente sería el que, faltándole la suavi­dad y deleite espiritual, pensase que por eso le falta Dios, y cuando lo tuviese, se gozase y deleitase pen­sando que por eso tenía a Dios. Y más incipiente sería si fuese a buscar esta suavidad en Dios y se gozase y detuviese en ella; porque de esa manera ya no iría a buscar a Dios con la voluntad fundada en vacío de fe y caridad, sino el gusto y suavidad espiritual, que es criatura, siguiendo su gusto y apetito...

Es cosa imposible que la voluntad pueda llegar a la suavidad y deleite de la divina unión, ni abrazar ni sentir los dulces y amorosos abrazos de Dios, si no es que sea en desnudez y vacío de apetito en todo gusto particular, así de arriba como de abajo...

San Juan de la Cruz

El amor (el amor sensible de las emociones) no unifica. Cierto que une en el acto; pero no une en la esencia.

Eckhart
La razón por que el amor sensible, aun del objeto más elevado, no puede unir el alma a su divina Base en esencia espiritual es la de que, como todas las demás emociones del corazón, el amor sensible intensifica el yo que es el obstáculo final en el camino de tal unión. "Los malditos están en eterno movimiento sin ninguna mezcla de reposo; nosotros, los mortales, que todavía nos halla­mos en esta peregrinación, tenemos ora movimiento, ora reposo... Sólo Dios tiene reposo, sin movimiento." En consecuencia, sólo si moramos en la paz de Dios que supera toda comprensión, podemos morar en el conoci­miento y amor de Dios. Y a la paz que supera toda comprensión debemos ir por la senda de la humilde y muy ordinaria paz que todos pueden comprender —la paz entre naciones y dentro de ellas (pues las guerras y revoluciones violentas tienen por efecto el eclipse más o menos completo de Dios para la mayoría de los envueltos en ellas); paz entre individuos y dentro del alma indivi­dual (pues las disputas personales y los temores, amores, odios, ambiciones y turbaciones particulares son, a su mezquino modo, no menos fatales para el desarrollo de la vida espiritual que las calamidades mayores). Debemos querer la paz que está a nuestro alcance obtener para nosotros mismos y otros, para poder ser capaces de reci­bir esa otra paz que es fruto del Espíritu y la condición, según dejaba entender San Pablo, del unitivo conocimiento-amor de Dios.

Por medio de la tranquilidad de espíritu puedes transmutar este falso espíritu de muerte y renacimiento en el claro Espíritu Intuitivo y, al hacerlo, advertir la primera e iluminadora Esencia del Espíritu. De esto deberías hacer tu punto de partida para las prácticas espirituales. Habiendo armonizado tu punto de partida y tu meta, podrás, con la adecuada práctica, alcanzar tu verdadero fin de perfecta Iluminación.

Si deseas tranquilizar tu espíritu y restablecer su pureza original debes proceder como lo harías si estu­vieses purificando un jarro de agua fangosa. Primero la dejas reposar, hasta que el sedimento se deposita en el fondo y el agua queda clara, lo que corresponde al estado del espíritu antes de ser turbado por mancillan­tes pasiones. Luego, cuidadosamente, cuelas el agua pura... Cuando el espíritu se ha tranquilizado y con­centrado en una perfecta unidad, se verán todas las cosas, no en su separación, sino en su unidad, donde no hay lugar para que entren las pasiones y está en plena conformidad con la misteriosa e indescriptible pureza del Nirvana.

Surangama Sutra

La identidad a partir del Uno, hacia el Uno y con el Uno es la fuente, manantial y surtidor del resplande­ciente Amor.



Eckhart

El progreso espiritual, como hemos tenido ocasión de descubrirlo en varios otros aspectos, es siempre espiral y recíproco. La paz por liberación de distracciones y agita­ciones emotivas es la senda hacia la caridad, y la caridad, o unitivo amor-conocimiento, es el camino hacia la eleva­da paz de Dios. Y lo mismo ocurre con la humildad, que es la tercera señal característica de la caridad. La humil­dad es una condición necesaria de la forma más alta del amor, y la forma más alta del amor hace posible la consumación de la humildad en un total anonadamiento.

¿Quieres ser peregrino en el camino del Amor? La primera condición es que te humilles como polvo y ceniza.

Ansari de Herat


No tengo sino una palabra que decirte acerca del amor por tu prójimo, a saber: que nada salvo la humil­dad puede conformarte a ello; nada, sino la conciencia de tu propia debilidad, puede hacerte indulgente y compasivo para la de los demás. Contestarás: ya com­prendo que la humildad debe producir lenidad hacia los demás, pero ¿cómo he de adquirir primero la hu­mildad? Dos cosas combinadas lo conseguirán, no de­bes separarlas nunca. La primera es la contemplación del profundo abismo de donde la mano todopoderosa de Dios te ha sacado y sobre el cual te mantiene siempre, por así decirlo suspendido. La segunda es la presencia de ese Dios que lo penetra todo. Sólo con­templando y amando a Dios se puede aprender el olvido de sí mismo, medir debidamente la nada que nos ha deslumbrado y acostumbrarse agradecido, a decrecer bajo la gran Majestad que lo absorbe todo. Ama a Dios y serás humilde, ama a Dios y arrojarás de ti el amor de ti mismo, ama a Dios y amarás todo lo que Él te da a amar por amor Suyo.

Fénelon


Los sentimientos, como vimos, pueden servir como motivos de caridad; pero la caridad como caridad tiene su comienzo en la voluntad; voluntad de paz y humildad en uno mismo, voluntad de paciencia y bondad hacia los semejantes, voluntad del desinteresado amor de Dios que "no pide nada ni rehusa nada". Pero la volun­tad puede ser fortalecida por el ejercicio y confirmada por la perseverancia. Esto se pone bien de manifiesto por la exposición siguiente —deliciosa en su vividez boswelliana— de una conversación entre el joven obis­po de Belley y su amado amigo y maestro Francisco de Sales.

Una vez pregunté al obispo de Ginebra qué es lo que se debe hacer para lograr la perfección.


—Debes amar a Dios con todo tu corazón —contes­tó— y al prójimo como a ti mismo.

—No pregunté en qué está la perfección —dije yo—, sino cómo alcanzarla.

—La caridad —dijo él—, he aquí a un tiempo el medio y el fin, el único camino por el cual podemos alcanzar la perfección, que no es, después de todo, sino la caridad misma... Como el alma es la vida del cuerpo, así la caridad es la vida del alma.

—Sé todo esto —dije—. Pero yo quiero saber cómo hay que hacer para amar a Dios con todo el corazón y al prójimo como a sí mismo.

Pero él volvió a responder: —Debemos amar a Dios con todo nuestro corazón y al prójimo como a nosotros mismos.

—No adelanté nada —repliqué—. Decidme cómo adquirir tal amor.

—El mejor modo, el más rápido y fácil para amar a Dios con todo el corazón es amarlo total y cordialmente.

No quiso dar otra respuesta. Sin embargo, al fin díjome el obispo: —Hay muchos otros que quieren que les exponga métodos, sistemas y modos secretos para llegar a ser perfecto, y sólo puedo decirles que el único secreto es un cordial amor de Dios, y el único modo de lograr ese amor es amando. Se aprende a hablar ha­blando, a estudiar estudiando, a correr corriendo, a trabajar trabajando; y del mismo modo se aprende a amar a Dios y al hombre amando. Todos los que pien­san en aprender de otro modo, se engañan. Si deseas amar a Dios, ámalo cada vez más. Empieza como un mero aprendiz, y el poder mismo del amor te conducirá a ser maestro en el arte. Los que hayan ido más adelante, estarán continuamente apresurados, y nunca creerán que han llegado al final; pues la caridad debe ir aumentando hasta que exhalemos el último suspiro.



Jean Pierre Camus
El paso de lo que San Bernardo llama el "amor carnal" de la sagrada humanidad al amor espiritual de la divini­dad, del amor emotivo que sólo puede unir a amante y amado en el acto a la caridad perfecta que los unifica en la sustancia espiritual, se refleja en la práctica religiosa como el paso de la meditación, discursiva y afectiva, a la contemplación infusa. Todos los escritores cristianos in­sisten en que el amor espiritual de la divinidad es superior al amor carnal de la humanidad, que sirve de introduc­ción y medio para el fin último del hombre en el unitivo amor-conocimiento de la Base divina; pero todos insisten con no menos fuerza en que el amor carnal es una introducción necesaria y un medio indispensable. Los escritores orientales concederán que ello es cierto para muchas personas, pero no para todas, pues hay algunos contemplativos natos que son capaces de "armonizar su punto de partida con su meta" y embarcarse directamen­te en el Yoga del Conocimiento. Desde el punto de vista del contemplativo nato escribe el más grande de los filó­sofos taoístas en el siguiente pasaje:

Esos hombres que, de modo especial, consideran el Cielo como Padre y sienten, por así decirlo, un amor personal por él, ¡cuánto más deberían amar como Padre lo que está por encima del Cielo! Otros hombres, de modo especial, consideran mejores que ellos a sus gobernantes y, por así decirlo, mueren personalmente por ellos. ¡Cuánto más deberían morir por lo que es más verdadero que un gobernante! Cuando se secan las fuentes, quedan los peces sobre el suelo. Entonces se dan mutuamente su humedad y se mantienen moja­dos en su limo. Pero esto no debe compararse al mutuo olvido en un río o lago.



Chuang Tse

El limo del amor personal y emotivo es remotamente similar al agua del ser espiritual de la Divinidad, pero de calidad inferior y (precisamente porque el amor es emotivo y, por ende, personal) en insuficiente cantidad. Habiendo hecho, por su ignorancia, mal obrar y mal ser voluntarios, que se sequen las fuentes divinas, los seres humanos pue­den hacer algo para mitigar los horrores de su situación "manteniéndose mutuamente mojados con su limo". Pero no puede haber felicidad ni seguridad en el tiempo ni salvación hacia la eternidad, hasta que dejen de pensar que el limo basta y, abandonándose al que en realidad es su elemento, procuren el regreso de las aguas eternas. A los que primero buscan el Reino de Dios, se les dará todo el resto por añadidura. A los que, como los modernos idóla­tras del progreso, buscan primero todo el resto en la espe­ranza de que (después de la doma del poder atómico y la cuarta revolución futura) se les añadirá el Reino de Dios, todo les será quitado. Y, sin embargo, continuamos con­fiando en el progreso, considerando que el limo personal es la forma más elevada de humedad espiritual y prefirien­do una angustiosa e imposible existencia en el suelo al amor, gozo y paz en nuestro natal océano.

La secta de los amantes es distinta de todas las demás; los amantes tienen religión y fe propias.

Jalal-uddin Rumi

El alma vive en lo que ama, antes que en el cuerpo que anima. Pues no tiene su vida en el cuerpo, sino que más bien la da al cuerpo y vive en lo que ama.

San Juan de la Cruz

La templanza es amor que se entrega enteramente a Aquel que es su objeto; el valor es amor que lo sufre con alegría todo por la causa de Aquel que es su objeto, la justicia es amor que sirve sólo a Aquel que es su objeto y, por ende, gobierna rectamente, la prudencia es amor que establece sabias distinciones entre lo que se estorba y lo que se ayuda.

San Agustín
Las señales distintivas de la caridad son el desinterés, la tranquilidad y la humildad. Pero donde hay desinterés no existe codicia de ventajas personales ni temor de pérdida o castigo personal; donde hay tranquilidad no existe ansia ni aversión, sino una firme voluntad de conformarse al divino Tao o Logos en todos los planos de la existencia y un firme advertimiento de la divina Talidad y lo que deberían ser las relaciones de uno mismo con ella; y donde existe humildad no hay espíritu de censura, ni glorificación del yo, ni de ningún proyec­tado alter ego a expensas de otros, a los que se reconoce como seres que tienen las mismas debilidades y faltas, pero también la misma capacidad para trascenderlas en el conocimiento unitivo de Dios. De todo esto se sigue que la caridad es la raíz y sustancia de la moralidad, y que donde haya poca caridad habrá mucho mal evita­ble. Todo esto fue resumido en la fórmula de Agustín: "Ama, y haz lo que te plazca." Entre las elaboraciones posteriores del tema agustino podemos citar la siguien­te, sacada de los escritos de John Everard, uno de aquellos espirituales teólogos del siglo XVII cuyas ense­ñanzas caían en los sordos oídos de facciones opuestas y en los todavía más sordos de los clérigos de la Restaura­ción y sus sucesores de la época augusta. (De la sordera de tales oídos podemos juzgar por lo que Swift escribía acerca de sus amados y moralmente perfectos houyhnhnms. Los temas de sus conversaciones, como los de su poesía, consistían en cosas tales como "la amistad y benevolencia, las manifestaciones de la natu­raleza o las antiguas tradiciones; los marcos y límites de la virtud, las infalibles reglas de la razón". Ni una vez ocupan su mente las ideas de Dios, la caridad o la salvación. Lo que muestra harto claramente lo que pensaba el deán de St. Patrick de la religión con que ganaba su dinero.)

¡Soltad al hombre que encontró al Dios vivo dentro de sí y dejadle luego descuidar lo externo si puede! Del mismo modo que se podría decir al hombre que ama tiernamente a su esposa: "Libertad tienes para pegarle, para lastimarla o matarla, si así lo deseas."



John Everard

De ello se sigue que, donde hay caridad, no puede haber coacción.

Dios no fuerza a nadie, pues el amor no puede constreñir, y el servicio de Dios, por tanto, es una cosa de libertad perfecta.

Harts Denk

Pero precisamente porque no puede constreñir, la cari­dad tiene una especie de autoridad, una fuerza no coacti­va, mediante la cual se defiende y logra que se haga en el mundo su benéfica voluntad —no siempre, por supuesto, no inevitable o automáticamente (pues los individuos y, todavía más, las organizaciones pueden estar impenetra­blemente armadas contra la influencia divina), pero sí en un número de casos sorprendentemente elevado.
El Cielo arma de piedad a los que no querría ver destruidos.

Lao Tse


"Me insultó, me pegó, me derrotó, me robó"; en los que abrigan tales pensamientos nunca cesará el odio.

"Me insultó, me pegó, me derrotó, me robó"; en los que no abrigan tales pensamientos el odio cesará.



Pues el odio no cesa nunca por el odio, es ésta una antigua regla.

Dhammapada
Nuestras actuales disposiciones económicas, sociales e internacionales están basadas, en elevada proporción, en una organizada falta de amor. Empezamos careciendo de amor hacia la Naturaleza, de modo que, en vez de procu­rar cooperar con el Tao o el Logos en los planos inanima­dos o infrahumanos, procuramos dominar y explotar, des­perdiciamos los recursos minerales de la tierra, arruinamos su suelo, asolamos sus bosques, llenamos de basura sus ríos y de vapores venenosos su aire. De la falta de amor respecto a la Naturaleza avanzamos a la falta de amor respecto al arte, una falta de amor tan extrema que hemos matado efectivamente todas las artes fundamentales o útiles y hemos establecido en su lugar varias clases de producción en masa por medio de máquinas. Y, natural­mente, esta falta de amor respecto al arte es al mismo tiempo una falta de amor respecto a los seres humanos que han de realizar las tareas a prueba de tontos y de gracia, impuestas por nuestros mecánicos sucedáneos del arte y por la interminable labor de papelería relacionada con la producción y la distribución en masa. Con la producción y distribución en masa va el financiamiento en masa, y los tres han conspirado para expropiar un número siempre creciente de pequeños propietarios de la tierra y los equi­pos de producción, reduciendo así la suma de libertad entre la mayoría y aumentando en una minoría el poder de ejercer un control coactivo sobre las vidas de sus semejan­tes. Esta minoría que controla por la coacción está com­puesta de capitalistas privados o burócratas gubernativos o de ambas clases de amos obrando en colaboración —y, por supuesto, el carácter coactivo y, por ende, esencial­mente falto de amor es el mismo, sea que los amos se llamen "directores de compañía" o "funcionarios del Esta­do". La única diferencia entre estas dos clases de gober­nantes oligárquicos es la de que la primera obtiene más poder de su riqueza que de una posición dentro de una jerarquía convencionalmente respetada, mientras que la segunda obtiene más de la posición que de la riqueza. A este fondo harto uniforme de relaciones sin amor, se super­ponen otras, que varían ampliamente de una sociedad a otra, según las condiciones locales y los hábitos de pensar y sentir. He aquí algunos ejemplos: desdén y explotación de las minorías de color que viven entre mayorías blancas, o de mayorías de color gobernadas por minorías de imperialistas blancos; odio a los judíos, católicos, masones, o a cualquier minoría cuyo lenguaje, costumbres, aspecto o religión difieran de los de la mayoría local. Y la superes­tructura que corona la falta de caridad es la organizada falta de amor de las relaciones entre Estados soberanos, una falta de amor que se expresa en la axiomática presu­posición de que es justo y natural que las organizaciones nacionales se comporten como ladrones y asesinos, arma­dos hasta los dientes y dispuestos, en la primera ocasión favorable, a robar y matar. (Cuán axiomática es esta presu­posición acerca del carácter de la nacionalidad, muéstralo la historia de América Central. Mientras los arbitrariamente delimitados territorios centroamericanos se llamaban pro­vincias del Imperio colonial español, hubo paz entre sus habitantes. Pero a principios del siglo XIX los diversos distritos administrativos del Imperio español rompieron sus lazos de fidelidad hacia la "madre patria" y decidieron convertirse en naciones según el modelo europeo. Resulta­do: inmediatamente se pusieron a guerrear entre sí. ¿Por qué? Porque por definición, un Estado nacional soberano es una nación que tiene el derecho y el deber de obligar a sus miembros a robar y matar en la mayor escala posible.) "No nos dejes caer en la tentación" debe ser el princi­pio guiador de toda organización social, y las tentaciones de que hay que guardarse y que, hasta donde sea posible, hay que eliminar mediante apropiadas disposiciones eco­nómicas y políticas, son tentaciones contra la caridad, es decir, contra el desinteresado amor a Dios, la Naturaleza y el hombre. Primero, la diseminación y aceptación gene­ral de cualquier forma de la Filosofía Perenne contribuirá a preservar a hombres y mujeres de la tentación del culto idolátrico de las cosas en el tiempo —culto de la Iglesia, del Estado, revolucionario culto del futuro, humanístico culto de sí mismo, todos ellos esencial y necesariamente opuestos a la caridad. Luego vendría la descentralización, gran difusión de la propiedad privada de tierras y medios de producción en pequeña escala, obstáculos al monopo­lio por el Estado o las corporaciones, división del poder económico y político (la única garantía, como no se cansaba Lord Acton de insistir, de la libertad civil bajo la ley). Estos reajustes sociales contribuirían en mucho a impedir que individuos, organizaciones y gobiernos ambiciosos cayesen en la tentación de conducirse tiránicamente, mientras que las cooperativas, organizaciones profesio­nales controladas democráticamente y las asambleas mu­nicipales librarían a las masas del pueblo de la tentación de hacer demasiado áspero su individualismo. Pero, por supuesto, ninguna de estas reformas intrínsecamente de­seables puede llevarse a cabo mientras se considere justo y natural que los Estados soberanos se preparen para guerrear unos contra otros. Pues la guerra moderna no puede sostenerse sino por países con una industria enor­memente desarrollada; países en que el poder económico es esgrimido sea por el Estado o por unas pocas corpora­ciones monopolistas que fácilmente se pueden someter a impuestos y, si es necesario, nacionalizar temporariamen­te; países donde las masas trabajadoras, carentes de pro­piedad, no tienen arraigo, son fácilmente transferibles de un lugar a otro y están bien regimentadas por la disciplina fabril. Cualquier descentralizada sociedad de pequeños propietarios libres, no coaccionados, con una economía adecuadamente equilibrada, habrá de estar, en un mun­do belicoso como el nuestro, a merced de otra sociedad cuya producción esté muy mecanizada y centralizada, cuyo pueblo carezca de propiedad y sea por lo tanto, fácilmente coercible y cuya economía esté desequilibrada. Por esto el único deseo de países no desarrollados industrialmente, como México y la China, es llegar a ser como Alemania, Inglaterra o los Estados Unidos. Mien­tras subsista la organizada falta de amor de la guerra y la preparación bélica, no puede mitigarse, con amplitud nacional ni mundial, la organizada falta de amor de nues­tras relaciones económicas y políticas. La guerra y la preparación bélica son tentaciones permanentes a hacer las actuales disposiciones de la sociedad, malas y eclipsadoras de Dios, progresivamente peores, a medida que la tecnología se hace progresivamente más eficaz.



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