El león invisible



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Buscar un niño negro de apenas un año en África debía resultar sin duda mucho más difícil que encontrar la clásica aguja en un pajar, entre otras cosas por el hecho evidente de que en aquel gigantesco pajar existían millones de agujas que apenas se diferenciaban las unas de las otras. Por si no tuvieran ya suficientes problemas, cuando a la mañana siguiente el monegasco extendió sobre una pequeña mesa plegable las abundantes provones que debían constituir el desayuno, le sorprendió descubrir que Aziza Smain se negaba a probar bocado.

Hoy empieza el ramadán alegó. Y no puedo comer ni beber nada hasta que caiga la noche y no se distinga un hilo blanco de un hilo negro.

Los dos hombres la observaron absolutamente estupefactos.

¿Cómo has dicho? inquirió en dialecto fulbé su tío que por lo visto tan sólo había captado en inglés el término ramadán.

Cuando la muchacha repitió su alegato en su idioma, el buen hombre estuvo a punto de perder la flema de que por lo general hacía gala.

Te advertí que desde el momento en que abandonaste Hingawana dejabas de ser hausa masculló casi mordiendo las palabras. Ahora eres fulbé.

Algunos fulbé son musulmanes le hizo notar ella. Puede que algunos sean musulmanes, pero eso no quiere decir que sean estúpidos fue la agria respuesta. Unas absurdas y salvajes leyes te han arrebatado a tus hijos y están a punto de llevarte a una muerte horrenda, y ahora tú, cuando ni siquiera puedes considerarte a salvo, pretendes seguir respetando tales preceptos. ¡No puedo creerlo! Nada tiene que ver una cosa con otra se disculpó ella. El sacrificio del ramadán es bueno, tanto para el cuerpo como para el alma.

Tanto tu cuerpo como tu alma han soportado ya demasiados sacrificios señaló un cada vez más indignado Usman Zahal Fodio. Durante este último año has vivido un continuo ramadán, y o comes cuanto necesitas, o te juro que me marcho para siempre. El tono ganó aún más en acritud al concluir: Y te garantizo que sin mi ayuda tus amigos los musulmanes te encontrarán de inmediato, por lo que muy pronto estarás muerta, y tu hijo no tendrá la más mínima posibilidad de dejar de convertirse en esclavo.

Aziza Smain dudó, sus enormes ojos color miel se volvieron al monegasco como pidiendo ayuda, pero éste no había necesitado entender una sola palabra del dialecto en que habían hablado para hacerse una idea de cómo se había desarrollado la áspera discusión, por lo que se limitó a señalar los alimentos con un leve ademán de cabeza.

Pareces un esqueleto andante que lo único que necesita para bajar a la tumba es dejar de alimentarse un solo día dijo. Y la verdad es que me disgustaría haberme molestado tanto para tener que enterrar un saco de huesos; ¡Come y déjate de tonterías!

La muchacha pareció resignarse, y al tiempo que se servía un gran vaso de leche en el que comenzó a mojar galletas, señaló:

Entiendo que éstos no son ni el lugar ni el momento apropiados para discutir el tema, pero cuando se ha pasado toda una vida siguiendo una línea de conducta y cumpliendo unos determinados preceptos, resulta muy difícil apartarte de ellos. Creo que tardaré mucho tiempo en dejar de pensar como una auténtica musulmana, si es que alguna vez lo consigo.

Nadie te obliga a dejar de pensar o sentir como una auténtica musulmana, le tranquilizó Oscar Schneeweiss Gorriticoechea. Supongo que eso es algo que vive en ti y que morirá contigo. Lo que pretendemos hacerte entender es que la religión en la que te has criado ofrece grandes aciertos, pero también notables errores. El intentar lapidarte por haber sido violada es sin duda el más notable de tales errores, pero pretender que mantengas un ayuno voluntario cuando apenas tienes fuerzas para mantenerte en pie, tampoco es un acierto que digamos. Mi consejo es que te olvides de la religión hasta que te enctuentres verdaderamente a salvo, si es que alguna vez llegas a estarlo. Nadie puede olvidar a Dios.

Lo supongo, pero tan sólo te pido que lo dejes a un lado hasta que puedas reflexionar con calma y replantearte serenamente cuáles son tus auténticos sentimientos, y si lo que te está ocurriendo es lo que deseas el día de mañana para tus hijos. De lo que en verdad tienes que preocuparte es de salvar un pellejo, que es casi lo único que te han dejado medianamente intacto.

Media hora después reemprendieron la marcha en busca de los cambiantes campamentos bororos, que eran la rama de los fulbé exclusivamente nómada y a la que pertenecía la familia de Usman Zahal Fodio, puesto que la mayor parte de los pequeños grupos que tiempo atrás se habían vuelto semi sedentarios habían acabado abrazando la fe islámica, y por lo que se refería a Aziza Smain no se podía confiar en ellos.

Se vieron obligados a adentrarse en zonas desérticas, y aunque el GPS del vehículo les indicaba con un mínimo margen de error en qué lugar se encontraban en todo momento, de poco les servía puesto que el desastroso mapa en nada se ajustaba a la realidad.

Por fin, a media mañana, y tras divisar a lo lejos varios poblachos de miserable aspecto y una larga caravana de camellos que se alejaba sin prisas hacia el este, rumbo a la frontera con Chad, alcanzaron lo que parecía ser una pista transitada por pesados camiones, por lo que decidieron seguirla ya que se les estaba agotando el combustible.

Aproximadamente una hora más tarde avistaron un grupo de casas blancas y lo que parecía un surtidor de gasolina, por lo que el monegasco decidió detener el vehículo y saltar al exterior con el fin de comentar con sus pasajeros del techo:

¿Qué hacemos?

Si esto no funciona sin gasolina, tendremos que arriesgarnos y poner gasolina fue la lógica respuesta del fulbé. Mi gente aún está lejos.

¿Cómo de lejos?

Eso nadie puede saberlo.

¡Esperanzadora respuesta, vive Dios! En ese caso, más vale que Aziza se oculte en la parte trasera y no asome la cabeza para nada. Si te hacen demasiadas preguntas les respondes que eres mi guía, y que yo estoy medio loco porque me dedico a buscar fósiles de dinosaurios.

¿Y eso qué es?

Restos petrificados de animales gigantescos que poblaron la tierra hace millones de años.

¿Y supones que alguien se puede creer que exista un tipo tan loco como para buscar algo así?

Los hay que se dedican a eso. Y las mentiras, cuanto más increíbles, mejor se aceptan fue la tranquila respuesta. Y si no la aceptan peor para ellos.

El otro hizo un significativo gesto hacia el enorme revólver que su interlocutor lucía a la cintura para inquirir con intención:

¿Has matado a alguien?

No. Ni pienso hacerlo.

Pues si las cosas se ponen mal no te quedará más remedio, porque en este caso se trata de ellos o nosotros, y puedes estar seguro de que no se lo pensarán a la hora de volarle la cabeza a un blanco por muy loco que esté y muchos bichos prehistóricos que asegure que se dedica a buscar.

Poco después, con Aziza Smain oculta en la parte posterior del vehículo y cubierta con una manta, se detuvieron ante un arcaico surtidor de gasolina de los que se accionaban a mano, puesto que hasta tan olvidado lugar aún no había llegado la electricidad ni probablemente llegaría nunca.

Casi de inmediato la práctica totalidad de los habitantes del mísero poblacho se arremolinó en torno al soberbio vehículo, pues resultaba evidente que por allí no cruzaban más que viejos camiones que iban y venían desde el interior del desierto hasta la capital; por lo que la contemplación de la roja máquina provocaba asombro y admiración.

Durante la media hora larga que un sudoroso negro empleó en accionar el vetusto surtidor con el fin de llenar no sólo el gran depósito de combustible del Hummer 2 sino también los seis bidones adicionales que llevaba en la parte exterior, tanto de gasolina como de agua, hombres, mujeres y niños no cesaron de curiosear en un vano intento por averiguar qué era lo que se ocultaba al otro lado de las amplias ventanillas tintadas de negro.

El fulbé dedicó todo ese tiempo a dar explicaciones sobre las supuestas actividades del propietario del vehículo, y tras repartir unos cuantos refrescos y cigarrillos y abonar el exorbitante precio que les exigieron por el combustible y poco más de cien litros de un agua sucia y hedionda, reemprendieron la marcha convencidos de que nadie se había creído la absurda historia del buscador de fósiles de dinosaurios.

Como para corroborar sus sospechas, poco después pudieron constatar que una cochambrosa camioneta gris comenzaba a seguirles.

Apenas fue necesario pisar el acelerador de la potente máquina para perderla de vista en cuestión de minutos pero aquel simple detalle bastó para hacerles entender que el peligro se iba haciendo cada vez más real, y que pronto o tarde cualquiera de los casi cuatro millones de musulmanes que habitaban en aquel desolado país, acabaría por descubrirlos.

Níger, en donde las tres cuartas partes de su vasto territorio eran puro desierto, no tenía salida al mar, y que tan sólo contaba con un aeropuerto que pudiera considerarse digno de ese nombre, no era en realidad más que una gigantesca trampa de arena y polvo de la que les resultaría muy difícil escapar a bordo de un llamativo vehículo de color rojo.

Que los localizaran era únicamente cuestión de tiempo. Usman Zahal Fodio pareció comprenderlo así, porque en cuanto cayó la noche y se vieron obligados a ocultarse como de costumbre en mitad de la espesura de la alta sabana, señaló:

Llamamos demasiado la atención, por lo que creo que sería más seguro que Aziza y yo continuáramos a pie mientras tú regresas a Kano y desde allí a tu país. No creo que nadie te moleste si vas solo.

No pienso dejarlos cuando nos encontramos rodeados de fanáticos.

Los fanáticos siempre estarán ahí, y alguien tan blanco como tú en Níger es como una mosca en un cuenco de leche, mientras que Aziza y yo, mezclados entre mi gente y pastoreando ganado, podremos llegar en un par de semanas a las orillas del Níger.

¿Y qué haréis una vez en el río?

Navegar aguas arriba hacia Tombuctú, en Mali, o aguas abajo, hasta Benin.

Sería un viaje demasiado largo.

El viaje más largo que existe es la muerte, y eso es lo que nos espera si continuamos juntos, dando tumbos, y sin saber hacia dónde nos dirigimos exactamente.

Oscar Schneeweiss Gorriticoechea tardó en responder puesto que resultaba evidente que no era aquélla una solución que le apeteciera en absoluto, y concluyó por hacer un leve gesto con la mano.

¡Está bien! masculló de mala gana—. Pensaré en ello esta noche y mañana tomaré una decisión.

Pero a la mañana siguiente no estaba en condiciones de tomar decisión alguna.

Poco antes del amanecer había comenzado a temblar, y al poco los temblores pasaron a convertirse en convulsiones al tiempo que un sudor frío le empapaba por completo.

Con la primera claridad del alba deliraba.

Aziza Smain, que fue la primera en advertir lo que ocurría, acudió a su lado, le secó la frente, le cubrió con una manta y se apresuró a correr en busca de su tío que, como cada noche, se limitaba a dormitar a ratos, casi con un ojo abierto y otro cerrado, montando guardia en los lindes de la espesura.

¡Mala cosa! se limitó a comentar el buen hombre agitando pesimista la cabeza tras observar largo rato al enfermo. ¡Muy mala cosa!

¿Pero qué le pasa? quiso saber ella.

El fulbé se limitó a encogerse de hombros al tiempo que señalaba:

Que a los blancos no les sienta bien África. ¿Se morirá? inquirió la angustiada muchacha. La gente, negra o blanca, tan sólo se muere una vez, y es el día y a la hora en que le toca morirse fue la en cierto modo absurda respuesta. Lo que está claro es que ni tú ni yo podemos hacer nada por aliviarle.

¿Y si buscáramos ayuda?

¿Dónde? Los curanderos fulbé no entienden de estas cosas, y el médico musulmán más próximo debe estar en Niamey. Aparte de que lo primero que haría sería denunciarnos.

¿Y los cristianos?

Usman Zahal Fodio arrugó el ceño, intentó hacer memoria y por último asintió con un leve ademán de cabeza: No estoy muy seguro dijo, pero creo recordar que en cierta ocasión, hace ya cuatro o cinco años, estuvimos pastoreando cerca de una de sus misiones, que debe encontrarse no demasiado lejos de aquí, aunque no sé si hacia el este, o hacia al oeste. Últimamente hemos dado tantas vueltas que ando algo desorientado.

¡Búscala! Puedo tardar días.

Ella hizo un leve gesto hacia el hombre que se agitaba murmurando cosas ininteligibles al puntualizar:

Puede tardar días, o semanas, en curarse hizo una corta pausa... o en morir.

¿No te preocupa quedarte a solas con alguien que ni siquiera puede defenderse?

La muchacha señaló las armas del enfermo que se encontraban a un par de metros de distancia.

Recuerda que mi padre era guía de caravanas, por lo que se veía obligado a enfrentarse constantemente a salteadores y bandidos. Y mi marido era un gran cazador. Sé cómo utilizarlas dijo. Y no dudaré en hacerlo si es necesario.

Usman Zahal Fodio meditó largo rato, resultó evidente que le costaba un gran esfuerzo tomar una decisión, observó al enfermo, se volvió luego a mirar a su sobrina, y al fin asintió con un leve ademán de cabeza:

¡Está bien! musitó apenas. Intentaré buscar esa misión, aunque no sé dónde está, cuánto tardaré, ni si querrán ayudarnos.

Cinco minutos después desaparecía entre la espesura, rumbo al oeste.

Sabía muy bien lo que significaba que la Muerte se acomodara a los pies de su cama.

La había visto infinidad de veces allí, aguardando a que un niño sin fuerzas perdiera una batalla en la que llevaba todas las de perder, y siempre le había admirado la paciencia de que hacía gala en su espera, consciente como estaba de que jamás se le escapaba una presa.

Jamás.


Dieciocho años atrás le había permitido continuar con vida convencida de que llevarse a un niño tan frágil y asustado carecía de alicientes, pero ahora estalla de nuevo allí, con la negra y huesuda espalda apoyada en una de las ruedas del espectacular Hummer 2, tal vez preguntándose seriamente si había llegado el momento de rematar su inconclusa tarea.

La antaño desamparada criatura se había convertido en un adulto fuerte feliz y poderoso, pero que en lugar de limitarse a aceptar agradecido la inusual generosidad con que el caprichoso destino le había premiado, se empecinaba en la persecución de su propia desgracia en un disparatado intento por enmendarle la plana a ese mismo destino.

En esta ocasión Oscar Schneeweiss Gorriticoechea había apostado demasiado fuerte, confiando quizá en que la justicia de sus actos era digna de una especial recompensa. Y confiando sobre todo en su suerte.

Pero la Suerte tan sólo acepta una regla indiscutible: bajo ningún concepto acepta ningún tipo de reglas.

La Suerte puede ser fiel o infiel a una determinada persona durante cincuenta años, para girar en redondo súbitamente y sin motivo, huyendo de los caminos trillados para tomar de improviso tortuosos senderos que conducen a quien ella ha elegido a las cimas más altas o los más oscuros abismos.

Siempre se ha asegurado que esa Suerte es tan voluble como la más voluble de las mujeres, pero no es cierto, puesto que ni la peor mujer podría llegar a ser tan cruel y despiadada como conseguía serlo demasiado a menudo la caprichosa Suerte.

Ninguna mujer, por malvada que fuera, le daría la espalda a un hombre que se había expuesto a incontables peligros sin más ambición que ayudar a una infeliz condenada a un injusto y cruel martirio, mientras que la Suerte le acababa de dar la espalda a ese mismo hombre pese a que había sido uno de sus más mimados y favorecidos pupilos durante largos años.

Por eso la Muerte había acudido a hacerle otra vez compañía.

Por eso, o porque se sentía molesta por el hecho de que le hubiera arrancado de entre los dedos a una hermosa presa.

¿Había sido quizá un intercambio?

Pudiera darse el caso de que lo que estuviera en juego fuera la vida de uno de los hombres más ricos del mundo como pago por la vida de una de las mujeres más miserables del planeta.

Veinte años atrás, cuando cesaban sus delirios, el Oscar niño dejaba de ver a la descarnada vieja de la guadaña a los pies de su cama, y lo primero que hacía entonces era aferrar con fuerza el gorro de lana que le había regalado su admirado comandante.

Ahora, veinte años más tarde, cuando cesaban sus delirios, el Oscar hombre dejaba de ver a la descarnada vieja de la guadaña recostada contra la rueda del vehículo y lo primero en esos momentos que hacía era aferrar con fuerza la mano de una sacrificada muchacha que no se había movido ni un solo instante de su lado.

Aziza Smain le abanicaba hora tras hora, le espantaba las moscas, le murmuraba palabras de consuelo, le secaba el sudor de la frente y le limpiaba los vómitos del rostro y las heces del cuerpo.

Sin más ayuda que dos mantas, un mosquitero y unas ramas de acacia había levantado una rústica pero en cierto modo cómoda tienda de campaña que se apoyaba sobre las abiertas puertas del vehículo, y con las armas siempre al alcance de la mano y el oído atento a cualquier rumor que llegara de la espesura, dedicaba cada minuto de su tiempo a la difícil tarea de intentar salvar la vida de quien había salvado la suya.

Debido a su abnegación, cuando, de tanto en tanto el enfermo abría los ojos e invariablemente la descubría observándole, se sentía reconfortado.

Y un atardecer, que era casi siempre la hora en la que solía encontrarse un poco más despejado de su insistente modorra, musitó apenas:

¡Háblame!

¿Qué quieres que te diga?

Cualquier cosa. El sonido de tu voz me tranquiliza, y me ayuda a mantenerme despierto. Cuéntame algo sobre ti.

¿Sobre mí? se sorprendió la muchacha con una leve sonrisa un tanto irónica. Hasta hace unos meses no había mucho que contar, pues no era más que una de los millones de mujeres africanas que, tal como aseguraba miss Spencer, nacen, crecen, viven y mueren sin que se les reconozca el derecho a tener sentimientos, deseos e incluso ser consideradas madres de sus propios hijos, puesto que nuestras leyes de divorcio dictaminan: «El hombre ha fecundado a la mujer del mismo modo que ha sembrado el campo, y los hijos son suyos como lo es el mijo o la cebada de su tierra. La mujer ha venido sola junto al hombre para darle hijos; si ella se marcha debe marcharse sola, como ha venido. Los hijos son del hombre.

Resulta cruel.

Todo cuanto se refiere a nosotras resulta cruel, puesto que con frecuencia se nos niega incluso la posibilidad de ser dueñas de un alma inmortal, y se supone que si en alguna ocasión nos fuera dado acceder al paraíso sería tan sólo con el fin de satisfacer los caprichos y las necesidades de los hombres.

Pero aun así sigues empeñada en practicar una religión que no os reconoce ningún derecho. ¿Por qué? Porque si no me aferrara a la esperanza de que Alá es justo y que los únicos injustos son quienes han malinterpretado a conciencia sus enseñanzas, tendría que limitarme a aceptar que no soy algo más que un animal que tan sólo sirve para traer hijos al mundo, al igual que una vaca par unos terneros que su dueño puede vender al día siguiente Miss Spencer solía decir que lo único que nos diferencia d los animales es el alma y nuestra fe en, Dios, y ya que menudo se me niega el derecho a tener alma, al menos debo aferrarme a la idea de tener un dios.

El dios de los cristianos es más justo.

¿Estás seguro? quiso saber ella. ¿Completamente seguro?

No obtuvo respuesta puesto que la fatiga había vencido de nuevo al enfermo que entrecerró los ojos y comenzó a estremecerse; le empapó un sudor frío en uno de aquellos súbitos accesos de fiebre que le iban debilitando hasta extenuarle, y de los que podía temerse que no llegaría a recuperarse y que cada minuto sería el último de su existencia.

Aziza Smain permanecía a su lado, como una estatua viviente, sin apenas mover un músculo, atenta a cada uno de sus gestos, a espantar una y otra vez a las moscas que lograban introducirse por entre las rendijas del mosquitero, y a aliviarle la fiebre en la medida de sus posibilidades hasta que al cabo de largas horas el enfermo volvía a abrir los ojos para rogar nuevamente:

Sigue hablándome de ti.

A veces, siendo aún casi una niña, solía asegurar que prefería considerarme una fulbé, una auténtica nómada bororo, más que una hausa, pero mi madre me respondía que ya jamás podría acostumbrarme a vivir como una vagabunda. Ella había sido una pastora nómada hasta que se casó, y me confesaba que siempre había soñado con tener un techo que la librara del sol y unas paredes que le cortaran el viento. Los bororo respetan a la mujer más que los hausas, pero no las protegen, obligándolas a caminar durante meses en busca de nuevos pastos incluso cuando se encuentran embarazadas, porque para ellos los rebaños son lo único que importa.

Debe de ser muy duro.

¡Mucho! Y por si fuera poco luego llega la terrible ceremonia del sharot en la que una madre puede ver cómo a su amado hijo, al que ha traído sola al mundo y ha cargado en brazos durante años, lo matan a palos los de su propia sangre.

El caíd Shala me comentó algo sobre esa curiosa ceremonia iniciática, pero no quiso aclararme de qué se trataba.

Es un rito feroz, en el que los jóvenes se ven obligados a exhibir su valor y su capacidad de sufrimiento con el fin de que se les considere auténticos guerreros dignos de tener una esposa. Dos muchachos de la misma edad se colocan uno frente a otro y se azotan violentamente, excepto en la cabeza, con gruesas varas de madera de roble que se traen desde muy lejos, hasta que uno de los dos pierde el sentido e incluso en ocasiones llega a morir. Y lo peor del caso es que los contendientes tienen la obligación que mantenerse hieráticos e impasibles, sin demostrar dolor ni emitir el más leve lamento. Ni siquiera los padres pueden intervenir para acabar con el castigo porque ello conllevaría el deshonor para todo el clan. Por eso mi tío, al igual que la mayor parte de los bororos, exhiben con tanto orgullo el cuerpo surcado por infinidad de cicatrices que demuestran su valor.

¡Qué barbaridad!

¡Y tanto! Pero en realidad no es culpa de los fulbé, porque el origen de esa ceremonia se remonta a los tiempos de la esclavitud, ya que mediante ella los hombres pretendían demostrar que nunca se humillarían por brutal que fuera el castigo que recibieran de sus amos.

¡Menuda forma de demostrarlo!

Es que mis parientes son muy obstinados, y muy capaces de dejarse matar por puro orgullo.

A veces pienso que tal vez yo, sin saberlo, debo ser también una especie de bororo puesto que por lo visto estoy a punto de morir por culpa de mi estúpido orgullo.

Lo tuyo no es orgullo. Lo tuyo es convicción.

¿Y cuál es la diferencia?

Cerró los ojos, y cuando volvió a abrirlos insistió una vez más:

Háblame sobre ti.

¿Y qué puedo contarte que ya no sepas?

Cuéntame lo que sientes en estos momentos.

Ella dudó unos instantes, observó el cielo que con la puesta de sol se tornaba rojizo y cuajado de toda clase de aves que cazaban al vuelo millones de insectos, y al fin comenzó con su voz profunda y envolvente:

En estos momentos me siento desamparada, triste y asustada, y supongo que no necesitas que te explique las razones. Pero también me siento en cierto modo feliz y esperanzada al descubrir que la vida, que nunca me había dado nada, ha sido tan generosa como para poner a un hombre como tú en mi camino.

Yo no tengo nada de especial.

Lo tienes. ¡Ya lo creo que lo tienes! Lo que no entiendo son los motivos por los que te has sacrificado por mí hasta este punto. ¿Quién soy para que hayas acudido desde tan lejos a consolar mis penas? Nada me ha sido dado, más que amarguras, y ahora tú, de repente, me das la mayor dicha que se pueda otorgar a un ser tan desamparado. Cuando duermes y pienso en ello, no encuentro explicación a tal milagro, pero sé que está ahí y saberlo me compensa de todo cuanto he sufrido...


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