El león invisible



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Llegó como siempre, la noche. Y un nuevo día.

Y el día y la noche se unieron en forma de una mujer negra y un hombre blanco, y cada uno de ellos era como el amanecer o el atardecer del otro, tan distintos en todo y sin embargo tan iguales a la hora de mirarse a los ojos.

Ninguno de ellos se sentía capaz de expresar con absoluta claridad por qué extraña razón supieron, desde el momento mismo en que se vieron por primera vez, que perteneciendo a razas diferentes y diferentes costumbres o creencias habían sido creados en mundos muy alejados entre sí con el único fin de que pasaran el resto de sus vidas juntos.

Y ahora se encontraban allí, perdidos en la inmensidad de la llanura de un país del que lo desconocían casi todo, sin más compañía que una Muerte a la que le advertía en cierto modo desconcertada, como si ni siquiera ella, que tantas cosas había visto a lo largo de milenios de ir segando cabezas, entendiera muy bien qué era lo que estaba sucediendo.

La Muerte se aproximó aún más un amanecer, cuando ni siquiera los primeros rayos de luz se habían abierto paso entre los matojos de espino y un pesado silencio, presagio de desgracias, se adueñó del mundo; visto que él viento aún dormía por lo que no se movía ni una brizna de hierba. Tanta quietud alertó a Aziza Smain, de la que se diría que no había pegado un ojo en todo aquel tiempo, y tras olfatear el aire como un perro de caza se deslizó fuera de la mosquitera, se apoderó de la reluciente escopeta, la cargó eligiendo con sumo cuidado los cartuchos, e introduciéndose el revólver en la cintura se alejó tan furtivamente que más parecía una sombra en movimiento que un ser humano.

Se deslizó entre los matorrales casi reptando y sin hacer el menor ruido hasta alcanzar el final de la espesura, desde donde atisbó la llanura.

Dos hombres, cargando al hombro viejos rifles de percutores al aire, avanzaban siguiendo las huellas del vehículo, con la vista puesta alternativamente en las marcas que habían dejado los neumáticos sobre la arena y en el grupo de acacias y matorrales que se alzaban a unos doscientos metros de distancia.

Aziza Smain permitió que continuaran aproximándose sin mover ni tan siquiera un músculo, y cuando ya pudo distinguir con claridad sus rostros y llegó a la conclusión que no tenían aspecto de inofensivos cazadores, se puso bruscamente en pie con el arma amartillada para inquirir en dialecto fulbé ¿A quién buscáis?

Los intrusos se detuvieron al unísono y uno de ellos hizo ademán de echar mano a su escopeta, pero al observar que le apuntaban directamente al pecho se arrepintió, adelantando la mano como si con ello quisiera indicar que acudían en son de paz.

No buscamos a nadie replicó en el mismo dialecto aunque se advertía que no lo hablaba con soltura. Únicamente pretendíamos averiguar qué diablos hace un camión por estos andurriales.

¡Mientes!

¿Por qué habría de mentir?

Porque me consta que estáis buscando a Aziza Smain.

Los dos hombres intercambiaron una mirada de desconcierto; el primero de ellos fue a añadir algo, pero la muchacha ni siquiera le dio tiempo a ello puesto que se le adelantó asegurando con extraña firmeza:

Yo soy Aziza Smain.

Como si aquélla hubiera sido una señal convenida, los merodeadores se lanzaron al suelo al tiempo que se esforzaban por empuñar sus armas, pero antes de que tuvieran tiempo de alzar los oxidados percutores, quien se había interpuesto en su camino apretó los gatillos de su moderna escopeta de caza y una nube de postas de grueso calibre se abrió en abanico acertándoles de pleno.

Al que había hablado le destrozó una mano, y al de su derecha lo dejó tuerto.

Rotos, ensangrentados, aullantes y gimoteando, comenzaron a retorcerse de dolor, por lo que apenas tuvieron ocasión de advertir que su agresora se había aproximado con el revólver empuñado, y tras observarlos unos instantes con gesto de profunda repugnancia los remató de dos únicos y certeros disparos al tiempo que mascullaba: No estoy dispuesta a permitir que me vuelvan a llevar mansamente al matadero. No, hasta que haya recuperado a mi hijo.

Regresó al vehículo, se apoderó de la pala que aparecía sujeta a un costado y que solía emplearse para apartar la arena cuando las ruedas se atascaban, y empleó las dos horas siguientes en enterrar los cadáveres en el mismo punto en que habían caído.

Luego volvió a tomar asiento bajo el mosquitero con el fin de reanudar la tarea de abanicar al enfermo.

Cuando éste abrió los ojos para pedir un poco de agua ni tan siquiera le comentó el incidente.

En realidad jamás se lo comentó. Ni a él, ni a nadie.

Transcurrió ese día. Y otro más.

Cuando la fiebre aumentaba de improviso, Oscar Schneeweiss Gorriticoechea se sumía en un abismo sin fondo en el que una y otra vez cruzaban ante sus ojos escenas de su pasado, y una y otra vez una pléyade de confusos recuerdos le invadían como jinetes al galope con la particularidad de que los caballos eran siempre personas pese a que a menudo piafaban y coceaban como auténticas bestias.

Sus padres, sus amigos, sus enemigos y cientos de hermosas mujeres con las que había compartido momentos gloriosos, entraban y salían de su mente sin orden ni con cierto, por lo que su crispación iba en aumento hasta que conseguía despertar lanzando un ronco gemido y el dulce rostro que se inclinaba sobre él le devolvía el sosiego por unos instantes.

La miel de aquellos enormes ojos era su bálsamo.

El suave aroma inconfundible de aquella piel tersa y oscura su mejor medicina.

El sonido de aquella voz inimitable su única esperanza de volver a la vida.

En la duermevela, cuando no sabía muy bien si se encontraba consciente o profundamente dormido, una vieja canción que solía cantar su madre resonaba en sus oídos de una forma casi obsesiva:



jazmines en el pelo y rosas en la cara, airosa caminaba la Flor de la Canela. Derramaba lisura y a su paso dejaba aromas de mistura que en el pecho llevaba. Del puente a la alameda menudo pie la lleva por la vereda que se estremece al ritmo de sus caderas... ¡Déjame que te cante, limeña, déjame que te cuente, morena, mis sentimientos...!

Luego, al abrir los ojos comprendía el por qué de semejante insistencia.

La descripción que la bien timbrada y alegre voz de su madre hacía de aquella altiva Flor de la Canela se le antojaba, cuando aún era un niño, como la quintaesencia de lo que debía ser una auténtica mujer a cuyo paso no sólo el suelo, sino incluso el mundo se estremecía.

Y ahora, al contemplar a la prodigiosa criatura que no se apartaba ni un solo instante de su lado llegaba a la conclusión de que aquella vieja canción se había escrito pensando en ella.

Y es que a pesar de ser medio hausa, Aziza Smain había mantenido, más por imperativo de su madre que por convicción propia, la vieja costumbre de las jóvenes fulbé de llevar, aun siendo casi unas niñas, pesadas pulseras en los tobillos, lo que las obligaba a caminar siempre erguidas y con pausados movimientos, y les permitía, ya de mayores, desplazarse siempre con la grácil elegancia de un cisne o de una sofisticada maniquí de alta costura.

La Flor de la Canela que de niño despertaba su imaginación, se sentaba a su lado, le espantaba las moscas, le daba de beber y le acariciaba el rostro canturreando a veces una incomprensible canción de cuna nigeriana. ¡Háblame de ti!

Ya nada me queda por contar.

Luego, en la mañana del sexto día se escuchó un rumor lejano; Aziza Smain empuñó el revólver y se alejó con el fin de atisbar entre la maleza para descubrir que una vetusta y renqueante ambulancia blanca con la cruz y la media luna roja pintada en el frente y los costados, bordeaba la zona de espesura, como si estuviera buscando algo.

Lanzó un suspiro de alivio al advertir que su tío, Usman Zahal Fodio, se acomodaba el techo atento a distinguir entre tantos matorrales semejantes entre sí cuáles ocultaban el Hummer 2 rojo, por lo que se apresuró a salir a campo abierto agitando los brazos.

Cinco minutos más tarde, el padre Anatole Moreau, un misionero capuchino de larga barba, espaldas de camionero, voz de trueno y manos de leñador, se inclinaba sobre el enfermo para comenzar a examinarle con ayuda del escaso instrumental de que disponía, y de una esmirriada y abnegada nativa de cara de gato y eterna sonrisa bobalicona cuya extraordinaria buena voluntad quedaba fuera de toda duda, pero cuya capacidad profesional como supuesta enfermera resultaba a todas luces cuanto menos cuestionable.

Cuando como casi siempre al atardecer Oscar Schneeweiss Gorriticoechea recuperó la conciencia y abrió los: ojos, lo primero que hizo fue sonreír a Aziza Smain pero se volvió al poco hacia el barbudo misionero y comentó; con lo que pretendía ser un gesto animoso:

¡Gracias a Dios! Creí que no llegarían nunca y acabaría mis días en este lugar. ¿Cómo lo han conseguido?... De milagro, hijo... fue la sincera respuesta. De puro milagro. Pero también gracias al increíble sentido de orientación de nuestro buen amigo Usman que sin duda tiene sangre de paloma mensajera.

El enfermo le dedicó un gesto de agradecimiento al fulbé que permanecía en pie, apoyado en el vehículo, y que se lo devolvió con un leve asentimiento de cabeza.

Luego, tras apretar con fuerza la mano de Aziza Smain, el monegasco se volvió de nuevo hacia el recién llegado para inquirir:

¿Cómo me encuentra?

Muy débil, hijo, para qué vamos a engañarnos. ¡Muy, muy débil!

Jodido, para ser más exacto. Sería una forma de decirlo. ¿Saldré de ésta?

Eso sólo Dios lo sabe. ¿También haría falta un milagro?

Admito que no nos vendría nada mal una pequeña ayuda de ese tipo reconoció el capuchino.

Pero ¿qué es lo que tengo exactamente?

El hombretón, que habría hecho mucho mejor papel en un cuadrilátero de lucha libre que un púlpito, tardó en responder, se introdujo el dedo índice de la mano izquierda en la espesa barba de color rojizo, y al fin arqueó de una forma casi cómica las espesas cejas para señalar convencido de lo que decía:

Le atacó «el león invisible.

El enfermo le observó desconcertado, temió haber oído mal o continuar sufriendo alucinaciones, pero al fin inquirió:

¿Cómo ha dicho?

He dicho que le atacó «el león invisible.

¿Y eso qué es?

El culpable de casi el noventa por ciento de las muertes de quienes viajan al continente siendo adultos. Los occidentales continúan imaginando que al llegar a África corren el riesgo de que los mate un leopardo, una manada de elefantes, un viejo gorila, o tal vez una tribu de salvajes antropófagos, pero la triste realidad es que quien acaba matándoles es, la mayor parte de las veces, «el león invisible.

Pero sigue sin aclararme de qué se trata protestó su interlocutor.

¿Y quién lo sabe, hijo? replicó el padre Anatole Moreau con desconcertante naturalidad. ¿Quién lo sabe con exactitud? Le llamamos así porque es un conjunto de circunstancias que llevan a la gente a la tumba: tifus, malaria, sida, tuberculosis, ébola, insectos, gusanos, amebas, aguas contaminadas, comidas en mal estado, miasmas de los pantanos, zarzas de púas venenosas, fiebres de origen desconocido, e incluso hechicerías de los brujos... Tantas cosas que ignoramos y que al fin resultan mil veces más peligrosas que cualquier bestia de la jungla, con la particularidad de que cuando un occidental abandona el continente las fieras no le siguen hasta su casa, mientras que «el león invisible se suele ir con él y a menudo le asesta el zarpazo definitivo veinte años más tarde, cuando ya se consideraba a salvo de todos los peligros que aquí le acecharon.

¿O sea que se trata de una particular forma de designar su total y reconocida ignorancia?

Ni más ni menos.

¿Y no se puede hacer nada por corregir dicha ignorancia?

¿Como qué? fue la amarga pregunta a la pregunta.

Como por ejemplo dedicando más medios a la sanidad.

¿Y de dónde se sacan esos medios, hijo? Níger está catalogado entre los veinte países más pobres del mundo, y el pomposamente llamado hospital de nuestra misión no es en realidad más que un miserable dispensario en el que atendemos a miles de infelices que incluso se nos mueren en el porche sin que la mayoría de las veces podamos dedicarles ni un par minutos de nuestro tiempo.

No tenía ni idea.

¡Pues así es! Casi la cuarta parte de los niños de este país no alcanza la pubertad, y la media de vida de los adultos gira en torno a los cuarenta años. Con semejante panorama, ¿cómo pretende que se dediquen más medios a la investigación, o que consigamos averiguar qué es lo que tiene usted? Y aunque lo supiera no podría hacer nada puesto que el último frasco de aspirinas se nos acabó hace ya un par de semanas.

¿Y qué esperanza de vida me calcula? El enfermo le apuntó acusadoramente con el dedo al recalcar: No me mienta.

Con suerte, un treinta por ciento. ¿Y sin suerte?

Un diez.


En ese caso, ¿para qué ha venido?

Para hacer lo que pueda, o para hacer más llevaderos sus últimos momentos. ¿Le gustaría confesarse? Supongo que no. Si siempre he presumido de agnóstico no es éste el momento de cambiar de idea.

Yo creo que más bien es el momento justo, pero no es cuestión de empantanarse en una discusión de tipo filosófico. Ahora lo que tiene que hacer es descansar, y cuando se encuentre un poco más fuerte veremos si está en condiciones de trasladarlo a la misión, donde al menos estará más cómodo y mejor atendido, aunque le advierto que será un viaje muy largo y muy incómodo.

Oscar Schneeweiss Gorriticoechea se limitó a asentir con un leve ademán de cabeza puesto que lo cierto era que la charla le había fatigado y lo único que deseaba en aquellos momentos era acariciar una vez más la mano de Aziza Smain, cerrar los ojos y permitir que el sopor le invadiera hasta llevarle muy lejos de allí, quizá a su hermosa mansión de Montecarlo, o la cubierta de su gigantesco yate anclado en una quieta y transparente ensenada de Cerdeña.

La alegre voz de su madre le llegó de nuevo con sorprendente claridad:

jazmines en el pelo y rosas en la cara, airosa caminaba la Flor de la Canela. Derramaba lisura y a su paso dejaba aromas de mixtura que en el pecho llevaba... Del puente a la alameda menudo pie la lleva por la vereda que se estremece al ritmo de sus caderas...

Oscar Schneeweiss Gorriticoechea dormía y Usman Zahal Fodio vigilaba la llanura desde los límites de la espesura, mientras Aziza Smain, el padre Anatole Moreau y la enfermera de la cara de gato y bobalicona sonrisa que respondía, no siempre, al extraño nombre de Calicó, concluían un frugal almuerzo en un claro de la maleza lo suficientemente apartado del Hummer 2 como para no despertar al enfermo con su charla, pero lo suficientemente cercano como para vigilar todos sus movimientos con el fin de acudir a su lado en cuanto lo solicitara.

No quiero que se me considere un pájaro de mal agüero, pero lo cierto es que la situación no se puede presentar peor de lo que está, comentó en un momento dado el misionero apurando su tazón de café al tiempo que liaba apenas unas briznas de un apestoso tabaco negro con un papel que más apropiado parecía para envolver pescado que para confeccionar cigarrillos. Aquí no podemos hacer más que esperar a que ocurra un milagro, o a que el enfermo se debilite aún más, si es posible, mientras que un viaje de dos días por esas sabanas y esos desiertos en una cochambrosa seudo ambulancia sin aire acondicionado y con los amortiguadores hechos puré, le puede acabar llevando definitivamente a la tumba.

¿Y cree que si consiguiera llegar con vida hasta la misión realmente lo podrían atender mejor? quiso saber una cada vez más preocupada Aziza Smain. ¿Acaso cuentan con los medios necesarios?

¿Necesarios para qué, querida? fue la desalentadora respuesta del capuchino. Como ya he dicho carecemos de lo más elemental, aparte de que no sabemos qué es lo que tiene ese infeliz. Se apoderó de una brasa de la pequeña hoguera con el fin de encender su chapucero cigarro, y tras aspirar profundamente y toser como un poseso, añadió: Pero lo que sí contamos es con una pequeña pista de aterrizaje, lo que significa que puedo conseguir que una avioneta venga a recogerle y se lo lleve a un hospital decente.

¿Dónde?


En Senegal. O tal vez Costa de Marfil. ¿Y allí sabrán curarle?

Lo dudo, pero por lo menos cuentan con laboratorios, aparatos de rayos y doctores de verdad, no como yo, que por más que me esfuerzo con frecuencia no distingo el sida de la lepra.

Sí que los distingue intervino por primera vez la enfermera de cara de gato en un tono de voz tan bajo que resultaba casi inaudible. Yo sé que lo distingue. Ahora se dirigió hacia Aziza Smain al insistir: El padre Anatole es un magnífico doctor aunque a menudo se empeñe en asegurar lo contrario.

No te equivoques, pequeña le contradijo el aludido. Puede que yo sea un aceptable misionero que sabe consolar a los enfermos o convencerles de que van a salir con bien de sus desdichas, pero la mayor parte de las veces tengo que recurrir a la intuición, a viejos manuales que poca ayuda me prestan, a los consejos de brujos y curanderos nativos, y sobre todo a unas continuas y machaconas oraciones en las que no hago otra cosa que pedirle al Señor que me ilumine.

Yo le he visto curar a mucha gente.

Y enterrar a mucha más fue la rápida respuesta. ¡No seamos ilusos! Ese hombre depende más de mis oraciones que de mis conocimientos, ya que por desgracia África es un continente dejado de la mano de Dios cuya única esperanza de salvación estriba en que algún día Dios se acuerde de él.

Pues mala cosa es ésa, puesto que llevamos así miles de años y no se vislumbran trazas de que la cosa cambie señaló una convencida Aziza Smain. ¿Qué haría si dependiera de usted?

Trasladarlo.

¿Aun a riesgo de que muera por el camino? ¿Qué más da donde se muera? quiso saber el capuchino encogiéndose de hombros en un gesto absolutamente fatalista. Éste no es mejor lugar que otro cualquiera.

En eso puede que tenga razón, pero me necesita, y si lo trasladase yo no podría estar a su lado.

¿Por qué no? Nada te impide venir con nosotros. Sería un error que les pondría a todos en peligro, le hizo notar la muchacha. La inmensa mayoría de los habitantes de este país son mahometanos, y si nos tropezáramos con un grupo de fanáticos, no sólo me matarían a mí, sino probablemente a todos aquellos que me hubieran ayudado.

Eso es muy cierto admitió asintiendo repetidas veces con la cabeza el barbudo Anatole Moreau al tiempo que apuraba hasta el límite lo poco que quedaba de su minúsculo y apestoso cigarrillo. Y lo peor no sería que nos matasen; lo peor sería que los imames más radicales aprovecharían la ocasión que andan buscando para expulsarnos del país. Y nuestra misión es la única que se preocupa de los más necesitados en cientos de kilómetros a la redonda.

Tengo una idea.

Tanto Aziza Smain como, el padre Anatole Moreau se volvieron a observar, con gesto de absoluta incredulidad por parte del segundo, a la siempre sonriente Calicó. ¿Tú? quiso saber el sorprendido misionero.

Yo.

¿Estás segura?



Segura.

¡Bendito sea Dios! ¡Oigámosla!

La escuálida muchacha se tomó un cierto tiempo para expresar lo que pretendía decir puesto que resultó evidente que buscaba en lo más recóndito de su mente las palabras apropiadas, pero cuando al fin se decidió a hablar lo hizo en un tono alto y firme, sin sus acostumbradas risitas y balbuceos. Hemos llegado hasta aquí en una vieja ambulancia en busca de un europeo muy enfermo dijo. ¿Es cierto o no es cierto?

Lo es.


Y en todos los controles que hemos ido pasando, tanto los soldados y los policías como los salafistas que vigilan los caminos han podido comprobar que en dicha ambulancia únicamente viajan un inofensivo misionero belga, una aún más inofensiva enfermera de origen kotoko y un guía fulbé. ¿Es cierto o no es cierto?

Hasta ahí vamos bien.

Pues en ese caso, si esa misma ambulancia regresa por la misma ruta con el casi moribundo enfermo europeo, el inofensivo misionero belga, y la aún más inofensiva enfermera kotoko, ya que el guía fulbé no es necesario para el camino de vuelta, nadie repararía en que se ha efectuado un ligero cambio.

¿Qué clase de cambio?

La sonriente muchacha de la cara de gato señaló decidida a Aziza Smain al puntualizar:

Que ahora ella sería la enfermera kotoko. ¿Aziza?

¡Aziza! Ocuparían mi lugar y no creo que nadie se diera cuenta.

¿Y tú qué harías?

Me quedaría aquí, con Usman esperando a los fulbé, o mejor aún emprenderíamos viaje hacia el Níger haciendo correr la voz de que soy la auténtica y perseguida Aziza Smain, condenada a muerte.

¿Y qué conseguirías con eso?

Que probablemente todos esos integristas de la región echarían a correr tras nosotros hasta la mismísima orilla del río mientras ella se pone a salvo.

¿Y si por casualidad os alcanzaran?

Difícil lo veo tratándose de auténticos bororos. ¡Ponte en lo peor!

En el peor de los casos me bastaría con demostrar que en realidad no soy Aziza Smain.

¿Y cómo piensas demostrarlo, pequeña? quiso saber el cada vez más perplejo misionero. O mucho me equivoco, o no tienes ninguna documentación, por lo que esos bestias te lapidarían en cuanto te pusieran la mano encima.

En efecto admitió la otra con su eterna sonrisa de retrasada mental. No dispongo de ninguna documentación que acredite quién soy, pero estoy convencida de que puedo convencer a quien tenga cualquier tipo de duda, de que no soy Aziza Smain.

¿Por qué estás tan segura?

Porque soy virgen.

¿Cómo has dicho? inquirió con un tono de voz que parecía salirle de lo más recóndito del estómago el ahora en verdad anonadado Anatole Moreau.

Que soy virgen. Y todo el mundo sabe que la auténtica Aziza Smain ha tenido dos hijos. Precisamente por eso está aquí.

¿Cuántos años tienes? quiso saber el barbudo capuchino cuya mente parecía estar en aquellos momentos en otro lugar muy diferente.

Poco más de veinte... supongo fue la, en esta ocasión, tímida respuesta.

¿Y pretendes hacerme creer que a esa edad continúas siendo virgen?

Es que siempre he querido ser monja.

¡La madre que me parió! no pudo por menos que exclamar su cada vez más enfurruñado interlocutor. ¡Y que Dios me perdone por hablar de este modo! ¡Una virgen de más de veinte años en el corazón de África! ¡Eso sí que es un auténtico milagro!

No es un milagro le hizo notar el objeto de su asombro. Es que siempre he sido flaca y fea, y además todos piensan que algo tonta. Hizo una corta pausa para añadir con marcadísima intención: Aunque lo que en realidad ha servido de mucho, es que siempre he deseado conservar la virginidad.

¡Dios te bendiga, pequeña! Dios te bendiga porque con tu actitud renuevas mi fe en la humanidad. El religioso hizo un gesto con la mano que evidenciaba que rechazaba la idea. Sin embargo, sigo pensando que correrías un grave peligro.

¡En absoluto! fue la convencida respuesta. Podría hacer el viaje con el rostro cubierto con un velo, puesto que Aziza es musulmana. Todos imaginarían que realmente era la condenada a muerte en Nigeria que trataba de escabullirse a través de Níger, pero se llevarían una tremenda sorpresa al verme, puesto que nadie en su sano juicio admitiría de igual modo que yo pueda ser una madre de dos hijos y famosa por su belleza. Soltó una ligera risa casi histérica al concluir: ¡Resultaría de lo más divertido!

O muy trágico protestó el capuchino. Con demasiada frecuencia he sufrido las vejaciones y las agresiones de esos fanáticos salafistas, precursores, o como quiera que se llamen, y me consta que no les gusta que se burlen de sus creencias. Y lo que estás proponiendo no es más ni menos que una increíble tomadora de pelo.

¿Y qué más da? sentenció segura de sí misma la desconcertante Calicó. Si me matan moriré feliz por haber hecho algo importante, ya que mi vida vale muy poco, mientras que Aziza Smain tiene una hija a la que cuidar, un hijo al que buscar, y un hombre al que salvar. Y por si fuera poco, creo que acabará por convertirse en un símbolo para las mujeres de este continente que pretenden ser algo más que animales con los que los hombres pueden hacer cuanto se les antoje.


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