El león invisible



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¡Se la vendo!

Y yo le pagaría una fortuna por ella, se lo aseguro, pero ya ve que la voz, como la salud, el talento, la belleza o tantas otras cosas, no se pueden comprar. Siempre será más fácil para usted hacerse rico, que para mí conseguir las tonalidades y la cadencia de su forma de hablar.

Conozco una profesora de dicción que...

El gesto de rechazo con la mano evidenciaba que aquélla no era al parecer una solución aceptable.

¡Ya pasé por eso y apenas sirvió de nada! Donde no hay, no hay, y tampoco es justo pretender tenerlo todo. El hombre de los casi impronunciables apellidos hizo un leve gesto al impasible mayordomo con el fin de que retirara los platos al tiempo que añadía: Y ahora volvamos a lo que importa. ¿Cómo es realmente Aziza Smain?

Turbadora.

Oscar Schneeweiss Gorriticoechea permaneció unos instantes muy quieto, como clavado en su asiento, tal vez desconcertado o sorprendido, pero al fin replicó:

¿Ve lo que le digo? Usted ha empleado una palabra que a mí no se me habría ocurrido en mil años, pero que expresa mejor que cualquier rebuscada frase la sensación que me invadió al escucharla: -turbación-.

Mi oficio es saber encontrar las palabras con la misma facilidad con que usted encuentra dinero, pero admito que en este caso no me ha costado mucho puesto que también yo me sentí turbado en su presencia. Cuando recorres durante horas un tórrido y polvoriento desierto, penetras en aquel pequeño patio de paredes de adobe, y la ves allí, sentada a la sombra de un baobab en un banco de piedra, con su bebé en brazos y la niña aferrada a una vieja túnica azul que se cae a pedazos, te asalta la impresión de que se trata de la criatura más miserable y desvalida del planeta, pero en cuanto alza el rostro y te mira, el desvalido eres tú.

¿Le hizo alguna foto?

Algunas, aunque admito que en ese aspecto soy un verdadero desastre. Utilizo una de esas cámaras que lo hacen todo ellas solas, pero en este caso no se mostró demasiado eficiente por lo que la mayoría no le hacen justicia. En realidad creo que ninguna fotografía podría mostrar la desconcertante dignidad que emana de toda su persona. En Mónaco tenemos a una auténtica princesa que se vista como se vista parece más bien una buscona callejera, pero aquella muchacha cubierta de harapos se mueve, habla y actúa como una auténtica princesa con diez generaciones de sangre azul en las venas.

Le compro esas fotos. Y le compraré también una copia de la cinta que grabó. Quiero volver a escucharla a solas.

Ya me ha pagado en exceso. Esta misma tarde se las enviaré. René Villeneuve aceptó el grueso habano que el mayordomo le ofrecía, lo encendió con estudiada parsimonia, y tras exhalar una espesa nube de humo, inquirió: ¿Me permite un consejo?

¡Faltaría más!

No se involucre demasiado en este asunto. Deje que las autoridades internacionales y las ONG que se ocupan del tema hagan su trabajo. Ayude en lo que pueda moviendo sus amistades, pero no intente ir más allá.

¿Por qué?

Porque como ya le he dicho, aquel continente es un polvorín, y Aziza Smain es como una llama que brilla en la noche más oscura. Se está convirtiendo en símbolo de una despiadada lucha entre diferentes culturas en la que lo mismo se atenta contra las Torres Gemelas de Nueva York, como se invade Irak. Si tan sangriento y brutal enfrentamiento se está dando a nivel mundial, imagínese lo que puede ocurrir a nivel local en un perdido rincón del norte de un país tan complejo y controvertido como Nigeria.

Lo tendré en cuenta.

Me temo que no. Me temo que usted es de los que rara vez aceptan consejos.

Cuentan las leyendas que en tiempos muy remotos los baobabs se habían convertido en los árboles más hermosos de África, los más altos, corpulentos y resistentes al calor, con gigantescas copas repletas de millones de anchas hojas que proporcionaban una sombra tan constante, agradable y suavemente perfumada, que invitaba a los hombres a acudir desde lugares muy distantes en busca de un refugio que compartían con los dioses del bosque.

Juran que del tronco y los frutos del baobab in,/ anaba por aquel entonces un agua limpia y fresca, por lo que al parecer era bajo su generosa protección donde se compraba y vendía el ganado, se consolidaban las amistades, se concertaban las bodas, o se iniciaban las guerras.

Y cuentan de igual modo las leyendas, que el hecho de sentirse protagonistas absolutos de la vida de muy distintas tribus y comunidades, trajo aparejado que los baobabs acabaran por sentirse superiores al resto de los árboles, tan altivos y distantes, tan prepotentes y pretenciosos que, de mutuo acuerdo, sus vecinos optaron por dejarles solos, creando a su alrededor un inmenso vacío que acabó por transformarse en desierto.

La mayor parte de sus congéneres se alejaron hacia el sur para unirse entrelazando sus ramas, sus raíces y sus lia

Aziza Smain se preguntaba una vez más qué amargo destino esperaba a aquellas indefensas criaturas a partir del día en que cientos de piedras arrojadas con saña les dejaran sin madre.

En cuanto se convirtiera en mujer su cuñado y sus amigos violarían a la niña igual que habían hecho con ella. En cuanto fuera capaz de mantenerse en pie, ese mismo cuñado enviaría a Menlik al desierto, a cuidar de los camellos y las cabras.

O tal vez los venderían como esclavos.

Caravanas de niños originarios del África central que se encaminaban a la frontera, cruzaban a menudo de noche cerca de Hingawana, y aunque pocos osaran hablar de ello, todos en el pueblo sabían que aquellos infelices, comprados a sus parientes o raptados por la fuerza, estaban destinados a acabar como mano de obra esclava en las gigantescas plantaciones de café y cacao de Ghana o Costa de Marfil.

Allí morirían de agotamiento y hambre a no ser que algún capataz o terrateniente libidinoso se encaprichase de uno de ellos y decidiera convertirlo por un tiempo en su amante.

Si la muchacha era linda acabaría en un prostíbulo de la costa.

Si no lo era, su vida sería muy corta.

Si el muchacho era hermoso acabaría sodomizado. Si no lo era acabaría reventado.

Con frecuencia, a Aziza Smain le gustaba cerrar los ojos e intentar imaginar cómo sería el mundo de los blancos del que miss Spencer le hablaba tantos años atrás.

Miss Spencer había sido sin duda la persona más importante en su vida, dejando a un lado, naturalmente, a parte de su familia.

Durante casi dos años, cuando aún no se había convertido en mujer, Aziza Smain había trabajado muy a gusto para aquella encantadora dama de gruesos lentes de concha, salud precaria y eterna sonrisa bonachona, que había demostrado una infinita paciencia a la hora de enseñarle a hablar, leer y escribir, llevar una casa y tener una ligera idea de cómo era el mundo que se extendía más allá del cercano desierto.

El día que el gobierno central dejó de enviar dinero y la planta eléctrica que había venido a instalar su marido se quedó por desgracia a medio construir, la buena de miss Spencer a punto estuvo de sufrir un soponcio puesto que no se hacía a la idea de abandonar aquella tierra inhóspita, pero en la que se sentía feliz, para regresar a las eternas brumas, la lluvia y el frío de su Escocia natal, donde el sol que allí se mostraba tan furibundo y generoso era un bien tan escaso como el agua en el pozo del mísero pueblo.

Aziza Smain no pudo evitar llorar como una niña cuando la vio partir, no sólo por lo mucho que la apreciaba, sino porque tuvo plena conciencia de que todas sus esperanzas de un destino diferente se diluían a la par que se diluía la nube de polvo que levantaba el viejo ómnibus que se llevó para siempre a su adorable protectora.

Existe un momento en la vida de la mayoría de los seres humanos que marcan un antes y un después.

Aquél fue sin duda ese momento en la vida de Aziza Smain.

El autobús se perdió en la distancia, se lo tragó el desierto, y cosa sabida es que el desierto es capaz de tragarse no sólo los sueños de una niña, sino incluso la totalidad de un país o la mayor parte de un continente.

Ya con un pie en el estribo del cochambroso vehículo miss Spencer le había acariciado dulcemente el rostro y le había dicho:

Me faltó un año para hacer de ti una reina, pero me voy con la esperanza de que algún día alguien complete mi obra.

Pocos meses más tarde Aziza Smain se convirtió en mujer, por lo que siguiendo ancestrales costumbres la entregaron a un hombre al que apenas había visto tres veces a todo lo largo de su vida.

Era un buen muchacho, trabajador y afectuoso, pero tan simple, inexperto e ignorante que jamás se le pasó por la mente que cada noche acariciaba a una auténtica reina.

Tal vez por ello los dioses decidieron castigar su ceguera con terribles dolores y una muerte espantosa.

Aziza Smain sufrió por él, por sus injustos padecimientos, pero no sufrió por ella, al menos tal como había sufrido con la marcha de miss Spencer.

Tenía claro, eso sí, que con la desaparición de su marido desaparecía de igual modo toda esperanza de poseer algún día una auténtica familia.

Durante un tiempo estuvo pensando seriamente en la posibilidad de tomar en brazos a su hija y subirse a aquel mismo cochambroso autobús que se la llevaría del pueblo para siempre.

¿Pero adónde ir?

En Kano, una hermosa viuda mezcla de fulbé y hausa no tenía otro destino que el prostíbulo.

En Lagos o Ibadán una viuda mezcla de fulbé y hausa ni siquiera tenía asegurado el destino del prostíbulo por muy hermosa que fuera.

Los yorubas odiaban y despreciaban a los fulbé y a los hausas hasta el punto de sentirse casi incapaces de mantener algún tipo de relación con un miembro de tan aborrecida raza.

En Port Harcourt las cosas serían aún peor, puesto que se aseguraba que los ibos disfrutaban comiéndose a los yorubas, a los fulbé y a los hausas.

Miss Spencer le había hablado a menudo de otros países y otras formas de vida, pero todo ello se encontraba más allá de las fronteras de Nigeria, y Aziza Smain abrigaba el convencimiento de que las fronteras eran enormes muros que una mujer difícilmente podría saltar llevando una niña en brazos.

Los muros que defendían los países en que vivían los blancos debían ser tan altos como montañas.

De otro modo, todos cuantos pasaban tanta hambre en Nigeria correrían a saciarla allí donde al parecer toneladas de alimentos se arrojaban cada noche a la basura.

Eso era al menos lo que miss Spencer le había contado, y estaba convencida de que miss Spencer jamás mentía. Con las sobras de un solo restaurante de Edimburgo comerían todos los habitantes de Hingawana solía asegurar con profunda tristeza. Yo misma he desperdiciado tanta comida a lo largo de mi vida que tan sólo de pensar en ello me avergüenzo.

Pero usted no podía saber que aquí pasábamos tantas necesidades, le hizo notar su joven sirvienta buscando tranquilizarla.

¡Lo sabía! fue la amarga respuesta. O por lo menos tenía la obligación de saberlo porque en el colegio me enseñaron que casi la mitad de la humanidad sufre terroríficas hambrunas. Pero lo cierto es que no lo entendí hasta que llegué aquí.

¿Y por qué vino exactamente?

Porque mi marido ansiaba traer la electricidad a vuestros hogares y yo, un poco de luz a cuantos los habitabais. Había acompañado con su risa de niña su propia gracia para concluir: Me temo que ni él ni yo conseguiremos nuestros objetivos, pero no me arrepiento. Vivir aquí y conocer a criaturas tan dulces como tú me ha enseñado a ser mejor persona.

Es que usted hace mejores a las personas.

Al recordar sus propias palabras Aziza Smain recapacitó en el hecho de que el paso del tiempo le había confirmado que se ajustaban a la verdad. Miss Spencer tenía el extraño don de extraer lo mejor que había en cada ser humano, e incluso en unos animales que acudían de inmediato a olisquearle los pies y permitir que los acariciara pese a que no la hubieran visto nunca anteriormente.

Si miss Spencer estuviera aún en el pueblo nadie se atrevería a lanzar una sola piedra por miedo a disgustarla. Ella la habría salvado, y habría salvado de igual modo a sus hijos.

Pero ya estaba muy lejos. Demasiado lejos.

El sol había vencido una vez más al baobab cuya mísera sombra había dejado de ofrecerles cobijo, por lo que se movió a su izquierda buscando proteger a su pequeño de unos ardientes rayos que amenazaban con deshidratarle en cuestión de minutos.

Durante los últimos meses su existencia se limitaba a aquel eterno girar en torno al grueso tronco como un reloj viviente que fuera marcando una tras otra las escasas horas que aún le quedaban.

A media tarde, su hermana, puntual como la muerte, hizo su aparición para depositar en el banco de piedra un cazo con comida, y al advertir que Kalina corría hacia él señaló secamente:

Déjale algo a tu madre. Necesita alimentarse porque el día que se le acabe la leche se la llevarán para siempre. La leche que manaba de sus pezones era como la arena que se deslizara por entre dos burbujas de cristal anunciando que en el momento en que dejara de caer el tiempo del reo se habría terminado.

Pocos días después agudas piedras le abrirían la cabeza para que cien pequeñas heridas dejaran escapar una sangre con la que se le escaparía también su último aliento. Aziza Smain disponía de mucho tiempo para reflexionar sobre el cruel final que le esperaba, y aunque estaba convencida de que no le temía a la muerte, cada vez que acariciaba las manos de su hijo o el rostro de la niña cambiaba de opinión reconociendo que no le importaría sufrir cien castigos mil veces peores que la lapidación con tal de que le permitieran continuar viviendo para poder cuidarlos.

La niña se aproximó con el cazo en la mano. ¡Come! rogó. No quiero que te maten.

Piel y huesos y unos enormes ojos de mirada muy triste eran cuanto quedaba de la hermosa criatura que había traído al mundo con terribles dolores y profunda alegría. Piel y huesos.

Y miedo a que la dejaran sola.

Algunas noches, cuando velaba su inquieto sueño poblado sin duda por las más aterradoras pesadillas, sentía la casi irresistible tentación de alzarla en brazos para emprender una desesperada huida hacia la oscuridad que en aquellos momentos se adueñaba del mundo

Pero sabía muy bien que aquella oscuridad no era una amiga fiel.

En cuanto hiciera su aparición su dueño, el sol, la traicionaría.

Una mujer famélica cargada con dos niños no podía llegar muy lejos en aquellos desiertos, y lo único que conseguiría sería que le arrebataran a la niña antes de tiempo. Lo mejor que podía hacer era continuar esperando.

Y vigilar sus pechos. Su fuente de vida.

Su postrera esperanza.

Se los palpó una vez más. Aún se le antojaron firmes.

Aún podía confiar en ellos aunque no sabía hasta cuándo. Para un gran número de mujeres, la tersura y altivez de sus senos marca con nitidez la diferencia entre la juventud y la madurez; entre sentirse plenamente atractivas o comprender que han iniciado el largo camino de la decadencia, aunque todo ello se circunscribe naturalmente a una simple consideración estética.

Nadie vive o muere porque sus pezones apunten al cielo con descarada agresividad, o por el contrario se inclinen con la amarga resignación de quien se sabe definitivamente derrotado.

Nadie, excepto aquella turbadora muchacha de andares de gacela, ojos color de miel y mirada triste, para quien sus perfectos pechos no constituían hermosos atributos que deseaban los hombres o envidiaban las mujeres, sino tan sólo la última barrera que le defendía de las piedras.

Oscar Schneeweiss Gorriticoechea era efectivamente, tal como él mismo solía asegurar, un hombre de apariencia más bien tosca, grande, fuerte, de cuello de toro heredado de generaciones de antepasados que pastorearon vacas en el Tirol o cortaron árboles en Vizcaya, pero sus ojos grises, su siempre amable sonrisa, y su cuadrada mandíbula que le conferían el aspecto de un boxeador retirado le hacían en cierto modo atractivo para un gran número de mujeres, especialmente cuando esas mujeres averiguaban que aquellas gigantescas manos de levantador de pesas solían manejar miles de millones.

Sin embargo, nadie al verle podría imaginar que a los nueve años la leucemia le había dejado convertido en un esqueleto viviente, sin un solo vello en el cuerpo, ojeroso y tan debilitado y a las puertas de la muerte que milagro había sido que la vieja de la guadaña no se lo llevara por delante de un simple soplido.

De aquellos terribles tiempos en que lo tenía todo menos lo que en verdad importa cuando lo que se desea es correr y jugar al fútbol con chicos de su misma edad, le había quedado un amargo recuerdo puesto que consideraba, y no sin razón, que le habían robado los mejores años de su vida.

A solas en su inmensa habitación, sin apenas amigos, a quienes su espectral aspecto impresionaba, se había pasado largos días y noches de insomnio leyendo novelas de aventuras o contemplando una y otra vez programas de televisión que casi siempre trataban sobre la naturaleza, en especial los producidos por el más admirado de sus héroes, el ya casi mítico comandante Cousteau.

Debido a ello, la única alegría que sin duda experimentó durante aquellos terribles años la recibió la tarde que su padre consiguió que el mismísimo comandante fuera a visitarle y le regalara un gorro rojo idéntico al que siempre usaba a bordo de su barco.

Lo llevo, -le dijo-, en recuerdo al que utilizan buzos para protegerse la cabeza del casco, porque de ese modo tengo presente que mis primeros pasos bajo el agua fueron como buzo clásico.

Desde aquel día y hasta que se curó y volvió a crecer el pelo, la monda y lironda cabeza del chiquillo no se desprendió del gorro ni de día ni de noche. Ya de mayor gustaba ponérselo en ocasiones muy especiales, y en homenaje a quien se lo regalara tanto tiempo atrás, su inmenso yate de casi cuarenta metros de eslora se llamaba gorro rojo.

En realidad le hubiera gustado que se llamara Comandante Cousteau, pero al parecer aquél era un nombre que la marina francesa había reservado para uno de sus buques de guerra. Lo lógico a su modo de ver sería que se lo pusieran a un submarino atómico.

Tal vez por eso, porque la muerte había sido su compañera de habitación durante tanto tiempo, a Oscar Schneeweiss Gorriticoechea le había impresionado sobremanera la sencillez con que Aziza Smain hablaba de su propia y cercana ejecución, como si el hecho de que una turba de salvajes la fueran a apedrear de una forma inhumana no constituyera un acto de injusta barbarie, sino más bien un hecho natural que no le quedaba más remedio que aceptar con desconcertante resignación.

Oscar Schneeweiss Gorriticoechea sabía, mejor que nadie, puesto que había tenido mucho tiempo para aprenderlo a una edad en la que todo se aprende, que la muerte era algo inevitable que aguarda al doblar cualquier esquina, pero lo más íntimo de su ser se revelaba contra la inconcebible maldad de un fin tan macabramente anunciado.

¿Y cómo piensas impedirlo? quiso saber Robert Martel con su parsimonioso y casi monótono tono habitual. Soy tu abogado, pero sobre todo soy tu amigo, y tanto por obligación como por afecto, te aconsejo que olvides un tema que no te va a traer más que problemas. Tomó una de las fotografías que descansaban sobre la mesa, la observó una vez más y añadió al tiempo que asentía una y otra vez con la cabeza: Admito que su mirada es inquietante, y que su voz provoca un extraño hormigueo en la boca del estómago, pero es absurdo que te obsesiones con alguien a quien no conoces personalmente.

Ya me ocurrió otra vez.

¿Y eso? Nunca me lo habías contado.

Fue hace mucho tiempo, mientras estaba enfermo. ¿Te acuerdas de aquella muchacha afgana de inmensos ojos verdes cuya fotografía dio la vuelta al mundo? El otro asintió con un gesto. Durante años tuve esa foto en la mesilla de noche y cuando cumplí quince años me juré que si no me mataba la leucemia la buscaría y me casaría con ella. Siempre me arrepentí de no haber cumplido mi juramento.

A los quince años se pueden hacer ese tipo de juramentos, le hizo notar el abogado. A nuestra edad, no. Lo sé. Pero Aziza Smain tiene esa misma mirada a la que te asomas como si te asomaras a un pozo en cuyo fondo se ocultan todas las maravillas de este mundo porque lo que en realidad ocurre es que se le ve el alma a través de los ojos.

Nunca te imaginé tan romántico. Mi idea era que para ti las mujeres tan sólo eran objetos de uso común -no reciclables-, pero ahora veo que esa nigeriana te está desquiciando.

¡Tal vez! fue la tranquila respuesta. Tal vez para ti el hecho de pasarme las noches de discoteca en discoteca, acostándome con mujeres -no reciclables- que lo único que esperan de mí es que les regale un coche o un diamante ya que saben que nunca conseguirán pescarme, o levantarme cada mediodía con resaca con el fin de bajar hasta el club de golf a darle palos a una pelota que siempre acaba entre los árboles, sea estar cuerdo, pero ésa es a mi modo de ver, una cordura que me está destrozando el hígado. Y el espíritu.

Nadie te obliga... le hizo notar Robert Martel con innegable lógica. Lo que tendrías que hacer es buscarte una buena muchacha, casarte y tener hijos.

¿Y dónde la encuentro? Las hay a patadas. Ninguna que tenga las tres –ches-. ¿Y eso qué coño significa?

Que la mujer con la que me case tiene que tener «chic, es decir, clase, porque para horteras me basto y me sobro. En segundo lugar tiene que hacerme «choc, es decir, impactarme, porque no pienso casarme con alguien de quien no esté enamorado. Y en tercer lugar debe tener «check, es decir, casi tanto dinero como yo, para estar seguro de que no se casa por interés.

¡Difícil lo pones!

Y difícil es, porque la mujer que tenga «chic, «choc y «check, lo más probable es que elija a un tipo más alto, más rubio, más inteligente o más distinguido. Como bien sabes en mi familia existe una larga tradición de matrimonios en los que el dinero ha tenido siempre un papel primordial, pero estimo que ha llegado el momento de inyectarle un poco de sangre nueva, de la misma forma que los reyes necesitan de tanto en tanto mezclarse con plebeyos para que los hijos no les salgan tontos.

¿Y crees que casándote con una africana probablemente analfabeta que además ya tiene dos hijos, uno de ellos fruto de una violación múltiple, le vas a inyectar sangre nueva a tu dinastía?

Veo que no has entendido nada querido, le hizo notar su interlocutor en un extraño tono de voz. Yo no tengo la menor intención de casarme con Aziza Smain. Ni tan siquiera pretendo mantener cualquier tipo de relación física con ella. Me despreciaría a mí mismo si ése fuera mi objetivo. Sabes bien que puedo acostarme con quien quiera sin necesidad de ir tan lejos. Lo único que pretendo es salvarla de morir. Y sobre todo de morir apedreada.

Eso me tranquiliza, admitió su abogado casi como si se sintiera avergonzado por lo que había dicho. Y te ruego que me perdones si por un momento pensé lo que no era, pero es que cuando hablas de esa muchacha lo haces con tanta pasión que invita al error.

También suelo hablar con pasión de mi Velázquez o mi Tiziano y nunca me habrás visto llevármelos a la cama, le hizo notar en tono humorístico su cliente y amigo. A mi modo de ver, Aziza Smain es en cierto modo una obra de arte; una especie de gran tragedia griega que no está escrita sino que siente y respira, y lo único que pretendo es que continúe con vida para que el mundo la admire. No la quiero para mí. La quiero como demostración de que existen seres humanos realmente excepcionales.

Quisiera estar tan seguro como tú de que es realmente excepcional replicó su interlocutor. Y ten presente que cuando, muchos años más tarde, el autor de la fotografía buscó a la muchacha afgana de los ojos verdes que tanto te impresionó cuando eras niño, tan sólo se encontró con una miserable campesina, ajada, triste, hambrienta y cargada de hijos, que en nada recordaba a la modelo que él había hecho mundialmente famosa y cuyos derechos de imagen habían generado millones de dólares.


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