Historia de Roma Libro IV la revolución Los países sujetos hasta el tiempo de los Gracos



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LA CONSTITUCIÓN DE SILApaso al consulado con la punta de su espada, y, siendo ya cónsul, reprimió pronto y enérgicamente la insurrección de Sulpicio. La fortuna parecía complacerse en arrojar a Mario a la oscuridad por las hazañas de su joven lugarteniente. Hacer a Yugurta prisionero y vencer a Mitrídates, estas dos ambiciones tan deseadas por el viejo héroe, las había conquistado Sila siendo su simple subordinado. Durante la guerra social, en la que Mario había esperado su renombre de gran general y en cambio había concluido con su destitución, su rival fundó su gloria militar y ganó el consulado. La revolución del año 666, en la que los dos capitanes entraron personalmente en lucha, terminó con la condena y la huida de Mario. Casi sin quererlo Sila se había hecho el general más ilustre de su tiempo y convertido en el apoyo salvador de la oligarquía. Sin embargo, siguie­ron nuevas y espantosas crisis: la guerra con Mitrídates y la revolución de Ciña; pero siempre la estrella de Sila estaba sobre el horizonte. Así como el capitán de un buque continúa batiéndose sin ocuparse por extinguir el incendio que ha estallado a bordo, así se había engolfado en Asia durante los furores de la revolución italiana, de donde no volvió hasta dar buena cuenta del enemigo de Roma. Una vez desembarazado por esta parte, regresó a Italia, destruyó la anarquía y salvó la capital, sobre la que, en su desesperación suprema, agitaban la antorcha los re­volucionarios aliados con los samnitas. Estos momentos tuvieron sus placeres y sus dolores. En sus Memorias, el mismo Sila refiere que no pudo conciliar el sueño la primera noche que pasó dentro de los muros de Roma. ¿Y quién no lo ha de creer? Pero su misión no estaba aún termi­nada: su estrella se remontaba cada día más. Dueño absoluto del poder, más aún que un rey, y pensando ahora más que nunca en permanecer sobre el terreno de la ley formal, se lo ve constantemente contener a los ultrarreaccionarios y aniquilar la constitución de los Gracos, que pesaba desde hacía cuarenta años sobre la oligarquía. También reduce por pri­mera vez a los capitalistas y a los proletarios, esos dos poderes que hacían la oposición a la aristocracia, y pone bajo la ley restablecida la orgullosa oposición del sable, que salía de las filas de su estado mayor. Logró que la oligarquía fuera más soberana que nunca: hizo de los cargos supremos el dócil instrumento de su poder y le confió la legislación, los tribunales, la guerra y las rentas públicas; además, le dio en los esclavos emancipados una guardia fiel y un ejército en las colonias militares. Por último, acabó su tarea; el obrero entonces se retiró y dejó su obra. El regente absoluto393

abdicó por su propia y libre voluntad, y volvió a la clase de simple senador. En toda esta larga carrera militar y política, jamás perdió una batalla ni retrocedió un paso; y sin que nadie lo detuviera, amigo o enemigo, marchó derecho hasta el fin que él mismo se había propuesto. Sí, Sila tenía razón al alabar su buena estrella. Solo para él esa deidad caprichosa lla­mada fortuna había cambiado su ligereza e inconstancia: ¡se complacía en aglomerar honores y triunfos sobre la cabeza de su protegido; dones que él ambicionaba pero en los que no pensaba! Sin embargo, a la historia pertenece ser justa con quien no lo fue para sí mismo, y debe asignarle un puesto más elevado que el de simple favorito de la fortuna.SU OBRA ' If-iEsto no quiere decir que la constitución silana haya sido una obra original en política, tal como había ocurrido con la de los Gracos o la de César. Como sucede con todo trabajo de pura restauración, en realidad no se encuentra en ella un pensamiento nuevo propio de un hombre de Estado. Sus elementos más esenciales son frenos puestos a disposición del imperium: la entrada en el Senado después del ejercicio de la cuestura, los censores privados del derecho de exclusión de las listas, la iniciativa legisladora dada al Senado, la función tribunicia convertida en instrumento senatorial. Además, la transmisión del imperium del magistrado elegido por el pueblo al procónsul o propretor, que debía sus poderes al Senado, y, por último, la nueva ordenanza de los procedimientos criminales y de los municipios, nada de esto es creación del dictador. Todas estas instituciones pertenecen al régimen oligárquico; allí habían nacido y crecido antes de Sila, y él no hizo más que arreglarlas y fijarlas. Hasta las sangrientas infamias de su restauración, las proscripciones, las confiscaciones, etc., comparadas con los actos de Nasica, de Popilio, de Opimio, de Cepión y de tantos otros, en cierto modo no constituyen más que la fórmula jurídica y tra­dicional, la receta que usaba la oligarquía para deshacerse de sus adver­sarios. Todos los juicios que se emitan sobre la oligarquía romana del siglo de Sila llevan consigo una condena absoluta e inexorable; y todo aquello que le pertenece o toca, como la constitución silana, queda sujeto a la misma sentencia. Sin embargo, no ofenderé la santidad de la historia, ni mi elogio será una alabanza corruptora tributada al genio del mal, si394

LA CONSTITUCIÓN DE SILAdemuestro que Sila tuvo menos responsabilidad en su restauración que la misma aristocracia romana, transformada desde hacía siglos en una pandilla gobernante, y que iba todos los días enervándose y envilecién­dose. A ella es, en suma, a la que conviene hacer responsable en primer término de todos los crímenes e infamias cometidos. Sila reorganizó el Senado, no como el dueño de una casa que solo observa la regla de su propia prudencia y restablece el orden turbado en su interior, sino sim­plemente como el agente de negocios, fiel observador de los términos de su mandato. En semejante caso, ¿es examinar a fondo las cosas y ubicarse en el terreno verdadero el echar sobre el mandatario la respon­sabilidad final y seria del poder? ¿Se estima en mucho la importancia de Sila, o se utiliza esta horrible aglomeración de proscripciones, expropia­ciones y restauraciones, que nada repararon pues ellas mismas eran irreparables, cuando en ellas no se ve más que los actos de una especie de monomaniaco elevado por el azar a la jefatura del Estado? Todo esto no era más que obra de la nobleza romana y terrorismo de la restauración. Para hablar como el poeta, Sila fue el hacha del verdugo que se levanta y cae inconscientemente, como consecuencia de una idea completamente refleja. Este papel Sila lo desempeñó con una energía infernal; pero, dentro de los límites que le habían puesto, no solo obró con grandeza sino también con utilidad. Después de él la aristocracia romana, que era una aristocracia degenerada y se precipitaba cada vez con mayor velocidad hacia el abismo, nunca halló a un "protector" que tuviese siempre el brazo dispuesto y firme, sin ambición ni interés siempre personal, para desnu­dar la espada del general o coger el buril del legislador. Seguramente hay una gran diferencia entre el capitán que desprecia el cetro por heroísmo cívico, y el que lo arroja fatigado por su peso. Sin embargo, al juzgar este carácter solo desde el punto de vista de la ausencia completa de egoísmo político, y entiéndase bien que solo desde esta perspectiva, creo que el nombre de Sila puede citarse después del de Washington.'8MÉRITOS DE LA CONSTITUCIÓN DE SILAPero no solo tuvo títulos de reconocimiento de la aristocracia; toda la nación le debía algo más que lo que la posteridad ha confesado, pues había cerrado para siempre la revolución italiana, en cuanto su causa395

residía en la inferioridad política de ciertos países respecto de otros más favorecidos. Obligándose él mismo y obligando a todo su partido a reconocer la igualdad de los italianos ante la ley, fue el verdadero y el último promovedor de la unidad política de la península. Sin duda, este era un beneficio que no pagaba caro con sus calamidades sin fin ni tregua, ni con los torrentes de sangre que había vertido. Aún hizo más. Hacía medio siglo que el poder de Roma venía decayendo y la anarquía era permanente, pues anarquía era en efecto el maridaje del régimen senatorial y de la constitución de los Gracos. Pero en realidad era aún peor ese régimen sin cabeza de Ciña y de Carbón, cuya imagen odiosa se simboliza en la alianza desordenada y antinatural con los samnitas. Caos político intolerable e irremediable, si los hubo. ¿El principio del fin, como suele decirse? No se faltará a la verdad al afirmar que en este momento la República estaba horriblemente minada en sus fundamentos, y que se hubiera derrumbado sin el brazo de Sila, cuya intervención en Asia y en Italia fue un día su salvación. Concedo que sus instituciones no hayan durado más que las de Cromwell. Nada más fácil que ver cuan poco só­lidas eran. Pero aun así sería una gran precipitación no reconocer que, de faltar Sila, el aluvión habría arrastrado hasta los cimientos del edificio. Tampoco podrá reprochársele que no lo hubiera construido más sólida­mente. El hombre de Estado solo edifica lo que puede con el terreno y los materiales que se le suministran. Sila hizo todo lo que era dado hacer a un conservador. Él era el primero que comprendía que para construir una fortaleza debía disponerse de soldados valientes para guarnecerla, y que su tentativa a favor de la oligarquía abortaría inevitablemente ante la inconmensurable nulidad de los oligarcas. Su constitución no fue más que un dique para encauzar la desbordada corriente. ¿Cómo acusar al ingeniero de que diez años después las aguas volviesen a destruir su construcción difícil, cuando aquellos a quienes más interesaba no la reparaban ni defendían? Para que el hombre de Estado estime en lo justo la restauración de Sila, por efímera que fuese, es necesario que se le señalen las reformas de detalle más laudables, como por ejemplo las relativas al sistema del impuesto asiático y a la justicia criminal. Admirará además esa reorganización de la República, concebida en las condiciones más apropiadas a las circunstancias y conducida con una rigurosa lógica a través de indecibles obstáculos. En resumen, colocará cerca de Cromwell al salvador de Roma, al obrero que concluyó la unidad italiana.3.96

LA CONSTITUCIÓN DE SILALADO ODIOSO Y FRÁGIL DE LA RESTAURACIÓN DE SILAPero no es el hombre de Estado el llamado a votar en el tribunal de los muertos. El sentimiento común que el recuerdo de Sila irrita y subleva no se reconciliará nunca con los actos del dictador, ya porque sean actos que él mismo haya cometido o porque los haya dejado cometer a otros. Sila no ha asentado solo su dominación sobre los más terribles abusos de la fuerza, sino que en el cinismo de su franqueza ha afectado llamar las cosas por su nombre. De este modo su causa se ha perjudicado irre­misiblemente en el pensamiento de los pobres de espíritu, aquellos que se asustan del nombre más que de la cosa. En este sentido, y es cierto que ese es también el juicio del hombre sensato y honrado, por la frialdad impasible y la exactitud de sus miras, Sila parece más odioso aún que el tirano a quien sus pasiones precipitan en el crimen. Proscripciones, recompensas dadas al verdugo, confiscaciones, ejecuciones de oficiales subordinados sin previa formación de causa, todo esto se había visto cien veces sin que el sentido moral de la sociedad antigua, bastante obtuso sobre todo en materia de política, se hubiese insurreccionado. Sin em­bargo, nunca se habían visto inscritos públicamente los nombres de las personas colocadas fuera de la ley; nunca se habían visto sus cabezas expuestas en pleno Forum, ni a los bandidos recibir con toda regularidad un salario fijo incluido en un capítulo de los presupuestos. También fue la primera vez que los bienes confiscados fueron sacados a subasta como botín hecho en la guerra, y que los oficiales de alta graduación fueron asesinados a una simple señal del general, quien además se vanagloriaba de ello delante del pueblo. Es una gran falta en política afectar así el menosprecio de todo sentimiento humanitario: tales precedentes con­tribuyeron mucho a anticipar las futuras crisis revolucionarias, y, hasta en nuestro tiempo, el horror oscurece la memoria del inventor de las proscripciones.Esto no es todo. Si en circunstancias graves este hombre de hierro era inflexible, en las cosas de menor cuantía, por el contrario, y parti­cularmente en la cuestión de personas, se entregaba a su temperamento sanguíneo según su simpatía o su antipatía. Una vez concibió odio contra los marianistas y se vengó hasta en los inocentes, luego se vanagloriaba de que ninguno había tomado represalias con amigos y enemigos tanto como él. Su posición le ofreció el poder de reunir una colosal fortuna y397

JjpSTORIA DE ROMA, LIBRO IVno la desdeñó. Siendo el primer regente absoluto que tuvo el Imperio Romano, justificó esta máxima fundamental del absolutismo: "La ley no obliga al príncipe". Sobre todo se creyó desligado de sus propios decretos contra el lujo y el adulterio. Pero su complacencia para consigo mismo no era nada, comparada con su tolerancia con los hombres de su partido. Su tolerancia en el ejército fue aún más fatal para el Estado, aunque tal vez fuese necesaria a la marcha de su política, pues arruinó la disciplina militar y cerró los ojos ante todos los excesos de sus adictos. En esto era débil hasta un grado increíble. Así, un día se lo vio perdonar a Lucio Murena por los reveses causados por sus graves faltas, y le permitió celebrar el triunfo al día siguiente de su derrota. En otra ocasión se mostró pródigo en sus recompensas con Pompeyo, que se había insubordinado. La extensión de las proscripciones y confiscaciones proceden quizá menos de su voluntad directa, que de su indiferencia, crimen igualmente grande dada su alta posición. Estas alternativas de increíble tolerancia y de inexorable rigor no me sorprenden cuando considero ese carácter singular, mezcla de vivaz energía y de indiferencia. ¿Cuántas veces se ha repetido que antes de su regencia fue un hombre bueno y dulce, y que durante esta se mostró colérico y sanguinario? El hecho es cierto y se explica. Si siendo dictador no tuvo ya con sus adversarios su antigua indulgencia, sin embargo continuó siendo el mismo: tan tranquilo e indiferente para castigar como para perdonar. En efecto, todos sus actos políticos están marcados con ese sello de ligereza medio irónica. Por otra parte, así como se complació en calificar de buena suerte los talentos que le daban la victoria, también se portó como si el triunfo no le hubiera costado nada, como si tuviese el presentimiento de la fragilidad y nulidad de su obra. Parecía que de haber sido un simple intedente de la casa, hubiera preferido repararla, o demolerla y reconstruirla, y que después de todo, no hubiese hecho más que revocar su fachada y tapar de cualquier modo las grietas, sin mirar más que al presente.SILA EN SU RETIRO. SU MUERTE. SUS FUNERALESSea como fuere, este donjuán de la política estaba formado de una sola pieza. Toda su vida atestigua el tranquilo equilibrio de sus facultades: en las posiciones más diferentes se mantuvo siempre inmutable. Así como

'.') "mmiliiMnucaóN de siladespués de sus primeros y brillantes triunfos en África volvió a Roma a buscar los goces del ciudadano ocioso, así también, después de haber poseído el poder absoluto, fue a buscar las distracciones y el reposo en su villa de Cumas. No era falso cuando se quejaba de la pesada carga de los negocios públicos; de hecho, dejó esta carga en cuanto se atrevió y pudo. Después de su abdicación, continuó siendo el mismo: no mostró ningún género de afectación, y, satisfecho de encontrarse con las manos desligadas, intervino solo a veces con su antigua autoridad, cuando lle­gaba la ocasión. Ocupaba sus horas de ociosidad en la caza, en la pesca y en la redacción de sus Memorias. De tanto en tanto arreglaba los negocios anteriores de la colonia de Puzoli, donde había penetrado la discordia. Tendido ya en su lecho de muerte, se ocupaba de la contribución que había que recaudar para la reconstrucción del templo del Júpiter capitolino, pero lamentablemente no pudo verlo concluido. Antes del año de su abdicación de la dictadura lo sorprendió la muerte a los sesenta años. Conservaba su frescura de cuerpo y espíritu; dos días antes trabajaba aún en sus Memorias. Su enfermedad fue corta; una hemorragia le arrebató la vida en el año 676.^ Hasta en la muerte misma fue afortunado. Al morir en esta fecha, no tuvo que sumergirse en el torbellino y en el conflicto de los partidos, ni conducir de nuevo a sus veteranos contra otra revolución. Si hubiese vivido más, la situación en que se encontraron España e Italia al día siguiente de su muerte no le habría permitido dejar de cumplir este deber. Al aproximarse sus funerales solemnes, muchas voces, que habían permanecido mudas durante su vida, comenzaron a protestar en Roma con voz muy fuerte contra los honores que querían tributarse al tirano. Pero los recuerdos estaban allí: los viejos soldados del dictador eran muy temidos, y se decidió trasladar su cuerpo a Roma y efectuar sus funerales. Jamás Italia había presen­ciado un duelo semejante. En todas partes, al pasar el cadáver adornado con las insignias reales, con sus haces por delante y sus fieles veteranos detrás, se iban uniendo al fúnebre cortejo los habitantes itálicos. Pare­cía que todo el ejército, que había conducido tantas veces y con tanta seguridad a la victoria, había sido convocado por última vez para esta gran revista de la muerte. Por último, la inmensa procesión llegó a los muros de Roma: hubo justicium (vacaciones); los negocios y los tribunales holgaban, y dos mil coronas de oro esperaban al ilustre difunto. Ultimo honor tributado por las legiones, las ciudades y sus más próximos amigos.399

HISTOBfc DE ROMA, LIBRO IVSegún el uso de la gensCornelia, ordenó enterrar su cuerpo sin quemarlo; pero sus amigos, mejores que él, pensaron en los tiempos futuros, y el Senado dispuso entregar a las llamas de la pira fúnebre los restos del hombre que había osado turbar en la tumba el reposo de los de Mario. Escoltado por los magistrados y todo el Senado, por los sacerdotes y sacerdotisas revestidos con sus túnicas, y por bandas de niños nobles armados como caballeros, llegó el cuerpo al Forum. Allí, sobre aquella plaza llena del ruido de sus hechos, y en la que aún retumbaba su terrible palabra, se pronunció el elogio fúnebre. Después, el ataúd fue llevado en hombros de los senadores y se dirigieron al campo de Marte, donde estaba erigida la pira. Mientras se consumía en las llamas, los caballeros y los soldados verificaban la danza de honor alrededor del cadáver. Por último, sus cenizas fueron depositadas en aquel mismo lugar, cerca del sepulcro de los antiguos reyes. Las mujeres romanas vistieron luto durante todo un año.400

Qtt'JUtnXI LA REPÚBLICA Y LA ECONOMÍA SOCIALDECADENCIA PÚBLICA EN EL INTERIOR Y EN EL EXTERIORCejamos atrás un periodo de noventa años, cuarenta de los cuales han sido de profunda paz, y cincuenta de continuas revoluciones y guerras. Esta es también la época más gloriosa de la historia de Roma. Por Occidente se han franqueado los Alpes, y las armas romanas han penetrado por la península española hasta las playas del Atlántico, y por Oriente, desde la península de Macedonia y Tracia han llegado has­ta el Danubio. Laureles tan fértiles, como poco costosos. Después de todo, el círculo de los "pueblos extranjeros colocados bajo el dominio, el poder o la amistad del pueblo romano"1 no había sido aumentado mucho. Se habían contentado con consolidar las conquistas de mejores tiempos, o con completar sucesivamente la sujeción de las ciudades colocadas bajo el lazo de una dependencia más amplia respecto de la República. Tras ese brillante aparato que une las provincias al Imperio, se oculta una decadencia sensible del poderío romano. En el momento en que toda la civilización antigua se concentra en la ciudad de Roma y recibe allí su expresión universal y última, al otro lado de los Alpes, y al otro lado del Eufrates, las naciones excluidas del mundo romano pasan de la defensiva al ataque. En los campos de batalla de Aix y de Verceil, de Queronea y de Orchomene, se han oído ya los primeros truenos. Se acerca la tempestad que arrojará sobre el mundo grecoitálico las razas de la Germania y las hordas de Asia; esa tempestad cuyos sordos rugidos se han prolongado casi hasta nosotros y aún retumban. En el interior, este periodo ofrece el mismo carácter. El orden político de los primeros tiempos se desmorona sin que sea posible reconstruirlo. En un principio, la República romana era la ciudad con su pueblo libre, se daba sus magistrados y sus leyes, y era conducida por estos mismos magistrados reyes que la consultaban y jamás se salían de las barreras legales. Alrededor de la ciudad gravitaban en una doble órbita los confederados401



" itálicos, por un lado, con su sistema de ciudades particulares, libres, aná­logas y hermanas de raza de la ciudad romana, y los aliados extraitálicos, por otro, compuestos de las ciudades griegas libres, de pueblos y de soberanías bárbaras que estaban bajo la tutela de Roma, más que bajo su dominación. Ahora bien, el resultado último de la revolución fue fatal; y a él han contribuido los dos partidos, conservadores y demócratas, como si estuviesen en inteligencia para ello. Al principio de la era actual el venerable edificio se hallaba aún en pie, aunque quebrantado y amenazando ruina por muchos sitios; al fin de este periodo, en cambio, no quedaba ya piedra sobre piedra. Hoy es el detentador del poder un monarca o una oligarquía exclusivista, primero de nobles y luego de caballeros. El pueblo ha perdido la parte que tenía en el gobierno, y los magistrados no son más que instrumentos pasivos en la mano del señor. La ciudad de Roma se ha quebrantado por el esfuerzo de un crecimiento contrario a su naturaleza. La federación extraitálica, en plena vía de transformación, cae en la sujeción absoluta. Todo el sistema político, en fin, cae a tierra, y no queda sino una masa confusa de ele­mentos más o menos discordantes. La anarquía es inminente, y el Estado camina hacia una plena disolución, tanto en el interior como en el exterior. Todo lo arrastra la corriente hacia el despotismo. No se disputa ya nada que no se relacione con quién ha de ser el déspota: si un solo hombre, una facción de familias o un Senado de ricos; y por este mismo camino se desciende por la pendiente ordinaria. Si en el Estado libre hay algún principio fundamental, es el de un útil contrapeso entre las fuerzas contrarias, que inmediatamente actúan unas sobre otras. Pero este principio lo han perdido de vista todos los partidos: arriba y abajo se lucha por el poder, primero con las intrigas, después con el palo y, por último, con la espada. La revolución ya había terminado, si se entiende por esta palabra el haber derribado la constitución antigua, y el haber marcado a la nueva política su camino y su objeto; pero, en lo tocante a la reorganización del Estado, no era aún más que provisional. En realidad, ni el establecimiento político de los Gracos ni el de Sila llevan el sello de una obra definitiva. La peor amargura de estos aciagos tiempos para el patriota que veía con claridad es que estaba privado de toda esperanza y de todo esfuerzo hacia sus aspiraciones. El sol de la libertad se ocultaba bajo el horizonte llevándose para siempre sus dones fecundantes, y se extendía sobre este mundo un crepúsculo, que402

LA REPÚBLICA Y LA ECONOMÍA SOCIALtodavía era bastante claro. Catástrofe accidental, se dirá. Nada de eso: amor a la patria, genio, todo había desaparecido; la República perecía por las antiguas enfermedades del cuerpo social, y sobre todo por la caída de las clases medias, que el proletariado servil había suplantado. El más hábil hombre de Estado de Roma se parecía al médico, que se pregunta en la hora fatal qué será mejor, si prolongar la agonía del moribundo, o acabar con él enseguida. La mejor condición que hubiera podido imponerse a la República habría sido seguramente el adveni­miento inmediato de un déspota de brazo fuerte, es decir, un déspota que barriera todos los restos de la antigua constitución libre y supiera crear las nuevas formas y el sistema propio para contener la pequeña suma de felicidad que es compatible con el absolutismo. En aquel estado de cosas, la monarquía hubiera tenido una ventaja esencial sobre la oligarquía. Estando la autoridad esparcida en una corporación, ¿acaso ha podido alguna vez velar o edificar con la energía del despotismo? Pero no nos detengamos. Las frías reflexiones no son las que modelan la historia; la pasión, y no la inteligencia, es la que edifica el porvenir en las cosas humanas. Todo lo que se podía hacer en Roma era esperar y preguntarse por cuánto tiempo continuaría la República sin saber vivir ni morir; si hallaría al fin su señor, y quizá su segundo fundador, en algún genio poderoso, o si en su última hora se abismaría en la decrepitud y la miseria.ECONOMÍA DEL ESTADONos falta estudiar los hechos económicos y sociales de este periodo, aquellos en que no hemos fijado antes nuestra atención.RENTAS DE ITALIADesde el principio de este periodo, el Estado sacaba sus principales recursos de las rentas de las provincias. Desde la batalla de Pidna no se había exigido en Italia el impuesto territorial, impuesto extraordinario en todo tiempo, y que se exigía solo a título complementario, a la vez que las rentas de los dominios públicos y otros. La inmunidad absoluta de403


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