Punset, Eduardo El viaje al amor [R1]



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Capítulo 11
Conclusiones


Ha llegado el momento de recapitular los principales puntos de esta visión inédita y asombrosa del amor. Hemos rastreado e identificado las últimas contribuciones de la ciencia sobre la naturaleza y el impacto del comportamiento amoroso y se imponen las siguientes conclusiones.

Estas sugerencias, unidas a la prueba de autoevaluación que cierra el libro y que el lector puede efectuar por sí mismo para medir su capacidad de amar, junto a la fórmula de los factores responsables del amor (véanse una y otra en el capítulo siguiente), acercarán al lector, posiblemente por primera vez, a la comprensión de un sentimiento que ha conmovido a los organismos vivos desde hace más de tres mil millones de años.

La ciencia acaba de adentrarse en el análisis del amor, y —como ocurrió con el estudio de la felicidad— sólo lo ha hecho cuando las nuevas tecnologías y el conocimiento genético le han permitido «medir» los impactos del amor y aplicar, por consiguiente, el proceso científico al conocimiento de las emociones. Se trata de un esfuerzo investigador que se inició hace unos años apenas, pero cuya intensidad y rigor ha desvelado ya hechos sorprendentes, todavía desconocidos por el gran público y las instituciones sociales afectadas.

La lotería genética


El amor es el asunto que precedió a todos los demás en la historia de la vida. Hace más de tres mil quinientos millones de años, lo primero que hizo para sobrevivir el primer organismo unicelular fue atisbar, soltando las señales químicas adecuadas, si había alguien más a su alrededor con quien fusionarse.

En la raíz del impulso de fusión y, por lo tanto, del amor no se encuentra —a diferencia de lo que airea la extensa literatura sobre la materia— la necesidad de entrega y sacrificio, sino la de sobrevivir a la soledad y al abandono impuestos por el entorno.

El amor, entendido como instinto de fusión, precede, pues, a la existencia del alma y de la conciencia, al resto de las emociones e impulsos, al poder de la imaginación y al desarrollo de la capacidad metafórica, de fabricar máquinas y herramientas, al lenguaje, al arte y a las primeras sociedades organizadas. Cuando no había nada, ya funcionaba el instinto de fusión con otros organismos. Ya existía la prefiguración del amor moderno.

Los genes determinan la conducta potencial y el entorno puede modelar la práctica del comportamiento amoroso. El hecho es que la parte más importante de la vida no roza el dominio de la conciencia ni por asomo. ¿Tan extraño resulta, pues, que el comportamiento amoroso esté anclado, cuando no programado, en gran parte, en el subconsciente?

Por primera vez disponemos de una explicación biológica del comportamiento social y emocional. El concepto del amor se está arrancando, así, del dominio de la moral para inscribirlo en el de la ciencia.

La fusión irrefrenable con el otro


Es sorprendente que la mayoría de gente asocie el amor a un resplandor fugaz que ilumina un ansia de entrega y desprendimiento. El amor sería para ellos una conquista reciente del conocimiento, perfumada de un hálito literario. Los homínidos habrían inventado, literalmente, el amor en la época de los trovadores. Pero el amor —entendido como impulso de fusión— es una constante de la existencia, y nunca hubo vida sin amor. El impulso de fusión es una condición inexcusable para sobrevivir.

El gran hito en el camino a la modernidad fue el secuestro de la línea celular germinal, que acantonaría al resto de las células en su actual condición de somáticas, trabajadoras leales y perecederas. En el estatuto de la vida se asignaba en exclusiva la competencia de su perpetuación a las células germinales o, si se quiere, a la sexualidad.

Es verdad que el precio pagado por esa especialización celular es singularmente abusivo. Las bacterias, organismos unicelulares que se reproducen subdividiéndose, no mueren nunca. Un clon es idéntico al siguiente y éste al siguiente durante toda la eternidad. Los organismos multicelulares como nosotros, en cambio, son únicos e irremplazables.

La diversidad y el sexo comportan la individualidad y, por tanto, la muerte. Tal vez porque han sido protagonistas de los dos universos, sucesivamente, los humanos siguen sin estar del todo reconciliados con la idea de que la creatividad individual y el poder de cruzar fronteras desconocidas tenga que ir aparejado con la muerte.


Aprender a copular para dejar de ser clones


Las diferencias de sexo son mucho más difusas y oscilantes de lo que a menudo se da a entender porque están en juego, sobre todo, flujos hormonales y químicos no caracterizados, precisamente, por su permanencia o invariabilidad. La neurocientífica Louann Brizendine recuerda que el espacio cerebral reservado a las relaciones sexuales es dos veces y media superior en los hombres que en las mujeres, mientras que en éstas son más numerosos los circuitos cerebrales que se activan con el oído y las emociones.

De acuerdo con Simon Baron-Cohen, los hombres son mejores para desentrañar el funcionamiento de sistemas. La historia de la evolución tendería a confirmar estos hallazgos en el sentido de que la caza, con su parafernalia de dardos y percepción del espacio, habría seleccionado a los cazadores-recolectores dotados del conocimiento del sistema físico que requiere tal tarea, al tiempo que el cuidado de los niños, asignado al sexo femenino por nuestros antepasados, habría prodigado aquellos genes dados al reconocimiento de las emociones y estados de ánimo de los demás.

Desmond Morris identifica las diferencias de sexo no sólo en las mentalidades distintas, sino en la propia historia de las respectivas biologías. A lo largo de la evolución, los dos sexos se han caracterizado por la neotenia; es decir, los humanos —a diferencia de otros animales— han ido aumentando sus rasgos juveniles, como el ánimo juguetón —y no sólo el ánimo, sino la mentalidad infantil—, en plena edad adulta.

Ahora bien, este proceso no se manifiesta igual en las mujeres que en los hombres. En las primeras la mentalidad de chiquilla se ha preservado en menor grado que en los segundos, mientras que sus formas y perfiles físicos han cambiado notablemente a lo largo de la evolución. Los hombres siguen conservando un mayor parecido con el antecesor común de los chimpancés y lo que eran nuestros antepasados, pero con una mentalidad de niño en mayor grado que aquellos y las mujeres.

El factor de diferenciación más importante entre los sexos —para muchos científicos, el único absoluto y determinante— es la disparidad de las células germinales: la contraposición entre los numerosísimos espermatozoides, de tamaño minúsculo, y los escasos óvulos, mucho más grandes.

Células germinales distintas quiere decir, entre otras muchas cosas, comportamientos sexuales diferenciados. El orgasmo en la mujer requiere, primordialmente, una inhibición casi total de su cerebro emocional; es decir, se produce la desconexión de emociones como el miedo o la ansiedad. Una vez más, nos encontramos con la importancia de la ausencia del miedo para definir la felicidad, la belleza y ahora el placer femenino.

En el varón, en cambio, los niveles de actividad emocional se reducen en menor medida durante la excitación genital y predominan las sensaciones de placer físico vinculadas a esa excitación.

Es muy probable que el acto de copular tal como lo entendemos hoy se desarrollara cuando los primeros artrópodos abandonaron el mar. La mezcla constante de genes distintos en un mismo individuo, la irrupción incesante de nuevo material genético, complicó sobremanera la vida de los parásitos que, a partir de entonces, se enfrentaban a huéspedes desconocidos y potencialmente más resistentes.


¿Por qué somos como somos?


«Sólo los propios humanos podían constituir una amenaza suficiente», dice Richard D. Alexander para explicar el desarrollo de la inteligencia y de la evolución. La vorágine social del chismorreo mantiene a la gente en un estado de ansiedad y alerta muy superior al que exigiría el simple ánimo de sobrevivir y reproducirse.

La vertiente positiva de este estado de ánimo es un aprendizaje constante de los avatares del dominio social y el desarrollo de la inteligencia. Ningún otro animal sería capaz, por supuesto, de tanto desafío innecesario y continuado para hostigar y predecir los mecanismos cerebrales de los demás.

Es una situación excepcional con relación a otras especies. En un entorno así, resulta imprescindible descifrar lo que está cavilando el cerebro del interlocutor o del vecino.

Al analizar las razones evolutivas del amor, todo lo anterior tendría muy poco sentido sin recurrir al impacto del tiempo geológico. Me estoy refiriendo, en primer lugar, al cambio del modo de locomoción de cuadrúpedos arborícolas a bípedos en la sabana africana. Esta novedad mejoró el rendimiento energético del homínido, pero disminuyó el tamaño de la pelvis justo cuando aumentaba el del encéfalo craneal. Dado que el bebé desciende a través del canal del parto y la pelvis, el tamaño de ésta tiene un impacto sobre la potencial facilidad, o dificultad, del alumbramiento.

El incremento en el tamaño del cerebro, debido a motivos evolutivos, creó, sin embargo, un problema práctico importante: los bebés humanos tienen cabezas muy grandes, que pasan con mucha dificultad por el canal de nacimiento. Sólo queda una opción: las crías humanas nacen doce meses antes de tiempo.

Este hecho tiene implicaciones determinantes para las relaciones humanas. Una criatura prematura es extremadamente vulnerable. Su gran cerebro —que crece a un ritmo fortísimo en los dos primeros años de vida— tiene enormes necesidades metabólicas. Criar niños y prepararlos para que puedan valerse por sí solos es una tarea que supera ampliamente la capacidad —por mucha entrega que se derroche— de una sola persona.

La evolución se asienta sobre los mecanismos paralelos de la selección natural y la selección sexual. Parece innegable que la selección sexual favorecería la perpetuación de aquellos espermatozoides que no se perdieran en encuentros múltiples, aleatorios y, a menudo, infructuosos; que premiara la eficacia implícita en concentrar la atención y el esfuerzo en una sola persona; que garantizara, en definitiva, un mayor porcentaje de aciertos en los intentos reproductivos.

¿Cómo fidelizar la atención del varón? Con toda seguridad, la ovulación oculta desempeñó un papel primordial en ello. Si el éxito reproductivo requiere constancia, la disponibilidad permanente de la hembra para el amor, sumada a la incertidumbre sobre el momento de la fecundación, era la táctica natural más expeditiva.

Junto al origen del bipedismo y la ovulación oculta caben pocas dudas de que el aflorar de la conciencia, a partir de un momento dado en la historia de la evolución, constituye el tercer hito en el camino que marca nuestro modo de amar.

Cuando se habla de conciencia se está aludiendo a la capacidad de interferir con los instintos desde el plano de la razón. Un individuo que tiene conciencia de sí mismo es alguien sabedor del poder de sus emociones y de su capacidad —nunca demostrada del todo— para gestionarlas. Un organismo individual de esas características podría, potencialmente, neutralizar su instinto de fusión. Es la supuesta capacidad de los humanos para interferir en el funcionamiento de procesos biológicos perfectamente automatizados. El amor se encarga de eliminar el pensamiento consciente.


El amor también está en el cerebro


Si están claras las razones evolutivas del amor y encontrar pareja es tan fundamental para la selección sexual —e incluso para la selección natural—, resultaría sorprendente que la evolución no hubiera previsto un órgano específico para ello.

Se ha sugerido que las preferencias mostradas por una pareja dada, a largo plazo, se deben a los circuitos de la vasopresina, que, de alguna manera, conectan con los circuitos de la dopamina, por lo que un animal asociará a una determinada pareja con una sensación de recompensa.

En los humanos, a esas zonas se las podría calificar de «sustrato neuronal del amor puro». El azar quiso que se unificaran los circuitos para identificar la pareja elegida y los circuitos del placer, y que de ahí naciera el amor irresistible.

El nivel de felicidad aumenta a partir de una edad avanzada. No se trata, únicamente, de que el paso de los años haya ampliado inusitadamente el archivo de datos y recuerdos para adquirir un poder metafórico cada vez más acrecentado, sino que las últimas sensaciones de bienestar, para poder transformarse en emociones, habrán requerido experiencias más ricas y complejas que las anteriores.

Los mayores de sesenta y cinco años son más felices —como demuestran las encuestas— por un doble motivo: el mayor tamaño del archivo que sustenta la capacidad metafórica, así como la lógica codificación y sofisticación de las últimas experiencias amorosas para que puedan superar a las primeras.

En investigaciones recientes con determinados insectos y mamíferos se ha comprobado que un gen controla el comportamiento sexual. Vistas en su conjunto, las nuevas pruebas demostrarían, de manera irrefutable, que comportamientos sexuales innatos tienen una base genética muy fuerte. Y cuando se constatan comportamientos innatos, es muy arriesgado descartar que no están modulados por circuitos cerebrales, al igual que ocurre con otras partes del organismo.

El estudio de los circuitos neuronales del amor arroja dos conclusiones básicas: estamos hablando del cerebro primordial, cuyo origen se remonta a millones de años, y en modo alguno de un sentimiento moderno, como puede haber dado a entender la literatura sobre el amor. El amor romántico es, por encima de todo, la eclosión de un vínculo de apego y dependencia diferenciado que fluye en los mecanismos cerebrales de recompensa.

La química y la física del amor


En la diferenciación específica, dentro de un género, para elegir a un organismo en particular en lugar de a otro desempeñan un papel importante factores como la simetría y la compatibilidad entre los sistemas inmunitarios de la pareja.

Encontrar una pareja receptiva constituye una empresa suficientemente compleja como para que la evolución haya admitido la necesidad de crear un sistema olfativo específico e independiente. Se trata de un segundo sistema olfativo accesorio, llamado vomeronasal, capaz de detectar las señales olfativas emitidas por una especie y un sexo determinados, ya que no sólo contienen información acerca de la ubicación del individuo, sino también del sistema reproductivo y de su disponibilidad.

Las feromonas se han detectado, entre otras muchas criaturas vivas, en bacterias, algas, reptiles, primates y peces. La única omisión llamativa de esta lista son los pájaros. Fue con mujeres con quien se realizó la primera demostración de que las feromonas también operaban en los humanos.

Según Hermann Weyl, «la simetría es la idea a través de la cual la humanidad, en todos los tiempos, ha intentado comprender y crear el orden, la belleza y la perfección». Las últimas investigaciones apuntan también a la simetría como factor decisorio en la selección sexual.

El equilibrio en el desarrollo de un organismo refleja la capacidad metabólica para mantener su morfología en el entorno que le tocó vivir. No es posible precisar ni medir la estabilidad del metabolismo de un organismo, pero sí pueden medirse las desviaciones con relación al prototipo ideal.

El poder de la imaginación


La diferencia fundamental entre el antecesor que compartimos con los chimpancés y los homínidos radica, justamente, en esa capacidad. Mi intuición me dice que sólo hay dos fuentes primordiales del amor: una, explorada hasta la saciedad en los laboratorios científicos (el nivel de fluctuaciones asimétricas como indicador de la belleza y la capacidad metabólica de un organismo); totalmente virgen la otra, que nos adentra, con grandes dificultades, en el poder fascinante y todavía desconocido de la imaginación. Ambas fuentes se asientan en el soporte de la memoria. Todas las demás causas palidecen frente al ímpetu arrollador del primer cerebro de los humanos, su sistema inmunológico y su capacidad de imaginar, que es el componente más evolucionado.

La capacidad de imaginar tiene también un claro sustrato biológico. No abandonamos el recinto del cerebro cuando eliminamos las barreras del espacio y el tiempo. La percepción imaginada del Universo —incluida la del ser amado— está sujeta a los sentidos, fundamentalmente a los del tacto y la vista. Y tocamos o miramos en función de nuestro conocimiento.

Lo que hemos querido saber sin éxito desde hace mucho tiempo es por qué hay personas que, sencillamente, son más imaginativas o creativas que otras. Está claro que hace falta un cierto nivel de inteligencia por debajo del cual es muy difícil la creatividad. Pero también está demostrado que, siendo un factor necesario, no es suficiente.

Se está comprobando que, en contra de todas las apariencias, el porcentaje de creativos en el mundo del arte es mayor que en la comunidad científica. ¿Por qué? La respuesta tiene que ver con unos circuitos cerebrales que el neurólogo Mark Lythgoe llama inhibidores latentes. Cuando se activan esos circuitos tendemos a filtrar y hasta eliminar toda la información o ruidos ajenos a la tarea que se está ejecutando: leer un libro en un tren de cercanías abarrotado de gente, leer el correo electrónico, escalar una montaña o hacer el amor.

En la persona enamorada —obcecada en el ser amado—, el mecanismo de sus inhibidores latentes parece funcionar a la perfección. Son herméticos. De ahí a deducir que el enamoramiento no es la condición óptima para el pensamiento creativo no hay más que un paso; un paso que la historia de los grandes amores tendería a probar.

Visualizar mentalmente un objeto o una persona desencadena en el cuerpo los mismos impactos que percibirlo; la imaginación de una amenaza potencial activa procesos biológicos como la aceleración de los latidos cardíacos o el ritmo de respiración de la misma manera que cuando se percibe en la realidad.


Construir un futuro común


Antes de entrar en los ángulos de la tela de araña que se fabrica en torno al amor, es ineludible recordar que el primer cometido de la pareja es entenderse. La verdad es que las bacterias parecen tenerlo más fácil. Cuando se trata de sistemas de comunicación, no siempre los más complejos funcionan mejor. Las bacterias recurren a un mecanismo llamado «identificación del consenso» que les permite gozar de las ventajas de los organismos complejos, a pesar de ser organismos unicelulares.

Cuando se vive en un grupo que genera un sinfín de relaciones de cooperación, competencia y amenazas mutuas, la selección natural favorecerá a los individuos que se las apañen mejor que otros para intuir lo que piensa su interlocutor.

Las palabras no son, fundamentalmente, un canal para hacer explícitas las convicciones propias, sino el conducto para poder intuir lo que está cavilando la mente del otro. Sólo cuando esto se descubre, surge la oportunidad de ayudarle o influirle. La mayoría de parejas y, por desgracia, la mayoría de gente dedica mucho más tiempo a intentar explicar lo que piensan que a intuir lo que piensan los demás.

Con o sin lenguaje, los primeros embates de la vida de la pareja ocurren en la etapa de la fusión. La mente y el cuerpo están plenamente dedicados a fusionar dos seres vivos de procedencia y naturaleza distintas. Un porcentaje significativo de las horas transcurre en el dormitorio: se trata de dar rienda suelta al ánimo de fusión amorosa.

La segunda etapa está caracterizada por la construcción del nido. Se asumen nuevos compromisos que garanticen una infraestructura adecuada a la vida en común. Si es preciso, se cambia de lugar geográfico o incluso de trabajo. El amor se expresa menos en besos y caricias y más en desvelos, trabajo y contratos que cimienten una plataforma común sostenible.

Desde que la neurociencia ha puesto de manifiesto los efectos a largo plazo, en la neocorteza de los adultos, de las equivocaciones cometidas durante el proceso del cuidado maternal de los niños, no debiera sorprender el efecto negativo acumulado sobre el comportamiento de las parejas y de la especie.

La última etapa —de la que depende la futura vida en común en igual medida que las anteriores— consiste en la delimitación negociada de los campos respectivos de libertad. Superado el tiempo dedicado a la fusión y a la construcción de una arquitectura para sobrevivir, llega el momento de negociar los grados de libertad que regirán las actividades de cada uno. Se trata de un proceso lento y complicado, cuyo resultado suele venir dado por la propia experiencia cotidiana.

El desamor: factores biológicos y culturales


Es sorprendente que pocos o ningún sistema educativo intente inculcar a los futuros enamorados —todos los alumnos van a pasar, tarde o temprano, por ese trance— un mínimo conocimiento sobre las características de las hormonas vinculadas al amor.

Lo que está diciendo la ciencia moderna no es, simplemente, que el desamor desentierra los miedos que de niño empapaban la ansiedad de la separación de la madre y, ahora más a menudo que antes, también del padre. Lo que estamos sugiriendo es que, paradójicamente, de adultos no se dispone de más herramientas para hacer frente al desamor que las que teníamos de niños para combatir la ansiedad de la separación. Porque los mecanismos y las hormonas que fluyen por ellos son los mismos.

A lo largo del primer año de vida, el niño busca la interacción. La proximidad del cara a cara y la mirada a los ojos son muy importantes. Se ha comprobado, repetidas veces, la importancia de la comunicación visual en los primates sociales.

Estamos sugiriendo, ni más ni menos, que la ansiedad de la separación activada por el abandono tiene efectos equivalentes a los del temor a la muerte o el estado emocional previo al suicidio, tanto en los niños como en los adultos.

La gente sabía que los hombres se enamoran más deprisa que las mujeres, pero nadie había podido demostrar que sus libidos funcionaran de manera distinta. El descubrimiento reciente sobre la incompatibilidad entre el estrés y el orgasmo femenino explica no sólo muchas desventuras amorosas, sino también hasta qué punto la organización social camina por senderos opuestos a los condicionantes biológicos.

Uno de los factores que definen la incapacidad de amar y el desamor tiene que ver con las relaciones entre el amor y el deseo en cada individuo. Parece evidente que, al margen de la especificidad del género, unos individuos pueden amar sin desear necesariamente, otros no pueden desear sin amar y otros, en fin, son perfectamente capaces de desear sin amar. Los resultados de la encuesta que se detallan en el capítulo 12 sugieren, de momento, que el desamor surge con mayor facilidad en aquellas personas que separan nítidamente el amor del deseo.


La historia de un desamor


Los efectos del desamor se vislumbraban en el capítulo anterior. El relato de este capítulo es la historia personal de un desamor que, treinta años después, sigue estremeciendo al autor.

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