Punset, Eduardo El viaje al amor [R1]


Capítulo 5 El amor también está en el cerebro



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Capítulo 5
El amor también está en el cerebro


Estoy fatal. ¿Tendrá cura todo esto? Yo no quiero salvarme.
(Mensaje hallado en el móvil de X)
—Nos gusta mucho su relato sobre las funciones de la mente y el cerebro. Pero no sabemos qué título ponerle —me dijo el director de la editorial Aguilar, después de haber estudiado el manuscrito.

—Está clarísimo: El alma está en el cerebro —fue, sin dudarlo un instante, mi respuesta.

Estoy convencido de que con el título elegido estaba conectando con las fibras más íntimas, mágicas y desnutridas de los lectores potenciales. El siglo xxi será recordado, sin duda, como el siglo de la ciencia de la mente, pero, entretanto, no sabemos casi nada de esa caja oscura que es el cerebro.

Por supuesto que el alma está en el cerebro, pero también el amor lo segregan sus células nerviosas. El amor es el fruto apasionado y prohibido de tres cerebros no del todo integrados todavía: el de los reptiles y el de los mamíferos, envueltos por la membrana de la neocorteza, de creación más reciente. Al cerebro no le interesa la búsqueda de la verdad, sino sobrevivir. Es su gran destreza. Y si el amor es, desde tiempo inmemorial, el recurso fundamental para sobrevivir, ¿dónde iba a ubicarse, sino en el cerebro? Ningún lector se extrañará, después de haber leído este capítulo, de que el autor lo haya titulado El amor también está en el cerebro.



R
etrato y escena de Werther en un grabado del siglo XVIII.

Aunque pocos nieguen que el amor es sano —dada su función biológica de garantizar la supervivencia por la vía del apego y la reproducción—, los médicos y neurobiólogos interesados en la salud de la gente apenas han empezado a explorar los mecanismos que lo sustentan y sus consecuencias para la salud. Ya no digamos los escritores, incluidos los más grandes como Goethe.

Toda la trama de Las desventuras del joven Werther, el más personal y emotivo de todos sus libros, parte de un error neurológico: la separación entre enamorarse — to fall in love o tomber amoureux, como dicen, con mayor precisión, los anglosajones o los franceses— y estar enamorado. Siendo dos partes del mismo proceso, el joven Werther estima, o quiere creer, que ambos procesos pueden subsistir por separado.

Su gran amor era Carlota, la prometida de su amigo Albert, a la que conoce en un baile. El amor es fulminante y cada día —con la esperanza de que ella también llegue a quererlo— es un martirio. En casa de Carlota —su amigo está de viaje— dedica horas y horas a platicar y entretener a sus hermanos. Las cartas que escribe a un tal Wilhelm —cuyas respuestas no conoceremos jamás— son un tesoro de la creación literaria y la creatividad de Goethe: «... mis sueños son reales, pero el mundo es un sueño».

El amor, que como se verá a continuación es una fuente de sentido y sosiego, vacía y convierte en algo horrible el mundo de Werther. Enamorarse —nos demuestra hoy la neurobiología— es un paso indispensable para que florezca el amor. Pero son dos cosas distintas y sólo puede consumarse si a la primera fase le sigue la segunda etapa. En el camino a esta etapa había dos vallas que Werther no podía salvar: su propia amistad con Albert y el sentido común de Carlota.

El suicidio del protagonista sí anticipaba, en cambio, un descubrimiento reciente: la conexión entre los efectos específicos que forman parte del concepto neurobiológico del amor por una parte y, por otra, numerosas componentes no específicas e interrelaciones simultáneas del mecanismo amor-placer. El impulso básico de fusión con otro organismo, así como la generación de vínculos profundos de afecto, comparten un amplio entramado de señalizaciones y características fisiológicas del amor romántico o del amor maternal con el amor sexual y otras actividades necesarias para hacer frente al estrés o a la supervivencia. El amor platónico por sí mismo no se sustenta. Esas conexiones desembocaron en el suicidio de Werther.

Lo que los monos nos han enseñado del amor


El amor ha fascinado a la humanidad. Dos personas se conocen y se enamoran. El amor «surge» —uno no hace nada para padecerlo, simplemente ocurre—; el amor nos hace olvidadizos, obsesivos, vulnerables, inseguros, celosos, acelera nuestro pulso, nos puede sumir en la depresión o la euforia. La experiencia del amor se vive como algo irracional, predestinado; deforma la realidad, no obedece a las leyes de la razón y la objetividad.

De algún modo, aflora cierta lógica en ese impulso subconsciente. El amor llega por azar y sería paradójico que pudiera controlarse como se controla una herramienta fabricada por uno mismo. Como dice Alain de Botton, «la ausencia de diseño laborioso y ejecución calculada en el amor lo sitúa fuera de lo que se puede controlar». En su lugar, se produce un poderoso sentimiento que provoca síntomas enfermizos que nublan la razón y quiebran la voluntad.

Es cierto que el amor se apoya sobre dos cimientos que también conforman las enfermedades psicológicas: los recuerdos inconscientes y los mecanismos de defensa. Enamorarse depende en gran medida de nuestras experiencias y de aprendizajes pasados. En este sentido tiene connotaciones de transferencias del pasado. Muchos psicólogos ven en él un retorno a la infancia en el clamor por el ser querido.

El gran especialista en percepción sensorial Ranulfo Romo, neurólogo de la UNAM del Distrito Federal de México, es quien más ha ahondado en el papel de la memoria para analizar la percepción del universo exterior e interior. Tras años de experimentación con monos rhesus, Romo ha concluido que sin memoria no hay concepción del mundo. Ni del amor.

Ante un estímulo externo —una mujer muy guapa e inteligente, o un hombre muy esbelto e inteligente—, la parte primordial del cerebro activa una sensación de bienestar. Para que esta sensación se transforme en un sentimiento de amor o una emoción de felicidad hace falta que el pensamiento se ponga a hurgar en la memoria, en busca de datos o recuerdos similares. Es una búsqueda frenética e instantánea en el pasado. Tan es así que —de acuerdo con Ranulfo Romo— no existiría el mundo sin memoria. En cierto modo, todo es pasado. Si la mente no encuentra en la memoria nada que pueda compararse al estímulo externo en belleza, sentimientos o capacidad de amar, entonces nace el amor que fusiona a la pareja.

Cuando el sistema límbico entra en estado de alerta, a raíz de un estímulo amoroso —como dice Louanne Brizendine, algo sabrá de esto la amígdala, que lleva millones de años ponderando en segundos la viabilidad de los flechazos «químicos»—, primero recurre a la memoria.

«Esa mirada fulminante. ¿Hay rastro de ella en la memoria? Nada que pueda comparársele.»

«Ese olor que me embriaga. ¿Hay rastro de él en la memoria? Nunca hubo nada parecido.»

«Esa blancura de dientes. ¿Hay rastro de ella en la memoria? Jamás se ha visto un indicador de salud tan clamoroso como éste.»

«Esos senos simétricos, perfectos. ¿Hay rastro de ellos en la memoria? Ningún indicio de nada que concilie belleza y fertilidad como esos pechos.»

«Salta a la vista su capacidad de amar infinita. ¿Hay rastro de ella en la memoria? Nunca he sentido nada igual.»

Así nace el amor en los monos rhesus y en los humanos. Fundamentalmente es pasado. Y sin memoria no existiría. Si prolongamos este proceso mental a sus consecuencias últimas, resulta que son casi alucinantes. Por una parte, se está sugiriendo que la experiencia amorosa más reciente debe superar siempre el umbral de profundidad y complejidad alcanzado por las anteriores. Como ocurre con las drogas, cada vez se requieren dosis mayores para colmar el síndrome de abstinencia.



«
Sin memoria no hay universo.» El sueño de Jacob (1639), óleo sobre lienzo de José Ribera, Museo del Prado, Madrid.

Más alucinante todavía resulta la corroboración indirecta de las tesis del neuropsiquiatra Elkhonon Goldberg, catedrático de neurología de la Universidad de Nueva York, al comprobar que el nivel de felicidad aumenta a partir de una edad avanzada. No se trataría, únicamente, de que el paso de los años haya ampliado inusitadamente el archivo de datos y recuerdos para confabular un poder metafórico cada vez más acrecentado —como sugiere Goldberg—, sino que las últimas sensaciones de bienestar, para poder transformarse en sentimientos, habrán requerido experiencias más ricas y complejas que las anteriores.

Los mayores de sesenta y cinco años son más felices —como demuestran las encuestas— por dos razones: el referente al mayor tamaño del archivo que sustenta la capacidad metafórica, así como la inevitable mayor sofisticación de las últimas experiencias amorosas con relación a las primeras. Se diría que enamorarse, además, tiñe de un manto de romanticismo que disimula la crudeza de nuestros instintos sexuales y minimiza nuestra ansiedad, porque no ofende.

Algunos autores, como Peter Kramer, el psiquiatra estadounidense autor de Escuchando al Prozac y otros populares libros de autoayuda, cuestionan la condición patológica del amor aludiendo al sosiego y la felicidad que aporta. Pero es difícil negar que cuanto más objetivo se debería ser, en vista de que se está eligiendo alguien estable para perpetuarse, menos se fija uno, de manera consciente, en las características físicas o mentales del ser amado. La paradoja de las paradojas consiste en constatar los límites insospechados del que está enamorado, negando de cuajo cualquier imperfección del ser querido.

Encontrar pareja es tan fundamental para la selección sexual —e incluso para la selección natural— que resultaría sorprendente que la evolución no hubiera previsto un órgano específico para ello, habiéndolo previsto para funciones menos relevantes. El hígado o el riñón garantizan la supervivencia, pero de poco sirve sobrevivir —ése sería el punto de vista de los genes, si tuvieran punto de vista— si no pueden reproducirse y garantizar la inmortalidad de sus instrucciones genéticas. Lo tienen todos los mamíferos, para citar sólo el grupo al que pertenecemos.

¿Cómo no íbamos a contar nosotros con un mecanismo específico que se encargue de suscitar el amor y llevarlo a buen puerto? Tareas tan complejas y decisivas como localizar al otro, discernir su ánimo, su estado reproductivo y su disponibilidad no se podían dejar a la buena de Dios. Hasta fecha muy reciente, no obstante, se negaba el sustento fisiológico y neuronal específico del amor.

El soporte biológico del amor


En el lapso de tiempo comprendido entre hace dos millones y medio de años y hace doscientos cincuenta mil, el volumen total del cerebro, según las estimaciones del biólogo de la Universidad de Harvard E. O. Wilson, se fue expandiendo a razón del equivalente al volumen de una cucharada cada cien mil años. De lo que antecede se deduce que el tamaño del cerebro pudo desempeñar un papel de precursor, pero no ser el factor decisivo del cambio en los humanos. Los inexplicables y largos silencios en la historia de la evolución hay que imputarlos a lo que ocurría o no ocurría dentro del cerebro, a la puesta en marcha de determinados mecanismos cerebrales a raíz de variaciones genéticas a lo largo de la evolución. Desde hace cuarenta mil años, todo o casi todo; antes, nada o casi nada.

El cerebro es un órgano que sirve para reconocer estructuras o formas. Como dice Jeff Hawkins, uno de los ingenieros informáticos más brillantes de Sillicon Valley, inventor de la calculadora Palm Pilot y del teléfono inteligente Treo, el cerebro identifica estructuras que luego almacena en la memoria y a partir de ellas formula predicciones sobre el mundo que le rodea. Lo acabamos de ver con los monos rhesus y el amor. Se conoce a alguien o algo cuando se puede predecir sobre ello. Sin reconocimiento de formas es imposible predecir su comportamiento futuro; como decía el neurólogo Richard Gregory, profesor emérito de neuropsicología de la Universidad de Bristol, el cerebro no está para buscar la verdad, sino para hacer predicciones para poder sobrevivir.

Es lógico que el cerebro deteste equivocarse, porque equivale a haber confundido desde el inicio una forma por otra, cometido un error en el proceso de almacenamiento y recuperación del recuerdo, fallado en la predicción consiguiente o las tres cosas a la vez. Estos errores pueden costarle la vida al organismo que sustenta y, por lo tanto, no tiene nada de extraño que el sistema límbico haya previsto reacciones encolerizadas que escapan al control de la razón.

Es difícil sobrestimar la trascendencia de esa capacidad predictiva del cerebro. A través de esta función nos imbricamos con el resto del mundo. El proceso de búsqueda del placer o de evitar el castigo que puede comportar un estímulo exterior constituye un mecanismo para predecir el margen de error; sólo así el cerebro aprende cómo funciona la mente de los demás. Es la herramienta fundamental a la que recurre el cerebro para conocer y sumergirse en el mundo que está fuera de nuestra mente. Lo de menos es la recompensa o el castigo; lo importante es el conocimiento que se deriva de esa predicción.

Como se verá en el capítulo siguiente a través de un ejemplo concreto de predicción fallida —el aplazamiento inesperado del regreso del ser amado a la habitación de un hotel en Nueva York—, el castigo transitorio de su ausencia tuvo mucha menos trascendencia que el aprendizaje derivado de la predicción no cumplida; gracias a ella, la mente profundizó en el conocimiento de la mente de la pareja, corrigió las bases de partida de la predicción en el futuro y sacó conclusiones, como se verá, irreversibles.

Ese descubrimiento reciente del funcionamiento de la mente —que debemos al equipo dirigido por el neurólogo británico Chris Fritz— tiene una importancia decisiva en el amor, raramente aprehendida por el subconsciente de los amantes. Sigamos con el ejemplo que acabamos de enunciar.

La protagonista es una persona, como se verá en los dos capítulos siguientes, harto acostumbrada a manipular el circuito cerebral de la motivación y la recompensa para conseguir sus propósitos. Jugando con la perspectiva de la recompensa sexual o la amenaza medida del rechazo casual, los pretendientes terminan ejecutando fielmente la conducta inducida.

La seducción de la recompensa o el temor al castigo al final del trayecto son tan arrolladores para los mamíferos, incluso para nosotros, los homínidos, que los manipuladores del deseo no suelen percatarse de que, siendo importante, la recompensa y el castigo no son el final de la historia, sino apenas su comienzo. Lo esencial para el cerebro —particularmente el de los homínidos— es el aprendizaje vinculado al análisis del grado de error en la predicción efectuada por la mente.

La protagonista de esa historia de amor no cayó en la cuenta de que, en contra de todas las apariencias, el circuito cerebral para la recompensa se perfila como el pilar fundamental de la mente para aprender a sobrevivir e interactuar con el resto. Y eso no se consigue midiendo la intensidad del placer o del dolor provocado, sino el grado de error en la predicción cerebral y, cuando lo hay, señalando el consiguiente cambio de rumbo.

Helen Fisher, antropóloga de la Universidad de Rutgers, Nueva Jersey, Estados Unidos, colaboró con psicólogos, neurólogos y estadísticos para interpretar los datos resultantes de imágenes por resonancia magnética funcional (IRMF) tomadas en Nueva York a personas locamente enamoradas. Compararon esas imágenes con las de personas «normales». Los resultados coincidían bastante con los obtenidos poco antes por Andreas Bartels y Semir Zeki en el Reino Unido en el estudio mencionado en el capítulo 3. En los dos experimentos se activaban zonas neuronales del llamado núcleo caudado y en las personas que llevaban dos años o más enamoradas —no en las otras— se activaban también la corteza cingulada anterior y la corteza insular. Como admite la propia Helen Fisher, no sabernos qué indica esto exactamente.

El núcleo caudado es una región extensa en forma de «C» adscrita al cerebro reptiliano formado mucho antes, más de sesenta millones de años, de que se originara el cerebro de los mamíferos. Ahora sabemos que el caudado es parte integrante del sistema de recompensa del cerebro: la red neuronal que controla las sensaciones de placer, la excitación sexual y la motivación para conseguir recompensas; que planifica, en definitiva, los movimientos específicos para obtenerlas.

Como ya señaló Whittier en la década pasada, la circunvalación angulada anterior es una región en la que interaccionan las emociones, la atención y la memoria relacionada con el trabajo. En cuanto a la corteza insular, recoge los datos procedentes del tacto y la temperatura externa. Contactos de la piel mediante caricias entre personas han revelado la existencia de un tacto límbico que activa directamente la ínsula, generando sentimientos de placer, al margen de la corteza somatosensorial.

«¿Y qué?», se preguntará, lógicamente, el lector. La verdad es que las imágenes de resonancia magnética de las personas locamente enamoradas todavía no nos dejan descifrar la sustancia cerebral del amor. Con toda probabilidad, habrá que escrutar en los genes del comportamiento, suponiendo que existan, o en los receptores de determinadas hormonas que puedan escapar a las exploraciones por resonancia magnética. Pero no tiene sentido desesperarse, porque estamos rozando el descubrimiento de una clave insospechada.

El gen amoroso en la mosca del vinagre y los ratones de la pradera


Recientemente, la comunidad científica ha dado un paso de gigante en el viaje hacia el amor al descubrir, por primera vez, genes del comportamiento en animales que pueden explicar el impulso de fusión en una pareja. Se está apuntando, pues, a las bases biológicas de la unión entre dos individuos.

Los especialistas en genética han dedicado muchas horas a disipar cualquier ilusión de que un solo gen pueda ser responsable de enfermedades determinadas, salvo en contadas ocasiones. No es nada extraño que, en esas circunstancias, mostraran enormes reticencias no sólo a admitir sino a investigar que un gen, en particular, pudiera ser el único responsable, no ya de una enfermedad, sino de un comportamiento social.



U
n ejemplar de ratón de la pradera.

En distintos laboratorios que investigan el comportamiento de animales como los nematodos, las moscas y los ratones, se han identificado una treintena de esos genes del comportamiento. Tenemos, pues, genes del comportamiento por una parte; receptores de hormonas muy específicas como la vasopresina y la oxitocina que proliferan en la región del núcleo caudado y, finalmente, la influencia del ambiente: la rata que lame con frecuencia al hijo lo convierte en un individuo más amable y seguro de sí mismo. ¡Un toque de atención para las madres poco pródigas en besos y caricias! Vamos a examinar los dos primeros factores detenidamente.

El autor indiscutible del guión de la película que explica el suceso milenario y repetido del amor ha sido un ratón; un ratón de la pradera de cuyo nombre ya nadie se acuerda, a pesar del poco tiempo transcurrido. La noticia la dio el laboratorio de la profesora de biología molecular y celular Catherine Dulac, del Howard Hughes Medical Institute, en Chevy Chase, Maryland. Se trata de un ratón que es incapaz de detectar la identidad sexual de los individuos de su misma especie después de extraerle el gen que determina la molécula reguladora TRPC2.

Se sabía que un gen del comportamiento en el macho del ratón de la pradera era el responsable del vínculo de fidelidad en la pareja, así como de su buena inversión parental. Como dice Sue Carter, profesora de psicología de la Universidad de Illinois, en Chicago, refiriéndose al protagonista de la película, «el comportamiento del ratón de la pradera rasga el velo y permite ver el amor sin la capa cognitiva que supuestamente lo envolvía».

Pero antes de aclarar por qué las investigaciones en torno a los hábitos amorosos de dicho animal han dado con la clave del sustento fisiológico del amor moderno, vale la pena recordar los únicos antecedentes con que contábamos, que tienen que ver con la maltraída mosca del vinagre (Drosophila melanogaster), responsable de las cuatro cosas que sabemos sobre los vínculos entre genética y comportamiento.

Hace treinta años se descubrieron moscas que eran perfectas lesbianas. Despreciaban a los machos y ejecutaban con sus compañeras hembras todo el ritual que —para utilizar las mismas palabras de Hannah Hickey al explicar el hecho— «no siguen los varones latinos el sábado por la noche».

Para la Drosophila melanogaster, el cortejo es una secuencia estereotipada e instintiva de acciones, llevadas a cabo por el macho, que incluye estímulos visuales, olfativos, gustativos, táctiles, auditivos y mecano-sensoriales, intercambiados entre los sexos. El cortejo de esta pequeña mosca es curiosamente elaborado. Se acerca a la hembra, llama su atención con sus patas delanteras, le canta una canción con la vibración de sus alas, la lame y le redondea el abdomen para el apareamiento. Si a ella le gusta, detiene el vuelo y acepta sus propuestas. Si no es de su agrado, agita las alas con un zumbido que no necesita traducción.

El año pasado, las tres universidades estatales de Stanford, Brandeis y Oregon, gracias a investigadores como Adriana Villella, Barbara J. Taylor y Margit Foss, entre otros, se centraron en el estudio de un gen llamado fruitless ('sin fruto, estéril'), que es uno de los aproximadamente trece mil genes del genoma de la mosca del vinagre. Los tres laboratorios habían descubierto previamente que ese gen es el que controla el elaborado ritual de cortejo.

Si en el laboratorio se inactiva dicho gen en los machos, éstos pierden todo interés por las hembras; pero hay más: si lo activan en las hembras, éstas ejecutan el ritual de apareamiento específico del sexo opuesto. Es el ejemplo más sorprendente de que un gen controla el comportamiento sexual. Activar un único gen específicamente masculino hace que una mosca hembra despliegue conductas de cortejo masculino: persigue a otras hembras, toca sus abdómenes y les canta serenatas de amor con sus alas.

Barry J. Dickson, director científico del Instituto de Investigación en Biología Molecular de Viena y miembro de la Academia Austríaca de Ciencias, afirma que estamos en presencia de un gen principal regulador del comportamiento, de manera idéntica a como otros genes sirven de reguladores principales para fabricar un ojo u otro órgano. ¿Es posible, pues, que las conductas y los órganos se articulen de forma muy parecida, cada uno pendiente de un gen regulador principal que controla una red de otros genes de nivel menor? ¿Quién sabe?

Otro ejemplo no menos sorprendente plagado de implicaciones para la vida del futuro. Existen dos variantes del gusano C elegans. El uno es solitario y se busca el sustento por su cuenta. El otro es social y campa en grupo para buscar comida. La genetista Cori Bargmann de la Universidad de Rockefeller ha comprobado que la única diferencia entre los dos consiste en un aminoácido situado en una proteína receptora que comparten ambos. Pues bien, si al gusano social se le extrae ese receptor y se le coloca al solitario, este último ya sólo sale a comer acompañado.

Todavía estamos lejos de poder sugerir que algo parecido pueda ocurrir con los humanos, pero a la luz de estos antecedentes no sería nada extraño que en algún lector esté arraigando ya la sospecha de que también en nosotros un solo gen pueda determinar los comportamientos de apareamiento. En todo caso, el descubrimiento que se barruntaba en esos antecedentes de la mosca del vinagre se ha visto reiterado y amplificado con el hallazgo referido, esta vez, al ratón de la pradera.

Las hormonas y los circuitos cerebrales del amor


Es lógico aducir que lo que ocurre con los ratones de las praderas puede no tener nada que ver con lo que sucede a los humanos. Tanto más cuanto que, a juzgar por las investigaciones efectuadas, en algún momento de la evolución se produjo una mutación que dejó a los humanos sin el segundo sentido del olfato: el órgano vomeronasal encargado de detectar las señales de las feromonas.

Me encantaría poder ayudar a disipar la inquietud de los lectores remisos a aceptar que existe un gen responsable del comportamiento amoroso, similar a los que diseñan una pierna o un hígado; y todavía me gustaría más que no se quedaran con la sospecha de que el amor moderno obedece a cánones fijados en el resto de los animales hace millones de años.

Pero en conciencia, con la mano en el corazón —y después de innumerables lecturas y conversaciones con los científicos especializados en este tema—, soy incapaz de negar esta sospecha por tres motivos.

Primero. No se ha podido demostrar que los humanos sean insensibles a las feromonas, sino más bien lo contrario, si se concede el valor que merecen a los experimentos de sincronización del ciclo menstrual en mujeres.

Segundo. Enjuiciadas en su conjunto, las nuevas pruebas demostrarían, de manera irrefutable, que comportamientos sexuales innatos tienen una base genética muy fuerte. Cuando se constatan comportamientos innatos, es muy arriesgado descartar que no están modulados por circuitos cerebrales al igual que ocurre con otras partes del organismo.

Tercero. Las investigaciones más recientes corroboran la sospecha de que estos circuitos neuronales del amor existen. Y a ello vamos a dedicar las páginas que siguen.

El lector descubrirá así que el amor entre dos personas tiene igual rango e importancia para la salud y la supervivencia de la especie que otros impulsos como el sexo o la alimentación. Y, de paso, puede encontrar pistas que le ayuden a moverse con más tino por el azaroso camino del amor romántico, vínculos de unión, amor maternal y lazos afectivos. Un camino mucho menos plagado de peligros y accidentes de lo que sugiere la literatura o la propia vida de la gente, cuyo entramado institucional sigue postergando, en su orden de prioridades, responder a la pregunta de por qué somos como somos.

Haciendo el amor se segrega oxitocina, que juega un papel fundamental en la conducta sexual, ya que está presente en todas sus fases: en el enamoramiento, en el posparto y en la lactancia. La leche contiene niveles altos de oxitocina y prolactina, que facilitan el vínculo entre la madre y el recién nacido. Los niveles de oxitocina se disparan en los enamorados y la segregan tanto los hombres como las mujeres al copular. En los primeros, se supone que facilita el transporte de los espermatozoides en la eyaculación. En ambos —tal vez por ello sea la más espiritual de las sustancias químicas, a pesar de estar involucrada en las tareas terrenales de la reproducción sexual— sustenta la fidelidad y la creación de vínculos afectivos en la pareja.

Junto con la vasopresina, ese péptido es un transmisor neurobiológico clave para el amor y la consolidación de la pareja. Según Tobias Esch y George B. Stefano, la vasopresina podría ser responsable del rechazo o la agresión tras la cópula, que algunos identifican con el acto sexual consumado sin vínculo afectivo. Pero la oxitocina actuaría de forma más contundente que la vasopresina.

La testosterona que, en el caso del amor, se comporta de manera diferente según los sexos, constituye un enigma. En el hombre enamorado disminuye, mientras que en las mujeres aumenta. A falta de una explicación científica, el lector le perdonará al autor si agarra por los pelos este dato y lo enarbola —como la pancarta de Raquel en el estadio de fútbol— como prueba concluyente del concepto de fusión entre dos seres que se ha manejado a lo largo del libro. Enamorarse equivale a querer fusionarse con el otro, a borrar las barreras físicas y de género, a igualar a los enamorados reduciendo rasgos típicamente masculinos en el hombre y aumentándolos en la mujer, incluyendo, claro está, un estilo más extrovertido y agresivo, característico de niveles específicos de testosterona.

En cuanto a la dopamina, es fundamental en la biología del amor, particularmente en lo que se refiere a los mecanismos de señalización y placer. Estudios realizados sobre animales indican que la elevada actividad de las neuronas vinculada a la dopamina podría desempeñar un papel determinante en la elección de pareja de los mamíferos. Cuando un ratón de la pradera hembra se aparea con un macho, desarrolla una marcada preferencia por ese macho, y cuando se le inyecta dopamina empieza a mostrar preferencia por el macho que estuviese presente en el momento del experimento, aunque no fuese su pareja.

Serotonina y desamor


La serotonina, por el contrario, encabeza la lista de las sustancias que modelan el desamor. Todo empezó en 1999, cuando Donatella Marazziti, psiquiatra de la Universidad de Pisa, empezó a indagar si existían razones bioquímicas para el llamado trastorno obsesivo compulsivo. El principal sospechoso era la serotonina, un neurotransmisor que tiene un efecto sedante sobre el cerebro. La falta de serotonina se ha relacionado con la agresividad, la depresión y la ansiedad. Las drogas de la familia del Prozac combaten estos estados elevando los niveles de serotonina en el cerebro. Así que Marazziti decidió comprobar los niveles de serotonina en el cerebro de las personas que padecían dicho trastorno.

Por métodos indirectos pero fiables se pudo comprobar que los niveles de serotonina eran inusualmente bajos en aquellas personas con trastorno obsesivo compulsivo. Pero de paso Marazziti comprobó algo sorprendente: estos pacientes tenían pensamientos obsesivos similares a los de las personas enamoradas. Tanto estos pacientes como los individuos enamorados pueden estar horas y horas ensimismados con un objeto o persona dados. Ambos grupos incluso pueden ser conscientes de que sus obsesiones son algo irracionales, pero no pueden liberarse de ellas. Así que Marazziti se preguntó si también disminuían abruptamente los niveles de serotonina de los enamorados.

Al explicar esos hallazgos, la divulgadora científica estadounidense Kathryn S. Brown recuerda que, para comprobarlos, Marazziti y su equipo se pusieron a la caza y captura del amor a través de estudiantes —chicos y chicas— de la facultad de medicina de la Universidad de Pisa que se hubieran enamorado en los últimos seis meses; se eligieron personas obsesionadas con su amor al menos cuatro horas al día, pero que no hubiesen mantenido aún relaciones sexuales con la persona amada. Se buscaban Romeos y Julietas con una pasión espontánea, sin las interferencias propias de las tormentas hormonales sexuales ni el sosiego del paso del tiempo. El equipo investigador también reclutó a veinte personas adicionales con diagnóstico de trastorno obsesivo compulsivo y otras veinte que ni estaban enamoradas ni sufrían trastornos psiquiátricos.

Las conclusiones del experimento confirmaron las sospechas iniciales: los estudiantes «normales» tenían niveles habituales de serotonina, mientras que los otros dos grupos —los que padecían trastornos obsesivos compulsivos y los que estaban enamorados— tenían niveles más bajos hasta en un 40 %.

Para confirmar su intuición de que los niveles de serotonina sólo se desploman durante las primeras fases del amor, y no después, los investigadores sometieron a seis de los estudiantes a las mismas pruebas un año después del inicio del estudio. Comprobaron, efectivamente, que los niveles de serotonina habían vuelto a la normalidad, y que un afecto más sutil hacia la pareja había reemplazado sus primeros sentimientos.

Las personas enamoradas arrojan índices de Cortisol más elevados, reflejando así el estrés que producen los estímulos asociados a los inicios de una relación sentimental. Hace falta un nivel moderado de estrés para iniciar una relación. El amor es un arma de doble filo. Enamorarse y ser correspondido nos hace sentir bien, eufóricos, obsesionados con la persona amada. A veces puede dar la impresión de que es un estado idéntico a las conductas obsesivas. La diferencia está en que, en estas últimas, la obsesión se concentra en alteraciones de conducta, mientras que enamorarse cambia, sobre todo, el pensamiento: sólo se piensa en la persona amada.

Lo que ocurre con la serotonina es intrigante porque es una hormona del placer. Pero la primera fase del amor no suele suscitar la calma mental propia de la serotonina. Un buen encuentro genera ansiedad porque, aunque se pueda empezar a estar enamorado y postergar la aversión a los extraños, de entrada tampoco se quiere experimentar ese amor en particular.

¿Qué lector de sexo masculino no ha experimentado la frustración que causan las reticencias y los aplazamientos consecutivos —la promesa de otra cena dentro de una semana, o de tomar un café pasado mañana— de la hembra potencialmente enamorada? Esta actitud femenina que rebota en la mente del seductor tiene claros perfiles genéticos; se trata de la precaución lógica de quien tiene más que perder en una inversión parental precipitada, del papel activador de un grado moderado de incertidumbre en el circuito cerebral de recompensa y, con toda probabilidad, de la mayor componente mental que biológica en la libido femenina.

Según Bartels, resulta útil recordar que las regiones cerebrales ricas en oxitocina y vasopresina, las hormonas del amor, se superponen con fuerza sobre aquellas ricas en dopamina, el neurotransmisor tradicionalmente asociado con el circuito de recompensa del cerebro. Se ha sugerido que las preferencias mostradas por una pareja dada, a largo plazo, se deben a los circuitos de la vasopresina que, de alguna manera, conectan con los circuitos de la dopamina, por lo que un animal asociará a una determinada pareja con una sensación de recompensa. En aquellas regiones del cerebro de los mamíferos monógamos ricas en dopamina, los llamados receptores V1 de la vasopresina son más abundantes que en los mamíferos promiscuos. Su elevado nivel podría ser la causa o una de las causas evolutivas que propiciaron la conexión entre circuitos. Como subraya Bartels, «creo que empieza a concretarse que el mecanismo afectivo de preferencias utiliza el circuito de la dopamina para que las experiencias de apego sean satisfactorias».

Las zonas que coinciden, incluyendo las áreas de oxitocina y vasopresina, representan claramente un «sistema de apego básico», con lo que, en los humanos, a esas zonas se las podría calificar de «sustrato neuronal del amor puro». El azar quiso que se unificaran los circuitos para identificar a la pareja elegida con los del placer y de ahí naciera el amor irresistible.

Por tanto, la fase temprana del amor se asemeja a una montaña rusa hormonal, con subidas y bajadas bruscas que inducen los distintos estados necesarios para que una buena relación pueda estabilizarse más adelante. ¿Quién no se reconoce en una situación como ésta, característica del flechazo improvisado? Es algo químico y repentino, pero que ya tiene todo el potencial del amor absoluto. No es el momento adecuado para la calma. Bajan los niveles de serotonina. Simultáneamente, surge un rechazo a dejarse arrastrar inmediatamente por estímulos nuevos que trastocan compromisos ya adquiridos. Sube la concentración de vasopresina. ¿Quién gana o pierde la partida? Tiene más posibilidades de ganar aquel de los dos en la pareja que sea consciente de cabalgar en una montaña rusa y sepa esperar a que suene el silbato del final de esta vuelta. Para reiniciar el camino después de la tormenta hormonal.

El amor no resiste el olvido


Sin embargo, es la nueva ciencia de la mente —surgida de la conjunción de la neurobiología, la psicología y la biología molecular— la que está arrancando los últimos velos al misterio del amor. El amor, nos dice la ciencia de la mente, está efectivamente codificado en el cerebro.

Los efectos del paso del tiempo eran imprevisibles hasta que la biología molecular ha permitido a los neurocientíficos penetrar en algunos de sus secretos. Se sabía que el paso del tiempo mata el dolor. A los seis meses de un gran contratiempo personal, la mente lo ha digerido y la vida que parecía inconcebible tras la desgracia empieza a perfilarse de nuevo y renace la esperanza. Sabíamos, también, que cuando no ha ocurrido nada sino todo lo contrario, es decir, cuando al final del camino se está convencido de que se experimentará una emoción positiva —una boda, un nacimiento—, el mayor error que puede cometerse es desperdiciar la felicidad que rezuma todo el proceso de la búsqueda. La felicidad está en la sala de espera de la felicidad.

Lo que se ignoraba es que la ausencia física durante mucho tiempo mata el amor. El amor romántico parece eterno o no es amor. «Te querré siempre», se dicen los enamorados. Pero las investigaciones moleculares del científico lord Edgar Douglas Adrian, realizadas hace más de treinta años, apuntaban en dirección contraria. Ahora sabemos que tenía razón. ¿Por qué?

Las señales eléctricas que utilizan las células nerviosas para comunicarse son muy parecidas unas a otras, al margen de la fuerza, duración o localización del estímulo exterior que las provoca. Cuando se rebasa el umbral para producir la señal, ocurre la descarga. Si ella o él no es capaz de generar la señal en el sistema nervioso del otro, no pasa nada. Pero cuando ocurre, los potenciales de acción son siempre similares. El lector se preguntará enseguida cómo se transmite, entonces, la intensidad del estímulo. ¿De qué manera una neurona informa de la intensidad del estímulo que la hace vibrar?

Lo siento, querido lector, pero la intensidad transmitida no depende del tipo de señal de alarma o deseo generado por el estímulo exterior, sino de su frecuencia. La duración del estímulo se codifica en los circuitos neuronales en la duración de la activación, mientras que la intensidad del estímulo se codifica en la frecuencia de la activación. También la duración de la sensación viene determinada por el periodo de tiempo durante el que se sigue generando el potencial de acción. Si todos los estímulos se agolpan conjuntamente, la sensación será intensa; si se espacian en el tiempo, la sensación será débil.

Es más, no sólo la intensidad experimentada depende de la frecuencia con que se produce el estímulo, sino que el tipo de información transmitida depende de la clase de fibras nerviosas activadas y de los sistemas cerebrales específicos a los que están conectadas esas fibras. La información visual es distinta de la información auditiva porque transcurre por canales distintos. Estamos sugiriendo que lo que está en el origen de una sensación —ya sea visual, táctil o auditiva, los ladrillos del amor— es indiferente. Lo único que cuenta es la frecuencia de los impulsos y los canales de comunicación utilizados por el cerebro.

¿Cómo es posible que en la vida cotidiana seamos tan desconsiderados con el impacto del tiempo, de las ausencias y las frecuencias? ¿Por qué prescindimos de ellas tan olímpicamente, olvidando los desvaríos que genera esta actitud en la vida de la gente?

Si científicos precursores, como lord Edgar Douglas Adrian hace treinta años y seguidores suyos actuales, como el premio Nobel Eric R. Kandel, han demostrado la importancia de la frecuencia de los estímulos a nivel celular para definir la intensidad de una emoción, ¿por qué sigue habiendo tantos padres que no tienen tiempo de conversar con sus hijos o enamorados que remiten a las calendas griegas el roce de sus manos o de sus labios? La única excusa que tenemos es que nadie, o casi nadie, ha dedicado tiempo a activar su capacidad metafórica para deducir, de las investigaciones más recientes de la biología molecular, sus implicaciones en la vida cotidiana.


L
a escritora norteamericana Sylvia Plath.

Lo que no tenemos es la supuesta componente cognitiva del amor desbocado, que brilla por su ausencia en los microscopios y resonancias, a pesar de la abundante producción literaria que ha generado. Pamela Norris, escritora y especialista en el periodo renacentista, atribuye parte de la culpa a que son los hombres, sobre todo, los que han reflexionado sobre el amor. La verdad es que cuando se analiza la contribución femenina al tema, la de grandes mujeres apasionadas e inteligentes, desde Safo en Grecia, pasando por Eloísa en la Edad Media a la norteamericana Sylvia Plath, el sentimiento de espanto y tristeza conjurado por el amor no puede ser más terrorífico.

Desde la confesión de Abelardo después de su castración («Me han cortado la parte de mi cuerpo con la que cometí el mal que les ofende» ; los sicarios del tío de Eloísa le habían sorprendido durmiendo) hasta el suicidio alevoso de Sylvia Plath, enfrentada al conservadurismo moderno, es difícil imaginar un concepto más opuesto y antitético del amor que el ofrecido por la neurociencia moderna. El desamparo y el sufrimiento de la gente de la calle contrasta con los fines evolutivos bienintencionados de las hormonas y los circuitos cerebrales.



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