Punset, Eduardo El viaje al amor [R1]


Capítulo 8 Construir un futuro común



Yüklə 1,61 Mb.
səhifə8/13
tarix12.10.2018
ölçüsü1,61 Mb.
#73932
1   ...   5   6   7   8   9   10   11   12   13

Capítulo 8
Construir un futuro común


Hechicero de océanos, de ruidos y memoria. Me confundes y no puedo olvidarte.
(Mensaje hallado en el móvil de X)
Gracias a razones evolutivas sin fin, como el tamaño de la pelvis o la invisibilidad del ciclo fértil de la mujer; al funcionamiento incesante de circuitos cerebrales, principalmente los del placer y la recompensa; al trasiego de hormonas, muy en particular la oxitocina y la dopamina, o de sustancias químicas señalizadoras de cuanto acontece; gracias a todo esto, ya tenemos a los enamorados viviendo juntos.

La tela de araña fruto de la convivencia y el tiempo —más frágil, todo sea dicho, que la de las arañas— se construirá gracias a instrumentos portentosos y contradictorios que modularán el resultado final.

La psicóloga experimental Dorothy Tennos distingue las siguientes etapas. La estrategia de fusión mutua, primero. Después, la construcción del nido, es decir, el soporte material, social y todo lo necesario para la perpetuación de la especie, incluidas las relaciones laborales. En esa construcción del nido, en la supuesta sociedad de la abundancia, adquieren una importancia creciente los efectos imprevisibles de los nuevos compromisos sobre los ya adquiridos.

Ese instrumento modulador de la vida de la pareja suele ir muy vinculado al último y más complejo de todos: la negociación de los márgenes respectivos de libertad e intimidad individual. Por último, todo lo anterior está condicionado a la resistencia de los materiales biológicos, incluidos los circuitos cerebrales por donde fluye el torrente inconsciente de los flujos hormonales.


Hablando la gente se confunde


Antes de adentrarnos en los recodos de la tela de araña, es ineludible traer a colación que el primer cometido de la pareja es entenderse. La verdad es que las bacterias parecen tenerlo más fácil. Cuando se trata de sistemas de comunicación, no siempre los más complejos funcionan mejor. Las bacterias recurren a un mecanismo llamado «percepción de quorum» —quorum sensing, en inglés— que, a pesar de ser organismos unicelulares, les permite gozar de las ventajas de los organismos complejos. Gracias a la percepción de quorum pueden incidir sobre la expresión genética de un conjunto de bacterias y, por lo tanto, sobre su comportamiento y futuro individual o colectivo. Se ha comprobado que lo hacen para tareas tan diversas como la simbiosis, la virulencia, la competencia o la formación de películas biológicas que pueden dar lugar a infecciones u obturar conducciones de agua.

El secreto radica en la emisión de unas sustancias químicas —a las que se hizo referencia en el segundo capítulo, al mencionar la primera molécula replicante— llamadas autoinductores. Como explican Christopher M. Waters y Bonnie L. Bassler del departamento de Biología Molecular de la Universidad de Princeton en Nueva Jersey, todas las bacterias son capaces de producir, soltar, identificar y responder a esas señales. A partir de un nivel mínimo de respuesta, el suficiente para poder combatir al sistema inmunitario del huésped, por ejemplo, entra en función la comunicación. Si los autoinductores reflejan, al contrario, una densidad de población bacteriana desorbitada, actúan de modo agresivo y destructivo. Lo mismo ocurre con las ratas y menos —hay que confesarlo— en los homínidos.

Entre los patógenos humanos que utilizan la percepción de quorum figuran los causantes de infecciones graves en las víctimas de quemaduras. La muerte de millones de personas en la Edad Media por culpa de la peste bubónica también fue por consenso. Lo que da idea del alcance que puede tener un buen sistema de comunicación.

«
Las bacterias se confabularon para desarrollar la peste bubónica.» Miniatura veneciana del siglo xiv que representa la peste que asoló Europa. Biblioteca Marciana, Venecia.

Afortunadamente, en el laboratorio de Agricultura del Cornell College, en el estado de Nueva York, se logró, por vez primera, cristalizar y purificar una de las principales proteínas responsables de la percepción de quorum. Ahora se sabe que en el mundo bacteriano hay una gran diversidad de moléculas que tiene como función la comunicación entre células, lo que permite anticipar la manera de interferir con el lenguaje bacteriano o, para decirlo en términos más familiares para los humanos, aplicar un lavado de cerebro a las bacterias en beneficio nuestro.

Resulta intrigante descubrir las ventajas del sistema de comunicación bacteriana comparado con el de organismos llamados superiores. Les permite actuar cuando «saben» que el número de individuos en la proximidad asegura el éxito de la función que van a llevar a cabo; por ejemplo, emitir luz o formar una película para colonizar una superficie. No hablan en balde, como ocurre con los homínidos, y su lenguaje puede ser específico o por grupos de bacterias relacionadas entre sí. Ningún problema de representación directa o indirecta.

Sugería que, a la hora de comparar los dos sistemas de comunicación, el de las bacterias con el de la pareja de homínidos, este último sale peor parado, a pesar de su mayor complejidad. Veámoslo.

Nuestro sistema monógamo, al contrario que los gorilas, se simultanea con comunidades de vecinos, lo que amplía el campo de la incomprensión recíproca a grupos muy numerosos. No hay más que observar el funcionamiento de cualquiera de estas comunidades o la comunicación entre regiones y naciones para darse cuenta de que cualquier modificación de la expresión genética de esos entes es muy problemática. Recordemos que una de las cosas que más preocupaban a Darwin a la hora de casarse era, precisamente, entenderse con los familiares de su futura esposa.

Después de las investigaciones que, de manera independiente, realizaron Noam Chomsky, el lingüista estadounidense creador de la gramática generativa, y el canadiense Steven Pinker, profesor de psicología en la Universidad de Harvard, ya conocemos casi todo el origen y la funcionalidad del lenguaje. Para resumir lo que nos interesa en el contexto que barajamos diremos que, en contra de la opinión mayoritaria, el lenguaje puede servir para entenderse pero, sobre todo, está diseñado para confundirnos.

Es difícil encontrar un atributo más sobrevalorado que el lenguaje hablado. No sólo se atribuye a la aparición del lenguaje el nacimiento de las artes, la religión y la ciencia, sino que la facultad de hablar sería, incuestionablemente, el factor diferenciador del hombre ante el resto de los animales. Se trataría, además, de algo irreversible, puesto que es una facultad innata. Nosotros hablamos y ellos no. Por otra parte, al lenguaje se atribuyen logros portentosos que van desde la aplicación de terapias cognitivas y la selección sexual hasta la instrumentación de la paz mundial mediante el diálogo.

El antropólogo Chris Knight ha sugerido, con razón, un esquema diferente. Al lenguaje le precedió una revolución social de la que éste sería, simplemente, un subproducto. ¿Por qué creo que Chris Knight ha dado en la diana? Para que el lenguaje se desarrollara, tal vez hizo falta un gen. Pero siendo importante, eso no fue lo esencial. Sólo cuando un colectivo ha desarrollado un espíritu de cooperación con los demás, ritos centrados en los vínculos contraídos por el sexo, la política o la vida social, y ha creado un protocolo de conducta que auspicia pasos en un determinado orden y no en otro, sólo entonces aparece el lenguaje indispensable para sellar ese tipo de compromisos y de sociedad.

No obstante, en la vida moderna se utiliza el lenguaje sin miramientos por el caudal social que le vio nacer. Suele ser un lenguaje grosero, lleno de improperios para no colaborar, sin referencia al tacto, al respeto del protocolo, a los vínculos contraídos, a la confianza mutua. Se diría que en las sociedades modernas la sugerencia del antropólogo Chris Knight no tiene sentido. Se puede perder el tacto, la delicadeza, el ánimo de salvar las apariencias, el respeto mutuo, el imperio de la ley basada en el consentimiento colectivo, sin perder la capacidad de hablar. ¿Pero le queda algo al lenguaje de sus orígenes nobles y rituales?

El bipedismo liberó las manos para poder hablar gesticulando y el lenguaje vocalizado, a su vez, liberó a las manos para poder fabricar máquinas y herramientas después. Se trata de un proceso muy largo que no culminó hasta hace unos treinta mil años cuando nuestros antepasados directos irrumpieron en los ámbitos del arte, la religión y el pensamiento técnico.

Muchas otras especies se comunican mediante el lenguaje —principalmente, los pájaros, los mamíferos marinos y los primates—, pero la gran diferencia entre el lenguaje de los pájaros y el nuestro radica en que nosotros no lo utilizamos únicamente para expresar estados emocionales, sino para intuir —con el ánimo de modificarla, manipularla o, si se quiere, mejorarla— la mente de los demás.

El ornitólogo norteamericano David Rothenberg ha comprobado que incluso determinadas especies de pájaros «cantan innecesariamente bien», ya que para la mera demarcación del territorio y la elección de la hembra su canto es exageradamente sofisticado. Cantan por otros motivos; posiblemente, para disfrutar y embelesarse con la belleza de su trino que se parece más de lo que creemos a la música. O bien, simplemente —como sabemos todos los que hemos domesticado pájaros—, porque están tristes tras haberles cambiado de sitio.

¿Para qué había servido el antecesor del lenguaje hasta el periodo que termina hace treinta mil años? Para poca cosa, analizado con la mentalidad de hoy día. Estuvo vinculado a las soflamas o gruñidos que preceden el acto de tirar piedras contra lo que se ama o detesta. Se sabe también que hasta un 30% del tiempo de nuestros antecesores los chimpancés servía para dar curso al cotilleo, que acompañaba la acción social y solidaria de sacarse las pulgas unos a otros, la ocasión pintada para intercambiar información social.

El antropólogo británico Robin Dunbar descubrió que cuanto más numeroso es el grupo, más tiempo se dedica a la limpieza y al cuidado del otro; con toda probabilidad, no porque haya más pulgas, sino mayor necesidad de intercambiar información social. Para Dunbar, las interminables sesiones de limpieza y chismorreo social constituyen las raíces del lenguaje. Resulta que también se prolongaban las sesiones dedicadas a matar pulgas y otros parásitos en función de la inestabilidad sexual. Lo que lleva de la mano a la otra gran finalidad del lenguaje en nuestros antepasados los primates: la selección sexual. En otras palabras, el lenguaje parecía acantonado —como sigue ocurriendo en un buen porcentaje de las poblaciones modernas— en la vida social y en el chismorreo apuntalado en el fútbol, la vida de los famosos y el sexo.

Para conjurar la estructura de la mente primordial se ha recurrido, a menudo, al concepto de navaja suiza, que sirve tanto para cortarse las uñas como para descorchar una botella de vino. El problema de turno se solventaba recurriendo, según los casos, a la cuchilla u hoja adecuada; por separado y sin la ayuda de un microordenador central que coordinara los distintos instrumentos de la navaja para una misma acción. Pero el modelo de la navaja suiza no es obviamente el modelo de la mente moderna.



U
na navaja suiza, un modelo opuesto al de la mente humana.

Sin lugar a dudas, el arqueólogo de la mente Steven Mithen es quien mejor ha esbozado el largo camino que desemboca en la mente moderna. En lugar de la metáfora de la navaja suiza, él utiliza el símil de una catedral en la que las distintas capillas están, en el inicio, totalmente incomunicadas. El antecesor común de todos los chimpancés, homínidos y monos hace más de treinta millones de años habría funcionado con una nave principal donde actuaba la inteligencia general aplicable a todas las situaciones. Si acaso, contaría con la ayuda incipiente de una capilla dedicada a la inteligencia social, que fue la primera en edificarse.

En una segunda fase —seguramente hace dos millones de años— la nave principal contaba ya con la ayuda complementaria de varias capillas especializadas en dominios de conocimiento que ampliaban profundamente la capacidad de solucionar problemas. Pero todavía faltaba mucho tiempo para que se diera curso a la creatividad mediante las interrelaciones entre las diferentes capillas y la nave principal.

Por último, hace tan sólo unos treinta mil años los homínidos empezaron a transferir de un dominio a otro los conocimientos acumulados a raíz de soluciones específicas que eran aplicables a escenarios totalmente distintos. Supuso la irrupción de la metáfora y la analogía en la vida cotidiana. La nave y las distintas capillas funcionan como un todo integrado que explica el salto impresionante en los niveles de creatividad ocurrido hace treinta mil años. A este proceso revolucionario se le ha calificado, con razón, de mente dotada de «fluidez cognitiva». O el big bang de la evolución de la mente.

Es evidente que los africanos que emigraron a Australia hace sesenta mil años, a Próximo Oriente hace cincuenta mil y a Europa hace unos cuarenta mil contaban con la facultad rudimentaria de ir de una capilla a otra conectando transversalmente sistemas o dominios de conocimiento distintos.

La compleja capilla del conocimiento social fue invadida por todo tipo de conocimientos no sociales, particularmente el físico para la utilización de nuevos materiales. Este brain storming o lluvia de ideas ubicada en la plataforma abierta del dominio social dio paso, además, a la conciencia de sí mismo, que fue instrumental para lograr el objetivo diseñado por la evolución muchos millones de años antes: intuir lo que pensaba el vecino. Para detectar cómo piensa el otro es preciso indagar primero en el interior de uno mismo, desarrollar el sentido de introspección que, más tarde, conducirá a la conciencia.

Tres ejemplos de lenguaje perverso


Puede que algunos lectores se pregunten si todo lo anterior, que viene de tan lejos, sigue teniendo la misma relevancia en la vida moderna. Tal vez basten tres ejemplos para disipar estas dudas. Uno banal, otro histórico y el último ligado a mi experiencia personal. Empecemos por el banal.

En tres días consecutivos grabé durante una hora, aleatoriamente, los diálogos espontáneos del personal de mi oficina, concretamente las conversaciones de las tres personas que compartían el mismo despacho. Se trata de científicos jóvenes doctorados por las mejores universidades de dentro y de fuera del país. Quiero decir que las grabaciones no se hicieron en las gradas de un campo de fútbol durante un partido Barça-Madrid. Conclusión: el porcentaje de conversaciones dedicadas al chismorreo social rondaba el nivel establecido por los chimpancés cuatro millones de años antes.

Darwin descubrió que los animales también tienen emociones. No es nada arriesgado afirmar, pues, que nuestro antecesor de hace medio millón de años también las tenía. Fue el comienzo. Se suele decir que los animales tienen instintos y los humanos inteligencia. La ciencia está demostrando que los dos tienen ambas cosas y, a lo sumo, los homínidos más de las dos. En cuanto los animales evolucionan con emociones e inteligencia, la manera de gestionarlas y los mecanismos concretos para la toma de decisiones serán vitales para determinar cuál de ellos sobrevive.

De la misma manera que un animal de caza necesita patas largas para perseguir a su presa y la liebre una configuración mental del espacio muy singular, los que sobrevivirán son los que tengan las patas más largas y el dominio mental del espacio más sofisticado. Como dice la psicóloga Janet Radcliff, si somos animales evolucionados, y somos así porque sobrevivimos con éxito, se puede empezar a enumerar qué tipo de características físicas y conductuales son las que han hecho a los animales tener éxito, incluidos nosotros.

¿Tan difícil es percatarse de algunas de las razones por las que nuestros antepasados tuvieron éxito? Básicamente, hubo dos razones fundamentales: manejaron mal que bien sus emociones, que les sirvieron para tomar decisiones imperiosas como huir o luchar, dar cauce a la ansiedad para estar alerta de manera que no les pillara el lobo, controlar el miedo y, muchos siglos después, activar la capacidad metafórica o creativa.

Justamente, en las condiciones cambiantes y complejas del mundo moderno, Daniel Goleman ya formuló la gran pregunta hace unos años. ¿Podemos manejar nuestras emociones, si nos lo proponemos, algo mejor que nuestros antepasados?

A menudo se olvida lo que quiso decirme el neurocientífico Joseph Ledoux en su despacho de la Universidad de Nueva York. Yo quería saber qué pasaría en el futuro con las dificultades de comunicación entre la parte emocional del cerebro y la razón. ¿Disminuirían o aumentarían los malentendidos entre los instintos y la inteligencia?

«La gente tiende a creer que el aumento de la capacidad de la parte más desarrollada del cerebro no va aparejada con un aumento paralelo de la capacidad del cerebro primordial; del sistema límbico», fue su respuesta. Ledoux sugería que las dificultades de comunicación entre la neocorteza y la amígdala —entre el órgano rector de la razón y el de las emociones— no disminuirían con la sofisticación creciente del primero y la atrofia de la segunda. Los dos cerebros se estaban sofisticando y manteniendo, por consiguiente, su poderío respectivo.

Si un día llegamos a gestionar y controlar mejor nuestras emociones, la vía no habrá sido la de reducir a un papel insignificante nuestros resortes instintivos o emocionales, a raíz de la creciente preponderancia de la neocorteza, sino una mejor integración y plasticidad de los dos cerebros. El heredado del resto de los mamíferos y el nuestro.

Un diálogo de sordos que cambió el mundo


En cuanto al ejemplo cargado de sentido histórico y nada banal, elegí las conversaciones en la isla de Yalta al término de la segunda guerra mundial entre Winston Churchill, primer ministro de Gran Bretaña, Franklin D. Roosevelt, presidente de Estados Unidos, y Iosif Stalin, jefe de la URSS.

«
Hablando la gente se confunde.» Winston Churchill, Franklin D. Roosevelt y Iosif Stalin fotografiados en la conferencia de Yalta, celebrada en febrero de 1945.

Como se puede comprobar con la lectura del texto de aquella negociación, el intercambio verbal constituyó lo que hoy se tildaría de «diálogo de sordos». Lo que importaba no era entenderse, sino sobrevivir defendiendo acérrimamente los intereses propios.

Ni siquiera eso se desprende de las conversaciones de los líderes mundiales de entonces, sino del acuerdo final. Lo cual alerta sobre un aspecto adicional e importante de la evolución del lenguaje: su relevancia surge con la innovación de la escritura y, particularmente, el carácter vinculante de los acuerdos o contratos suscritos. El lenguaje gestual y hablado ha supuesto una introducción prolongada durante millones de años; un divertimento social antes de entrar, realmente, en materia mediante la escritura y los contratos.

Suele decirse que el lenguaje es traicionero en clara alusión a que no siempre se dice lo que se quiere decir, ni se entiende lo que se quiere transmitir. Decía Miguel de Unamuno que cuando dos personas se encuentran no hay dos, sino seis personas distintas: una es como uno cree que es, otra como el otro lo ve y otra como realmente es; esto multiplicado por dos da seis. Una cosa es lo que uno dice, otra lo que el otro entiende que ha dicho y otra lo que realmente se quería decir.

En la famosa negociación de Yalta, en febrero de 1945, ¿qué papel desempeñó el lenguaje? ¿Qué querían conseguir los participantes? ¿Qué acuerdo alcanzaron? ¿En qué realizaciones se plasmaron sus palabras? ¿Cómo influyó el resultado de esta negociación en la configuración del orden mundial que se instauró durante décadas?

Tras la segunda guerra mundial toda Europa oriental y los Balcanes estaban ocupados por los soviéticos y la gran mayoría de los países de la región, con excepción de Grecia, se convirtieron en «democracias populares». La ocupación de esa parte del continente se realizó entre el verano de 1944 y la primavera de 1945. Cuando comenzó la negociación de Yalta, el ejército ruso poseía todos los territorios disputados e intervenía en las disposiciones internas de todos los países invadidos.

¿Qué pretendían los distintos actores con la negociación? Stalin quería redefinir las nuevas fronteras soviéticas. Churchill pretendía recuperar el equilibrio de la vieja Europa devolviendo a Francia, Gran Bretaña y Alemania su papel de viejas potencias mediante la reducción, entre otras cosas, de las exigencias de Moscú en materia de reparaciones posbélicas. Por su parte, Roosevelt buscaba un acuerdo sobre los procedimientos de voto en las Naciones Unidas y quería asegurarse la participación soviética en la guerra contra Japón.

El documento top secret de las negociaciones terminaba con la afirmación contundente por parte de Stalin de la necesidad de una Polonia libre y totalmente independiente. En términos más generales, Churchill y Roosevelt aceptaban las fronteras soviéticas y Stalin y sus aliados una Europa que garantizara elecciones libres, así como el establecimiento de regímenes políticos democráticos en toda Europa oriental.

El verdadero resultado de la negociación es de sobras conocido. Los intereses de Stalin —no manifestados literalmente en la negociación— quedaron reflejados en la realidad geopolítica de la posguerra; sellaron la decadencia internacional del Reino Unido en beneficio de dos países que se consolidaron rápidamente como las dos potencias más poderosas del planeta: Estados Unidos y la URSS.

Cuando un tiempo después los norteamericanos optaron por la política de rearme frente al expansionismo comunista, lo hicieron sobre la base de que el jefe del Kremlin no había cumplido el acuerdo de la negociación de Yalta. En el texto que llevaba el sello top secret antes citado no había ni rastro del detonante que configuró más tarde la política internacional: la larga carrera armamentística que el mundo ha vivido y que, con distintos actores, sigue vigente en la actualidad.

Las conversaciones de Yalta muestran la complejidad no sólo del proceso de comunicación, sino la ambigüedad de su herramienta fundamental, el lenguaje, que, lejos de servir para entenderse, fue utilizado en esta ocasión histórica para confundir al futuro adversario y ocultar el designio propio.

Para el tercer y último ejemplo le pido al lector que intente remontarse conmigo —a pesar de las dificultades insuperables que existen para ello— a su más tierna infancia. Cuando estaba en la cuna balbuceando nunca me sentí estresado por no poder recurrir todavía al lenguaje hablado. Mis nietas tampoco. Un llanto muy insistente y, a veces, un simple lloriqueo bastaban para revolucionar el mundo a mi alrededor. Como a mis antecesores de hacía cuatro millones de años, me bastaban los gestos de las manos primero y los chillidos después. En mi mente —gesticulando o vocalizando— todo el mundo hablaba, incluidos los muñecos y los animales de los primeros cuentos. Tenía ya tres años, pero nunca sentí la urgencia de hablar —al revés de lo que me pasaba con la comida cada cuatro horas—; ni desde luego se me habría ocurrido que aquello fuera algo tan trascendental que me iba a distinguir para siempre del resto de los animales con los que jugaba.

Con los años, si acaso, fui descubriendo que la capacidad de hablar me ayudaba a traficar con afectos y a chismorrear sobre cosas irrelevantes como la altura exagerada de una niña del vecindario o los nidos de barro de las golondrinas. Hacía prosa sin saberlo, como el famoso personaje de Molière: ejecutaba al pie de la letra, por supuesto, el gran secreto de la evolución, es decir que lo fundamental no era hacerse entender, sino intuir lo que los demás pensaban para poder sobrevivir.


La telaraña de la pareja: la etapa de la fusión


Es el momento de regresar a los recodos de la telaraña de la pareja. Una pista útil para la armonía en la convivencia de los enamorados es compartir aquel secreto de la evolución. Las palabras no son, fundamentalmente, un canal para explicitar las convicciones propias, sino el conducto para poder intuir lo que está cavilando la mente del otro. Sólo cuando esto se descubre surge la oportunidad de ayudarle o influirle. La mayoría de las parejas, por desgracia, dedica mucho más tiempo a intentar explicar lo que piensa cada uno que a intuir lo que piensa el otro.

La fusión entre dos organismos —el primer rellano de la escalera de la convivencia— está prácticamente libre de obstáculos. Con o sin lenguaje, los primeros embates de la vida de la pareja ocurren en la etapa de la fusión. La mente y el cuerpo están plenamente dedicados a fusionar dos seres vivos de procedencia y naturaleza distintas. Un porcentaje significativo de las horas transcurre en el dormitorio. Se trata de dar rienda suelta al ánimo de fusión amorosa. Claro que la pareja debe atender, también, a otros menesteres; pero su vida transcurre bajo el influjo de la fusión de los dos cuerpos para dar cauce al amor. El resto de sus actividades pasa por el filtro del ánimo de fusión recíproca. Esta etapa puede durar varios años.

La marcha de la evolución explica otro rasgo sorprendente del periodo de fusión del amor: su relativa brevedad. En promedio, el enamoramiento pervive durante el tiempo necesario para alcanzar los fines evolutivos. Es necesario que la pareja se mantenga el tiempo suficiente para engendrar y cuidar los hijos, lo que parece corresponderse con la sabiduría popular y la investigación de los psicólogos, que lo cifran en unos siete años.

Los circuitos cerebrales responsables del vínculo amoroso —los mecanismos subcorticales en la región de los ganglios basales de motivación y recompensa— son distintos de los activados por emociones como el impulso sexual. Lo que no quiere decir que la frecuencia y los modos de ejercer este impulso no influyan sobre el amor romántico. La escritora Claire Rayner, comadrona de profesión en los primeros años de su vida profesional, alude a uno de los errores cotidianos más comunes. Se trata de creer que un médico puede tranquilizar a un paciente ansioso por saber la respuesta sugiriéndole el número de veces que es «normal» hacer el amor. Es tan normal, desde un punto de vista clínico, varias veces por día, como por semana, mes o año. Los únicos hechos comprobados por la experiencia sexual son que cuanto más se practica más ganas se tiene de repetirlo y a la inversa; que el rechazo de un miembro de la pareja a las aperturas sexuales del otro tiene un impacto psicológico insospechado y que, a medio plazo, la abstinencia sexual afecta al vínculo del amor romántico.


La construcción del nido


La segunda etapa está caracterizada por la construcción del nido. Se asumen nuevos compromisos que garanticen una infraestructura adecuada para la vida en común. Si es preciso, se cambia de lugar geográfico o incluso de trabajo. Durante varios años los pensamientos y las labores transcurren con la finalidad de ordenar y fijar las bases físicas de la convivencia. El amor se expresa menos en besos y caricias y más en desvelos, trabajo y contratos que cimenten una plataforma común sostenible.

Los niños, particularmente cuando tienen hermanos, piden y exigen más a los padres de lo que éstos pueden dar. Por una razón muy sencilla: los niños necesitan recabar no sólo el amor de sus padres, sino el amor del resto del mundo. Los padres mediocres no ofrecen ni lo que ellos, por sí solos, podrían dar. Los buenos son impotentes para conseguir el amor del resto del mundo, por mucho que se empeñen. Es el segundo, a la vez, cimiento y escollo serio en la vida común de los enamorados: la irrupción de su descendencia en el hogar.

La novelista de origen canadiense Rachel Cusk expresaba así el drama de partida: «El ser puro y diminuto de mi hija requiere un mantenimiento considerable. Al inicio, mi relación hacia ella es la de un riñón. Dispongo de sus desechos. Cada tres horas pongo leche en su boca. Pasa por una serie de tubos, sale de nuevo y la tiro. Cada veinticuatro horas sumerjo a la criatura en agua y la limpio. Le pongo ropa limpia. Cuando lleva un tiempo dentro de casa, la saco fuera. Pasa un tiempo más, y la llevo dentro. Cuando duerme la dejo sola. Cuando se despierta la tomo en brazos. Cuando llora la acuno con amor, y me preocupo de si le estoy dando demasiados o demasiado pocos cuidados. Ampararla es como ser responsable del tiempo, o del crecimiento de la hierba».

Desde que la neurociencia ha aportado pruebas difíciles de cuestionar sobre los efectos a largo plazo en la neocorteza de los adultos o de las equivocaciones cometidas durante el proceso del cuidado maternal de los niños, no debería sorprender el efecto negativo acumulado sobre el comportamiento de la especie. Bastará una muestra de lo que estoy diciendo. Ni siquiera las parejas más voluntariosas e inteligentes tienen hoy día respuestas más válidas que las de sus predecesores para dilemas que ya acongojaban a sus abuelas y tatarabuelos.

¿Es mejor dejar llorar al niño por la noche un buen rato para que se acostumbre a un cierto grado de independencia o, por el contrario, lo correcto es precipitarse para acunarlo con vistas a interrumpir el estrés del miedo de la separación? ¿Pueden los niños manipular a sus padres mediante el llanto? ¿Cuál de las dos posturas es la mejor para la estabilidad emocional del niño: que duerma solo y separado de los padres en una habitación —los occidentales somos los únicos en hacerlo, frente al resto de los animales y del mundo—, o bien que duerma en el mismo lecho? ¿Existe el riesgo de que una disciplina exagerada o abandonos continuados terminen abocando al niño a una situación, cuando sea adulto, en la que sea incapaz de crear lazos afectivos con otras personas?

La mayoría de las respuestas a esas preguntan pueden rastrearse en dos descubrimientos básicos de la neurociencia moderna. En primer lugar, el cerebro de un niño no está dotado todavía para afrontar por sí solo la consecución del equilibrio y el bienestar. En segundo lugar, las resonancias magnéticas de cerebros infantiles sometidos a periodos prolongados de estrés revelan una disminución del volumen del hipocampo, que aumenta su vulnerabilidad a la depresión, la ansiedad y el consumo de droga o alcohol en su etapa adulta.

Son alarmantes los signos de desarraigo, la profusión del miedo, el crecimiento de la violencia y los índices de delincuencia, unidos a la proliferación de los desequilibrios mentales. Se me dirá que ya se trataban equivocadamente las emociones de los niños antes de que la neurociencia demostrara que no es bueno dejarlos llorar hasta que revienten. ¿Por qué iban a empeorar ahora, en mayor medida, los comportamientos de los adultos?

Si resulta cierto —como afirman científicos como Jaak Panksepp, jefe del Instituto de Chicago de Neurocirugía e Investigaciones Neurocientíficas, o Margot Sunderland, directora de educación y aprendizaje del Centro para la Salud Mental Infantil, Londres, que investigan las modalidades y los efectos de lo que hoy podemos llamar, afortunadamente, la ciencia de la inversión parental— el vínculo entre el tipo de inversión en la infancia y el comportamiento adulto, hay razones para echarse a temblar. Por dos motivos muy simples.

Porque las víctimas cometen los mismos errores en la siguiente generación, sólo que con mayor intensidad; y porque la universalización de la educación y las costumbres da mayor visibilidad al efecto acumulado de la degradación temperamental. Asusta pensar en la magnitud de la ignorancia sobre la educación emocional de la infancia compartida por sus progenitores, generación tras generación. Bowlby llamó a la progresión geométrica de los efectos de la degradación social el «ciclo de la desventaja», alimentado por el hecho de que los niños maltratados de hoy son los padres irresponsables de mañana. Las cifras más fiables apuntan ahora a que entre un 10 y un 25 por ciento de los niños en edad escolar sufre trastornos neuróticos o de conducta.

Los cisnes negros


Está claro que no sabemos predecir los acontecimientos importantes. El cerebro funciona razonablemente bien para prever fenómenos repetitivos y tediosos como la salida del oso de la cueva, los índices de accidentes de tráfico o el tiempo que falta para la puesta del sol, pero arroja una ineficacia alarmante para anticipar acontecimientos singulares e irrepetibles como los atentados terroristas del 11 de septiembre en Nueva York o del 11 de marzo en Madrid.

El matemático financiero Nassim Nicholas Taleb llama cisnes negros (black swans) a los acontecimientos absolutamente imprevisibles e inesperados cuyo impacto demoledor llevaría —en el caso de poder preverlos— a tomar las medidas necesarias para que no pudieran ocurrir. Pero los cisnes negros, por definición, sólo ocurren una vez.

Ahora bien, la ineficacia del mecanismo cerebral para prever consecuencias importantes o significativas va más allá del carácter inesperado de los cisnes negros. Basta con que vayan a provocarse efectos imprevistos que el cerebro no pueda aprehender ni anticipar lo que va a ocurrir, aunque sea a raíz de decisiones aparentemente triviales, como una infidelidad conyugal, o trascendentes, como renunciar a llevar el velo, pero resultado, en ambos casos, de alteraciones en la estrategia de compromisos adquiridos. Es otro obstáculo que irrumpe en las pautas de convivencia de los enamorados al levantar los andamios del soporte material y social para la perpetuación de la especie en el proceso de construcción del nido. Y el más cargado de amenazas.

En primer lugar, porque muchas de estas amenazas son invisibles. Literalmente, no las vemos. Tras años de estudio y reflexión, ahora se sabe que todo el torbellino provocado por el cambio en el sistema reproductor al que se hizo referencia en los capítulos anteriores estaba justificado para garantizar la supervivencia frente a enemigos invisibles a ojos de los propios protagonistas de esa batalla evolutiva. A las bacterias peligrosas, virus y otros microbios destructores se les podía mantener a raya, únicamente, fomentando la diversidad genética. Gracias al intercambio y trasiego de genes, al virus conocedor del código para penetrar en la membrana del huésped involuntario se le dejaba desconcertado, con la llave en la mano, inservible en la nueva cerradura genómica de la descendencia.

Si algo tan portentoso como la elección de pareja está directa y específicamente determinada por el concepto, todavía más complejo, de la diversidad genética requerida para protegerse de amenazas invisibles —que se sienten pero que no se ven—, ¿cómo se puede seguir negando, un día sí y otro también, en el teatro de la vida banal y cotidiana, que existen factores de las crisis que no se ven a primera vista? La conclusión parece evidente: muchas de las explicaciones «razonables» de lo sucedido en todos los campos se deben a la precipitación, el desconocimiento o el cinismo de los narradores de circunstancias; en su mayor parte, son el producto de lo que Richard Gregory, profesor emérito de neuropsicología de la Universidad de Bristol, Reino Unido, tilda de «estrategia de cocina para sobrevivir» que caracteriza al cerebro.

Esa estrategia está sometida a vendavales desconocidos en el mundo moderno, por la vía de la incapacidad para pronosticar eventos, bien conocida, y los impactos afectivos de cambios continuos en los compromisos adquiridos, que no cesan de aumentar, un hecho nada valorado.

Elegir entre el café con leche o el cortado es trivial. ¿Manzanas o naranjas? Eso no es un gran problema. El problema surge cuando hay que sacrificarse para conseguir algo mejor en el futuro. Éste es un problema de compromiso y requiere prudencia, la capacidad de hacer un sacrificio ahora en aras de un beneficio más adelante. El concepto capital aquí es invertir en prudencia; algo que, al parecer de Avner Offer, catedrático de historia económica en la Universidad de Oxford, hacemos cada vez menos y peor.

Tecnología del compromiso


Bastarán dos ejemplos de lo que Avner califica de tecnología del compromiso. «Renunciaré a los ingresos de unos cuantos años, pero esto me conducirá a la obtención de un título profesional o académico. Este título me dará la posibilidad de tener una vida más interesante, de ser rico y, también, de seducir a la pareja que quiero.» Otro ejemplo más trivial: «Esta noche, en lugar de ir a la discoteca, me quedo en casa repasando tareas para asegurarme de que la semana que viene aprobaré el examen».

En parte, la sociedad constituida suministra las herramientas necesarias para solucionar este problema mediante un entramado de tecnologías del compromiso, que aportan pautas para tomar decisiones. Así que si nos preguntamos «¿y ahora qué?», no tenemos que sacar la calculadora y empezar, cada vez, a sopesar los pros y los contras de todo. Vamos a la universidad, nos casamos, tenemos un hijo. Se nos dice cuándo es más sensato hacer un sacrificio para ganar algo en el futuro.

Pero la abundancia de opciones característica de los tiempos modernos ha trastocado estas tecnologías del compromiso. Nuestros antepasados barajaban un número misérrimo de opciones que exigían cambios exiguos en sus tecnologías del compromiso. La prosperidad económica provoca, en cambio, un flujo de novedades y de nuevas recompensas a cuál más atractiva.

Poco a poco, se asienta una programación mental distinta para valorar las cosas que están inmediatamente al alcance de la mano, comparado con el valor de las cosas mucho más remotas. Las nuevas prioridades y valores afectan a los bienes y valores preexistentes. Es decir, la multiplicidad de opciones cambia el modo en el que escogemos y obliga, constantemente, a alterar el orden de prioridades en la tabla de compromisos.

En ese trasiego transcurre gran parte de la vida de la pareja, incluidas las locamente enamoradas. Las incorporaciones al trabajo y los cambios de actividad truncan la compartimentación de estructuras de asignación de tiempo largamente enraizadas; la incesante movilidad geográfica activa nuevos apegos que arrinconan a los antiguos; las exigencias de la educación de los hijos, a medida que se aproximan a la pubertad, provoca separaciones traumáticas en el entorno familiar; las hipotecas asumidas para mejorar el lugar de residencia obligan a expurgar compromisos menores o a asumir el pluriempleo; el aumento de los niveles de deuda a los máximos permitidos legalmente convierte en cuestión de vida o muerte el reparto de las fuentes tradicionales de ingresos como las herencias, distorsionando la naturaleza de los lazos familiares que antaño parecían intocables.

¿
Qué se está dirimiendo y qué fin se persigue? Los jugadores de cartas (1890-1895), óleo sobre lienzo de Paul Cézanne, Museo de Orsay, París.

Las demandas personales crecientes sobre recursos y afectos limitados, movidas por la estrategia de compromisos, conforman la vida en un mar de confrontaciones. Parece sensato deducir que la abundancia de opciones degrada el concepto de prudencia al que me refería antes. Si las novedades llegan muy rápidamente, distraen de los objetivos a largo plazo. La abundancia produce ansiedad y la ansiedad reduce el bienestar.

La solución no radica en disminuir el número de nuevas opciones, como que los hombres cuiden de los niños, sino en tamizarlas y cuestionar algunos de los viejos compromisos adquiridos, como que las mujeres se cubran la cara con un velo. Se trata de un cambio cultural que, como todos los cambios culturales, da muestras de una morosidad casi genética. Un ejemplo que afecta a toda la sociedad ilustra sobre la naturaleza de estos cambios. Se trata de la incorporación de la mujer al trabajo y de la educación emocional de los hijos.

La incorporación de la mujer al trabajo no es sólo una de las grandes conquistas del ejercicio de las libertades individuales, sino una condición sine qua non para poder competir en la economía mundial. La consecución de este activo ha cuestionado el compromiso, muy extendido en las sociedades tradicionales, de que la educación emocional de los niños correspondía, primordialmente, a las mujeres. La incorporación de la población femenina al trabajo desguarnecía, pues, uno de los compromisos heredados.

Dado que las dos exigencias son irrenunciables —la incorporación de la población femenina al mundo laboral y la educación emocional de los niños—, resulta evidente que la nueva situación obliga a replantear el orden de los asuntos en la tabla de compromisos y, sobre todo, a diseñar nuevos caminos estratégicos para conciliarlos. Son procesos graduales, extremadamente complejos que, en este caso particular, comportan cambios de mentalidad en la población masculina, como asumir que la educación es un problema que incumbe a toda la sociedad y no sólo a los maestros y a las madres; reformas importantes de las políticas de prestaciones sociales y cambios en el orden de prioridades de la política, incluida la política científica y cultural.


El acuerdo final sobre los márgenes de libertad


Decíamos, al iniciar este capítulo, que el anterior instrumento modulador de la vida de la pareja suele ir muy vinculado al último y más complejo de todos: la negociación de los márgenes respectivos de libertad e intimidad individual. Y que, en resumidas cuentas, todo estaba condicionado a la resistencia de los materiales biológicos, tanto como a la plasticidad de los circuitos cerebrales por donde fluye el torrente inconsciente de los flujos hormonales.

La última etapa —de la que depende la futura vida en común en igual medida que las anteriores— consiste en la delimitación negociada de los campos respectivos de libertad. Superado el tiempo dedicado primero a la fusión y después a la construcción de una arquitectura para sobrevivir, llega el momento de negociar los grados de libertad que regirán las actividades de cada uno.

Se trata de un proceso lento y complicado, cuyo resultado suele venir dado por la propia experiencia cotidiana. El ánimo de realización individual se intenta conciliar con las exigencias de acceso a los procesos de producción, fidelidad recíproca, cuidado de los hijos, relaciones sociales, ocio y esparcimiento. Esta negociación, no siempre declarada y abierta, está sujeta a poderosos avatares tanto emocionales como externos. Y su resultado es incierto. Existe una señal indeleble que permite anticipar el resultado negativo de esta negociación.

Si en el curso de la vida, en alguno de los sucesivos recodos enumerados, han quedado rastros en el interlocutor de la emoción básica, universal y negativa del desprecio, un síntoma emocional tremendamente infravalorado, aquella negociación será imposible. Recuerdo una conversación en Nueva York con Malcolm Gladwell, psicólogo y periodista del semanal New Yorker, que un año más tarde tuvimos ocasión de rememorar al encontrarnos, por casualidad, en el barrio londinense de Primrose Hill. Habíamos reflexionado sobre las causas de los matrimonios fallidos en Estados Unidos. «Sí; es cierto», dijo de pronto, «que hemos descubierto una causa infalible para un buen número de ellos.» El motivo en cuestión pudo explicitarse gracias a las investigaciones de una empresa de consultoría cuyos psicólogos habían elaborado pruebas para parejas en apuros en las que, mediante un sencillo ejercicio de asociación de significados de palabras, se descubría cualquier indicio de desprecio subyacente en la relación de la pareja. Si no había desprecio, se buscaban otras causas del malestar para intentar remediarlo. Pero si se descubría que uno de los dos miembros abrigaba algo parecido al desprecio hacia el otro, se les aconsejaba que terminasen la relación, antes de que fuera demasiado tarde.

Es imposible sobrestimar el alcance de la emoción negativa del desprecio. La antítesis del amor no es el odio, sino el desprecio. En la historia de la evolución, el desprecio implicaba la expulsión de la cueva y, por lo tanto, la muerte segura. Haría falta meditar dos veces antes de profesar desprecio hacia los demás. Es uno de los descubrimientos recientes de los expertos que, en la actualidad, están intentando fabricar los ladrillos con los que diseñar un modelo de gestión emocional para niños y adolescentes.

El mundo académico lo llama la competencia social y emocional, cuyo propósito consistiría en gestionar nuestras emociones algo mejor que hace cuarenta mil años. No sólo para apuntalar las ansias de amor y felicidad, sino para evitar —como se sugiere en los dos capítulos siguientes— los estragos del desamor.



Yüklə 1,61 Mb.

Dostları ilə paylaş:
1   ...   5   6   7   8   9   10   11   12   13




Verilənlər bazası müəlliflik hüququ ilə müdafiə olunur ©genderi.org 2024
rəhbərliyinə müraciət

    Ana səhifə