Punset, Eduardo El viaje al amor [R1]


Capítulo 9 El desamor: factores biológicos y culturales



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Capítulo 9
El desamor: factores biológicos y culturales


El sexo está involucrado, la ilusión predomina, la obsesión es inevitable, el grado de control consciente es muy modesto y el tiempo de gloria, breve.
Sheila Sullivan
Nunca supe cómo se llamaba. Había oído hablar de ella un par de veces a los vecinos en la plaza de Sant Sadurní de l'Heura, en el Ampurdán. Cuando avistábamos por la ventana que había terminado la misa del domingo, los hombres salíamos de casa para hablar del tiempo y la caza. Pero ese día las campanas doblaban llamando a su entierro. Era muy joven, padecía ciclotimia y se había suicidado, al parecer por desamor. A unos ocho mil kilómetros de aquel pueblecito, el psiquiatra Hagop Akiskal, de la Universidad de California en San Diego, acababa de descubrir que la versión corta del gen de la ciclotimia podía provocar, también, la depresión suicida en casos de desamor.

Los grandes románticos sufren los efectos de la ciclotimia, un desorden bipolar semejante al de los maníacodepresivos, con periodos alternativos de excitación intensa y desesperanza. En las fases de felicidad, los pacientes se enamoran profundamente, pero a la euforia sigue, inevitablemente, la melancolía premonitoria de la depresión suicida. Hoy día se conoce con un detalle asombroso la química del estrés y la depresión. Veamos lo que ocurre a raíz de un desamor.

El hipotálamo segrega, en dirección de la glándula pituitaria, la hormona liberadora de corticotropina (CRH, del inglés corticotropin-releasing hormona), o corticoliberina, una sustancia considerada por muchos científicos como la molécula del miedo; que, a su vez, produce la hormona de la adrenocorticotrofina (ACTH); esta última llega, por el torrente circulatorio, a las glándulas suprarrenales, y las estimula para que sinteticen y liberen, entre otras sustancias, Cortisol, la hormona del estrés. Más o menos así lo habría descrito también, seguramente, mi padre, que era médico rural. La poetisa Sally Purcell quiso decir lo mismo, pero de forma distinta, refiriéndose al final del amor entre Eloísa y Abelardo: «Una espada nos ha separado definitivamente, y no hay vuelta atrás».

La clave del desamor está en la infancia


Es muy sorprendente que pocos o ningún sistema educativo intente destilar en las mentes de los futuros enamorados —todos los alumnos van a pasar, tarde o temprano, por ese trance— un mínimo conocimiento sobre las características de las hormonas vinculadas al amor. ¿Quiero decir con esto que bastaría con ser consciente de las bases genéticas y hormonales del desamor para evitar sus estragos? Las emociones fluyen más deprisa que los pensamientos, y estamos muy lejos de poder controlar los dos canales de comunicación entre la amígdala y el hipotálamo cuando confluyen, no siempre en la misma dirección, pero es evidente que haber reflexionado en otros momentos sobre la semejanza entre la ansiedad de la separación en los niños y el desamor en los adultos podría aliviar el trauma del desengaño amoroso.

Ese fue el gran descubrimiento del científico inglés John Bowlby (1907-1990), que detalló la estructura y la forma de la seguridad generada por el apego infantil. El rechazo de la pareja o el desamor evocan los primitivos y poderosos sentimientos infantiles azuzados por el alejamiento de los seres queridos. Bowlby comprobó que los humanos están dotados con circuitos neurales de apego seleccionados por las presiones evolutivas. Nacemos provistos de mecanismos programados para formar fuertes vínculos afectivos. Cuando estos vínculos se rompen, suena la señal de alarma del miedo atávico a la muerte por abandono. Esa emoción despierta cada vez que una espada nos separa definitivamente de un ser amado, y no hay vuelta atrás.

Lo que sugiere la ciencia moderna no es, simplemente, que el desamor desentierra los miedos que de niño empapaban la ansiedad de la separación de la madre y, ahora más a menudo que antes, también del padre, sino que, paradójicamente, cuando somos adultos no disponemos de más herramientas para hacer frente al desamor que las que teníamos de niños para combatir la ansiedad de la separación. Porque los mecanismos y las hormonas que fluyen por ellos son los mismos. Las doce personas de cada cien que contraen una depresión entre moderada y grave al separarse recurren a los mismos mecanismos y flujos. De cada cien mujeres asesinadas, casi la mitad muere a manos de su marido, ex marido, novio y ex novio en cuyos cerebros se activaron idénticos mecanismos y hormonas. Se trata de las mismas descargas y circuitos cerebrales responsables de que nada menos que un 35 % de los niños se sientan inseguros.

Los grandes ausentes de esta lúgubre película no son tanto los niños como los bebés, que deben soportar los efectos del desamparo entre el primer y el segundo año de vida. Cuando las últimas investigaciones científicas revelan, como se apuntaba antes, que los adultos sumidos en el desamor cuentan con las mismas defensas que los bebés víctimas del desamparo, es decir, ninguna, no vale cuestionarlo con el argumento de que los adultos, por lo menos, pueden recurrir a la interacción con los demás, lo cual no está al alcance de los bebés. Pero, en realidad, los adultos enamorados tampoco cuentan con esas interrelaciones, ya que, como es bien sabido, la inhibición y la desconexión emocional desencadenadas por la pasión les impide ver otra cosa que no sea su bien amado, ni siquiera a ellos mismos en otra condición anímica.

A los lectores que todavía estén convencidos de que el instinto maternal es una de las construcciones cerebrales más nobles y elaboradas de los humanos, no debería conmover sus convicciones descubrir que la especie más monógama de los mamíferos —el ratón o topillo de las praderas—, cuando se le inhibe la producción de oxitocina por medios farmacológicos, se aparea con el primero que encuentra. Sin oxitocina no hay vínculos afectivos firmes ni comportamientos maternales. La leche no fluiría en los pechos ni se producirían las contracciones necesarias en el parto o en el orgasmo. Cuando se administran neutralizantes de esa hormona a ovejas y ratas —espero que ninguno de mis amigos científicos haya efectuado la misma prueba en humanos— no se ocupan para nada de las crías. Es más, si se inyecta la hormona en la médula de ovejas vírgenes se comportan de forma maternal con crías desconocidas.

Tras esta cura de humildad resultará más fácil admitir cosas como las siguientes: cuando se priva de esas relaciones afectivas, dimanantes de vínculos maternos, a los niños antes de que cumplan los tres años —cuando empiezan a desarrollar una parte del cerebro a la que me referiré a continuación—, se genera un agujero negro que impide recuperar las habilidades sociales para el resto de la vida.

Tampoco sorprenderá que, al reflexionar sobre el desamparo provocado por amores truncados, me olvide de los adultos hasta llegar al final de este capítulo y profundice antes en las reacciones de los niños abandonados a su suerte, aunque sólo sea durante un rato por la noche. Las causas y las consecuencias de esos tristes procesos son idénticas y, además, da la casualidad de que sobre el comportamiento adulto no sabemos casi nada, y sobre los niños casi todo.

Si se quiere profundizar en la miseria moral, en el sufrimiento inaudito, en el desconcierto individual y colectivo del desamor o los amores no correspondidos; si no tenemos más remedio que constatar —en espera de tiempos más cuerdos— las carencias insondables de la sociedad frente a los desvaríos mentales de los adultos; si queremos aprovechar los primeros consensos de los estudiosos de la infancia, de aquellos psicólogos, logopedas, psicoterapeutas y neurólogos —verdaderos héroes anónimos del cerebro donde se cobija el alma—; si las causas y efectos de la ansiedad de la separación en las edades más tiernas son las mismas que las del desamor en la pubertad y la mayoría de edad, ¿por qué no centrarse, entonces, en las primeras para iluminar las segundas?


El miedo infantil a la separación


Con toda probabilidad, la experiencia más estresante para un bebé es la de la separación de la madre que le cuida para garantizar su supervivencia. El mecanismo del desespero por separación o desarraigo es innato en los recién nacidos para ayudarles a sobrevivir. Algo que, seguramente, desconocen los miembros de una tribu de un lugar remoto del planeta que casi estrangulan a los niños cuando lloran por primera vez para que nunca más vuelvan a llorar.

El mecanismo se dispara cuando la madre sale del dormitorio de los niños. En los adultos el mismo mecanismo se activa cuando se pierde un gran amor. Las separaciones tempranas de la madre incrementan los niveles de corticotropina, la sustancia bioquímica del miedo. Estudios llevados a cabo tanto con monos como con ratas han mostrado fuertes coincidencias entre las separaciones prematuras y niveles elevados de Cortisol.

Paradójicamente, ocurre algo parecido con el estudio de los mecanismos de la memoria y el aprendizaje; sabemos mejor cómo funcionan en el resto de los animales que en los humanos y son ellos quienes mejores pistas nos están dando para entender estos procesos en los homínidos. Sobre el desamor, conocemos mejor los mecanismos de la separación y el desespero en los niños que en los adultos. Otra manera más correcta de decir lo mismo es que la mayoría de los adultos no son conscientes de que el desamor, cuando lo sufren, transcurre por los mismos circuitos cerebrales que en los niños la ansiedad del abandono. Las respuestas para hacer frente a esta singularidad son innatas y no han cambiado. La experiencia de cincuenta años de vida no ha servido para nada.

En esos circuitos, el papel de maestro de ceremonias corresponde a la corteza órbitofrontal, que desempeña un papel clave en la vida emocional. Como explica Alan Schore, de la Universidad de California en Los Ángeles, cuando algo falla en esta parte reguladora del cerebro desaparece por completo la vida social en los primates más sociales, que somos nosotros. La posibilidad de ponerse en el lugar de otro y de intuir lo que está cavilando para poder ayudarlo o manipularlo exige una corteza órbitofrontal que haya culminado su etapa de formación. El día de mañana, esta parte del cerebro será el «controlador» del hemisferio derecho que domina la infancia; es el que coordina las áreas sensitivas de la corteza cerebral con las áreas más profundas y atávicas responsables de las emociones condicionadas por el ánimo de supervivencia.

En las edades tempranas de la vida, ese controlador está en los primeros años de carrera, sin que se haya planteado siquiera la posibilidad de culminarla con un máster de dirección. El peligro, sobre todo para el día de mañana, reside en desconcertarle, inducirle a prácticas equivocadas o, lo que es peor y ocurre a menudo, interrumpir la etapa de formación con sobresaltos inesperados. El más inmediato de estos sobresaltos es la ansiedad de la separación. El más probable es la muerte de alguien cercano.

Que levante la mano quien sepa lo que siente un niño por dentro cuando está solo. No importa el lugar. Una habitación totalmente oscura en la que no sabe qué monstruos espantosos se esconden debajo de la cama. Una verja a la espalda —la del colegio donde acaban de terminar las clases— a cuya sombra espera inmóvil, aterrado, a que llegue su madre a buscarlo, igual que todos los días, pero sin tener la certeza de su aparición; como los primeros homínidos no la tenían de que el sol volvería a salir por la mañana. A los tres años, no ha habido tiempo de experimentar un número suficiente de veces el fenómeno, de manera que el individuo, a fuerza de repeticiones, acabe albergando en la conciencia la certeza absoluta de que volverá a ocurrir.

En plena calle, arrastrado por la mano airada de un psicópata que, al llegar la noche, hará la vida imposible a su pareja, llenando la habitación de gritos que ahogarán su propio sollozo. La calle por la que le llevan está llena de bestias y de niños cabizbajos que no levantan la mirada del suelo. La soledad y el hastío infantil pueden sentirse incluso con un lápiz en la mano, haciendo pequeños garabatos en la concha de una amonita que se pierde en el vacío, como muestran los dibujos de la artista australiana Shaun Tan.

Lo que sí conocemos es el impacto de esa soledad alimentada por la ansiedad de la separación. A Heather Geddes, reconocida maestra y terapeuta educacional del Reino Unido, autora de un libro muy popular sobre el apego en la escuela, le caben pocas dudas de que puede tener repercusiones psicológicas negativas y duraderas. Todo el entramado de la teoría del apego reposa sobre la construcción de una base segura y protegida desde la que se efectúan excursiones sucesivas a sitios o personas, cada vez más lejanos, como los vecinos o amigos primero, la escuela después y más tarde viajes fuera de casa. La base o refugio seguro del apego familiar es el punto de partida.


El laberinto del apego y el desamparo


A lo largo del primer año de vida, el niño busca la interacción. La proximidad del cara a cara y la mirada a los ojos son muy importantes. Se ha comprobado repetidas veces la importancia de la comunicación visual en los primates sociales. Si no se quiere interaccionar con el bebé no hay que mirarle a los ojos. Yla manera más expeditiva de enamorarse es cruzar la mirada con alguien y mantenerla. De una negociación adecuada de ese proceso de interacción entre la madre o el padre y el niño depende que el hijo aprenda de sí mismo y de los otros. La psicoterapeuta Sue Gerhardt lo llama «la danza de respuestas recíprocas».

U
n bebé en plena llantina. El desamparo del desamor es idéntico al sufrido de niño por la separación de la madre.

A partir del segundo año se produce otro salto en forma de excursión hacia un concepto nuevo, como es el de la continuidad del pasado, del ahora y del futuro. Se inicia el camino, nunca desbrozado del todo, a través del tiempo. A los tres años y medio la teoría del apego infantil seguro empieza a funcionar como un resorte propio del niño, sin necesidad de que los padres lo tutelen con la intensidad de antes.

Las investigaciones más recientes indican que el alumno dotado de un apego seguro es capaz de interaccionar con sus maestros y con los demás; el mundo exterior se ha convertido en algo valioso que merece la pena explorar. El próximo paso —muchos fallan en el empeño— consiste en replicar el modelo de seguridad inicial en la práctica y competencia de la escuela. Sin superar esta fase, el mundo exterior del adulto no ofrecerá incentivos suficientes para sortear su complejidad ni obstáculos emotivos para no rechazarlo o, en el peor de los casos, destruirlo.

Rosa perdió a su nieta y a su hija el mismo año. «Me había dado cuenta de que la muerte de mis padres me había secuestrado el pasado y mi niñez. Si mi marido muriera —Dios no lo quiera— antes que yo, me quedaría sin presente. Pero para mí la muerte de mi nieta y mi hija ha sido la muerte del futuro.»

Otro ejemplo mucho menos edificante, citado, como el anterior, por Clare Jenkins y Judy Ferry: la madre de Linda Årstall murió cuando ella apenas había cumplido dieciséis años. Un año después, la joven acudió a una entrevista formal para ingresar en la sanidad como enfermera y no pudo contener las lágrimas al acordarse de su madre, que también era enfermera: «¿A qué vienen estos lloros?», le espetó el funcionario médico. «Su madre murió hace más de un año. La vida continúa y no podrá ser una buena enfermera si no se acostumbra a cosas como ésta. Las emociones están reñidas con esta profesión.»

La realidad es muy distinta: la muerte está reñida con la razón. El arqueólogo Tim Taylor, de la Universidad de Bradford, en el Reino Unido, puso el dedo en la llaga al recordar que la aceptación del concepto de mortalidad es muy reciente en la historia de la evolución. La esperanza de vida era tan corta que, aunque la muerte estuviera presente en la vida de nuestros antepasados —algunos animales morían, algunos niños también, algún anciano—, la única persona de edad suficiente para poder sacar la conclusión de que «los ancianos siempre mueren» ya estaba muerta.

Por otro lado, antes del nacimiento del alma y de los ritos funerarios, hace menos de veinte mil años, la muerte no era un acontecimiento que representara algo excepcional y distintivo. Aún hoy día, para algunas religiones, la frontera entre la vida y la muerte es mucho más difusa que en la tradición cristiana. Para nuestros antepasados cazadores recolectores la idea de una sociedad separada a la que iban los muertos era inconcebible. Y por lo tanto la propia idea de la muerte también.

Han transcurrido muchos años desde entonces y si lo ocurrido anteayer puede explicar que subsista hoy la ignorancia sobre la muerte, algo ha cambiado radicalmente. La prolongación de la esperanza de vida ha familiarizado a todo el mundo con la muerte. ¿Quién no ha conocido a alguien que ya ha fallecido? El impacto es más profundo cuando este hecho hasta hace poco desconocido afecta a alguien querido, tanto en los niños como en los adultos. ¿Por qué provoca estragos psicológicos similares, pero igualmente inexplicables, a los causados por la ansiedad infantil generada por la amenaza del abandono o la ruptura del vínculo del apego familiar? Porque se trata de la ruptura de vínculos idénticos.

La psiquiatra de origen suizo Elisabeth Kübler-Ross (1926-2004) ha estudiado como nadie el contenido de estos apegos afectivos a raíz de un fallecimiento. Lo primero que se desvanece cuando muere un ser querido es, justamente, lo que en el capítulo anterior llamábamos los compromisos, cuya tecnología de negociación explicaba la continuidad de la pareja más allá de las exigencias estrictamente evolutivas. Con la muerte del otro, se cuestiona la masa compacta y variable de los compromisos adquiridos, que tantos esfuerzos costó priorizar.

Se esfuma la intimidad de mirarse a los ojos y acercar los rostros. Las investigaciones de los psicólogos sociales británicos Michael Argyle (1925-2002), profesor de la Universidad de Oxford, y Mark Cook confirman la importancia de intercambiar miradas. Desaparecen los cuidados recíprocos; velar por la salud y la tranquilidad mental del otro. ¿Dónde quedan los soportes familiares con los que se fabricó la base segura de partida para realizar excursiones al mundo exterior? Y, por último, cuando alguien querido muere, se saca, como una telaraña con un trapo, lo que antes llamábamos «la danza de respuestas recíprocas», la influencia mutua sobre los dos organismos con el paso del tiempo.

Éstas son, según Elisabeth Kübler-Ross, las componentes del lazo afectivo que se rompe cuando alguien muy querido se muere. Pero, ¡por Dios!, a ningún lector de este capítulo se le habrá escapado la coincidencia de estas componentes del lazo afectivo con las que enumerábamos antes referidas al vínculo de apego del niño con su madre. En las dos situaciones se rompe lo mismo cuando se interrumpen. Estamos sugiriendo, ni más ni menos, que la ansiedad de la separación activada por el abandono tiene efectos equivalentes a los del temor a la muerte o el estado emocional previo al suicidio. En los niños y en los adultos.


Procesos de negociación frente al desamor


También los procesos de negociación para paliar la catástrofe de la separación de la madre en el caso del niño o del ser querido en caso de ruptura o fallecimiento son similares. Según Catherine O'Neill y Lisa Keane, autoras de un libro acerca del dolor tras la muerte de un ser querido, todo empieza con el shock inicial con el que se pretende negar la realidad.

«¡No puede ser cierto que me dejen solo otra vez!»

«¡No me creo que se haya ido para siempre !»

«¡No voy a poder lidiar solo con todo !»

Sigue la fase de la rabia y el enfado. De gritos y hasta de alaridos. Después, el flujo de hormonas se encarga de dejar las huellas en el cerebro —algunas para siempre— del dolor y la pena. Llega luego la hora de negociar con uno mismo la salida que afectará, sin duda, al comportamiento futuro. Entretanto, se gesta la retirada sobre uno mismo y se abren las puertas de la depresión. Incorporados ya los efectos del vendaval, llega la hora de la paz y la aceptación de los hechos consumados.

Lo paradójico, lo realmente sorprendente, es que las fases de negociación son las mismas tanto para el niño encerrado en una habitación oscura como para la pareja rechazada, para la víctima que se enfrenta con la noticia de su muerte anunciada o para los que se quedan solos, aunque sea queriendo. Si es así en todos los casos, sólo cabe una conclusión: los parámetros de todas las negociaciones, con uno mismo y con los demás, son innatos. ¿Es posible que la evolución nos haya dejado márgenes de movimiento tan estrechos?

Antes la gente se separaba porque se odiaba. Ahora porque ya no se ama lo suficiente. De las tres etapas en la inversión parental que hemos distinguido en el capítulo anterior —fundirse con el otro, construir el nido, es decir, percatarse de que existen otras cosas fuera del dormitorio, y la reafirmación de uno mismo o el comienzo de la negociación entre dos personas que conviven—, salvo en casos excepcionales, el terreno en el que cristaliza el desamor es el último.

Existen otras pistas menos conocidas para evitar los avatares del desamor porque su descubrimiento es demasiado reciente. Se lo debemos a un equipo de científicos encabezado por Larry Young y Steven Phelps, de la Universidad de Emory. Sabíamos que la vasopresina y la oxitocina juegan un papel fundamental en las áreas del cerebro que determinan qué rasgos sobresalientes ayudan a identificar a un individuo. Si a un ratón se le desactiva el gen de la oxitocina antes de nacer, sufrirá amnesia social y no recordará a los ratones de su entorno. Se encontraron grandes diferencias en la distribución de los receptores de la vasopresina entre distintos ratones de la pradera, por lo que estas variaciones podrían contribuir a las diferencias en el comportamiento social de estos animales, es decir, que algunos ratones de la pradera serán más fieles que otros.

Young reconoce que es probable que haya muchos genes involucrados en la regulación de la vida de pareja de los humanos. «Nuestro estudio arroja pruebas de que en un modelo animal relativamente sencillo, los cambios en la actividad de un solo gen pueden tener consecuencias profundas en el comportamiento social del animal en su especie.» Paralelamente, el doctor Young y sus colegas han encontrado muchas variaciones en el gen receptor de la vasopresina en los humanos. «Eventualmente», predice, «podríamos ser capaces de hacer algo como estudiar el genoma de una persona y relacionarlo con su capacidad de fidelidad.»

Si no hay ni ha habido dos cerebros iguales, ¿por qué nos sigue sorprendiendo un grado de diversidad tan elevado entre especies e individuos? La pura verdad es que, como se pregunta el genetista Steve Jones, del University College de Londres, no hay mayor misterio por descifrar que el de la diversidad aplastante surgida de un núcleo clónico ancestral. No sólo cada persona es un mundo aparte, sino que la diferencia de género también es patente en el teatro del amor.

Los neurocientíficos han admitido, particularmente por boca de la neuropsiquiatra Louanne Brizendine, de la Universidad de California en San Francisco, que el cerebro tiene sexo. A partir de aquí, ha sido factible sugerir las bases biológicas del desamor.

A causa de las fluctuaciones que comienzan nada menos que a los tres meses y que duran hasta después de la menopausia, la realidad neurológica de una mujer tiene un grado mayor de variabilidad que es difícilmente aprehensible por los hombres. El desconcierto producido por los cambios repentinos de humor y la excitación somatosensorial figuran, a menudo, en el semillero del desamor.

Tampoco es fácil conciliar estructuras de espacio distintas en el cerebro de las mujeres y los hombres. Las primeras disponen de mayor número de neuronas para los centros que rigen los sentidos del lenguaje y el oído. También son mayores los espacios ocupados por el hipocampo, los puntos neurálgicos de la memoria y las emociones. ¿Por qué se extrañan tanto los hombres de la precisión con que las mujeres recuerdan detalles vinculados al amor que ellos ni siquiera percibieron? ¿O de que, en determinados momentos, las mujeres respondan a los avances sexuales del hombre —que dedica dos veces y media más de espacio cerebral al instinto sexual— con la frase envenenada de «ahora no me apetece» ?

La gente de la calle ya sabía que los hombres se enamoran más deprisa que las mujeres, pero nadie había podido demostrar que su libido funcione de manera distinta. El reciente descubrimiento sobre la incompatibilidad entre el estrés y el orgasmo femenino explica no sólo muchas desventuras amorosas, sino también hasta qué punto la organización social camina por senderos opuestos a los condicionantes biológicos.


Algunas pistas para no perderse


Todo empezó cuando la multinacional Pfizer, después de ocho años de investigaciones, anunció que renunciaba a seguir investigando por qué el éxito de las pastillas Viagra en los varones no podía repetirse en las mujeres. Las pruebas realizadas desde entonces han demostrado fehacientemente las diferencias que existen entre los impulsos sexuales de la mujer y los del hombre.

P
astillas Viagra, inexistentes en versión femenina.

La libido del hombre se resiente menos del desgaste del estrés, posiblemente porque, de entrada, tiene unas veinte veces más de testosterona que la mujer —más de lo necesario para sentirse amoroso, especialmente cuando son jóvenes—. Por tanto, aunque le esté afectando sexualmente una racha de estrés, hay pocas probabilidades de que a él no le queden recursos. Los niveles de testosterona de los hombres disminuyen aproximadamente un diez por ciento cada década después de los cincuenta años, y en torno a uno de cada diez hombres entre los cincuenta y los sesenta tendrá niveles de testosterona bajos que posiblemente afectarán a su apetito sexual.

Cuando los hombres sienten atracción física, también sienten impulsos sexuales. Por supuesto, pensará el lector. Pero una mujer puede sentirse atraída físicamente y, sin embargo, no tener deseos sexuales. Lo explica Sandra Leiblum, directora del Centro de Salud Sexual y de Relaciones de la Facultad de Medicina Robert Wood Johnson, en Piscataway, Nueva Jersey: «Podemos incrementar todos los ingredientes necesarios para la excitación de la mujer, incluidas la participación del clítoris y la lubricación vaginal, pero una mujer seguirá sin desear tener relaciones sexuales si está abrumada por lo que tiene pendiente al día siguiente». En otras palabras, la libido de la mujer depende básicamente de su mente, no de su cuerpo.

Con lo cual puede que la ciencia más moderna confluya con la mística oriental, que otorga al pensamiento un poder determinante. Aunque el cerebro es un órgano experto en lidiar con situaciones conocidas, sus resultados son aleatorios en entornos nuevos, y el vínculo amoroso es siempre absolutamente distinto al anterior. Más que al poder del pensamiento, lo idóneo sería referirse, de nuevo, al poder de la imaginación para transformar la realidad; fue lo que nos diferenció de los chimpancés, pero en el contexto actual, la capacidad para enmascararla o transformarla se ha acrecentado sobremanera.

En experimentos efectuados con cabras, se ha comprobado que las hijas de cabras estresadas son más propensas a heredar los impactos del estrés que los retoños del sexo masculino. Se trata de un asunto fundamental, lleno de implicaciones sociales e institucionales a las que, hasta ahora, se ha prestado poca atención. Caminamos hacia un tipo de organización social en la que se demanda mucho más a las mujeres que a los hombres: exigencias familiares, laborales, participación en la vida política y en los organismos rectores de la sociedad, sin contrapartidas sociales que atenúen el estrés.

Según las últimas investigaciones efectuadas por K. Dawood y su equipo, parece claro que el orgasmo de las mujeres cumple, además de las personales y familiares, una función netamente evolutiva. El orgasmo tira tanto del esperma a través de la barrera de la mucosa cervical como las contracciones musculares. La ausencia de orgasmo supone que la cantidad de esperma que penetra en el cuello uterino, portal de entrada del útero donde está esperando el óvulo, sea menor.

Los lazos afectivos humanos utilizan un mecanismo flexible capaz de superar las distancias sociales por medio de la desactivación de las redes que determinan los juicios sociales críticos y las emociones negativas; a la vez que une a los individuos a través de los circuitos de recompensa, lo cual explica el poder del amor para motivar y entusiasmar. En la vida de pareja, no sólo importaría, pues, la configuración individual en el cerebro de los mecanismos previstos para el vínculo amoroso, sino también las diferencias de intensidad en la inhibición de emociones básicas.

Uno de los factores que definen la incapacidad de amar y el desamor tiene que ver con las relaciones entre el amor y el deseo a nivel de individuos. De momento, sería arriesgado sugerir que la unión de estas distintas capacidades es más intensa en uno de los dos géneros. Lo que parece evidente, en cambio, es que, al margen de la especificidad del género, unos individuos pueden amar sin desear necesariamente, otros no pueden desear sin amar y otros, en fin, son perfectamente capaces de desear sin amor. Yo he conocido personas del sexo femenino y masculino —como relaté con cierto detalle en el capítulo 6—que se encuentran en esta última situación. Los resultados de la encuesta que se detallan en el capítulo 12 sugieren, de momento, que el desamor surge con mayor facilidad en aquellas personas que separan nítidamente el amor del deseo.

Quien cuestione la anterior hipótesis alegando la separación moderna entre el sexo y la reproducción no tiene en cuenta las últimas investigaciones de científicos como Bartels y otros, que han definido «la base cerebral y biológica del amor» como la superposición y la comunicación entre dos circuitos cerebrales: el de la vasopresina y el de la dopamina; el primero activa la preferencia a largo plazo por un organismo y el segundo lo vincula al placer y la recompensa. Cuando coinciden los dos, no sería extraño pensar que el vínculo entre dos organismos fuera más complejo y asentado, por mucha separación que se haya generado en los últimos años entre el sexo y el sistema reproductivo.

Falta aludir a los factores culturales del desamor y, particularmente, al más importante y menos explorado: el llamado autoengaño. Se trata de una de las pistas más seguras para el desamor pero de las menos comprobadas experimentalmente, a no ser por la original búsqueda encabezada por el sociobiólogo y biólogo evolutivo Robert Trivers a lo largo de veinte años. Me refiero al autoengaño consciente o inconsciente para engañar a los demás y, por lo tanto, a la pareja.

Las nefastas consecuencias del autoengaño


El punto de partida del autoengaño reside en la costumbre de formular generalizaciones positivas sobre uno mismo y particularmente negativas cuando se trata de los demás. Es un mecanismo psicológico complicado que conduce, irremediablemente, a buscar en cualquier parte motivos que apoyen la opción elegida por uno mismo, ignorando los datos del contrario.

Mucha gente se ha arruinado en la bolsa de valores y en la del amor a causa de esta «desviación sesgada». Hace unos veinte años, dos científicos, Ruben Gur y Harold Sackheim, del Instituto de Psiquiatría del estado de Nueva York, realizaron un experimento ilustrativo de lo que estoy diciendo. Cuando se da a un grupo de personas la posibilidad de escuchar su voz y la de otras personas por separado se produce, en el primer caso, una reacción galvánica en su piel junto a un mayor grado de excitación. Emocionalmente, está claro dónde yacen las preferencias. El experimento también respalda lo que se dice a continuación sobre el exceso de confianza en uno mismo. Nos referimos a cualquier otra cosa.

La mayoría de veces el autoengaño es inconsciente y utiliza un tipo de información escondida que no cristaliza en el lenguaje. Los engaños conscientes suponen una extorsión continuada del pensamiento que requiere más esfuerzo y mayor voluntad que el engaño inconsciente. De ahí que su utilización acostumbre a ser breve y se recurra a él en última instancia. La mayor parte del autoengaño es inconsciente y está vinculado al grado de confianza en uno mismo o autoestima. Tanto es así que se podría concebir el exceso de confianza en uno mismo como un instrumento de la selección natural, porque ese exceso afecta al comportamiento de los demás, que se sienten subestimados o en inferioridad de condiciones.

En resumidas cuentas, recurrimos a una información invisible, escondida en el organismo mediante múltiples barreras, para confundir al interlocutor. Y este mecanismo para vencer al otro puede funcionar, simultáneamente, con el impulso de fusión y las estrategias del amor. Es bien conocido que la falta de confianza en sí mismo no funciona en el proceso de selección sexual. La persona enamorada también quiere ganar la partida y sojuzgar al otro. Aunque sea recurriendo al autoengaño inconsciente.

Entretanto, me viene a la memoria la última conversación que mantuve en Barcelona con Robert Trivers, la máxima autoridad mundial en autoengaño. Fui consciente todo el rato de que estábamos tocando un tema capital, cuya importancia llevaba él barruntando desde hacía veinte años. Los indicios de la profusa utilización de este mecanismo aumentaron, sin cesar, a lo largo de esos años —tanto a nivel del dominio individual como también y sobre todo del poder institucional y político—, sin que se hubiera avanzado demasiado en los experimentos necesarios para desmenuzarlo. He aquí parte de nuestra conversación:

Eduardo Punset: Afirmas que cuanto mejor nos engañamos a nosotros mismos, mejor engañaremos a los demás. ¿Cómo funciona el autoengaño?

Robert Trivers: El engaño es inherente a la vida en todos sus aspectos; adonde quiera que mires, siempre encontrarás engaños en la naturaleza. Los virus engañan al sistema inmunitario para penetrar en la célula. En el genoma existen ejemplos de genes que fingen ser otros para conseguir una ventaja y multiplicarse. Y también abunda el engaño dentro de la misma especie. Si se produce una selección para que yo te engañe y una selección para que tú puedas detectar mi engaño evitando las consecuencias, entonces se puede producir un mecanismo de selección para que yo esconda mi engaño más profundamente de manera que seas incapaz de detectarlo.

E.P.: Y una manera de esconder más profundamente que te estoy engañando es no ser consciente de ello.

R.T.: Exactamente. Si ahora mismo te miento conscientemente sobre algo que te importa muy especialmente, tú te fijarás con mucha atención en el brillo de mis ojos, en el tono de mi voz, en si me sudan las manos. Pero si ni siquiera soy consciente de que te estoy engañando...

E.P. : Entonces, claro...

R.T.: ...perderás todas estas pistas para detectar el engaño. Cuando empezamos a comunicarnos entre nosotros mediante el lenguaje, aumentaron muchísimo, evolutivamente, las posibilidades de engaño, así como las posibilidades de autoengaño.

E.P.: Yo llevo años sugiriendo que hablando la gente no se entiende, sino que se confunde.

R.T.: Para engañarte yo querré presentarte argumentos que parezcan destinados al bien común pero que, en realidad, reflejen mis propios intereses e intentaré esconder esta contradicción a quien me esté escuchando. Tenemos una capacidad tremenda para crear sistemas de creencia sesgados en los que, a pesar de todo, creemos invertir sinceramente. Se trata de un aspecto fundamental de la psicología humana que conlleva efectos desastrosos en ciertos contextos. Sobre todo, en el terreno de las relaciones internacionales y de la política nacional.

E.P.: A veces resulta difícil sumergirse en la tentación de mentir conscientemente. La gente, me imagino, tiene que esforzarse para ello. ¿Hay motivos fisiológicos que induzcan a mentir inconscientemente?

R.T.: Hay una vertiente del autoengaño de la que no me había percatado antes. Mentir conscientemente resulta agotador para el cerebro. Y por ello, resolverás menos fácilmente las tareas que tengas por delante, incluso cuando esas tareas no tengan nada que ver con la mentira. Al ocultar una parte de la contradicción en el inconsciente, mitigamos la presión interna de la propia mentira y, por lo menos a corto plazo, el rendimiento cognitivo es mejor en la mentira con autoengaño que en la mentira consciente.

Si lo que precede es cierto, seguramente, nos pasamos gran parte de la vida mintiendo inconscientemente, sin saberlo, para que el cerebro no se mortifique. Lo que debe complicar sobremanera el diálogo entre los enamorados y constituir un motivo constante del desamor. Nada nos puede ilustrar tanto sobre los desvaríos del desamor, sin embargo, como un relato real. El lector lo encontrará en el capítulo siguiente.



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