Punset, Eduardo El viaje al amor [R1]


Capítulo 12 La fórmula del amor



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Capítulo 12
La fórmula del amor


A la luz de todo lo que antecede, el lector cuenta ahora con la información necesaria para adentrarse en los vericuetos entretenidos de la fórmula del amor y, sobre todo, para descubrir y medir por sí mismo su propia capacidad de amar. En el diseño de esta autoevaluación han intervenido diversos grupos de psicólogos experimentados y especialistas de mercado que, a su vez, contrastaron sus planteamientos con grupos de lectores potenciales. El autor —no quería dejar de la mano a mis lectores en una tarea tan sensible e innovadora— aceptó coordinar el proyecto más amplio de una encuesta sobre la felicidad que incluía, lógicamente, la capacidad de amar. El trabajo ha sido dirigido y realizado, con tanto empeño como inteligencia, por la multinacional Coca-Cola, cuya sede está en Atlanta.

Sin prejuzgar la bondad de los resultados —eso incumbe al lector que realice su propia autoevaluación—, el hecho es que nunca se habían puesto tantos esfuerzos profesionales y académicos en medir una variable tan olvidada y, al mismo tiempo, tan presente en la vida emocional de las personas como la capacidad de amar. De eso trata el siguiente y último capítulo del libro.


La fórmula del amor


A = (a + i + x) k

Si se quisiera medir la eficiencia o relación coste/beneficio de un vaso o de una jarra, se tomaría la cantidad de agua que pudieran contener y la dividiríamos por el volumen del material utilizado como soporte. Si necesitamos mucho volumen para contener muy poca agua se dirá que la eficiencia es muy baja. Eso es lo que ocurre con un florero de cristal macizo. Si, por el contrario —como sucede con una buena jarra—, tiene poco volumen en material pero cabe mucha agua, la relación coste/beneficio puede ser muy alta.

El único problema en ese tipo de mediciones es que quizás se elija un soporte que no está fabricado, justamente, para recoger agua sino para otros fines. En este caso, habría que añadir a estas dos variables una tercera, aplicable a la especialidad para la que fue diseñado el soporte.

La ventaja de elegir ese sistema de medidas en el caso del amor reside en que el soporte —la persona enamorada— fue diseñado por la evolución, precisamente, para enamorarse. Salvo defecto personal de orden genético u otro tipo, como la esquizofrenia, se puede, pues, asignar al denominador una cantidad óptima en todos los casos. El problema consistiría básica y únicamente en medir la capacidad de amor de que la persona es capaz; es decir, se trataría de definir la cantidad de fluido del contenedor humano, el numerador. Y esto no es imposible, ya que contamos con algunos criterios bien probados.

Si el lector está dispuesto a seguir al autor, mezclando una gota de humor en un proceso rigurosamente científico para un tema tremendamente serio, entonces podríamos sugerir una fórmula para medir el volumen de amor que puede generar y albergar una persona. Como en el caso del vaso o de la jarra estaríamos midiendo su eficiencia o relación coste/beneficio en cuestiones de amor.

Si además, como es el caso, se han podido evaluar individualmente, mediante encuestas, las distintas dimensiones de la capacidad de amar, se cuenta con un instrumento único y absolutamente novedoso para profundizar en la psicología humana.

Este proyecto está auspiciado por la multinacional Coca-Cola, que ha movilizado para este empeño importantes recursos financieros, humanos y organizativos. Gracias a ello, el lector puede ahora evaluar por sí mismo, por vez primera, desde bases razonablemente científicas, su capacidad de amar contestando, simplemente, al cuestionario que se detalla más adelante.

Primera variable: el apego seguro


En los capítulos anteriores hemos comprobado que la señal más emblemática del amor viene dada por la teoría del apego seguro o vínculo maternal. Para el niño, el punto de apego seguro (el amor maternal) es la base de partida desde la que irá emprendiendo excursiones sucesivas al mundo exterior. (Véase el cuadro de variables de la capacidad de amar.)

La primera componente es el juego negociado del amor entre la madre y el niño. Del resultado de este juego depende, básicamente, el sentimiento de autoestima del futuro adolescente.

Partiendo del recinto que hemos llamado del apego seguro, se llega a la escuela. Como se vio en capítulos anteriores, se abre así la posibilidad de replicar en un escenario distinto y más complejo las emociones vinculadas a la base de partida. El éxito o fracaso de esta excursión primera al mundo exterior depende, en gran parte, del tipo de negociación a que llegaron madre e hija o hijo dos años antes. Y, por supuesto, de lo que ocurra en este teatro de la vida depende el afianzamiento del sentido inquisitivo y de la curiosidad; las ganas
Cuadro i

Variables de la capacidad de amar
I. Apego seguro

Amor maternal (base de partida)

Escolarización

En busca del amor del resto del mundo


II. Inversión parental

Fusión de la pareja

Construcción del nido

Negociación de los márgenes de libertad


III. Capacidad de resistencia metabólica y sexualidad
futuras de profundizar en el conocimiento de las cosas y en las relaciones con los demás.

El equilibrio alcanzado en la etapa maternal le permite pasar por la escuela sin perder la seguridad en sí mismo ni defraudar su curiosidad o, por el contrario, con ambas mermadas.

¿Cuál es la última excursión? La incorporación al resto del mundo, es decir, a la vida profesional y personal. A ese recinto se llega con ganas de ignorarlo y, tal vez, de destruirlo o, por el contrario, listo para aplicar todo lo bueno que se haya aprendido en las dos fases anteriores.

Segunda variable: la inversión parental


Las decisiones vinculadas a la inversión parental o familiar son, sin lugar a dudas, la segunda categoría de comportamientos que perfilan la capacidad de amar, después del apego afectivo que acabamos de analizar.

La cuantía de la inversión parental no puede ser desproporcionada. Demasiados hijos desbordan las capacidades de los cónyuges para satisfacer las demandas acumulativas de protección. Afortunadamente, el número de hijos ideal viene dado por promedios de la conducta poblacional determinada por el grado de bienestar económico. En los países occidentales esa cifra puede estimarse en dos hijos.

Pero el número de hijos no es el único factor determinante de la inversión parental. Hay otros no menos importantes, como los niveles de compromisos heredados y adquiridos para articular el soporte material y psicológico de la convivencia.

Se trata de cifrar el nivel de prudencia adecuado en la estrategia de compromisos. No dejarse deslumbrar por las demandas apremiantes de una sociedad de consumo, que ha multiplicado por mil sus ofertas de placer y bienestar, a costa de desbancar compromisos heredados o adquiridos con anterioridad.

La capacidad de amar de una persona estresada se resiente tanto a la hora de renunciar a un bien deseado —un curso de inglés en el extranjero para su hija— como a la hora de abandonar, para saciar su sed de compromisos, la consecución de uno anterior.

El lector, al cumplimentar el cuestionario para su propia evaluación de la capacidad de amar, contestará en este apartado a preguntas tales como: «No estoy dispuesta/o a renunciar a mi nivel de vida para construir un hogar mejor», o «Concilio adecuadamente mi vida social, laboral y personal».

Por último, en las componentes de la inversión parental figura la capacidad de negociación para definir —normalmente de manera inconsciente— los márgenes respectivos de libertad personal de cada miembro de la pareja. En esta negociación intervienen, a menudo, decisiones que afectan, también, a la siguiente y tercera variable de la capacidad de amar.

Tercera variable: sexualidad y resistencia metabólica


Los restantes factores de la fórmula para medir la capacidad de amar tienen que ver con la vida emotiva del individuo, su nivel de resistencia biológica, psicológica o su entereza y, sorprendentemente, su actitud frente a la emoción negativa del desprecio.

Si un miembro de la pareja abriga un mínimo desprecio hacia el otro, el amor no tiene cabida. Muy a menudo, este sentimiento está conectado al autoengaño inconsciente que impide ser evaluado en su justo valor. En la medida en que aflora ese desprecio es imposible que sobreviva cualquier atisbo de amor.

En cuanto a la vida emotiva propiamente dicha, está condicionada por el grado de estabilidad de los flujos hormonales; muy particularmente, con la vasopresina por una parte, y por otra la oxitocina y la dopamina, conectadas con los circuitos cerebrales del placer y la recompensa que, también, modulan el sentimiento amoroso.

El entorno institucional


Queda un factor residual que afecta a todo el conjunto. Las tres variables que determinan la capacidad de amar de una persona: el apego afectivo (a), pasando por la inversión parental (i), terminando por la sexualidad y la resistencia metabólica (x), se ven afectadas, en mayor o menor medida, por el entorno institucional, que aquí denominamos la constante (k).

Existen sociedades que, lejos de facilitar los medios necesarios para un buen funcionamiento del apego afectivo —ausencia total de instrumentos para la competencia social y emocional—, paliar el déficit de mantenimiento social en forma de guarderías infantiles o políticas equivocadas de empleo, y ofrecer pautas para una sexualidad adecuada —atenciones sanitarias, políticas de educación sexual o sistemas judiciales y policiales ineficientes en materia de protección—, constituyen una rémora importante en la consecución de la capacidad de amar.

En otras palabras, en una sociedad mafiosa con un Estado corrupto, las posibilidades de desarrollar la capacidad de amar son menores, al margen de las condiciones personales en materia de apego afectivo, inversión parental y vida sexual. Nuestra ecuación del amor queda, pues, formulada en los siguientes términos:

A = (a + i + x) k

Como cualquier fórmula matemática, su validez es universal y enmarca los distintos factores que pueden incidir en el resultado para cualquier tipo o conjunto de población. Ahora bien, al lector le interesa saber el grado en que le afectan a él los distintos condicionamientos de su propia capacidad de amar individual. Las preguntas y la evaluación que se detallan más adelante están encaminadas a este fin.

Básicamente, este cuestionario piloto proviene de la encuesta mucho más amplia sobre la felicidad citada anteriormente. Aquí se ha partido de un cuestionario de 106 preguntas que evalúan la capacidad de amar. La exploración última de las dos mil quinientas entrevistas de la encuesta, todavía en curso, podría modificar algunos de los planteamientos que siguen. Anticipemos la fuerte correlación resultante entre la capacidad de amar y la felicidad al cruzar los resultados con los estudios de Ed Diener y Sonja Lyubomirsky. Mediante un análisis factorial se han validado y agrupado las preguntas en conceptos. Por medio de un análisis cluster se han identificado los individuos en función de sus respuestas, definiendo cuatro tipologías de capacidad de amar. Un análisis discriminante ha permitido reducir el número de preguntas, seleccionando las claves que definen a cada grupo. Por último, un análisis de proximidad final ha arrojado las escalas métricas de la capacidad de amar.


Cuadro 2

¿Cuál es mi capacidad de amar?
Por favor, responda a las siguientes preguntas asignando una puntuación entre 1 y 9 puntos a cada una. El 1 indica que no está «Nada de acuerdo» con la frase, y el 9 que se siente «Completamente de acuerdo» con el contenido de la pregunta.







Para obtener una puntuación y poder evaluar su capacidad de amar sume los resultados de las preguntas del grupo A y réstele la suma asignada a las preguntas del grupo B. El resultado de esta resta dará un número que puede oscilar entre 98 y 158.


Interpretación de los resultados


1. Puntuación igual o mayor de 76: significa que, en general, usted es una persona capaz de establecer vínculos afectivos estables y sólidos, a quien no asustan los compromisos, que disfruta relacionándose con los demás, que tiene o es capaz de mantener una relación de pareja madura basada en el respeto, la comprensión, el compromiso y la pasión. Que no se arredra ante las dificultades, que cuando cae se levanta y no mira atrás. Usted sabe que casi todo en la vida tiene un lado bueno, lo cual no significa, necesariamente, que la vida le sonría, pero usted sí sonríe a la vida. Es un individuo con curiosidad intelectual, con sentido del humor y con una autoestima bien establecida, que sabe valorarse y que, posiblemente, es valorado, sin que ello implique estar centrado en uno mismo, al revés, usted es sensible a los problemas o dificultades de los demás. Posiblemente, usted sea la pareja y/o el amigo que todos desearíamos tener.
2. Puntuación entre 60 y 75: posee una buena capacidad de amar, se maneja bien en las relaciones sociales, tiene un buen círculo de amigos, tiene o es capaz de mantener una relación de pareja madura y su relación con sus padres y hermanos es óptima. Es una persona abierta al mundo y bien integrada en la sociedad, razonablemente optimista, y se siente seguro de sí mismo. Puede que en ocasiones se sienta desbordado por los compromisos adquiridos, pero tiene recursos que le permiten recuperar el equilibrio.
3. Puntuación entre 46 y 59: no le resulta fácil establecer lazos estrechos basados en la confianza y el compromiso, tal vez porque su familia no fue un buen lugar en el que aprender esos principios. Se siente más cómodo manteniendo relaciones triviales que profundas. Es posible que evite una relación de pareja estable, por la pérdida de autonomía que implica, ya que valora en extremo su independencia, o bien, si la tiene, se sienta agobiado a menudo por los compromisos y las obligaciones que conlleva. Puede que no se sienta reconocido como cree que le corresponde, ya sea por la familia, la pareja, los amigos o profesionalmente, pero lo cierto es que es muy posible que no se valore a sí mismo lo suficiente. Por todo lo anterior, alberga cierto sentido negativo de la vida.
4. Puntuación de 45 o menor: le cuesta establecer vínculos sólidos con los demás, ya sea porque huye de los compromisos y las obligaciones que ello implica o porque es incapaz de establecer dicho vínculo. Además, no disfruta especialmente con las relaciones sociales, sino que prefiere la soledad. Puede que le marcara alguna experiencia vital negativa, familiar, escolar o de pareja, y ello le dificulte llevar una vida de pareja madura, lo cual no significa que otras personas no hayan pasado por lo mismo, pero sí que para usted es más difícil sobreponerse. Posiblemente sea una persona bastante centrada en sí misma y, por tanto, bastante cerrada a las relaciones y al mundo. En general no es ni muy positivo ni muy seguro. Posiblemente piense que la vida no le ha tratado como se merece y que hay personas que se han beneficiado de una posición que no les corresponde.
A partir de aquí, los lectores tienen pistas más que suficientes para evaluar su propia capacidad de amar en un mundo que empieza, por fin, a descubrir las ventajas evolutivas del viaje al amor.

Una vez completado el formulario, es posible que a algunos lectores les sobren recursos para explorar un campo virgen que abren las nuevas tecnologías: la interacción entre el autor y el lector. De ser así, sugiero que me ayuden a completar mi propia evaluación de la capacidad de amar. O mejor dicho, que respondan a las preguntas en mi lugar, en función de la información sucinta que a continuación expongo sobre mi experiencia personal en las distintas dimensiones de la capacidad de amar.

¿Cuáles habrían sido, probablemente, las respuestas del autor? Y en virtud de estas respuestas asumidas por el lector, ¿mi capacidad de amar es mayor, menor o igual a la suya? Con toda seguridad, se tratará de un ejercicio realizado con mayor imparcialidad y aproximación a la verdad que si lo hubiera hecho yo mismo. Su gran ventaja radica en anticipar lo que, dentro de poco tiempo, será uno de los ejercicios realizados por los alumnos de secundaria en todas las escuelas en el marco de la disciplina de competencia social y emocional.

El enunciado del problema será similar a los apuntes que siguen referidos a mí mismo y, a partir de ellos, los alumnos deberán estructurar las preguntas adecuadas y calcular un resultado.

Los lectores que participen en este ejercicio de interactividad pueden remitir el resultado a www.elviajealamor.com

Apuntes sobre las dimensiones de la capacidad de amar del autor


No recuerdo la cuna. No dormía en el mismo lecho que mis padres. Tampoco recuerdo que hubiera ratas u otros animales debajo de la cama por la noche. Lo que yo creía que era mi primer recuerdo, de los dos años, lo he desechado totalmente después de una larga conversación con el neurólogo Oliver Sacks, a la que ya me he referido en otras circunstancias. Él estaba convencido de la conmoción que le causó una bomba alemana caída en el jardín de su vecino, poco antes de terminar la segunda guerra mundial; yo habría jurado que mi madre me arrastraba por la estación de Sants, en Barcelona, salvándome de la humareda y de una multitud, buscando alocadamente la salida al final de la guerra civil. Pero los dos recuerdos los habíamos fabricado nosotros mismos. Cincuenta años más tarde descubrimos que, probablemente, no eran ciertos.

El primer escenario imborrable se grabó en mi memoria a los tres años. Vivíamos en una casa, justo antes de la salida del pueblo de Vilella Babea, en dirección hacia Falset, en plenas montañas del Priorato. Recuerdo las escaleras interminables por cuya barandilla se agarraba mi hermano pequeño Alberto mientras gritaba «teee-té, teté»; era su manera de anunciar a su hermano mayor que estaba a punto de llegar a la puerta del piso, gateando. Todavía hoy me da vértigo la imagen de aquellas escaleras por las que habríamos podido resbalar hasta caer al infierno. Pero nadie nos vigilaba; nuestra familia estaba encerrada en el piso de arriba.

Del piso sólo recuerdo la cocina y unas buhardillas contiguas, medio cubiertas, donde guardaba mis jaulas de tela metálica con gorriones, jilgueros, perdices, palomas y, en un rellano superior y solitario, una lechuza. En el río, bajando por el terraplén, estaban los peces debajo de las piedras. Si alguna vez tuve una negociación para el establecimiento de vínculos de amor, un refugio seguro de apego, una base de partida desde la que efectuar las primeras excursiones a la escuela y al mundo exterior, fue con ellos; quiero decir, con mis pájaros y pajarracos en aquella buhardilla y aquel rellano.

No recuerdo ningún beso humano en aquellos años tiernos. Yo creo que en aquellos tiempos y páramos no se daban tantos besos como ahora. Era normal que, de vez en cuando, mi padre sacara la correa y dejara impresas en nuestras pantorrillas las huellas de las instrucciones que no entraban en nuestras cabezas. Fue un refugio seguro, pero al aire libre y habitado por personajes fantásticos.

El premio Nobel de literatura Albert Camus no había tenido tanta suerte. Ni su madre ni su abuela le entendieron jamás. Dicen que madre no hay más que una, pero la suerte de Camus fue que en la escuela hubiera varios maestros y que, con uno de ellos, pudiera anticipar allí —en lugar de replicar el refugio maternal que no tuvo— el éxito de su excursión al viaje por el mundo exterior.

Mi caso individual prueba que el vínculo de apego, en lugar de protagonizarlo con caricias los seres queridos, puede asentarse, simplemente, concediendo la libertad suficiente y la protección mínima en un entorno natural y más amplio. Mi hogar, mi refugio seguro fueron el pueblo —podíamos entrar en cualquier casa a pedir merienda— y la naturaleza. El ejemplo de Camus sugiere que una mala base de partida no entraña necesariamente un desastre en la primera excursión.

En mi caso particular, los primeros años de escolarización se desarrollaron en el piso de arriba del calabozo del pueblo de doscientos habitantes, al que conducían, muy de vez en cuando, a un gitano errante. Eran los primeros años después de la guerra civil, orlados por el sufrimiento de maquis y guardias civiles.

Recuerdo el mapa del mundo en la pared y poco más. El cuarto, donde daba clase el maestro Quim, debía de estar medio vacío, porque no conservo la sensación de haber estado acompañado por nadie. A mis amigos Jordi, Mariano y Carlos los sitúo en el campo con las cabras o atrapando «perdiganas». Con el maestro Quim el tiempo pasaba sin darte cuenta, pero no debieron de interesarle las digresiones en torno a los sentimientos o las emociones. Lo que importaba era contemplar el mundo exterior —perfectamente congruente con la vocación de transformarlo que infundía, años más tarde, a fines de los cincuenta, el partido comunista a su escasa militancia—; lo de menos era meditar sobre lo que ocurría dentro de uno mismo.

En el internado de la escuela de los hermanos de La Salle de Tarragona nadie me dijo nada sobre el amor —salvo mis padres, que cada semana traían media docena de huevos crudos para que los cuatro hermanos tomáramos uno por la mañana—. En el tiempo libre, se podía elegir entre clases de música o de escribir a máquina. No lo dudé ni un instante y elegí la última. En el internado se trataba de aprender las cosas prácticas que te ayudarían a sobrevivir. Y así fue.

Aprendí a convivir con alguno de mis semejantes, muy pocos; una nave grande con un centenar de camas una al lado de la otra no era, paradójicamente, el mejor sitio para entablar amistades, sobre todo porque cualquier diálogo o efusión habrían sido interrumpidos por la oración de la noche y los gritos de «¡Ave María Purísima, sin pecado concebida !» con que se nos despertaba por la mañana. Aprendí a escribir. Era muy bueno en redacción, decían los hermanos Luis y otro apodado Ceba ('cebolla' en catalán); lo sabía todo, era muy inteligente. ¿De dónde le vendría el apodo ? Probablemente por su carácter amargo y taciturno.

En aquellos años prácticamente no había solución de continuidad entre la enseñanza secundaria y la búsqueda del amor del resto del mundo. La vida que acababa de conocer era la única vida que parecía existir.

En cuanto a la etapa de la inversión parental, consistía sólo en dos compromisos: no defraudar las esperanzas y el esfuerzo que habían prodigado los padres y un sentimiento de lealtad imborrable hacia la nueva familia surgida al azar. En las circunstancias difíciles del momento histórico, los dos compromisos se confundían en el trabajo, del que dependía todo, asumiendo un valor absorbente y hasta estrafalario. Del sexo sabíamos lo mismo que dictaban los genes a la mosca del vinagre y, todo el resto —con la excepción singular de la literatura—, como el amor romántico, la comida, la bebida, la música, el arte y la ciencia, no llegaría hasta mucho más tarde. Los compromisos nuevos que pueden competir con los compromisos heredados, y aun desbancarlos, pertenecen a la historia muy reciente de España. Igual que el viaje a la felicidad y el viaje al amor.



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