Punset, Eduardo El viaje al amor [R1]


Capítulo 6 La química y la física del amor



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Capítulo 6
La química y la física del amor


Siempre fuiste dueño de mi corazón. ¡Eso es creer! Creer en ti.
(Mensaje hallado en el móvil de X)
La verdad es que cuando se compara el trabajo aparentemente «sin propósito» de la selección natural, como los circuitos cerebrales elaborados durante millones de años para que el amor, el placer y el sexo garanticen la supervivencia, con el trabajo «intencionado» de los políticos durante los últimos diez mil años no hay color. A favor de la primera, a pesar de las extinciones masivas. ¿Cómo hay tanta gente todavía, en las clases dirigentes y en las populares, convencida de que su mensaje es fruto de la razón, cuando decisiones tan cotidianas y repetidas como sentenciar la fealdad o la belleza de una cara están impregnadas por la fuerza de los promedios, de las fluctuaciones asimétricas o de sustancias químicas como las feromonas?

Recuerdo el caso de un buen amigo, hijo de exiliados españoles residentes en Caracas, al que no he vuelto a ver en los últimos veinte años desde su regreso a Venezuela. Estaba sentado en la terraza de un café. En la mesa contigua había dos matrimonios y la hija de uno de ellos. No sé si fue una cuestión de percepción de las fluctuaciones asimétricas, del ímpetu de la imaginación o de las feromonas, pero el hecho es que, ni corto ni perezoso, sin dudarlo un instante, mi amigo se levantó para decirles a los padres: «Me voy a casar con ella». Y así fue.

¿Por qué nos enamoramos? ¿Existe el amor a primera vista? Instantáneo, en un salón, en el metro, en la playa, donde ni las disquisiciones evolutivas ni las referentes a la simetría han tenido tiempo de cristalizar. La antropóloga Helen Fisher piensa que el amor a primera vista emana del mundo natural. Todos los animales son selectivos: ninguno quiere copular con cualquiera. Tienen favoritos, y cuando ven a un individuo con el que quieren aparearse, la atracción suele ser instantánea. Este proceso es adaptativo. Casi todos los animales tienen una estación propia para el apareamiento, y necesitan empezar el proceso de apareamiento sin demora. El amor humano, a primera vista, probablemente, sea el instinto heredado de sentir atracción instantánea por la persona que mejor encarna nuestro ideal de pareja.

El impulso ancestral de la búsqueda de otro, incluida la atracción sexual, está firmemente arraigado en los circuitos cerebrales, tal como se vio en el capítulo anterior. En la diferenciación específica, dentro de un género, para elegir a un organismo en particular en lugar de otro, intervienen factores como la simetría y la compatibilidad entre los sistemas inmunitarios de la pareja. Ahora bien, ¿y si la ejecución concreta de estos impulsos, cualquiera que fuera la causa original, resultara, como dicen muchos, ser pura química? ¿Y si la atracción entre dos organismos transcurriera por el canal de las feromonas?


La química de las feromonas


Dos sistemas olfativos se han desarrollado en los animales. El sistema olfativo común es el sensor del medio ambiente, el sentido primario que usan los animales para encontrar comida, detectar a los predadores y presas así como marcar su territorio. Se caracteriza por su amplitud y su capacidad de discriminación. Al igual que el sistema inmunológico, se trata de un sistema abierto, concebido sobre la base de que no es posible predecir con qué moléculas —eso incluye a cualquiera— tendrá que enfrentarse. Es necesario por tanto mantener un abanico sensorial indeterminado pero preciso.

Un segundo sistema olfativo accesorio se ha desarrollado con el fin específico de encontrar una pareja receptiva, una empresa lo bastante compleja como para que la evolución haya admitido la necesidad de crear un sistema independiente. Se le llama el sistema vomeronasal y es capaz de detectar las señales olfativas emitidas por una especie y un sexo determinados que contienen información no sólo acerca de la ubicación, sino también del sistema reproductivo y de su disponibilidad. En muchos insectos y mamíferos se ha demostrado que la emisión de feromonas desencadena de inmediato el cortejo sexual. En resumen: aunque el sistema olfativo humano se considere en cierta medida un lujo, para el resto del mundo animal —desde las bacterias hasta los mamíferos— la capacidad de detectar sustancias químicas en el entorno es vital para la supervivencia.

Catherine Dulac y su equipo descubrieron que en el ratón de la pradera, el macho modula su comportamiento hacia los demás ratones en función de las feromonas, que son hormonas que viajan por el aire. El ratón detecta estas feromonas con el órgano vomeronasal, un tejido muy sensible a los olores que una mutación parece haber eliminado o inhibido en los humanos, aunque hay discrepancias sobre ello.

Y sobre todo, ¿por qué nos enamoramos de una mujer o de un hombre en concreto y no de otros? Asumamos la posibilidad de que se debiera a un tipo de feromonas, las sexuales, unas sustancias químicas emitidas por determinados organismos que detectan otros miembros de la especie y a las que responden.

Las feromonas se han identificado, entre otros muchos grupos de organismos, en bacterias, algas, insectos, reptiles, primates y peces. La única omisión llamativa de esta lista son los pájaros, quizás porque, salvo algunas excepciones, tienen el sentido del olfato muy poco desarrollado. Cuanto menos sofisticada es la forma de vida, más utilidad parecen tener las feromonas, especialmente en los insectos. Insectos sociales como las abejas y las hormigas han desarrollado con las feromonas formas de comunicación muy complejas, que utilizan dentro de su misma especie.

Las feromonas tienen un uso extendido y diverso para la búsqueda de pareja. Pueden atraer a los machos, proclamar un determinado estatus sexual o someter a una posible pareja. Las feromonas que inciden en la copulación suelen ser emitidas por las hembras, porque el sexo dominante entre los insectos sociales son las hembras. De acuerdo con Gordon M. Shepherd, neurólogo de la Universidad de Yale, en New Haven, Connecticut, una de las feromonas mejor caracterizadas en los mamíferos es la de búsqueda del pezón del conejo. Los gazapos la detectan a través de su sistema olfativo central, y se estimula una conducta típica de búsqueda del pezón que permite que la cría lo localice con facilidad —algo particularmente importante para el gazapo, ya que la madre sólo amamanta a sus crías una vez al día durante unos cuatro minutos, siendo por tanto urgente encontrar un pezón, debido a la competencia de los demás hermanos para poder sobrevivir.

Fue con mujeres con quien se realizó la primera demostración de que las feromonas también funcionaban en los humanos. A un grupo de mujeres se les humedecieron ligeramente los labios superiores con algodones impregnados de moléculas del sudor de las axilas de otras mujeres situadas en un lugar geográfico distinto. El resultado fue una sincronización de sus respectivos ciclos menstruales.

Se ha sugerido que tendemos a enamorarnos de personas con tipos de personalidad conformados por un perfil químico complementario al nuestro. En otras palabras, existirían estructuras de atracción entre determinados patrones químicos, y esta complementariedad podría ser una de las razones de los flechazos que dicen haber experimentado el 10 % de los enamorados.

Estamos fabricados para enamorarnos, y en este encaje con la pareja es probable que busquemos —y reconozcamos— aquellos tipos de personalidad químicamente compatibles o complementarios. El poeta Pablo Neruda intuía algo de esto en uno de sus sonetos:
De las estrellas que admiré, mojadas

por ríos y rocíos diferentes,

yo no escogí sino la que yo amaba

y desde entonces duermo con la noche.
La prueba incontestable del papel desempeñado por las feromonas en la búsqueda de pareja en los insectos y en los mamíferos se halló en la mosca del vinagre (Drosophila melanogaster) y en el ratón o topillo de la pradera de Norteamérica (Microtus ochrogaster). En el caso de la primera, machos y hembras tienen los mismos genes y circuitos cerebrales requeridos para copular, pero lo que nadie podía imaginar es que bastaría activar el gen masculino no expresado en la hembra para que ésta desplegara de inmediato las características típicas del macho cuando corteja. En el caso de los ratones de la pradera, como se vio en el capítulo anterior, si a un ratón se le inactiva un gen determinado es incapaz de detectar la identidad sexual de los individuos de su misma especie. En ambos casos son feromonas las que desatan el proceso del cortejo.

Se está afirmando que la inhibición de un gen en los conductos señalizadores olfativos impide la activación sensual de las neuronas localizadas en el sistema olfativo por diversas feromonas, entre ellas, de la orina; las mismas que en condiciones normales ponen en marcha el complicado mecanismo del cortejo. Las pruebas son irrefutables y todo llevaría a pensar que en los humanos puede pasar exactamente lo mismo.

No obstante, si profundizamos en la supuesta semejanza de los mecanismos sexuales en la mosca del vinagre o en mamíferos como los ratones o los conejos y en los humanos, debemos constatar que el debate sigue abierto; por lo menos, hasta que no se haya dado con el gen equivalente en los humanos, se conozcan los canales concretos de acción de las feromonas y no se haya dilucidado la supuesta pérdida de complejidad del segundo sistema accesorio olfativo en los humanos (el órgano vomeronasal, responsable del diálogo con las feromonas en el resto de los animales).

Las demás razones, si las hay, de que el amor por pura química no funcione en nuestra especie exactamente como en la mosca del vinagre, los ratones y los conejos hay que buscarlas en otros niveles. Podrían desempeñar un papel significativo los factores culturales que modelan determinados aspectos del amor de los humanos. El que haya sugerido, de entrada, que no pueden desvincularse esos factores del soporte biológico, ni exagerar su importancia, no entraña ni mucho menos que sean irrelevantes.


Hedos: el cálculo en el amor


Estoy dispuesto a echar piedras sobre mi propio tejado revelando a los lectores una poderosa razón susceptible de cuestionar mi convicción del papel desempeñado por la química en el amor. Nadie menciona esta razón, entre los partidarios de los sistemas inmunitarios, reflejados en las fluctuaciones asimétricas y activadas las preferencias mediante feromonas. Me alertó de ello la ansiedad generada por un amor truncado.

Si las feromonas son responsables de la activación de las preferencias dimanantes de las exigencias inmunitarias, ¿por qué cesa el amor cuando la naturaleza de los respectivos sistemas inmunitarios no ha cambiado, ni las feromonas sus mecanismos de actuación? ¿Por qué motivos los factores biológicos que desencadenaron el amor se inhiben cuando este amor se extingue?

En el siguiente capítulo doy cuenta de cómo nació mi gran amor por Hedos. No llegué a conocer del todo las entrañas de ese nombre con tintes griegos. Su nivel de mutaciones lesivas estaba netamente por debajo del promedio. Le obsesionaba el sexo. No le bastaba un solo género para colmar sus expectativas y, como descubrí más tarde, era lo que ella calificaba, con cierta naturalidad, de bisexual. Detestaba la idea de tener hijos y había renunciado expeditivamente a uno de sus anteriores maridos ante el malogrado deseo de éste de fundar una familia. Después, o mejor dicho, igual que el sexo, a Hedos le interesaba el dinero. Procedía de una familia humilde y había conseguido aposentarse en un medio adinerado a base de inteligencia y tesón.

Ese amor estaba expuesto a todos los vendavales posibles. Extrovertida, vacilaba siempre en la cuerda floja de un sexo impetuoso que, en muchas ocasiones, hipotecaba su otro caudal imprescindible en el que no quería dejar de flotar: el dinero. Maridos, amantes, jefes y amigos con negocios millonarios eran los hitos de su camino cotidiano. Su belleza, su inagotable energía e intuición podían con todo, o casi todo. Mi última cena con Hedos fue en el River Café, en Brooklyn, desde donde puede contemplarse, de noche, con el East River de por medio, todo el esplendor incomparable de Manhattan bajo las estrellas, incluido Wall Street, el centro financiero del mundo. Al abonar la cuenta, le espetó en voz alta al camarero, que le acababa de desear un fin de semana lleno de éxitos: «Y sexo, sexo. No olvide el sexo».

De regreso al hotel, me pidió la tarjeta para poder regresar a mi habitación más tarde, al cabo de un rato, porque le apetecía ir al bar a tomar una copa y trabajar con el ordenador. Vencido por el sueño, al cabo de dos horas decidí bajar al bar a por mi tarjeta. Tema trabajo muy pronto al día siguiente y no podía contemplar la posibilidad de que me despertaran en plena noche. Después de todo, Hedos tenía su propia habitación en el mismo hotel.

Perdura en la memoria, ya recóndita, mi irrupción en la barra del bar abarrotado. Estaba espléndida, sonriendo de pie con una copa en la mano, flirteando con un grupo de desconocidos cautivados por su lenguaje corporal. Recuperé mi tarjeta y, en mi mente, le dije adiós para siempre. Su abandono previsible —su mano ya no buscaba las mías con la intensidad de antaño, debajo del mantel de las comidas de trabajo— apuntaló mi decisión resignada de no volver a verla. Los sistemas inmunitarios y las feromonas respectivas seguían siendo los mismos, pero el amor se había desvanecido. Durante unos días reflexioné sobre esta bifurcación anómala y repentina de la biología por un lado y la conciencia por otro, en las razones no biológicas del final de un amor. Y las hay. Suficientes para cuestionar mi propia convicción sobre el papel irremediable de las fluctuaciones asimétricas y las feromonas. ¿Se impusieron esas razones en el caso de Hedos?

Ella no pertenecía, realmente, a nadie. Ni a su marido ni a sus amantes y amigos. Tal y como estoy descubriendo al hilo de la escritura de esta trilogía sobre la felicidad, el amor y lo que yo llamo el poder molecular, los tres están irremediablemente concatenados. Sin el último desfallecen los dos primeros. En el espacio emocional, la bisexualidad de Hedos impedía ubicarla en un entorno familiar. No estaba en ninguna parte y estaba en todas. El cerebro de los mamíferos, incluido el nuestro, se maneja ya de por sí muy mal en el entorno espacio-tiempo porque —a diferencia de lo que ocurre con la vista o el oído— no existe en el cerebro un espacio específico para orientarse. Para Hedos, el amor y el deseo eran dos variables totalmente independientes. ¿Cómo se le había ocurrido al resto de la gente vincular las dos cosas?

Pese a su condición femenina, Hedos no se caracterizaba por el ejercicio sabio de la emoción de la empatía Sencillamente, una vez suelta en el mundo emocional le resultaba imposible ponerse en el lugar del otro, emocional ni cognitivamente, o de sí misma en otra condición. Por último, las vicisitudes de la vida le habían conferido un ánimo que nunca dejaba de ser amable, sin alcanzar tampoco la ternura. En definitiva, mi gran amor no habría aprobado el test para evaluar la capacidad de amar al que puede someterse el lector en el último capítulo del libro. Había razones sobradas para dar por terminado ese amor, pero ninguna tenía nada que ver, por lo menos aparentemente, con las que lo habían activado en primer lugar.


Las causas del flechazo amoroso


El proceso de selección de pareja sexual en el hombre y el resto de los animales se conoce con bastante precisión desde los tiempos de Darwin. Existen dos componentes básicos en este proceso: la competencia entre los machos por figurar y las preferencias demostradas por las hembras, que son las que eligen. Cuando una determinada figuración, a raíz de las preferencias de la hembra —como los colores brillantes en los peces y los pájaros o las colas espléndidas y los cuernos alambicados en los pavos reales y los antílopes— coincide, repetidamente, con los rasgos perfilados por la competencia entre machos, como el mayor tamaño, las dos acaban formando parte de la genética de la selección sexual. Es obvio que se trata de esta última y no de la selección natural, dado que ni la cola monumental del pavo real ni la estructura alambicada de los cuernos del antílope constituyen una garantía de supervivencia, sino todo lo contrario.

La belleza no es un concepto abstracto ni simplemente estético, sino una condición que está íntimamente ligada a lo que necesitamos para ser felices. Hay edificios que pueden ser arrogantes, otros pueden ser elegantes o amables. Un edificio que nos resulta atractivo no es muy diferente a una persona buena; es el análogo a una persona que nos gusta, aquella que transmite una personalidad y un conjunto de valores parecido al nuestro.

¿Cuáles son los rasgos consagrados como definidores de la belleza, perseguida por los humanos a lo largo de toda la evolución? Se nos ha explicado por boca de paleontólogos y fisiólogos que las proporciones que determinan la belleza están directamente vinculadas a criterios como el espacio necesario para que pueda alumbrarse sin dificultad a la progenie y se garantice así la perpetuación de la especie. ¿Acaso la barbilla acentuada y las cejas muy marcadas —reflejo de abundante testosterona— no son uno de los rasgos decisivos en la elección por parte de la hembra? O en el caso de lo que resulta atractivo para el varón, ¿el menor volumen facial, los contornos suaves, bien irrigados por estrógenos? ¿No es decisivo el cociente cintura-cadera, que en la Venus de Milo se fijó en el 0,7%, recogiendo una tradición que ha perdurado a lo largo de los siglos? La proporción áurea entre la cintura y la cadera presente en la Venus de Milo indicaba el espacio suficiente para que el feto se desenvolviera adecuadamente y llegara a buen puerto. ¿Y qué decir del esplendor de los senos como señal cierta de fertilidad? ¿Acaso no han sido esas señales las que han determinado la elección de la pareja?

Según Hermann Weyl (1885-1955), matemático alemán que fue profesor de matemáticas en el Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Princeton, y gran amigo y colega de Einstein, «la simetría es la idea a través de la cual la humanidad, en todos los tiempos, ha intentado comprender y crear el orden, la belleza y la perfección». Las últimas investigaciones apuntan también a la simetría como factor decisorio en la selección sexual.

Nadie se tomaba a la ligera las investigaciones de Weyl, y menos que nadie Paul Adrien Maurice Dirac (1902-1984), uno de los gigantes de la física del siglo xx, del que otro célebre físico decía: «Dios no existe y Dirac es su profeta». Dirac también era famoso por su parquedad y desesperaba a alumnos y periodistas con sus respuestas monosilábicas. Pues bien, en una entrevista que ha quedado en los anales del anecdotario científico, un periodista le preguntó:

—Quisiera saber si alguna vez se ha topado con algún colega al que ni siquiera usted es capaz de entender del todo.

—Sí —contestó Dirac.

—En el periódico se alegrarán con su respuesta. ¿Le importaría revelarme de qué científico se trata?

—Weyl —fue la respuesta. Por supuesto monosilábica.

El equilibrio en el desarrollo de un organismo refleja la capacidad metabólica para mantener su morfología en el entorno que le tocó vivir. No es posible precisar ni medir la estabilidad del metabolismo de un organismo, pero sí pueden medirse las desviaciones con relación al prototipo ideal. Entre los instrumentos de medición de la inestabilidad del metabolismo de un organismo figuran, en primerísimo lugar, el grado de fluctuación de las asimetrías y la frecuencia de desviaciones fenotípicas, como la inversión de órganos.

En plantas, animales y homínidos, se ha observado que los grados de resistencia a la invasión de insectos causantes de enfermedades parasitarias como la malaria se manifiestan en factores secundarios de la selección sexual como la ausencia de fluctuaciones asimétricas. En otras palabras, los huéspedes dados a sufrir mayor número y en mayor intensidad enfermedades causadas por insectos sociales arrojan una mayor asimetría en sus rasgos físicos.

Empezamos ahora a poder manejar un listado de componentes determinantes del chispazo del amor. Algunos se trazan antes del mismísimo nacimiento. Desde la concepción, el cuerpo humano se desarrolla por medio de la división celular. Si cada una de estas divisiones transcurriese de forma perfecta, el resultado sería un bebé con el lado izquierdo y derecho del cuerpo exactamente simétricos. Pero no ocurre así. La mejilla de un lado puede ser ligeramente más reducida que la del otro; un lóbulo puede ser más grande que el otro, y así un sinfín de pequeñas diferencias. Estas leves desviaciones de la simetría perfecta se llaman fluctuaciones asimétricas. Las mutaciones genéticas y el medio ambiente imponen cierta asimetría —con ella elaboramos índices de fluctuaciones asimétricas—, cuyas implicaciones afectan a toda la vida del individuo.

Anders Pape Möller resume muy bien las conclusiones de las investigaciones de numerosos expertos. La asimetría fluctuante es una unidad de medida particularmente útil para gestionar la capacidad de control del desarrollo; y ello, por varios motivos. En primer lugar, conocemos la solución óptima a priori: es la simetría. En segundo lugar, la asimetría fluctuante se desarrolla como respuesta a un espectro muy amplio de factores genéticos y ambientales que tienden a entorpecer los procesos habituales, incluidos los factores genéticos como la endogamia, la hibridación, las mutaciones y hasta cierto punto la homocigosis. Otros factores negativos son de orden ambiental, como la calidad y la cantidad de los nutrientes, los contaminantes, las radiaciones, las densidades de población, los parásitos, los depredadores, el ruido y la luminosidad.

Una buena simetría demostrará al resto del mundo que un determinado individuo tiene un capital genético suficiente para desarrollarse y sobrevivir. Que su metabolismo interno funciona adecuadamente. Este individuo se convertirá, por tanto, en una pareja potencial sana y fértil. O si la naturaleza se ha encarnizado implacablemente en él, en todo lo contrario.

En la Universidad de Alburquerque un equipo de investigadores pudo demostrar la estrecha correlación que existe entre la simetría masculina y el orgasmo femenino. La investigación se había puesto en marcha a raíz de la sospecha —demostrada unos años más tarde— de que las mujeres podían garantizar buenos genes para su descendencia mediante el orgasmo, responsable de una mayor succión de espermas cuando se produce haciendo el amor.

Durante la última década han abundado las investigaciones sobre las preferencias por los rasgos simétricos, así como su potencial reflejo de la salud de un organismo. Los resultados sobre el primer punto son determinantes. Los cuerpos simétricos resultan, definitivamente, más atractivos para la mayoría de animales, incluidos los humanos. Todo en nuestro entorno, desde las flores a los animales y las personas, parece simétrico.

«Tiene mucho sentido utilizar las variaciones simétricas de los individuos de cara a la elección de pareja», explica el biólogo evolutivo Randy Thornhill, de la Universidad de Nuevo México. «Si eliges un compañero perfectamente simétrico, la descendencia resultante tendrá más posibilidades de ser simétrica y por tanto de luchar contra posibles perturbaciones.» Thornhill ha estudiado la simetría durante los últimos quince años, escaneando numerosas caras y cuerpos para determinar, a través de un programa informático, patrones de simetría. Ha concluido que tanto los hombres como las mujeres juzgan más atractivos y más sanos a los demás en función de su nivel de fluctuaciones asimétricas.

Este proceso no siempre es plenamente consciente: las diferencias en los patrones de simetría pueden llegar a ser prácticamente imperceptibles para el ojo humano, aunque sean medibles con un ordenador. Thornhill apuntó otros datos que corroboran la importancia de la simetría en la elección de pareja, como, por ejemplo, que los hombres más simétricos tienen más parejas sexuales que los hombres con más fluctuaciones asimétricas.

Si se me ocurriera explicar a mis amigas que los hombres, primordialmente, están interesados en la simetría de sus facciones, imagino que pondrían cara de incredulidad.

—¡Hombre, claro, pechos a la misma altura más o menos; igual que los ojos! —diría Raquel.

—Sí, pero es más que esto. Se trata de algo mucho más milimétrico y preciso de lo que imaginas. Quiero decir que tu preferencia a bulto por posiciones simétricas es el resultado de un afán desmesurado por descubrir lo mismo en tamaños microbianos a lo largo de la evolución —le contestaría yo.

Y no digamos si formulara la misma pregunta a los hombres: —¡No había caído en ello! —respondería la mayoría. Tanto los que se ganan la vida manipulando la belleza al nivel más prosaico como los grandes matemáticos que se han asomado desde la teoría pura a la concepción de la belleza, o como los biólogos ahora, coinciden en el papel fundamental desempeñado por la simetría en la selección sexual. Toda la industria moderna de productos cosméticos y de cirugía estética apunta a conseguir rasgos más simétricos para sus pacientes para seducir al sexo opuesto.


La cara es, efectivamente, el espejo del alma


¿Qué tiene que ver la simetría con la capacidad de seducir? ¿Qué criterios baraja la gente, por ejemplo, para elegir un rostro en lugar de otro?

Cuando las hembras y los varones deciden que una cara es bella, ¿consideran la simetría como un factor importante? Y si es así, ¿por qué motivos: como indicadora de buenos genes, o de buena salud?

En primer lugar, se confirma, definitivamente, que la elección de una cara bella no tiene nada que ver, o muy poco, con la manipulación cultural, sino con factores biológicos. Se desdibujan las tesis de científicos como Diane S. Berry y Nancy Etcoff que atribuyen a convenciones arbitrarias de las distintas culturas las preferencias por un determinado tipo de belleza. De entrada, resulta imposible distinguir —sobre todo en tiempos pasados con un nivel muy rudimentario de estadísticas sobre estas cuestiones— entre las preferencias expresadas por los artistas y los patrones subyacentes de belleza en las masas. ¿Quién puede demostrar que las nalgas macizas y la poderosa espalda del cuadro La Venus del espejo de 1613 no eran más que el fruto de las alucinaciones de Rubens, en lugar del reflejo de los patrones generalizados de belleza en la ciudad de Amberes?
L
a Venus del espejo ( 1613-1614), óleo sobre tabla de Peter Paul Rubens.

Individuos de culturas dispares y de distinto sexo coinciden al definir los rasgos que marcan la belleza de una cara. Científicos como Gillian Rhodes, de la Western Australia University, Joseph G. Cunningham, de la Brandeis University, Massachusetts, y sobre todo Paul Elkman, de la Universidad de California en San Francisco sentaron, definitivamente, la universalidad de las emociones básicas, así como la coincidencia en las preferencias por un determinado patrón de belleza, al margen de la cultura específica de cada pueblo. Por otra parte, los recién nacidos muestran preferencias claras antes de que les haya podido influir el entorno cultural. Estudios recientes efectuados en el curso de esta década por Adam J. Rubenstein, entre otros, han detectado la preferencia de los bebés por determinadas caras, años antes de que los condicionantes culturales del entorno hayan podido imprimir su sello.

A pesar de la dificultad que entrañan las pruebas desde el punto de vista estadístico —dada la calidad de las muestras, la complejidad de las mediciones y su valor relativo con relación a orden de preferencias—, se cuenta con una investigación de gran valor científico que resume cuidadosamente todos los ensayos parciales efectuados. Se trata de los trabajos de Gillian Rhodes, de la Facultad de Psicología de la Universidad de Australia Occidental.

Los tres criterios estrella elegidos por Gillian Rhodes son los siguientes: la gente elige caras que representen promedios poblacionales, que denoten menores niveles de fluctuaciones asimétricas y que respeten el dimorfismo sexual de la especie. Aunque nos cueste aceptarlo, William James estaba de nuevo en lo cierto cuando afirmaba que «nuestras facultades innatas se han adaptado, anticipadamente, a las propiedades del mundo en que vivimos».

Las caras que destacan por acercarse más a los rasgos promedio son las menos singulares. Si una cara promedio indicara también buena calidad genética, constituiría una buena candidata para ser un marcador biológico de preferencias. Los especialistas han sugerido, por lo demás, que los rasgos promedio denotan cierta estabilidad en el crecimiento, así como capacidades para soportar el estrés. Por eso son atractivas y se ha podido comprobar que a medida que se acercan al promedio todavía lo son más, y en menor medida cuando se alejan.

En cuanto al dimorfismo sexual —el conjunto de rasgos específicos que diferencian a los hombres y las mujeres—, es sabido que aumenta en la pubertad, que constituye un claro indicador de que se está alcanzando la madurez sexual y, por lo tanto, el potencial reproductor. Aquí lo curioso es que los rasgos exageradamente femeninos resultan netamente más atractivos que los rasgos marcadamente masculinos; en otras palabras, una feminidad acentuada es una señal de salud y competencia inmunitaria en mayor medida que los rasgos exageradamente masculinos.

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Un nivel de mutaciones lesivas inferior al promedio.» La modelo británica Kate Moss, paradigma de la belleza.

Algunos autores sugieren que esta diferencia entre los géneros puede ser, simplemente, el resultado de asignar a la personalidad femenina atributos como mayor calidez, menos ánimo de dominio, mayores dotes de cooperación, honestidad o cierto sentido de la maternidad. Aparentemente, lo anterior se contradice con el hecho comprobado de que durante el ciclo menstrual, al alcanzar la fase de fertilidad, las mujeres cambian sus preferencias a favor de rasgos marcadamente masculinos. En esta fase las mujeres los prefieren morenos, tal vez porque los rasgos más masculinos indican, a pesar de todo, salud y esto aportaría, indirectamente, ventajas genéticas.

A medida que se profundiza en el conocimiento de las asimetrías biológicas se hace más patente la importancia trascendental de la heterocigosis en los individuos. Cuanta mayor es la heterogeneidad genética, mayores son las posibilidades de que virus e insectos se enfrenten a genes insospechados para ellos. Hay muchas pruebas en el planeta referidas tanto a poblaciones aisladas como a estirpes aristocráticas de los efectos perversos de la consanguinidad. En este sentido, es fácil vaticinar, aunque parezca sorprendente, que la creciente mezcla de poblaciones y culturas diferentes redundará en un planeta cada vez más simétrico y por lo tanto más bello y por lo mismo más sano. Nada impediría que esta bonanza afectara también a las características mentales.

En animales no humanos el nivel de fluctuaciones asimétricas refleja defectos de inestabilidad en el crecimiento que, además, aumentan con la endogamia, la homocigosis, la carga parasitaria, las dietas insuficientes y la contaminación. También en los humanos las fluctuaciones asimétricas aumentan con la endogamia, los nacimientos prematuros y los retrasos mentales.

En cuanto a la cara, en lugar del cuerpo, las pruebas son menos concluyentes. También en los humanos las asimetrías del rostro van asociadas a determinadas anomalías cromosómicas, pero no hay pruebas generalizadas de que la simetría facial sea un indicador de salud. Lo más probable es que así fuera en el pasado y que, justamente, debido a ese antiguo vínculo entre la simetría facial y la salud —que la medicina moderna ha trancado— se hubiera desarrollado la preferencia sexual por no sólo los cuerpos, sino también las caras simétricas. El hecho de que en entornos duros y atrasados subsista el vínculo entre la simetría facial y la salud apoyaría esta tesis.

La relación entre una buena forma física y el grado de asimetría fluctuante parece innegable. De ahí que los estudios realizados sobre la relación entre la simetría, la supervivencia y la selección sexual se hayan centrado en una multitud de rasgos genéticos o en aquellos pocos que son vitales para conservar una buena forma física, sobrevivir y reproducirse. Las hembras de las golondrinas Hirundo rustica —las mismas que solían anidar, durante mi infancia, en la habitación desocupada que llamábamos del monje, situada en los bajos delanteros de la masía familiar en el Ampurdán— prefieren a los machos con colas bien simétricas y desdeñan a los que las tienen desaliñadas. Ahora bien, el enamoramiento fácil de las golondrinas por los machos con la cola simétrica no es caprichoso, en el sentido de que no responde a un solo rasgo genético de carácter ornamental. Está claro que la perfección de la cola garantiza una mayor capacidad de maniobra durante el vuelo, y las golondrinas pasan la mayor parte de su vida volando.

Por último, sería muy difícil precisar cómo sienten o imaginan las plantas y los animales las peculiaridades de su entorno, pero, en cambio, sí podemos deducirlo indirectamente midiendo sus niveles de asimetría. La asimetría —como señalan A. Richard Palmer, de la Universidad de Alberta, Canadá, y Thérèse Ann Markow, de la Universidad del Estado de Arizona, entre otros investigadores— integra de forma coherente las consecuencias de los efectos disruptivos del entorno. Dado que el fenotipo óptimo es simétrico porque mejora el rendimiento, cualquier desviación de un patrón perfectamente simétrico puede considerarse como una solución imperfecta a un problema de diseño, solución que dará problemas de rendimiento en el futuro.


Los bailarines con menos fluctuaciones asimétricas son mejores


Si a un humano prehistórico le resultaba complicado poder escapar de las garras de un león, más difícil sería su intento por sobrevivir si sus piernas tuviesen una longitud desigual. Prueba de ello son los esqueletos de los indios prehistóricos que demuestran que los individuos más viejos tenían huesos más simétricos que los que morían más jóvenes. Esto es particularmente revelador porque el modelado permanente de los huesos durante la vida, generalmente, causa una asimetría cada vez más acusada en los humanos más viejos.

De acuerdo con Steve Gangestad, psicólogo evolutivo de la Universidad de Nuevo México, en todas las culturas humanas se ha valorado la belleza femenina por encima de cualquier otro atributo, pero la importancia otorgada a la belleza es todavía mayor en aquellas civilizaciones que sufren el impacto de los parásitos, como es el caso de la malaria, la esquistosomiasis u otros parásitos violentos.

La selección constante contra la asimetría empieza ya entre el espermatozoide y los óvulos en las hembras de las especies que se reproducen por fecundación interna. Tan sólo una pequeña parte de los gametos sobrevive y, en general, los excluidos son aquellos con fenotipos desviados. Esta selección es, aparentemente, un fenómeno muy extendido. Los huéspedes pueden evitar de forma segura los efectos debilitantes de los parásitos si desarrollan un sistema inmunitario eficiente, siendo el funcionamiento del sistema inmunitario de los humanos una de las actividades fisiológicas más costosas, sólo comparable al funcionamiento del cerebro.

Existen indicios claros —como apuntaron Ivar Folstad y Andrew John Karter, de la Universidad de Tromso, Noruega, en 1992— de que en las aves el sistema inmunitario está implicado directamente en la señalización sexual y de que, en términos más generales, las defensas inmunitarias desempeñan un papel en la selección sexual puesto que, como se vio, algunos rasgos sexuales secundarios como la simetría reflejan la competencia inmunitaria de los individuos.

Una de las variantes más novedosas a la hora de aquilatar el nivel de asimetría fluctuante es la utilización de la expresión corporal en la danza como símbolo de ese nivel. El experimento fue dirigido por Robert Trivers, actualmente catedrático de antropología en la Rutgers University, New Brunswick, Nueva Jersey, en el curso de sus largas estancias en la isla de Jamaica.

Hasta ahora se desconocía qué revelaba la danza sobre las características del genotipo del que bailaba, suponiendo que significara algo. Para empezar, se dividió a los participantes en el ejercicio en dos grupos en función de sus asimetrías fluctuantes medidas por las particularidades de los codos, las muñecas, el tercer, cuarto y quinto dedos, los pies y las orejas. El objetivo era contestar a las dos preguntas siguientes: ¿reflejan las dotes para la danza una asimetría fluctuante reducida? ¿Es el efecto mayor en los varones que en las hembras?

Las conclusiones dieron respuestas afirmativas a las dos preguntas planteadas en términos casi inequívocos. En primer lugar, la investigación arrojó una correlación clara entre la simetría y la capacidad para la danza. En segundo lugar, dado que los varones asumen en promedio una menor inversión parental que las hembras, era lógico que en el primer caso prevalecieran los ademanes característicos del cortejo, mientras que en el caso de las hembras prevalecieran los afanes discriminatorios a la hora de elegir pareja. Era la manera de contestar, también afirmativamente, al segundo objetivo de la investigación.

Más allá de todo el listado de detalles concretos que demuestran la relación entre las fluctuaciones asimétricas y la selección sexual está el argumento arrollador de lo que yo considero una de las grandes paradojas de la evolución. En cierto modo, el sistema inmunitario fue el primer cerebro de los organismos vivos. Algunos de ellos, a diferencia de los homínidos, no sintieron nunca la necesidad de desarrollar un sistema cerebral, menos impreciso y más sofisticado que el sistema inmunitario. Pero tanto en un caso como en el otro, en el complicado y gran consumidor de energía que es el sistema inmunitario, como en el todavía más sofisticado y acaparador de la energía total disponible —más de un 20%— que es el sistema nervioso y cerebral, recurrieron a las fluctuaciones asimétricas para decidir cuestiones de selección sexual.


Causas no metabólicas del amor


¿Qué otros elementos conocemos que nos condicionen a la hora de elegir pareja? ¿Por qué nos enamoramos, más allá de los poderosos condicionantes físicos que a través de la simetría hacen particularmente deseables a ciertos individuos? En otras palabras, nos gustaría elaborar una tabla explicativa de las excepciones que también se dan, por supuesto, en los arrebatos de amor. Lo que es verdad en millones de organismos durante millones de años puede no serlo en un individuo. Hay quien se enamora por Internet sin haber vislumbrado siquiera la imagen impresa por el sistema inmunitario ni las feromonas que la transmitan.

Ahora bien, en el ámbito de las excepciones o causas distintas al impacto del sistema inmunitario o de los mecanismos químicos, nos movemos en un campo mucho menos trillado por las pruebas científicas. Causas excepcionales del enamoramiento que se dan por satisfactorias en un momento dado han sido cuestionadas por las últimas pruebas efectuadas en los laboratorios. Y a la inversa, verdades que lo parecen sólo a medias resultan tener mayores visos de realidad de lo que se anticipaba al comienzo. Algunos ejemplos bastarán para poner de manifiesto la fragilidad de esa búsqueda.

Uno de esos elementos poco cuestionable es la proximidad: tendemos a enamorarnos de personas cercanas, con las que tenemos relación diaria. Y ambos sexos se enamoran, generalmente, de aquellos con valores y orígenes similares. No resulta demasiado sorprendente que la gente se sienta atraída hacia aquellos individuos con los que comparten actitudes y valores. Así lo confirmó la psicóloga Eva Clonen, de la Universidad de Iowa, en 2005, estudiando a parejas de recién casados. Este tipo de rasgos son muy visibles en los demás, y pueden desempeñar un papel destacado en la atracción inicial.

El sentido del humor también puede facilitar una relación de pareja, aunque los hombres y las mujeres otorgan un valor diferente al humor, según Eric Bressler, del Westfield State College, en Massachusetts, y Sigal Balshine, de la Universidad de McMaster en Hamilton, Ontario, Canadá. En una investigación de 2005, Bressler y Balshine detectaron que las mujeres tienden a sentirse atraídas por los hombres que las hacen reír, mientras que a los hombres les gustan las mujeres que les ríen las gracias.

¿Cuál de todas las posibles motivaciones ejerce una influencia real? Stephen Emlen y sus colegas de la Universidad de Cornell, en el estado de Nueva York, pidieron a casi mil personas entre dieciocho y veinticuatro años que estableciesen un rango de prioridades de una serie de atributos, que incluían el atractivo físico, la salud, el estatus social, la ambición y la lealtad, en una escala que reflejase lo deseable que consideraban cada atributo. Las más exigentes eran las personas que se consideraban a sí mismas buenos compañeros estables. Valoraban en primer lugar la fidelidad, a la que seguía el atractivo físico, el compromiso para formar una familia, la riqueza y el estatus social. Emlen recalcaba así que «lo que la gente busca en una relación estable es el compromiso para formar familia, la afectividad y la fidelidad sexual».

Sin abandonar las arenas movedizas de las causas no metabólicas del amor se ha sugerido, también, el papel de nuestras propias experiencias emocionales. Esas experiencias afectarían profundamente y condicionarían lo que se considera atractivo o deseable, lo que se espera del amor. En el capítulo anterior vimos la importancia decisiva de la memoria con la que se confrontaba cada nueva experiencia. Por un lado, la búsqueda en el archivo de la memoria de algo comparable al estímulo amoroso en curso crea una dinámica de excelencia progresiva; la línea de tendencia sólo se rompería en el caso de que experiencias emocionales traumáticas del pasado incidieran negativamente en la elección de pareja aquí y ahora.

Por otro lado, lo que aquí se apunta matiza la teoría de los llamados «mapas del amor» configurados por los recuerdos inconscientes y conscientes y por el entorno. Las investigaciones sobre la elección de parejas en gemelos indica que el desarrollo de los mapas del amor es laborioso y depende, marcadamente, de elementos muy aleatorios. El amor en curso no dependería tanto del diseño que aflora como reflejo promedio de amores experimentados en el pasado, sino de la falta de relación o similitud entre el amor en curso y las experiencias pasadas contrastadas individualmente.

Las investigaciones llevadas a cabo por expertos como el doctor Jim Pfaus, de la Concordia University, Montreal, Canadá, plantean la duda de si el conjunto de características que un individuo considera atractivas en otro podría formarse durante un periodo crítico para el desarrollo de la conducta sexual. Plantea que estas características podrían fijarse por medio de la recompensa sexual, incluso en aquellos animales, como las ratas, que en principio no viven en pareja. Puede condicionarse a las ratas a preferir un tipo determinado de pareja por medio de un estímulo, como por ejemplo, que miembros del sexo opuesto huelan a limón. Este tipo de investigación podría arrojar luz sobre la comprensión de preferencias poco frecuentes, como los fetiches humanos, que se desarrollan pronto y son casi imposibles de cambiar. El fetichista vincula objetos como los pies, los zapatos, juguetes o pelotas, que tienen una relación visual con experiencias sexuales infantiles, con la gratificación sexual. Es difícil, no obstante, otorgar una vigencia generalizada a motivos que explican, únicamente, comportamientos de colectivos muy minoritarios.

Hemos dejado para el capítulo siguiente la capacidad de imaginar, fundamental en el ámbito cultural de los fetiches. La diferencia fundamental entre el antecesor que compartimos con los chimpancés y otros homínidos radica, justamente, en la capacidad de imaginar. Podemos elucubrar sobre la existencia de Dios, decidir que «somos» una nación, estresarnos tremendamente imaginando amenazas que no existen o que nada vale la pena fuera del ser amado. Mi intuición me dice que sólo existen dos fuentes primordiales, explorada una hasta la saciedad en los laboratorios científicos. Me refiero al nivel de fluctuaciones asimétricas como indicador de la belleza y la capacidad metabólica de un organismo. La otra, totalmente virgen, nos lleva a adentrarnos, a duras penas, en el poder fascinante y desconocido todavía de la imaginación. Las dos asentadas en el soporte de la memoria. Todas las demás causas palidecen frente al ímpetu arrollador del primer cerebro de los humanos, su sistema inmunitario y el más evolucionado: su capacidad de imaginar algo tan insondable como el amor.


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