Punset, Eduardo El viaje al amor [R1]


Capítulo 3 Aprender a copular para dejar de ser clones



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Capítulo 3
Aprender a copular para dejar de ser clones


Querido y extraño corazón: ¿quién eres? Necesito saberlo porque te voy a querer toda la vida.
(Mensaje hallado en el móvil de X)
El día en que Abbey Conan se presentó al concurso para una plaza de trombonista en la Orquesta Filarmónica de Munich se había decidido que los candidatos tocaran ocultos detrás de una placa de cristal ahumado, porque uno de ellos era familiar de un miembro del jurado. En cuanto sonaron los primeros acordes del único candidato de sexo femenino, escondido como el resto tras el cristal, el director de la orquesta interrumpió la prueba gritando: «¡No hace falta seguir! ¡Ya sé quién ha ganado la plaza!».

Cuando descubrieron que, por vez primera en la historia de la Filarmónica de Munich, acababan de otorgar la plaza de primer trombón a una mujer intentaron echar marcha atrás, sin resultado.

No es una discriminación de escasa importancia, sino todo lo contrario. ¿Cuáles son las razones de una diferenciación tan elemental —y fundamental en nuestras vidas— como la que existe entre los sexos? ¿Cómo surgió? ¿Por qué motivos? Si no había distinción de sexo en las bacterias, antes de que aparecieran las primeras células eucariotas hace más de dos mil millones de años —las protagonistas actuales de la comunidad andante de células que somos los homínidos—, ¿por qué la hay ahora?

Es el momento de penetrar en la maraña sobrevenida de los sexos. De analizar, primero, las razones biológicas y evolutivas que la sustentan, y después las ventajas (sin duda debía de haberlas, como contrapartida necesaria a una opción tan complicada como la diferenciación sexual). Pero, claro, también implica las serias desventajas mencionadas en el capítulo anterior, como la de renunciar ni más ni menos que a la inmortalidad.


El cerebro tiene sexo


En un sentido muy prosaico y cotidiano, ¿es cierto el tópico de que los hombres se orientan mejor y dan muestras de mayor lucidez a la hora de leer mapas urbanos o geográficos que las mujeres? No es mi caso, desde luego. He vivido permanentemente, quiero decir durante años seguidos, en ciudades como Madrid, Barcelona, Ginebra, París, Burdeos, Bruselas, Estrasburgo, Londres, Washington, Los Ángeles y Puerto Príncipe. Digo vivir durante años, no visitarlas con frecuencia. Y me sigo perdiendo en todas ellas.

Es un ejemplo de las enormes dificultades de asignar determinados comportamientos a las diferencias de sexo. No sólo chocamos con múltiples excepciones, sino con factores muy distintos y tan peregrinos como ser netamente más distraído que los demás o manejar el grado de atención para memorizar de distinta forma.

El británico Simon Baron-Cohen, catedrático de psicopatología del desarrollo en la Universidad de Cambridge, es el que ha conferido mayores visos de veracidad a la tesis de que las mujeres barajan el espacio y, por lo tanto, las leyes de la física, con menos soltura que los hombres. Que el cerebro, en definitiva, tiene sexo. Simon Baron-Cohen repite constantemente que sus investigaciones sólo se refieren a promedios; o sea, que nadie intente verificar su hipótesis aduciendo casos individuales.

La hipótesis inicial de Simon Baron-Cohen fue confirmada por Eric R. Kandel, premio Nobel de Medicina (2000) y director del Kavli Institute for Brain Sciences, al descubrir que, en el cerebro de hombres y mujeres, se activan áreas distintas al pensar en el espacio: el hipocampo izquierdo en los hombres y el parietal derecho y la corteza prefrontal derecha en las mujeres. Aceptemos, así, que los enamorados tienen cerebros ligeramente distintos.


E
duardo Punset conversando con Eric R. Kandel, premio Nobel de Medicina.

Los hombres son mejores desentrañando el funcionamiento de sistemas, sobre todo de objetos inanimados, que son más fácilmente predecibles que los sistemas humanos: mecánico, como una máquina o un ordenador; natural como el clima, del que se intentan descubrir normas o leyes que rijan su funcionamiento; abstracto como las matemáticas o la música; o, por último, un sistema que se pueda coleccionar, como una biblioteca o una serie filatélica.

Si a los hombres les interesan más los sistemas, la empatía es una cualidad de la que están mejor dotadas las mujeres. La empatía es la capacidad de reconocer las emociones y los pensamientos de otra persona, pero también de responder emocionalmente a sus pensamientos y sentimientos. Una de las pruebas efectuadas consiste en utilizar fotografías de rostros y pedirle al observador que identifique la emoción expresada. La prueba puede complicarse mostrando únicamente una parte del rostro, Por ejemplo, la zona de alrededor de los ojos. El resultado lo puede adivinar el lector: las mujeres intuyen más fácilmente que los hombres la emoción que trasluce la fotografía del rostro. En promedio, aciertan más las mujeres.

La historia de la evolución tendería a confirmar estos hallazgos en el sentido de que la caza, con su parafernalia de dardos y percepción del espacio, habría seleccionado a los cazadores-recolectores dotados del conocimiento del sistema físico que tal tarea requiere, al tiempo que el cuidado de los niños, asignado al sexo femenino por nuestros antepasados, habría seleccionado aquellos genes dados al reconocimiento de las emociones y estados de ánimo de los demás.

Esto último suponía, en las sociedades primitivas, una ventaja a la hora de cuidar a los niños y de criarlos. Ante un bebé que no puede hablar, hay que utilizar la empatía para imaginar qué necesita. Tener más empatía debió de suponer ser mejores padres: identificar si el niño sufría, estaba triste, tenía hambre, o frío; interpretar sus estados emocionales y cuidarlo mejor. Y cuando un niño está mejor cuidado, sobrevive y perpetúa los genes de sus padres. Así que esto explicaría que la empatía acabara desembocando en una ventaja evolutiva.

Más allá de esos impactos de estructuras cerebrales distintas, se sabe muy poco todavía, como no sea la dificultad de identificar correlaciones entre esas estructuras o el nivel de actividad cerebral y los comportamientos. Las diferencias de sexo son mucho más difusas y oscilantes de lo que a menudo se da a entender porque están en juego, sobre todo, flujos hormonales y químicos no caracterizados, precisamente, por su permanencia o invariabilidad.

Tanto es así que investigaciones muy recientes apuntan a que algunos cambios en las supuestas ventajas o especializaciones de un hemisferio cerebral sobre el otro están relacionadas, temporalmente, con los ciclos menstruales. Lo cual no quita que el mayor grosor en la hembra del llamado cuerpo calloso, la región cerebral que separa los dos hemisferios, le dé una mayor versatilidad que al varón y la posibilidad de atender con más soltura a varios asuntos a la vez.

Se sabe también que las fuertes descargas hormonales que tienen lugar durante el embarazo han marcado diferencias relativas a la orientación sexual y la conducta que tendrá el feto de adulto, pero las pruebas son imprecisas y todavía no concluyentes. La neurocientífica Louann Brizendine, directora de la Women's Mood and Hormone Clinic de la Universidad de California en San Francisco, recuerda que el espacio cerebral reservado a las relaciones sexuales es dos veces y media superior en los hombres que en las mujeres, mientras que en éstas son más numerosos los circuitos cerebrales activados con el oído y las emociones.

Diferencias evolutivas: la neotenia


Las diferencias en la concepción del espacio y la vocación de empatía según los sexos son un tema reiterado en la vida de la pareja. Pero hay otras diferencias defendidas con idéntica pasión. Desmond Morris, zoólogo por la Universidad de Birmingham, filósofo por la Universidad de Oxford y uno de los divulgadores científicos más prestigiosos, identifica las diferencias de sexo no sólo en la diferencia de mentalidad sino en la propia historia de las biologías respectivas.

A lo largo de la evolución, los dos sexos se han caracterizado por la neotenia; es decir, los humanos —al contrario que otros animales— han ido conservando sus rasgos juveniles como el ánimo juguetón y la mentalidad infantil en plena edad adulta. Los dos sexos son un cien por cien más neoténicos que los sexos de otras especies.

Mientras se evolucionaba de una especie a la siguiente, se prolongaba y ralentizaba el desarrollo del cuerpo y la mente, dando más tiempo al crecimiento del cerebro y la inteligencia. Como dijo Ashley Montagu (1905-1999), citado por Matt Ridley en su libro The Red Queen: «A Lucy le habría salido el primer molar a los tres años y habría vivido cuarenta, como los chimpancés; mientras que al Homo erectus, un millón y medio de años más tarde, no le habría salido ese diente hasta los cinco años y habría vivido casi cincuenta».

Ahora bien, este proceso no se manifiesta igual en las mujeres que en los hombres. En las primeras la mentalidad de chiquilla se ha preservado en menor grado que en los segundos, mientras que sus formas y perfiles físicos han cambiado notablemente a lo largo de la evolución. Los hombres siguen conservando un mayor parecido con el antecesor común de los chimpancés y nuestros antepasados, pero con mentalidades de niño en mayor grado que ellos y las mujeres. Tal vez, gracias a Desmond Morris, nos sea más fácil entender el sentido de algunas trifulcas familiares aparentemente incomprensibles. «Discuten como niños», dicen los vecinos. Y es que, en cierto modo, lo son.


Células germinales distintas


El factor de diferenciación más importante entre los sexos —para muchos científicos, el único absoluto y determinante— es la disparidad de las células germinales: la contraposición entre los numerosísimos espermatozoides de tamaño minúsculo y los escasos óvulos mucho mayores. El carácter de la distinta inversión parental viene fijado por esa diferencia y, desde luego, cuesta imaginar que no haya incidido en las conductas respectivas del hombre y la mujer a lo largo de la vida.

En realidad, parecería consecuente con los procesos biológicos de la reproducción sexual que la desigualdad notable de tamaño en las células germinales fuera la única diferencia absoluta y universal entre los dos géneros. Estas diferencias de tamaño sí han determinado las pautas de la selección sexual y resultaría extraordinario que no hubieran modulado circuitos neurológicos vinculados a la búsqueda de intereses distintos, por una parte, y a comportamientos complementarios por otra.

En los organismos primitivos que se reproducían sexualmente, las células que se fusionaban durante la reproducción sexual tenían el mismo tamaño y podían considerarse tanto donantes como recipientes. Con el tiempo, sin embargo, el tamaño de unas y otras empezó a cambiar, disminuyendo las células donantes y aumentando las recipientes. Así se consuma la diferencia de sexos entre los portadores de las células germinales más pequeñas y móviles (espermatozoides) y los portadores de las células germinales más grandes y selectas (óvulos).

Cuando nuestros gametos alcanzan tamaños distintos, podemos asignarles sexos diferentes. Las hembras producen los gametos más grandes; los machos los más pequeños. Como se decía antes, no hay ninguna otra diferencia entre machos y hembras que sea completamente determinante.

Para el hombre de la calle que considere ese pasado, la consolidación del proceso exclusivo de reproducción de las células germinales, totalmente distinto de las células somáticas, es la respuesta a la primera de las dos preguntas fundamentales que nos hacemos con respecto al origen del sexo: cuándo aparece y cuáles son sus ventajas. Pues bien, hace setecientos millones de años se reafirmó un proceso que consistió, nada más y nada menos, que en la adopción del sistema sexual de reproducción y la aparición de diferencias de género.

Células germinales distintas quiere decir, entre otras muchas cosas, comportamientos sexuales diferenciados. Es dudoso que la intensidad de la atracción sexual no sea la misma en varones y hembras. ¿Qué razón evolutiva podría explicar lo contrario? En la Universidad de Groningen, en los Países Bajos, un equipo de científicos encabezado por el catedrático de neuroanatomía Gerst Holstege acaba de apuntar a una de esas diferencias de género en los comportamientos sexuales. El orgasmo de la mujer requiere, primordialmente, una inhibición casi total de su cerebro emocional; es decir, se produce la desconexión de emociones como el miedo o la ansiedad. Una vez más, nos encontramos con la importancia de la ausencia del miedo para definir la felicidad, la belleza y ahora el placer femenino.

En el varón, en cambio, los niveles de actividad emocional se reducen en menor medida durante la excitación genital y predominan las sensaciones de placer físico vinculadas a esa excitación. Lo que sugiere el experimento, en lenguaje llano, es que para hacer el amor, las mujeres necesitan estar libres de preocupaciones en mayor medida que los hombres. Otra cuestión sería saber si eso cuadra con las demandas respectivas que la sociedad impone a cada género.
E
l origen del mundo (1866), óleo de Gustave Courbet, Museo de Orsay, París.

El varón compite con otros de su misma especie para recabar los favores de una hembra determinada. A la hembra, en cambio, lo que le importa —por la cuenta que le trae— es no equivocarse en el proceso de selección. Las dos cosas ocurren en edades muy tempranas. Pero el resto de su vida, la seducción es un fenómeno mucho más cultural e indiferenciado que se ejerce en aras de agradar, también, al resto. Sólo así se comprende que jóvenes sin pretendiente todavía, o mujeres maduras con el matrimonio bien sellado, se sometan a operaciones de cirugía estética. En el seno de la pareja, los móviles estrictamente sexuales amainan, dando cabida a otros no menos importantes que se analizan más adelante, al hablar de la vida en común. En el contacto social con el resto del mundo, sin embargo, aquellos móviles no pierden en absoluto su vigor.

A estas alturas, el lector se habrá percatado del contraste hasta gracioso entre el análisis moderno de las diferencias de género, fundamentado en la biología, y los relatos aireados por la creatividad literaria en el pasado. Incluso cuando se hacía referencia a lo mismo —órganos reproductivos o células germinales—. Bastará un ejemplo referido a la supuesta obsesión atávica desarrollada por el hombre para contemplar la anatomía íntima de la mujer, la vulva.

Según Nicolas Vedette (1633-1698), «todos nuestros placeres y desgracias que ocurren en el mundo proceden de allí». Frank González-Crussi, catedrático emérito de Patología en la Northwestern University de Chicago, sostiene que la masacre del 17 de julio de 1791 en París, en el Campo de Marte, fue el resultado de la mencionada obsesión por parte de dos pillos, tras una serie de malentendidos entre ellos y una testigo ocular; sumado a la excitación de la muchedumbre presa del fervor de la Revolución francesa.

Otro ejemplo. Uno de los cuadros más sorprendentes del Museo de Orsay, en París, es una pintura de Gustave Courbet (1819-1877) titulada El origen del mundo, que representa con pelos y señales el órgano reproductor de la mujer. El chismorreo de la época sugiere que Courbet pintó al natural la vulva de la irlandesa Joanna Hiffernan, novia de su amigo el pintor americano James MacNeill Whistler, acostada en la cama después de hacer el amor. La revelación del cuadro hizo saltar por los aires la amistad entre los dos pintores.


El origen de la reproducción sexual


Decía antes de esta digresión en la literatura y el arte que la segunda cuestión importante relativa al origen del sexo radicaba en identificar qué ventaja evolutiva impuso el sexo como método reproductivo predominante en los organismos más evolucionados. ¿Es más eficaz el sistema actual de reproducción sexual de los mamíferos humanos que los sistemas asexuales?

Parece incomprensible que a estas alturas del desarrollo científico y de la experiencia acumulada por miles de millones de humanos no se sepa, a ciencia cierta, ni en qué momento, ni cómo, ni con qué propósito aparecen dos sexos perfectamente diferenciados: macho y hembra.

Para los lectores empeñados en querer saber las cosas a ciencia cierta y que todavía abriguen, por ello, huellas de dudas en torno al dilema del sexo, traigo a colación el recuerdo de una visita al Hospital de Puerta de Hierro en Madrid, tras meses de molestias continuadas en el estómago. El médico y la enfermera me esperaban, amablemente, para hacerme una gastroscopia.

—¿Quiere decir, doctor, que van a introducirme un tubo garganta abajo hasta el estómago ? —pregunté incrédulo y asustado.

—Es la única manera de saber a ciencia cierta —recuerdo perfectamente las palabras del médico— lo que le pasa.

—¿Y para qué quiero yo saber a ciencia cierta lo que me pasa en el estómago si, a ciencia cierta, no sé absolutamente nada ? —fue mi respuesta.

Dudas al margen, cuando se analiza la amplia literatura sobre el origen y la prehistoria de los sexos hay un hecho sorprendente para el observador del siglo xxi : la fuerza arrolladura del instinto de atracción sexual, que lo coloca en el pelotón de cabeza de la lista de instintos primordiales.

Como demostró el biólogo molecular Seymour Benzer, pionero en el estudio de los vínculos entre los instintos genéticos y el comportamiento, y como contara muchos años después Jonathan Weiner en su fascinante libro Tiempo, amor, memoria: en busca de los orígenes del comportamiento, una mosca Drosophila (la mosca del vinagre) macho, que no haya visto jamás a una mosca hembra, por su condición de mutante ciego, criado en la soledad total de una botella, no se arredra ni un instante para husmear primero, componer una melodía seductora con el vibrar de sus alas después y, finalmente, copular y transmitir genes a una hembra también mutante ciega, recién introducida en su inhóspito recinto. Una vez más, chocamos con un instinto básico y complejo con el que ya se viene al mundo sin la ayuda de ningún manual de aprendizaje.

Ahora bien, muchos organismos unicelulares y algunas plantas y animales se reproducen indefinidamente sin sexo. Existen especies de insectos que se las arreglan con sólo hembras reproductoras por partenogénesis y lo mismo ocurre en algunos peces y reptiles. En las plantas, la reproducción asexual es incluso más común. Mencionemos sólo el diente de león y la alquemila o pie de león, que producen semillas asexuales, o la zarzamora, que se propaga de manera vegetativa, por acodo del tallo en el que se forman raíces adventicias. Hay especies hermafroditas que poseen los dos sexos, con diferentes variaciones. Hay animales que pueden autofecundarse, como la tenia o solitaria. Otros, como los caracoles de tierra, realizan una copulación doble, actuando de macho y de hembra al mismo tiempo. Y existen organismos de sexo cambiante de forma repetida a lo largo de su vida. Huevos que se fertilizan fuera del cuerpo del reproductor; los hay en que el sexo depende de la temperatura a la que se incuban los huevos: hembras, cuando es por debajo de 34 °C y machos si es por encima; en otras especies es exactamente al revés.

Otro científico había descubierto, incluso antes que Seymour Benzer, moscas Drosophila mutantes que eran mitad macho y mitad hembra: en la mitad macho tienen un cromosoma X en cada célula, y en la mitad hembra dos. Sin mencionar las especies que sobreviven al margen de la reproducción sexual como las estrellas de mar. Una mirada a la historia de la evolución apunta a una situación en la que el sexo —sin dejar de ser un instinto arrollador— no ha sido nunca un factor contundente e invariable, sino aleatorio y prolijo.

Todo apunta a que hubo que esperar unos mil millones de años más, desde el origen de la vida en la Tierra, para que apareciera un tipo alternativo de reproducción consistente en transferir material genético de dos individuos distintos pero de la misma especie. Las bacterias ya efectuaban algún tipo de intercambio de material genético. Todavía hoy, su forma de practicar el sexo consiste en transferir genes de una bacteria donadora a otra receptora mediante un túnel microscópico hecho a medida; así pueden aumentar el número de las que desarrollan resistencias a ciertos antibióticos. Cambia su genoma, pero no pasa nada. Quiero decir con ello que se trata de una actividad sexual independiente de la reproducción. Al finalizar el proceso, sigue habiendo dos células, aunque en una de ellas ha aumentado la dotación génica.

La reproducción sexual de los organismos multicelulares y complejos como nosotros es un fenómeno muy distinto, porque implica la generación de un individuo nuevo provisto de un material genético diferente al de sus progenitores. El padre y la madre no cambian (por lo menos, no sus genes). La gran novedad es el hijo.

Lo nuestro es muy sofisticado y complejo. Lo de las bacterias es de una sencillez apabullante. Ahora bien, a un microbio, claro, le resulta imposible dejar de ser microbio y ponerse a construir catedrales. Pero las bacterias tienen una ventaja nada desdeñable: sus genes no mueren. Y nosotros, para perpetuarnos, tenemos que tener hijos porque nuestras células —en su mayoría somáticas— mueren.

Se lo ponemos muy difícil a los virus pero renunciamos a la eternidad


Es muy probable que el acto de copular tal y como lo entendemos hoy también se desarrollara en el periodo en que los primeros artrópodos abandonaron el mar. El medio acuático ya no servía para transportar material genético de unos individuos a otros. Aunque el aire asumió esas funciones en el caso de algunas especies, hubo que inventar mecanismos más seguros y precisos y el mejor incentivo para ello era que generaran placer. Había nacido la reproducción sexual tal y como la entendemos en el mundo moderno.

Una vez identificado el momento de la reproducción sexual, sólo nos queda aludir a sus consecuencias. La mayor diversidad genética, propia de la reproducción sexual, ha facilitado la adaptación de los organismos complejos a entornos extremadamente cambiantes. Genes diseñados para sobrevivir en un entorno determinado estaban condenados a desaparecer cuando cambiaran las circunstancias. Este problema sigue intrigando a los genetistas que estudian las poblaciones, pero ha fraguado un consenso de que la diversidad genética aneja a la reproducción sexual ayuda a una especie a sobrevivir en entornos mutables. Si los padres producen varios individuos con diversas combinaciones genéticas, se incrementan las posibilidades de que, al menos uno de los descendientes, posea el conjunto de características necesarias para la supervivencia.

La mezcla constante de genes distintos en un mismo individuo, la irrupción incesante de nuevo material genético, complicó sobremanera la vida de los parásitos que, a partir de entonces, se enfrentaban a huéspedes desconocidos. Tales son las principales ventajas. No parece muy lógico seguir cuestionando el valor del afianzamiento de la diversidad, ni las pruebas de la relación causa-efecto, aduciendo el coste desmedido de la misma.

La siguiente ventaja de la reproducción sexual no es fácil de sobrestimar. Se trata de incrementar decisivamente el nivel de complejidad y sofisticación de la especie, que desemboca en la creación de individuos diferenciados de los demás. Dejamos de ser clones para transformarnos en individuos únicos e irrepetibles.

Sí hay un coste inconmensurable que, paradójicamente, rara vez se menciona. Superar el mundo de la clonación para acceder al de la individualidad supone aceptar la finitud y la muerte. Como se decía antes, una bacteria que se repite a sí misma no muere nunca. Un individuo único e irrepetible, por definición, no se da dos veces. Tal vez porque han sido protagonistas de los dos universos, sucesivamente, los humanos siguen sin estar del todo reconciliados con la idea de que la creatividad individual y el poder de cruzar fronteras desconocidas tenga que ir aparejado con la muerte. Ahora entiendo, tal vez, por qué la gente me sigue haciendo en los aeropuertos el tipo de preguntas a que me refería en el capítulo anterior y el lector aceptará, quizás mejor, mi tipo de respuesta.

Es en este sentido que antes se mencionaba la complejidad como un objetivo potencial de la evolución si lo tuviera. Las bacterias que carecen de núcleo genético pueden dividirse eternamente pero renuncian a formas de vida más complejas. El precio que pagamos nosotros en aras de una mayor complejidad es aceptar que vamos a morir.

Asombra pensar en el parecido del misterio que acompañaba a la transmutación de materiales hasta comienzos del siglo xx (y su antecedente paracientífico, la alquimia), con el misterio de los procesos de la reproducción sexual en los humanos. Cuando los humanos descubrieron, por fin, la habilidad para crear nuevos materiales inertes, no eran conscientes del secreto que les permitía a ellos crear vidas nuevas. ¿De dónde procede el embrujo del amor materno?

Con toda probabilidad, radica en el alumbramiento, precisamente, del misterio sobrevenido de la transmutación humana. El amor materno se alimenta de la sorpresa incontenible de haber generado en las entrañas, dentro de uno mismo, algo distinto a uno mismo. Es difícil imaginar el mismo sentimiento en una estrella de mar que suelta en el océano una pequeña parte de sí misma para engendrar un clon. ¿Dónde estaría aquí la sorpresa?

Lo anterior referido al enamoramiento explicaría que nadie pudiera enamorarse de un clon de sí mismo. Uno quiere fusionarse con la otra mitad a la que se echa de menos, justamente porque siendo distinta es imprescindible.

Cuando en 1901 los químicos Frederick Soddy (1877-1956) y Ernest Rutherford (1871-1937) descubrieron que del material radiactivo torio emanaba, naturalmente, un gas radiactivo que era un elemento nuevo y distinto, el primero gritó:

—¡Rutherford! ¡Esto es una transmutación en toda regla; el torio se está transmutando en un gas distinto!

—¡Por Dios, no menciones esa palabra, que nos van a cortar el cuello por alquimistas! ¡Ya sabes cómo son!

El miedo de Rutherford —al que se concedió el premio Nobel por este descubrimiento en 1908 (a Soddy se lo concedieron en 1921)— estaba sobradamente justificado. Centenares de miles de alquimistas en los últimos siglos habían dedicado ingentes esfuerzos y sacrificado sus vidas intentando transmutar un elemento como el plomo en materiales nobles, como el oro. Los fracasos milenarios habían generado una desconfianza generalizada en la capacidad de los humanos para interferir con la naturaleza y para crear nuevos materiales. A los alquimistas se les ridiculizaba, cuando no se les condenaba a morir en la hoguera.





Detalle de El laboratorio de alquimia ( 1570) de Giovanni Stradano, Palazzo Vecchio, Florencia.
Es paradójico que, simultáneamente, nadie se hubiera interesado por las transmutaciones que los humanos efectuaban cotidianamente mediante la reproducción sexual, desde hacía millones de años. Al contrario de un organismo clónico, los que son fruto de la diversidad genética constituyen algo nuevo, inédito y absolutamente irrepetible. Una masa de material casi añeja, los padres, genera un individuo joven y totalmente nuevo.

Es absolutamente cierto que, como asegura Graham A. C. Bell, profesor de la Universidad McGill en Montreal, Canadá, el dilema del sexo sigue siendo el mayor de los problemas de la biología evolutiva. Puede que ningún otro fenómeno haya suscitado tanto interés y, desde luego, ninguno ha creado tanta confusión. Las visiones de Charles Darwin (1809-1882), a quien debemos el concepto de evolución, y de Gregor Mendel (1822-1884), que tantos misterios han ayudado a resolver, no han conseguido hasta ahora despejar completamente las incógnitas del misterio básico de la sexualidad.

Portavoces de la corriente de pensamiento llamada creacionista, como Brad Harrub y Bert Thompson, lo han utilizado como arma arrojadiza contra las versiones científicas al uso sobre el origen del sexo y la vida tal y como la conocemos. «¡Sólo una inteligencia superior pudo dar con un mecanismo tan enrevesado y milagroso!», sostienen.

La victoria arrolladura de la reproducción sexual sobre la asexuada es una prueba clara de sus ventajas; de otro modo, no se habría impuesto a lo largo de la evolución. Frente a este instinto arrollador palidece el sistema de reproducción asexuada que consiste en la formación de nuevos individuos a partir de las células de un solo progenitor, sin la formación de un gameto o la fecundación por parte de otro miembro de la especie. Basta un solo progenitor.

Para la comunidad científica en general y para el genetista británico Michael Majerus, de la Universidad de Cambridge, existen pocas dudas de que los primeros organismos en la Tierra se reproducían efectuando copias de sí mismos. Bacterias, algas unicelulares y algunos animales como amebas, esponjas, anémonas de mar o hidras lo siguen haciendo. Como se mencionó antes, muchas plantas, incluidas especies complejas, también se reproducen, total o parcialmente, de forma asexual recurriendo a estolones, rizomas, esquejes o incluso hojas que desarrollan raíces. Si el comienzo de la vida fue microbiana y asexual, es lógico que haya muy pocos organismos de gran tamaño que sean asexuales. Además de la diversidad genética, la reproducción sexual ha hecho posible el salto a mayores tamaños de las especies.

Lo que importa es el impulso de fusión con otro organismo


Abundando en lo que precede, sí está claro hoy que el impulso sexual no sólo no ha estado siempre vinculado al sistema reproductor, sino que estuvo precedido por otro más elemental, más universal, menos maleable y contemporizador. El sexo fue, en realidad, un subproducto del más primordial de todos ellos; me refiero al movimiento de los primeros organismos en aras de la irresistible fusión con otros de la misma condición. Como se apuntaba en los dos capítulos anteriores, la soledad y el vacío pavoroso en un planeta solitario; la ayuda imprescindible para respirar y dividirse; las exigencias del sistema energético; la amenaza potencial de una salud alterada; la protección y la seguridad que sólo se garantizaban cuando el clamor de «todos a una» se configuraba en un organismo complejo y ordenado; todos estos móviles impulsaron, irremediablemente, la búsqueda de otro.

Esa búsqueda ha sido constatada, subliminalmente, por los psicólogos cuando afirman que el amor desdibuja el concepto de uno mismo, amenazando con destruir las barreras que separan a dos seres y, en todas las encuestas efectuadas entre enamorados, la búsqueda de esta fusión prevalece sobre el deseo sexual.

Me alegra constatar que la neurología moderna está a punto de confirmar lo sugerido en el párrafo anterior. Hasta hace muy poco tiempo, en mi caso se trataba de una intuición pura. No podía ser sino una intuición, hasta dar con su reflejo a nivel de los circuitos cerebrales de los pocos mamíferos monógamos como los humanos. La pasión por fundirse con otro, la necesidad de crear vínculos de apego duraderos; el amor, en definitiva, utiliza unos circuitos disponibles en el cerebro similares a aquellos por los que deambula el impulso sexual. Hoy sabemos que el éxtasis y el dolor generado por los vínculos del amor romántico tienen las mismas raíces que el amor materno. Y gracias a ello podemos concebir terapias sugeridas por el segundo para aplicarlas al primero.

El descubrimiento clave es la fusión, con o sin sexo. Es tentador sugerir que el impulso de la fusión se adorna, a partir de un momento dado, con el amor sexual en algunas especies y, mucho más tarde —desarrollada ya la capacidad de imaginar de algunos mamíferos gracias al desarrollo de la parte más evolucionada de su cerebro—, con el amor espiritual. Tal es el planteamiento de la encíclica sobre el amor del Papa Benedicto XIII.

No es probable, sin embargo, que sea adecuado el camino de un dualismo paralelo al famoso error del filósofo Descartes, invalidado por la neurología moderna. La separación de antaño entre la mente y el cerebro —«pienso, luego existo», decía Descartes—, el supuesto abismo entre el cuerpo y el alma, entre la materia y el pensamiento, no encuentra cabida en el análisis de la realidad científica.

Como explica Carl Zimmer, divulgador y redactor científico del New York Times y de las revistas New Scientist y Discover, al indagar en la vida y los milagros del gran científico católico del siglo xvii Thomas Willis, incluso para él mismo estaba claro que el alma estaba en el cerebro. Ése fue su gran descubrimiento. Al afirmar Miguel de Unamuno «Sí, todo lo que es piensa. Soy, luego pienso», prolongaba en el siglo xx el pensamiento de Willis de trescientos años atrás.

Es dudoso, pues, que la transposición del dualismo de antaño a la reflexión sobre el amor —amor sexual y amor espiritual— sea el camino más pródigo en resultados para acercarse a la realidad. Tal vez el método científico aplicado al análisis del amor conlleve partir del concepto básico y ancestral del impulso de fusión que lo define, ubicándolo —como ocurre con la gestión de otras emociones— en la actividad cerebral. Si el alma está en el cerebro, si la conciencia de uno mismo emana de este órgano, sería lógico pensar que también el amor, sexual o no, espiritual o sexual, romántico o apego afectivo, también se aloja allí. Pero ¿en qué circuitos cerebrales en concreto?

A pesar de las limitaciones de los resultados de experimentos efectuados con personas enamoradas, mediante imágenes por resonancia magnética, es comprobable la tesis según la cual el sentimiento de vínculo afectivo y de apego maternal no es distinto del amor. No parece aceptable, como intentan otros investigadores, distinguir entre estos dos sentimientos. En definitiva, estamos hablando de la función biológica que fusiona a dos individuos creando lazos imborrables.

Andreas Bartels, investigador del Instituto Max Planck de Tubinga, Alemania, y Semir Zeki han llevado a cabo diversos estudios del amor maternal mediante técnicas de neuroimagen funcional que permiten visualizar las zonas cerebrales que se activan mientras se está realizando una actividad cognitiva o una operación mental. Bartels y Zeki escanearon los cerebros de algunas madres mientras miraban los rostros de sus bebés. Comprobaron que la mayor parte de aquellas regiones del cerebro humano conocidas por contener receptores de vasopresina y oxitocina se activan tanto con el enamoramiento como con el amor maternal; es decir, que las mismas hormonas están involucradas en el amor romántico y en los vínculos afectivos de los adultos. ¿El amor se convierte con el tiempo en otra cosa? El origen neural y hormonal sigue siendo el mismo.

Como han podido comprobar Tobias Esch del Instituto de Medicina Familiar de la Universidad de Medicina de Berlín y George B. Stefanos, director del Instituto de Investigaciones Neurocientíficas de la Universidad del Estado de Nueva York, el amor romántico y el amor parental coinciden en lo que concierne al sistema nervioso. Ambos comparten la misma neurobiología y un fin evolutivo crucial: la perpetuación de la especie.

El móvil de fusiones entre especies distintas como el antecesor de las mitocondrias y las células, o el inicio de organismos multicelulares, estuvo guiado por idénticas necesidades de sobrevivir. Cada organismo, unicelular o no, buscaba ansiosamente en otros la energía que no tenía, la velocidad que le faltaba, la capacidad para respirar oxígeno letal o la protección frente a la incertidumbre. ¿A dónde quiero llegar con estas premisas? A sugerir algo muy importante que afecta a la vida cotidiana de las parejas. El derroche de entrega y sacrificio que a menudo se baraja en el amor no puede ocultar el claro contraste entre esta visión ofrecida por la literatura y la que perfila la biología. La primera fundamenta el amor en la entrega y el sacrificio. La segunda, en el ánimo de supervivencia.


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