Punset, Eduardo El viaje al amor [R1]


Capítulo 4 ¿Por qué somos como somos?



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Capítulo 4
¿Por qué somos como somos?


¡Raquel, te quiero! Vuelvo en julio.
(Texto de una pancarta en el primer partido de España en el Mundial de fútbol de 2006)
Me extrañaría sobremanera que al final de este capítulo el lector no sacara conclusiones parecidas a las mías, y que anticipo enseguida para no generar falsas expectativas.

Somos una especie de homínidos extremadamente afable. Damos las gracias a perfectos desconocidos, cedemos el paso, simplemente, para dar prioridad a los extraños y, casi siempre, respetamos los pasos de cebra a favor de gentes de otras edades y condición. Las azafatas, las taquilleras, los acomodadores, las dependientas y las empleadas de hotel no dejan de sonreír mucho antes de que nada haya empezado. Ninguna otra especie da señales similares. Desde luego ningún reptil saluda. Entre los mamíferos, los perros, de entrada, ladran a otros perros. Entre los primates, el primero en el escalafón se desahoga dando patadas al último mono. Nosotros, en cambio, somos muy amables.

Ahora bien, ejercemos el poder de manera abyecta. Los chimpancés también pueden matar sin compasión a miembros de la tribu enemiga —como observó consternada en África la paleóntologa Jane Goodall—; eso sí, con una condición: haberse declarado la guerra abierta. A nosotros, sin embargo, nos basta con estar en guerra con nosotros mismos.

Podemos sacar la pistola y agujerear la frente de un balazo no anunciado al cajero de un banco. Podemos disimular, sonriendo a la persona que vamos a enterrar en cal viva dentro de unos instantes. Las instituciones enmascaran el sufrimiento infligido mediante textos legales que convierten en verdaderos laberintos para que los ciegos nunca den con la salida. Si alguien llama la atención sobre el peligro de muerte que puede causar seguir apretando la tuerca, arrojar una colilla o rebasar los límites permitidos de velocidad, pocos se arredran por ello. Hasta que la depresión hunde al que se tortura psicológicamente, el bosque arde aniquilando a especies desprevenidas y miles de personas se tragan el volante por la boca rodeados de niños muertos.

Pero también podemos romper las barreras del espacio y el tiempo. Soñar que volamos como los descendientes de los dinosaurios. Creer en Dios. Amar al prójimo más que a uno mismo. Navegar contra corriente empujados por nuestro caudal de emociones insospechadas. Encontrarnos a fin de año en el lugar preciso que habíamos planeado nosotros y no donde nos habían figurado los demás. A veces, la conciencia planta cara a los genes y decide abandonar a la amada para alistarse en una guerra de salvación nacional. Hemos descubierto por qué brillan las estrellas desmenuzando la naturaleza átomo por átomo, aprendido a combatir el estrés con la acupuntura y, desentrañando neurona a neurona el cerebro, la locura.

Somos contradictorios. Tomados individualmente, del todo impredecibles pero, en agregados, nos comportamos al son de dictados tan irresistibles como las leyes físicas. No es de extrañar que prosiga la búsqueda de por qué somos como somos. Lo que sigue no es sino un exponente impregnado por el pensamiento de paleontólogos y psicólogos evolucionistas. Es la versión más plausible, porque se desprende tras haber profundizado en la concepción geológica del tiempo, en lugar de reflexionar sobre imágenes instantáneas. No son digresiones en torno a arquetipos supuestamente estáticos, sino un testimonio de la evolución de la diversidad que nos ha marcado.

Es cierto que cada nuevo desafío agudiza la inteligencia. Así ocurrió con nuestros antepasados cuando tuvieron que abandonar la selva y adentrarse al descubierto en la sabana africana. Pero mucho peor —o mucho mejor, como se verá— que cualquier sabana es convivir con el prójimo. El mayor desafío con el que se enfrentó el ser humano fue su manía de convivir con otros.
U
n aeropuerto, escenario de tantos encuentros humanos (y del autor).

Debemos a Richard D. Alexander, profesor emérito de la Universidad de Michigan, la primera contribución evolutiva a la comprensión de este fenómeno. «Sólo los propios humanos podían constituir una amenaza suficiente —dice Alexander— para explicar el desarrollo de la inteligencia y de la evolución. Cuando el león ataca una manada de gacelas, el peor enemigo no es el león, sino las gacelas que corren más de prisa.»

Se nos repite constantemente que somos primates sociales. Y es cierto que, desde hace diez mil años, vivimos apelotonados como en un enjambre. Podemos pasar meses sin hablar con el vecino, pero convivimos con él y con muchos más en la escalera. La curiosidad, que en muchas especies constituye un instrumento de supervivencia, en los homínidos puede ser absolutamente gratuita. Curiosear la vida del vecino sobrepasa el nivel de la sociabilidad implícita en las sesiones de grooming, característica de los chimpancés. Hay animales tan curiosos como nosotros, pero no tan chismosos.


Soportar a los demás nos hace más inteligentes


La vorágine social del chismorreo mantiene a la gente en un estado de ansiedad y alerta muy superior al que exigiría el simple ánimo de sobrevivir y reproducirse. La ostentación, tanto como su inversa —«que no se note demasiado»—, obligan a ejercicios mentales cada vez más alambicados para intuir lo que piensan los demás.

La vida social en Manhattan, Nueva York, arroja claros ejemplos, en el contexto de la ultramodernidad, de esos procesos mentales tan alambicados. La liturgia en torno al dating, es decir las citas amorosas, sorprende a los recién llegados de otras latitudes menos modernas. El promotor de la cita asume, invariablemente, el coste económico de la primera cena. Hacer el amor es un objetivo que puede anticiparse para la tercera cita. Los dos géneros aceptan que la realización del deseo no tiene por qué estar vinculada al amor. La premura de tiempo, sumada al ritmo acelerado del trabajo y otros compromisos, obligan a la ejecución paralela de varias citas para no retrasar en exceso la necesidad imperiosa de hacer el amor. En todo este proceso, la existencia de un rito con sus procedimientos suaviza las exigencias de lidiar con la búsqueda del placer sexual, pero no libera, por supuesto, de la necesidad de desarrollar la inteligencia social.

La vertiente positiva de este estado de ánimo es un aprendizaje constante de los avatares del dominio social y el desarrollo de la inteligencia. Ningún otro animal sería capaz, por supuesto, de tanto desafío innecesario y continuado para azuzar los mecanismos cerebrales de los demás. En el resto de los animales, la convivencia con humanos sobreexcitados, por grados extremos de sociabilidad, también desembocó en niveles de inteligencia más elevados para ellos.

Nicholas Humphrey da un paso más, aduciendo que la interacción continuada con organismos equipados con habilidades mentales semejantes, cuyas motivaciones pueden ser muy mal intencionadas, genera demandas formidables e imperecederas de profundizar en el conocimiento de las cosas y las personas. El que no se espabila en un entorno así pierde, seguro, la partida. En este sentido, el amor ha sido un estímulo constante para la innovación. Partiendo del puro encontronazo de una mujer y un hombre en un aeropuerto, hace falta cavilar mucho, como acabamos de ver en el contexto de Manhattan, para dar cabida a lo que llamaba antes «una motivación mal intencionada», como la de darse un beso más tarde y hacer el amor.

Algunos primates sociales viven aislados en parejas. Otros, en la más absoluta promiscuidad. Los humanos suelen vivir emparejados, rodeados por infinidad de otras parejas. Es una situación excepcional con relación a otras especies. En un entorno así, resulta imprescindible descifrar lo que está cavilando el cerebro del interlocutor o el vecino. E, invariablemente, las especulaciones giran en torno a conductas discutibles, a las fragilidades o negocios del que está ausente, los sentimientos, la sexualidad, la envidia, la música y el arte.

El lenguaje —que requería un cerebro importante— nunca fue diseñado para entenderse, sino para confundirse. Por lo demás, todavía hoy podemos comprobar que las modalidades del habla, como el tono o el timbre de la voz, equivalen a más del 60% del contenido reflejado en la conversación. Cuando dos rostros pretenden expresarse, la mirada absorbe un 70% del esfuerzo. Y en el amor, es imposible enamorarse sin mirar fijamente a los ojos. El lenguaje corporal y el inconsciente son imprescindibles para barruntar lo que está pasando por la cabeza del otro.

Así llegamos a otra importante contribución evolutiva a los mecanismos del amor. Se la debemos al joven profesor de psicología de la Universidad de Nuevo México Geoffrey Miller, para quien «la neocorteza es, básicamente, un mecanismo para seducir y retener a la pareja sexual: su función específica evolutiva consiste en entretener a los demás y valorar, a su vez, sus intentos de estimularnos». Geoffrey se fija, particularmente, en la música y el arte, construyendo el concepto de entretenimiento como puntal básico de la selección sexual.

Cuando se contempla cómo se desparrama la actual demanda de entretenimiento, no sólo en los periodos de ocio, sino en clase y durante la jornada laboral, resulta difícil cuestionar la tesis de Miller. Que nadie pretenda enseñar sin entretener. De la misma manera que se procura adornar el trabajo puro y duro con una cultura corporativa. Así es más fácil entender por qué somos como somos. Nos cautiva que nos entretengan y nos arranquen de la soledad.

«Eduardo, si pudiéramos tirar una bola del tamaño de la Tierra contra el firmamento —el físico amigo al que me refería en el primer capítulo investigaba en el perímetro de Toronto, Canadá—, las posibilidades de que esa bola chocara con algún otro cuerpo son prácticamente nulas. Las distancias estelares son inconcebibles.»

No obstante, el cielo —como ocurre con un barrio urbano— parece repleto de estrellas. La distancia entre los humanos, a juzgar por el peso de la soledad, también es engañosa. Esta soledad es la base de la demanda creciente de entretenimiento que lo inunda todo y la materia prima de la selección sexual. A pesar de la proximidad, la distancia que separa a unas personas de otras se asemeja a las estelares. Tanto la ostentación unas veces, como los comportamientos recatados o las actitudes defensivas otras, han convertido aquellas distancias en insondables. La contrapartida es una demanda de entretenimiento sin fin que induce a los actores a competir y seducir.


U
n pavo real con la cola desplegada, su gran instrumento de seducción.

Incordiar al vecino o entretenerle pueden parecer actividades demasiado frívolas en el contexto de la selección natural. El amor, como cualquier otra característica o singularidad de los animales, ha sido modelado por la selección natural. Es cierto que la selección natural está reñida con lo superfluo y, por ello, cualquier característica inútil saldrá, finalmente, del patrimonio genético. Sin embargo, los seres vivos poseen características que parecen frívolas o decorativas, como ocurre con la cola del pavo real: la cola no le ayuda a volar mejor, o más alto, ni puede ser usada como arma. Más bien lo contrario: la cola majestuosa le convierte en presa más fácil de los depredadores.

Darwin fue el primero en sugerir que el macho o la hembra de una especie pueden adquirir características superfluas si éstas son percibidas como atractivas por el sexo opuesto, ofreciendo así una ventaja sobre los rivales sexuales.


Las razones de la incomprensible inversión parental


Ha llegado el momento de abordar las tres razones evolutivas que están en la base de por qué somos como somos en materia de amor.

Me estoy refiriendo, en primer lugar, al cambio del modo de locomoción de cuadrúpedos arborícolas a bípedos en la sabana africana. Esta novedad mejoró el rendimiento energético del homínido pero disminuyó el tamaño de la pelvis, justo cuando aumentaba el del encéfalo craneal. El tamaño de la pelvis tiene relación con el tamaño de los pies. Este dato explica por qué las mujeres con pies pequeños suelen tener más dificultades a la hora de alumbrar naturalmente. Dado que el bebé descenderá a través del canal del parto y la pelvis, el tamaño de ésta tiene un impacto sobre la potencial facilidad, o dificultad, del alumbramiento. Éste es sólo uno de los factores que tendrá un impacto directo en el nacimiento; también serán importantes la eficacia de las contracciones, la facilidad de dilatación del cuello del útero, el tamaño del bebé y su posición.

No debería sorprendernos que, entre las señales sexuales secundarias desarrolladas a lo largo de la evolución, figuren las nalgas y las caderas bien marcadas, que debían dar la seguridad —la medicina moderna ha demostrado que no es así— de que el feto gozaba de espacio suficiente para moverse y salir. Lo que sigue es un magnífico ejemplo de cómo millones de personas durante millones de años también pueden equivocarse. En otras palabras, la evolución puede imponer comportamientos tan sesgados y equivocados como la conciencia y la razón. La ciencia acaba de dictaminar que no es el tamaño de la cadera lo que determina el espacio disponible para que el feto pueda navegar por el canal del parto, sino la forma y la anchura de la pelvis.

El aumento del tamaño del cerebro, debido a motivos evolutivos, creó un problema práctico importante: los bebés humanos tienen la cabeza tan grande, que pasa con mucha dificultad por el canal de nacimiento. Sólo queda una opción: los bebés humanos nacen doce meses antes de tiempo.

Una criatura prematura es extremadamente vulnerable. Su gran cerebro —que crece a un ritmo fortísimo en los dos primeros años de vida— tiene enormes necesidades metabólicas. Criar niños y prepararlos para que puedan valerse por sí solos es una tarea que supera con creces la capacidad de una sola persona, por mucha entrega que se derroche. El proceso de formación intelectual de niños y jóvenes en la vida moderna no ha hecho más que agravar esta situación. La biología de la indefensión y la dependencia del recién nacido no ha cambiado, pero las tareas necesarias para facilitar su integración en las sociedades modernas requieren mucho más tiempo y esfuerzo.

Recuerdo una conversación con la escritora Susan Blackmore en su casa de Londres. Mientras me exponía con vivacidad y llaneza la supuesta lucha entre los genes —replicantes biológicos— y los memes —replicantes del intelecto concebidos por su admirado maestro Richard Dawkins, a los que ya nos hemos referido en el capítulo 1—, yo caí en la cuenta de que destilar memes en los cerebros de las generaciones jóvenes es mucho más complicado y seguramente menos divertido que transmitir genes.



«
No depende de las caderas. Estábamos equivocados.» Una cadera ancha y otra estrecha.

«¿Sabes? —me dijo Susan Blackmore casi de carrerilla—. Si yo tuviera quince hijos, como podría haberlos tenido hace cien años, no podría haber escrito libros. Así que ésta es una manera de los memes de competir con los genes, a través del control de la natalidad, a través de los matrimonios modernos, las ideas modernas de tener sólo dos hijos... ¡Yo tengo dos hijos y ya tengo bastante —¡gracias!—, porque quiero escribir libros!».

En lo que Susan, probablemente, se equivocaba era en creer que reflotar quince hijos en la Edad Media requería mucho más esfuerzo y tiempo que preparar a dos para la vida moderna. Siendo ella escritora, lo lógico sería confiar en que de adultos sus hijos ejercieran una profesión que suscitara un reconocimiento social parecido al que inspira la suya. En todo caso, no inferior. Formar a dos hijos para que puedan ejercer profesiones equivalentes a la de escritor exige esfuerzos meticulosos y prolongados que pasan hoy por la elección de las escuelas adecuadas y la consecución de una plaza, por el aprendizaje de idiomas en el extranjero, la obtención de títulos de posgrado o prácticas en una empresa que suponen aplazar la consecución de un trabajo remunerado, sufragando entretanto los gastos de mantenimiento de los dos hijos hasta que encuentren trabajo.

La inversión parental es ahora clamorosamente mayor y, por lo tanto, no es de extrañar que el amor perdure más allá y rebase con creces el antiguo límite de entre dos y siete años sugerido por la historia de la evolución.

Cuando los poetas, novelistas o historiadores divagan sobre el amor al margen de las consideraciones anteriores, suelen sacar la conclusión de que el amor o el apego afectivo es una verdadera locura, una especie de obnubilación sobrevenida. ¿Qué nos están contando? ¿Que enamorarse es una enfermedad que los psiquiatras comparan con la obsesión compulsiva? Por el contrario, el paso del tiempo muestra que el trastorno amoroso no es una enfermedad que llega y desaparece, sino que está enraizado en una inversión parental ineludible para sobrevivir y perpetuar la especie. Es una ley del comportamiento con una fuerza equivalente a las leyes de la física.

Hace medio millón de años las hembras ya producían un óvulo mucho mayor que el espermatozoide. Las hembras y los machos efectúan un tipo muy distinto de inversión parental. Las primeras pueden, como mucho, producir un hijo al año; tal vez cuatrocientos óvulos en toda la vida. Un hombre, en cambio, podría fecundar miles de hijos al año —tres mil espermatozoides por segundo—, si tuviera mucho éxito y se enfrentara a muchos hombres. De manera que la mujer pone un cuidado especial en discriminar la calidad o la preparación del hombre con que se empareja, mientras que el varón podría elegir a la que fuera, si pudiera seguir emparejándose con otras. La selección natural primó, no obstante, y desde muy pronto, a los genes de los varones que también invertían en sus hijos. ¿Por qué?

Es fácil imaginar que hace medio millón de años las mujeres ya elegían a los varones dotados con buenos genes, fijándose en su apariencia de salud y sabiendo si podrían confiar en ellos para proveer de lo necesario a sus niños. Es fascinante constatar hasta qué punto la hembra es puntillosa y altamente selectiva a la hora de elegir pareja. Esta característica no se da en ninguna otra especie, por lo menos en este grado. En menor medida, también los hombres son extrañamente selectivos. Debe haber razones muy poderosas para que hayan aflorado conductas tan discriminatorias. Las hay y, como se ha visto antes, tienen que ver con el tamaño del cerebro y esa inversión parental. A una hembra o a un macho chimpancé le da igual acostarse con uno que con otra.

Los hombres ya eran particularmente celosos por el miedo inconsciente de que su inversión sirviera para amamantar a los hijos de los demás. Esto favoreció las relaciones de pareja que, con toda probabilidad, caracterizaron ya a las sociedades humanas de cazadores recolectores. La historia de la evolución sentó, pues, desde tiempos remotos, el marco de la pareja para que se explayara y se prolongara el instinto de fusión. Parece innegable que la selección sexual favorecería la perpetuación de aquellos espermatozoides que no se perdieran en encuentros múltiples, aleatorios y, a menudo, infructuosos; que premiara la eficacia implícita de concentrar la atención y el esfuerzo en una sola persona; que garantizara, en definitiva, un mayor porcentaje de aciertos en los intentos reproductivos.

Análisis recientes de dimorfismo sexual en el Australopithecus afarensis confirman que los primeros homínidos eran, primordialmente, monógamos. ¿Y por qué los chimpancés o los bonobos no? Antes de contestar esta pregunta conviene abordar la segunda circunstancia capital que explica nuestra fórmula amorosa.


Las ventajas de ovular sin que los demás se den cuenta


Hay una segunda razón evolutiva que está en la base de la trama de la inversión parental. Y se habla muy poco de ella.

Tengo tres hijas y cuatro nietas y me he dado cuenta de que sigo sin saber, a ciencia cierta, qué es la menstruación. Este descubrimiento no tendría más interés que el poner de manifiesto la ignorancia supina sobre el otro sexo en que ha sumido a los hombres un determinado entorno cultural, particularmente acusado en España, si no fuera porque tiene otras implicaciones profundas que escapan a la mayoría de los hombres y, también, de las mujeres. Me refiero a las consecuencias evolutivas del sorprendente proceso —sorprendente cuando se compara con lo que ocurre con muchas otras especies como los primates— de la ovulación oculta.

¿Cómo fidelizar la atención del varón? Con toda seguridad, la ovulación oculta desempeñó un papel primordial. Si el éxito reproductivo requiere constancia, la disponibilidad permanente de la hembra para el amor, sumada a la incertidumbre sobre el momento de la fecundación, hacían de la ovulación oculta la táctica más expeditiva.

En beneficio exclusivo de los lectores de sexo masculino, empezaré por recordar lo que se esconde en las dos fases del ciclo menstrual. En el inicio del ciclo, que se corresponde con las primeras dos semanas después de un período de sangrado, los niveles de estrógenos aumentan y hacen que el endometrio (la capa mucosa que recubre el interior del útero) madure. Los procesos hormonales, principalmente estrógenos, correspondientes a esta fase dan como resultado la maduración de un óvulo en los ovarios. Seguidamente, se produce la ovulación, momento en el que el óvulo se desprende del ovario.

La segunda fase del ciclo menstrual se corresponde con las siguientes dos semanas, aproximadamente, tiempo durante el cual el óvulo se desplaza por las trompas de Falopio hacia el útero. En esta fase interviene la hormona progesterona, que ayuda a preparar el endometrio para el embarazo. Si durante esta segunda fase un espermatozoide fecunda el óvulo, éste se adhiere a la pared del útero y se inicia el embarazo. Si no se fecunda el óvulo, se produce el desprendimiento de la capa superior del endometrio, con el consiguiente sangrado o menstruación.

Produce espanto imaginar el sentimiento de sorpresa de una niña, en tiempos prehistóricos, cuando tenía la regla por primera vez. A juzgar por el conocimiento imperante en la actualidad, era imposible que supiera entonces por qué sangraba de pronto. Aunque una creencia popular errónea le hiciera creer que ocurría siempre en luna llena. Para contrarrestar el terrible engorro de sangrar, algunos casos, a pierna suelta, se consolaría constatando que sus sentidos de la vista y el olfato eran más receptivos y precisos. No era un hecho baladí. Si hubiera podido recapitular al final de su vida la suma de los días aquejada por este contratiempo, le habría salido la cifra espeluznante de siete años sangrando. Han tenido que pasar millones de años para aceptar que ese contratiempo es fuente de vida y regeneración.

Parte de la desorientación actual en torno al comportamiento de la juventud, con sus secuelas de acoso y violencia, tiene que ver con los cambios evolutivos mencionados sobre los que no se reflexiona adecuadamente. La menstruación aparece a edades cada vez más tempranas: entre los once y los trece años, en lugar de a los dieciséis, como unas pocas generaciones atrás. Esta progresión parece haber aminorado después de la década de los setenta. Unido esto a la prolongación del periodo de formación y consecución de la independencia económica, ha provocado un periodo inusualmente largo entre la madurez sexual y la madurez intelectual. Es un nuevo periodo en la historia de las edades que llenan los teenagers, con una cultura que han inventado de cuajo y que deja perplejas a las generaciones anteriores. Yo lo llamo el abismo de dos civilizaciones.

La rebelión de la conciencia contra los genes


He mencionado el impacto de la ovulación oculta porque la investigación científica no ha descalificado aquella presunción, aunque desde el análisis filogenético publicado en 1993 por los ecólogos evolutivos Brigitta Sillén-Tullberg, de la Universidad de Estocolmo, y Anders Pape Möller, de la Universidad Pierre y Marie Curie, de París, la secuencia de la relación causa-efecto es más laboriosa de lo pensado. Al parecer, la ovulación oculta se origina en sociedades promiscuas, en lugar de monógamas, y sólo cuando ya se había adoptado la ovulación oculta se cambia a un tipo social de organización monógama. Según esta tesis, la ovulación oculta habría cambiado de objetivos a lo largo del tiempo.

El primate ancestral hembra que prodigaba sus favores en las sociedades promiscuas se aseguraba así de que los machos infanticidas se abstendrían ante la sospecha de que el hijo pudiera ser suyo. Una vez establecida la ovulación oculta con ese propósito, se utilizó para otro: recabar la ayuda de un portador de buenos genes al que se convencía para quedarse, generando en él la casi seguridad de que el recién nacido era suyo, en lugar de la mera sospecha de que tal vez pudiera serlo. Se trata de algo muy común en la biología evolutiva.

Hace medio millón de años nuestros antepasados presos por la aflicción o la suerte del amor tenían más posibilidades que otros miembros de la tribu de que sus genes llegaran a ser mayoritarios en el patrimonio genético. Y la selección natural —movida siempre por los criterios de mayor eficacia— consolidó, lógicamente, el amor pasional de la pareja. La perpetuación de la especie quedaba garantizada en mayor medida cuando surgía el amor que cuando el apetito sexual se desperdigaba en encuentros azarosos y espaciados que podían o no coincidir con los periodos ocultos de ovulación de la hembra.

Es lógico que, a raíz de lo que antecede, el lector se pregunte: ¿por qué al impulso ancestral de fusión con otro organismo hubo que superponer o añadir el del amor? Si durante miles de millones de años bastó el impulso de fusión en busca de ayuda y sosiego, ¿por qué en un momento dado de la evolución surgió el amor? ¿Se trataba de un nuevo cometido que se asignaba a otros mecanismos del sistema emocional? No es probable.

Sencillamente, en los tiempos primordiales de la vida bacteriana y las primeras células eucariotas eran suficientes los encontronazos fortuitos y repetidos. Como se vio en el capítulo 2, el azar bastaba y sobraba para que el impulso de fusión con otros organismos se realizara.

Los canales de comunicación sexual, incluidos los productos químicos como las moléculas señalizadoras llamadas feromonas, podían seguir desempeñando un papel importante en la selección sexual, pero el complicado mecanismo de competencia del macho para que la hembra eligiera, el nacimiento de la conciencia individual en especies como los chimpancés y luego en los homínidos, los periodos de prueba impuestos por las costumbres y los condicionantes organizativos del grupo, ya no permitían que el instinto de fusión fluyera por el cauce del simple y puro encontronazo.

¿Encontronazo? Hace unos diez años, posiblemente más que menos, me dejaba llevar por la cinta transbordadora automática hacia la terminal de salidas internacionales de un aeropuerto. El maletín de ruedas en la mano y la mirada —como la mayoría de pasajeros— en el vacío. En aquel vacío apareció de frente, a diez metros de distancia, como una ráfaga que acercaba el viento, una sonrisa cómplice y embriagadora. A cinco metros —su cinta transportadora iba en dirección opuesta y a idéntica velocidad que la mía— permitía ver la belleza del alma que sustentaba aquel cuerpo de una mujer de unos treinta años.

Meses después realicé mentalmente, varias veces, los cálculos del tiempo disponible en aquel encuentro móvil. Si la velocidad de las cintas fuera de medio metro por segundo —me decía a mí mismo—, dado que ella me partía por la mitad las unidades de tiempo al venir en dirección contraria, el cortejo habría durado un segundo y cuarto. Demasiado poco para que pudieran entrar en juego las feromonas. Debió de ser la percepción de la simetría.

Mis amigos físicos me corrigieron ligeramente los cálculos años después y mis amigos neurólogos tuvieron que aceptar mi tesis de que, al cerebro consciente, salir de su ensimismamiento le cuesta una barbaridad, con lo que debía dar por perdido el tiempo empleado en recorrer los primeros cinco metros cuando me percaté de la sonrisa. No hubo tiempo para dejarse caer en las redes del amor que despliega la evolución.

La consecución de la fusión implica, obviamente, la existencia de un vínculo emocional como el amor. Este último es la adaptación evolutiva del primero pero siguen siendo una y la misma cosa.

Se ha mencionado el nacimiento de la conciencia de sí mismo. Junto al origen del bipedismo y la ovulación oculta caben pocas dudas de que el aflorar de la conciencia, a partir de un momento dado en la historia de la evolución, constituye el tercer hito en el camino que marca nuestro modo de amar. Tal vez ahí radique la razón más importante de que el instinto emocional del amor tenga la fuerza insospechada y arrolladura que tiene en los humanos.

Cuando se habla de conciencia se está aludiendo a la capacidad de interferir con los instintos desde el plano de la razón. Un individuo que tiene conciencia de sí mismo es alguien consciente del poder de sus emociones y de su capacidad —nunca demostrada del todo— para gestionarlas. Un organismo individual de esas características podría, potencialmente, neutralizar su instinto de fusión. Es la supuesta capacidad de los humanos para interferir con el funcionamiento de procesos biológicos perfectamente automatizados. Un adulto consciente podría tomar la decisión de no tener hijos, por ejemplo. Esa capacidad anularía, teóricamente, los fines perseguidos por la selección sexual de perpetuación de la especie. El amor se encarga de eliminar el pensamiento consciente.

La evolución es un proceso ciego, que no puede prever de antemano posibles escollos. La evolución no podía anticipar el hecho de que el nacimiento de la inteligencia permitiría al animal humano sobreponerse a sus instintos —en concreto, al instinto de reproducción—. Resulta evidente, sin embargo, que esta capacidad puede acabar con el desarrollo evolutivo.

Richard Dawkins hablaba en la década de los setenta del «gen egoísta», en el sentido de que para los genes el ser humano era un puro medio de transporte para perpetuarse, sin que tuviera relevancia alguna su felicidad. Sin embargo, la inteligencia sí permite a los seres humanos tener en cuenta su propia felicidad personal. Los humanos tienen el poder de rebelarse contra los dictados de los genes, por ejemplo, cuando se niegan a tener todos los hijos que las hembras podrían alumbrar. Una prueba esplendorosa de que el amor enloquecido constituye la mejor respuesta contra esa eventualidad es la propia vida de Darwin y su relación con el amor de pareja.


Darwin enamorado


Ya avanzada su década de los veinte años, Charles Darwin, un hombre aparentemente tímido y nada romántico, decidió que era hora de considerar la posibilidad de casarse. Como relata el psicólogo clínico británico Frank Tallis, la idea no le entusiasmaba en absoluto. Acababa de regresar de cinco años de libertad total en el Beagle, en un viaje alrededor del mundo. En una hoja de papel trazó dos columnas: razones para casarse y razones para no hacerlo. No le costó en absoluto rellenar la segunda columna: tendría menos tiempo para dedicarse a sí mismo, para ir al club de caballeros que frecuentaba, para leer. Darwin añadió en la columna negativa que tendría que perder el tiempo aguantando a los familiares de su futura esposa y que dispondría de menos dinero para sus necesidades. Terminó la columna preguntándose: «¿Cómo podría ocuparme de mis asuntos si cada día me viese obligado a ir a pasear con mi mujer? ¡Oh! No aprendería francés, no viajaría al continente, no iría a América, ni de viaje en globo, ni a caminar en solitario por Gales... pobre esclavo...».

«
El amor es ciego.» Charles Darwin y su esposa Emma, retratados por George Richmond.

La columna de los beneficios que aportaba el matrimonio le pareció muy difícil de rellenar. Al final sugirió que tener esposa era mejor que «tener un perro». Lo completó con este apunte: «Encantos de la conversación frívola femenina y de la música —cosas buenas para la salud—, pero menuda pérdida de tiempo».

Unos meses más tarde, Darwin se enamoró locamente de su prima Emma Wedgwood. La voz del solterón empedernido se acalló definitivamente; no dormía, estaba desesperado por casarse con su dulce Emma, según recoge la correspondencia que intercambiaron. Su libertad de antaño ya no le importaba; sólo quería estar junto a Emma, que le llenaba de felicidad. «Creo que me vas a humanizar, a enseñar que existe una felicidad mayor que la de tejer teorías y acumular hechos en silencio y soledad.»

El proceso de conversión de soltero escéptico a marido amante siguió tras el matrimonio, que llegó a tener diez hijos. Darwin se alejó de sus actividades anteriores y disfrutó de una vida familiar plena. En las semanas que precedieron a su matrimonio, Darwin apuntó en su diario: «Qué pasa por la mente de un hombre cuando dice que está enamorado... es un sentimiento ciego».

«El amor es ciego» también expresa la naturaleza subconsciente del amor. El amor es, ante todo, un impulso ancestral circunscrito a una parte muy pequeña del cerebro, pero enormemente complejo. Este instinto de fusión con otro organismo influye y se ve influido por el resto del sistema emocional, incluido el interés sexual. Como sentencia Darwin en La expresión de las emociones en humanos y animales, existe una clara conexión entre la teoría evolutiva y la psicología. Las emociones pueden comprenderse en función de su fin o utilidad. Se entiende que el amor, la memoria, el lenguaje, la emoción y la consciencia tienen todas una función, que son a su vez el resultado de millones de años de selección natural.

Una vez conocidas y asumidas las razones evolutivas de ese acontecimiento biológico podremos indagar, con cierto conocimiento de causa, en otros interrogantes evidentes: si el amor es también el resultado de la eficacia con que tiende a funcionar la selección natural y la selección sexual, ¿por qué un instinto tan idóneo para garantizar la supervivencia constituye, al mismo tiempo, una fuente sin fin de problemas y sufrimiento? Si están claras las razones evolutivas del amor, ¿por qué su existencia, simultáneamente, complica tanto la vida de la gente?



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