Punset, Eduardo El viaje al amor [R1]


Capítulo 7 El poder de la imaginación



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Capítulo 7
El poder de la imaginación


No te irás sin verme dormida. Porque no dejaré que te vayas sin antes tocar tus cabellos con la yema de mis dedos. Y dormirme después a tu lado.
(Mensaje enviado desde la orilla del lago Atitlán, Guatemala)
Edouard Francisque era ministro de Hacienda en el Gobierno de Jean-Claude Duvalier, Baby-Doc, que sucedió a su padre, el dictador François Duvalier, más conocido como Papa-Doc. Como representante del Fondo Monetario Internacional en el Caribe yo asesoraba a Francisque en la administración del crédito contingente concedido al Gobierno de Haití. Fue él, licenciado por la Sorbona, quien me desveló el poder de la imaginación en cuestiones de amor.

En repetidas ocasiones, escondido detrás de sus gafas negras, se ausentaba mental y repentinamente ante los ojos atónitos de los visitantes ilustres del mundo occidental que me habían solicitado una entrevista con el ministro de Hacienda. Ante los gestos de sorpresa de los visitantes por el silencio inesperado y la profunda meditación del ministro sin previo aviso, yo les hacía gestos con mis dos manos extendidas de que esperaran. Terminada la entrevista y el trance, les explicaba que Francisque se había ausentado durante un rato, simplemente porque estaba dialogando con Erzulie, la diosa del amor en la cultura vudú.

Sabía, pues, de los estragos que podía causar en la vida cotidiana y hasta en los despachos oficiales el amor imaginado. Años después estudié con especial ahínco las investigaciones científicas sobre la imaginación, sin olvidarme nunca de Francisque.

Lo rugoso y lo fragmentario de la vida


La capacidad de imaginar también tiene un claro soporte biológico. No abandonamos el recinto del cerebro cuando eliminamos las barreras del espacio y el tiempo. La percepción imaginada del Universo —incluida la del ser amado— está sujeta a los sentidos, fundamentalmente al tacto y la vista. Y tocamos o miramos en función de lo que sabemos.

Cuando gracias a un mayor conocimiento queremos mirar y tocar, nos encontramos con que la luz visible para nosotros constituye una franja minúscula del amplio espectro de longitudes de onda de la radiación. Más allá de la longitud de onda de las radiaciones electromagnéticas, la comprendida entre 380 y 780 nanómetros (un nanómetro es la milmillonésima parte de un metro), más allá de esta franja no podemos captar las radiaciones, tanto las de menor longitud de onda (los rayos ultravioleta, los rayos X y los rayos gamma), como las de mayor longitud (los rayos infrarrojos). Los soportes cognitivos y físicos de la imaginación son tan irrisorios que nuestra sorprendente capacidad para imaginar sigue siendo un misterio.

Con todo, podemos aparcar los impulsos amorosos desencadenados por el sistema inmunitario o las feromonas y adentrarnos, en cambio, en el mundo fantástico de la imaginación y los sueños, donde también se desenvuelve el amor. Pero que nadie se llame a engaño: la conciencia, el alma, la imaginación y los sueños están firmemente asentados en el cerebro y, por lo tanto, sujetos por la camisa de fuerza de los sentidos que con él conectan.

Sabemos cómo crece una planta pero no sabemos cómo nace un gran amor. Si los sueños son —como sugiere el psiquiatra neoyorquino Alian Hobson, catedrático de psiquiatría de la Universidad de Harvard— un delirio sano, entonces podemos intuir que el amor tiene más que ver con los sueños que con la realidad.

El escritor francés André Gide (1869-1951) decía que el género humano se subdivide en crustáceos y sutiles. ¿Y las cosas? ¿Y los objetos que, supuestamente, vemos? La primera división que se impuso fue, acaso, la de las formas que arrojaban un perfil suave como la luna frente a las que poseían una naturaleza rugosa y fraccionada como los fractales.

«
El amor pertenece al mundo rugoso como los fractales.» Fractal de un brócoli.

Los humanos tuvieron que enfrentarse primero con estos últimos entornos, rodeados como estaban por barrancos insondables, montañas esculpidas sin lógica ni sentido, meteoritos de hierro fundido deformados por los fríos viajes espaciales y la tierra ardiente. Las matemáticas y los científicos, sin embargo, se concentraron en el estudio de las formas suaves como la línea recta, la esfera, los triángulos, los cuadrados y los dodecaedros. No es nada extraño, pues, que sepamos tan poco de los sueños y del amor, comparado con el comportamiento de las partículas fundamentales sometidas a temperaturas extremas, como las que imperaban en el comienzo del big bang.
E
duardo Punset conversando en Estados Unidos con Benoît Mandelbrot, el inventor de la teoría de los fractales.

El amor pertenece al lado rugoso y fragmentario de la vida y, siendo un producto del sueño, se parece más a una pesadilla que a un sueño propiamente dicho. ¿Por qué? Las pesadillas no son sueños en el sentido literal, puesto que no surgen en la fase REM del acto del sueño, cuando el movimiento rápido de los párpados delata que el organismo, además de estar dormido, está soñando. Las pesadillas acosan la razón cuando dormimos pero no soñamos. Al contrario de lo que sucede con las pesadillas infantiles, el amor no remite traspasados los treinta años, sino que dura toda la vida.

A pesar del tiempo transcurrido, recuerdo perfectamente el inicio chocante del gran amor cuyo final, no menos inesperado, apuntaba en el capítulo anterior. Conservo en la memoria su sonrisa abierta en medio de la multitud de la Feria del Libro de Madrid. Debimos cruzar algunas palabras, aunque no fuera más que para intercambiar nuestros e-mails. Durante el tiempo de la noche que el cerebro dedica a la logística de archivo de los recuerdos, sólo preservó aquella sonrisa espléndida en medio del gentío. Ni rastro de todo lo demás. La ubicación en Guatemala, su desdén por lo que ella llama la moral judeocristiana, la pasión por la música de Lila Dawson y los rápidos anocheceres del lago Atitlán son datos neutros que no hicieron mella en el amor latente. Eran simples excusas para configurar un soporte circunstancial, por si acaso llegaba el delirio.

He buscado meticulosamente —y a distancia— aquel momento en que el recuerdo interesado de una sonrisa se transmuta en un gran amor.

Lo sorprendente es que no hizo falta nada. Transcurrid más de un año, en el que se dejó al azar que precipitara el momento del encuentro entre un quasar y una estrella joven. Sería un encuentro cósmico en cualquier lugar del Universo, repetía ella. Pero no dejó de ser un frágil deseo que alimentaba la curiosidad de los dos, sin alterar el estado homeostático del organismo.

Un día, tras intentar explicar su ausencia del ordenador durante dos años —«tal vez porque te sentía con menos intensidad»—, soltó una frase envenenada: «Sólo quiero acariciar tus cabellos con la yema de mis dedos».

Tuvo el efecto de un relámpago caído en el pararrayos destartalado de la masía del Ampurdán una noche de tormenta. Sin solución de continuidad, le dije enseguida la verdad pura y simple: en aquel momento, mi único miedo era desaparecer sin haber tenido la ocasión de contemplarla, por lo menos un instante, con los ojos cerrados mientras dormía. Esta vez el sueño estaba directamente conectado con la amígdala que enviaba señales incesantes para activar los flujos hormonales y los latidos cardíacos. Fue el estallido de un amor hasta entonces apacible, al que no hacía ascos el contagio inminente de un delirio.

¿Qué había ocurrido? Nada. Unos dientes blancos y unas manos gesticulando en la memoria. Una sola vez. Un compás de espera. La señal clara de un deseo insignificante. Nada. ¿Qué provoca un sueño? Nada. O, para ser más preciso, algo igual de insignificante y referido también a cosas minúsculas: la fusión sin esfuerzo de visualizar y sentir emociones alertada por el parpadeo rápido de los ojos cuando activan los sueños. Superada la estrategia de la interpretación de los sueños —idéntica a la calle que no pasa, sin salida, como llamaban en Vilella Baixa a la calle más estrecha y tortuosa del pueblo—, sigue haciendo falta profundizar en el misterio de los sueños, no para interpretarlos, sino para conocer mejor el cerebro.

La camisa de fuerza de los sentidos


Los ojos disponen de comunicaciones nerviosas que conducen directamente a un soporte cerebral vinculado a la coordinación de las emociones y la empatía Se trata de la zona cerebral del lóbulo órbitofrontal, que desempeña un cometido estratégico decisivo, al conectar la parte del cerebro límbico, responsable de las emociones, con los mecanismos automáticos característicos del cerebro reptiliano y la experiencia planificadora del cerebro más evolucionado o neocorteza. Daniel Goleman, el autor del famoso libro Inteligencia emocional, recuerda las funciones de este soporte al analizar la neuroanatomía del beso entre los enamorados: «Cuando dos personas se cruzan la mirada han conectado sus áreas órbitofrontales, particularmente sensibles al contacto visual. Estas áreas ejecutan un cálculo social instantáneo que indica cómo nos cae una persona, qué piensa de nosotros y las decisiones que tomará en función de estos resultados». Se trata de procesos inconscientes que desencadenan los automatismos necesarios para culminar en un beso, en este caso activado antes de que la neocorteza haya tenido tiempo de reflexionar.

La imaginación se asienta, primordialmente, en los conductos visuales. O esto creíamos hasta hace muy poco tiempo. Gracias a investigaciones muy recientes se está comprobando que la información canalizada a través del tacto y, por lo tanto, del contacto físico es primordial. Se ha comprobado que los no videntes que han recuperado la visión ven los objetos que han podido tocar o palpar con mayor precisión que los ajenos a su contacto táctil. Y es sabido desde hace tiempo que una cuarta parte de los niños que no han sido acariciados a menudo tiene un comportamiento más inestable que el resto en la pubertad.

Tanto es así que expertos en robótica emocional como Lola Cañamero, directora del Departamento de Investigación de Sistemas Adaptatives de la Universidad de Hertfordshire, en el Reino Unido, no han dudado en dotar a sus robots de los mecanismos necesarios para que el roce táctil o las palmaditas en la espalda les devuelvan la tranquilidad perdida al haberse salido del campo de acción programado. No sé por qué me extrañó tanto, pues, que aquel amor intangible y lejano que mencionaba antes insistiera en que las yemas de sus dedos pudieran acariciar mi pelo.

Los procesos inconscientes de la imaginación tienen su reflejo en la capacidad metafórica consciente. Todos los indicios apuntan a que esta capacidad surge a raíz de una mutación reciente, ocurrida hace unos treinta mil años. El arqueólogo del cerebro Steven Mithen, de la Universidad de Reading, Reino Unido, la identifica con los primeros ejemplos de mezclas de conocimientos asentados en distintos dominios cerebrales.

—Mi hijo es más fuerte que el hierro —exclamó de pronto, con orgullo, uno de nuestros antepasados, el hombre de Cromagnon.

Alguien estaba vinculando por primera vez un conocimiento asentado en el dominio biológico del cerebro con otro perteneciente al dominio de los materiales. A partir de aquel momento, surgió la capacidad metafórica y se inició el despegue intelectual y tecnológico de la humanidad. Estudiar la habilidad para aplicar a un área del conocimiento lo aprendido en otro campo distinto conduce a la identificación de los factores determinantes del pensamiento creativo.

La creatividad es, por naturaleza, un esfuerzo multidisciplinar, y este esfuerzo sólo puede prosperar una vez asentada la capacidad metafórica. ¿Qué tiene que ver la multidisciplinariedad con el amor romántico? Pues que este último es la antítesis de la primera. Es ésta una conclusión a la que estamos llegando por la vía indirecta de la búsqueda de los factores responsables del pensamiento creativo. Sigamos el camino.

El enamorado no es un pensador creativo


Se está a punto de comprobar un hallazgo que dará respuesta a una de las preguntas que nos hemos formulado repetidamente sin dar con la respuesta. Aun aceptando que no hay un solo cerebro idéntico a otro, ¿por qué descuella uno en particular como más creativo? ¿Cuáles son los factores de la creatividad?

Dejemos los genios y la genialidad para otra ocasión. Olvidemos también ahora las razones —mucho más familiares, desde luego— de la torpeza. Lo que hemos querido saber sin éxito desde hace mucho tiempo es por qué, sencillamente, hay personas que son más creativas que otras. Está claro que hace falta un cierto nivel de inteligencia por debajo del cual es muy difícil la creatividad. Pero también está demostrado que siendo un factor necesario no es suficiente. Vayamos por aproximaciones.

La primera pasa por el descubrimiento de hace ya algunos años —mencionado en el capítulo 3— del neurólogo Simon Baron-Cohen, que no se relacionó entonces con el nivel de creatividad, sino con las diferencias de sexo. Los hombres eran, en promedio, más sistematizadores y las mujeres más empatizadoras; es decir, el sexo femenino nace con una mayor facilidad para ponerse en el lugar de otro y el masculino para lidiar con sistemas como la meteorología, la caza o las máquinas.

Recientemente se ha querido aplicar esta diferenciación a los científicos y a los artistas por separado y se ha comprobado que los científicos son más sistematizadores y los artistas más empatizadores. Hasta aquí todo es normal y explicable. Un artista como Picasso se relacionaba con el resto de los organismos vivos y predecibles mientras que Newton lo hacía con la naturaleza inerte. El primero intentaba comunicar su visión a los demás mediante su pintura y el otro buscar la razón de los sistemas.

La novedad radica en que se está comprobando que el porcentaje de creativos en el mundo del arte es mayor que en la comunidad científica. ¿Por qué? La respuesta tiene que ver con unos circuitos cerebrales que el neurólogo inglés Mark Lythgoe llama inhibidores latentes. Cuando se activan esos circuitos tendemos a filtrar y hasta eliminar toda la información o ruido ajenos a la tarea que se está ejecutando: leer un libro en un tren de cercanías abarrotado de gente, bajar el correo electrónico, escalar una montaña o hacer el amor. Esos inhibidores latentes han permitido focalizar la atención en una tarea en detrimento de lo aparentemente irrelevante, garantizando con ello la supervivencia de una persona o una idea en un momento dado.

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saac Newton y Pablo Picasso, dos genios de la ciencia y del arte respectivamente.

Son unos circuitos cerebrales fabulosos para sobrevivir pero —y éste es el nuevo y sorprendente hallazgo— incompatibles con el pensamiento creativo. Los artistas son, en promedio, más creativos que los científicos, simplemente porque no les funcionan bien los inhibidores latentes. En lugar de concentrarse en el objeto de su investigación, sabiendo cada vez más de menos hasta saberlo todo de nada —como decía Karl Marx de los monetaristas—, los artistas mantienen la mente abierta al vendaval de ideas, consistentes las unas y enloquecidas otras, que les llegan del mundo exterior. No logran focalizar toda su atención en un solo tema, como hacen los científicos.

Ahora resulta que el pensamiento creativo necesita de este vendaval. Es muy fácil leer un libro en el tren cuando los inhibidores latentes funcionan bien. Todo lo que no conviene o es irrelevante no hace mella; ni el ruido ni el pensamiento de los demás. Pero con este tipo de inhibidores es sumamente difícil ser creativo. La creatividad requiere una apertura constante de espíritu y confianza en las ideas y opiniones de los demás, de todo lo que flota alrededor, que difícilmente puede darse cuando los inhibidores no tienen imperfecciones flagrantes. Sólo cuando fallan se puede ser creativo.

En la persona enamorada —obcecada en el ser amado—, el mecanismo de sus inhibidores latentes parece funcionar a la perfección. Son herméticos. Aíslan hasta tal punto del mundo exterior la atención del sujeto que nada puede interferir con la devoción al ser imaginado. De ahí a deducir que el enamoramiento no es la condición óptima para el pensamiento creativo no hay más que un paso; un paso que la historia de los grandes amores tendería a probar.

Mi consejo no es tanto esforzarse en ser creativos — se podrá o no incidir en nuestra estructura cerebral—, como en saber distinguir entre el pensamiento creativo y el que no lo es en los demás. Desconfiemos o seamos compasivos, según los casos, de todos aquellos que, como los enamorados, atraviesan un periodo en que funcionan perfectamente los mecanismos de inhibidores latentes neurológicos. Y confiemos en aquellos cuyos defectos les permiten atender a los sentimientos de los otros, intereses diversos, realidades, quimeras; así como desatender —por lo menos durante un rato— lo que es fruto exclusivo de las ambiciones o ideas de uno mismo.


Imaginar es ver


Dentro de muy pocos años, lo sugerido en los párrafos anteriores tendrá todos los visos de razonamiento infantil, prehistórico y, en todo caso, precientífico. Se está avanzando de tal manera en el conocimiento de los fundamentos neurológicos de la imaginación que, por primera vez en la historia de la humanidad, estamos a punto de «leer» en la actividad cerebral el contenido de los pensamientos conscientes e inconscientes. Gracias a las nuevas tecnologías como la estimulación magnética transcraneal (TMS), la tomografía por emisión de positrones (PET), las imágenes por resonancia magnética funcional (iRMf ) o las imágenes de contraste dependientes de los niveles de sangre y oxigenación (BOLD), estaremos en condiciones de desentrañar la visualización mental de los enamorados.

Aparentemente, una cosa es imaginar partiendo de información registrada por los cinco sentidos corporales y otra, muy distinta, ver con los ojos de la mente, a raíz de información inventada utilizando recuerdos. A juzgar por las investigaciones científicas más recientes, deberíamos ir acostumbrándonos a renunciar a la idea de que nuestra capacidad de imaginar es portentosa, indescriptible y diferenciada de los mecanismos ordinarios de la percepción visual y táctil. Podemos imaginar, pero menos de lo que pensábamos, y no somos los únicos en poder hacerlo. El hecho de imaginar no es tan distinto de la percepción sensual y, a nivel biológico, tiene idénticos efectos.

El estado de la cuestión puede resumirse del siguiente modo: primero, al imaginar algo estamos utilizando los mismos circuitos cerebrales que cuando vemos algo; incluidos los circuitos primarios y más elementales de la corteza visual. Segundo: visualizar mentalmente un objeto o una persona desencadena en el cuerpo los mismos impactos que percibirlo; la imaginación de una amenaza potencial activa procesos biológicos como la aceleración de los latidos cardiacos o el ritmo de respiración de la misma manera que cuando se percibe en la realidad.

Si ver e imaginar son procesos tan parecidos, ¿por qué los sentimos de manera distinta? Porque no son idénticos. Al imaginar están activados los procesos visuales pero no aquellos sensoriales o motores destinados a entrar en acción. Como me recordaba un día Giacomo Rizzolatti, catedrático de fisiología humana de la Universidad de Parma, «podemos imaginar que estamos jugando al tenis pero no movemos ni los pies ni las manos». Todo es idéntico, salvo el último paso, el de mover los pies y las manos que, al imaginar, está inhibido. De ahí que uno se pueda entrenar sólo imaginando. Es evidente que la gran mayoría de gente desaprovecha este recurso.

Después de esta constatación, ¿cuántos de mis lectores seguirán creyendo que enamorarse es —para utilizar el vocabulario de los físicos— una transición de fase, un cambio abrupto y espectacular de la estructura de la materia? El enamoramiento será tan sorprendente como una transición de fase del estado líquido de la materia al gaseoso, pero sigue siendo un acontecimiento dominado por las leyes más elementales de la fisiología.

La proximidad de la capacidad de imaginar a los mecanismos reales aflora, también, en la imaginación motora o de movimientos. En las pruebas realizadas por Stephen M. Kosslynn, del Departamento de Psicología de la Universidad de Harvard, y Giorgio Ganis y William L. Thompson, del Departamento de Neurología del Hospital General de Massachusetts en Boston, se ha podido constatar que cuando se le pide a alguien que imagine cuánto tarda en recorrer, pongamos por caso, el camino que le separa de su amada siempre coinciden el lapso de tiempo figurado en el movimiento imaginado y el lapso de tiempo transcurrido para efectuar realmente el traslado. Una vez más, tanto monta imaginar como monta practicar.

En otras palabras, la imaginación mental puede involucrar al sistema motor de tal forma que, imaginando que se efectúan movimientos no sólo se ejercitan las áreas cerebrales involucradas, sino que se construyen asociaciones entre procesos ejecutados por zonas distintas, lo que conduce a comportamientos más sofisticados. De ahí a concluir que los ejercicios mentales pueden mejorar los resultados de determinados comportamientos no hay más que un paso. Pensar en el ser amado puede mejorar la relación amorosa, de la misma manera que practicar crucigramas puede ayudar a mantener la mente despierta.

El camino está abierto para descubrir cómo se codifican en el cerebro las experiencias personales que son el resultado de la percepción visual y, lo que es más importante, cómo descodificar los resultados de experiencias conscientes. Sabremos entonces cosas que nunca hemos barruntado sobre los mecanismos del amor. Habrá, con toda seguridad, aplicaciones menos inocentes de la nueva capacidad para leer el cerebro. En teoría, el uso del lenguaje, incluido el gestual, está bajo el control de la persona observada, pero la lectura cerebral podría, teóricamente, utilizarse para identificar los pensamientos ocultos o subyacentes de los amantes al decir «sí, quiero», o descodificar los estados mentales de delincuentes sospechosos.


El impacto de la cultura en el amor


En una investigación efectuada por Helen Fisher, de la Rutgers University de Nueva Jersey, Arthur Aron, de la Universidad del Estado de Nueva York y Lucy L. Brown, del Albert Einstein College of Medicine, de Nueva York, se sugería que el amor apasionado o romántico surge, aproximadamente a la par que el nacimiento de la imaginación en las primeras especies de homínidos. El dato es extremadamente revelador.

Al contrario que los primates sociales que habían precedido a esos homínidos enamorados, ellos ya eran capaces de imaginar, de construir estructuras mentales mucho más alambicadas de lo que veían en la realidad. Sólo hay dos formas de hacer caso omiso de la realidad: dejándose llevar por el instinto primordial —que mueve a un perro a cruzar la carretera siguiendo a una hembra en celo a pesar del tráfico rodado que le causará la muerte— o imaginando que la realidad es distinta de lo que es —lo que ocurre con el amor—. Los humanos no tienen rival a la hora de imaginar. Antes siquiera de conocerse, Isabella Burton se enamoró del explorador y escritor británico sir Richard Francis Burton; la Malinche, por amor a Hernán Cortés, abandonó a su pueblo, igual que el duque de Windsor renunció al trono por Wallis Simpson; los actores Liz Taylor y Richard Burton asombraron al mundo con su idilio volcánico y, como apunta Rosa Montero, la propia Evita, enamorada de Perón, «se inventó a sí misma y acabó creyendo su propia ensoñación».

El filósofo Alain de Botton, autor entre otros muchos libros de Del amor, acierta al decir que «el deseo de amar precede al amado, y la necesidad ha inventado su propio remedio. La aparición del bienamado es tan sólo el segundo acto de una necesidad previa, aunque en gran parte inconsciente, de amar a alguien». A Ian Tattersall, de la sección de antropología del Museo Americano de Historia Natural de Nueva York, le gusta recurrir a un concepto inventado, la «exaptación», para ilustrar la fase que precede a la adaptación en procesos vinculados pero diferenciados en la historia de la evolución.

La «exaptación» es un concepto que apareció por primera vez en 1982 en un artículo de Stephen Jay Gould y Elizabeth Vrba. Con él intentaban explicar el origen de adaptaciones muy complejas a partir de estructuras sencillas. Es una denominación útil para las características que surgen en un determinado contexto, antes de ser explotadas en otro; son rasgos que potencialmente podrían ser útiles para desempeñar un nuevo cometido si hiciera falta. Un ejemplo clásico es el proceso de adaptación de las plumas de las aves. Durante años sirvieron como simples aislantes térmicos; después se usaron para volar.

La diferencia radica en que las adaptaciones son características que sirven para algo concreto y no pueden desempeñar su cometido hasta que no están operativas. Igual que el falso pulgar del panda rojo —que dio título a un ensayo del propio Gould— que usa para manipular el bambú del que se alimenta, aunque en su origen estaba relacionado con el desplazamiento y la caza.

Cuando el sociobiólogo E. O. Wilson, de la Universidad de Harvard, sugiere que en el periodo que va desde hace dos millones y medio de años hasta hace cien mil años el volumen del cerebro aumentó lo que cabe en una cucharadita cada cien mil años, no está diciendo que el gran salto adelante de los homínidos esté exclusivamente vinculado al tamaño del cerebro. Otros animales lo tienen mayor y el hombre de Neandertal no lo tenía más pequeño. El nuevo orden apareció con la capacidad para la conducta centrada en símbolos. No podemos atribuir la consecución de las capacidades cognitivas modernas a una simple culminación de un desarrollo positivo progresivo del cerebro. «Un cerebro "exaptado"», asegura Ian Tattersall, «equipado desde ni se sabe cuándo con un potencial desperdiciado para el pensamiento simbólico fue, de alguna manera, adaptado y aplicado a funciones no probadas hasta entonces.»

Algo muy parecido pudo pasar con el amor de pareja. Contábamos con un cerebro «exaptado» en la búsqueda de la fusión con otros organismos —«¿hay alguien más ahí afuera?», debió de exclamar la primera molécula replicante— y, al igual que los pájaros equipados con plumas para aislarse de los cambios bruscos de temperatura, adaptan esa característica para poder volar mucho más tarde, los humanos adaptan el impulso de fusión a la diferenciación de un organismo específico que concuerda con sus requerimientos individuales.

Los restos fósiles no se prestan a dejar huellas de amor, pero es muy probable que, como apuntaban Helen Fisher y otros científicos, la obsesión por diluirse en el cuerpo del elegido —y no de otros— se hubiera afincado hace unos tres millones de años. En todo caso, no tenemos más remedio que contentarnos con una colección egipcia de canciones dedicadas a la amada escritas en papiro que datan de mil trescientos años antes de Cristo.


La cultura del amor en el tiempo y el espacio


Las actitudes hacia el amor han cambiado a lo largo de la historia, incluida la más reciente. A la admiración de los griegos clásicos por el amor homosexual le sucedió el repudio cristiano de esa forma de amar que en el siglo xxi ha encontrado, no obstante, un paraguas legal que lo protege en la legislación de los países más avanzados.

Entre los siglos xvi y xviii el amor lesbiano —la canalización de las emociones más profundas de una mujer hacia otra con o sin contacto sexual— no suscitaba reacciones adversas. En su libro Vies des dames galantes, el escritor francés Pierre de Bourdeille, Seigneur de Brantôme (¿1540?-1614), lo describe con todo lujo de detalles. La actitud frente al amor entre mujeres —relaciones emocionales parecidas al amor romántico— cambia radicalmente en el siglo xx. Según Lillian Faderman, profesora de lengua inglesa de la California State University y autora de libros sobre el lesbianismo a lo largo de la historia, las raíces del cambio de actitud hay que buscarlas en la incorporación de la mujer a las relaciones de poder, circunstancia que obligaba, por parte de los varones, a tomar en serio sus comportamientos.

Tal vez el caso de España merezca una mención breve pero especial. Los españoles han descrito mucho mejor el amor divino que el amor humano. Hasta fechas muy recientes, las actitudes hacia el amor sexual han estado dominadas por el pensamiento de escritores árabes del siglo x como Ibn Hazm, que inspiraron gran parte de la literatura provenzal sobre el amor siglos después. A título de ejemplo de la concepción un tanto restringida del amor romántico en la tradición española, vale la pena recordar la opinión de Ibn Hazm sobre el flechazo amoroso al que nos referimos antes. El filósofo árabe lo tiene muy claro: «No puedo sino sentirme atónito cuando alguien me asegura que se ha enamorado a primera vista. Me cuesta creerlo, y creo que su amor es fruto de la concupiscencia».

En una incursión olvidada e interesantísima por el alma amorosa de los españoles, efectuada siglos después por la escritora británica Nina Epton —concretamente en 1961—, se puede constatar el siguiente retrato que no creo que sorprenda a muchos de mis lectores contemporáneos: «El español medio es demasiado orgulloso, demasiado egocéntrico y demasiado intolerante como para poder fundir su personalidad con la de otro ser humano. Un sentido exagerado del honor es un rasgo narcisista característico de los españoles, que son individualistas y amantes del monólogo. No comprenden o admiten el diálogo, y esto complica extraordinariamente la convivencia».

La escritora británica se dirigía a un profesor universitario, español, generoso y bienintencionado, que se prestó a contrastar y valorar los hallazgos de la exploradora de culturas. «¡Mi única esperanza es que nuestro acercamiento a Europa se detenga antes de llegar al estadio en el que se encuentran ustedes, frente a los vastos porcentajes de divorcios, hogares rotos y delincuentes juveniles!», exclamó el profesor.

He querido hacer referencia a los cambios constantes en las actitudes sociales frente al amor para dejar bien claro que el amor en sí mismo no ha variado a lo largo de la evolución. Sigue siendo lo que era hace millones de años. Los que creen en el amor están de acuerdo en que, como dice la escritora Sheila Sullivan, «el sexo está involucrado, la ilusión predomina, la obsesión es inevitable, el grado de control consciente es muy modesto y el tiempo de gloria muy breve».

Es preciso recalcar el carácter ilusorio del amor o, si se quiere, el papel desempeñado también por la imaginación y no sólo por el nivel de fluctuaciones asimétricas y las feromonas. En la historia del arte se encuentran no una, sino varias imágenes bellísimas, incluidas estatuas griegas, que sirvieron de pretexto a más de un admirador para activar los mismos mecanismos que las feromonas regulan en los demás mamíferos. El pintor florentino del Renacimiento Fra Bartolomeo (1475-1517) creó un lienzo de san Sebastián tan sensual y evocador que la reacción del público femenino, perturbado por la imagen, llevó al clero a retirarla. Se diría que el ojo de la mente, en definitiva, puede conectar con los circuitos cerebrales del placer y la recompensa sin necesidad de feromonas.

Relaciones íntimas con las máquinas


¿Hacía falta la eclosión del mundo digital en el siglo xx para que nuestra especie se familiarizara con escenarios simulados? ¿Alguien puede pretender que la inmersión en mundos virtuales como los de Internet implica un tour de force inalcanzable para organismos acostumbrados a imaginar despiertos? Hoy ya es prácticamente insostenible mantener que lo que nos separa del resto de los animales es la capacidad de fabricar herramientas, o la de comunicarnos entre nosotros mediante el lenguaje o incluso la de soñar —¡que contemplen si no a mi perra, sumida en su sueño profundo, gimiendo por no alcanzar el objetivo pero sin dejar de mover las patas delanteras como si estuviera trotando en campo abierto!—. Lo único que nos distingue del chimpancé es nuestra capacidad metafórica para ornamentar a la persona sentada al lado de sus padres en la mesa contigua en el café con los atributos que dan sentido a nuestras vidas.

Cuando Walt Disney diseñó en Orlando, Florida, el parque temático Animal Kingdom, repleto de animales reales, los primeros visitantes del parque se quejaron de lo aburridos que eran los animales biológicos comparados con los virtuales. A diferencia de los diseñados por Walt Disney, los cocodrilos biológicos, simplemente, ¡se tumbaban al sol sin moverse lo suficiente!

En esta cultura de la simulación, al crecer los niños conocen la simulación y tienden a utilizarla en lugar de la biología como criterio de referencia. Posiblemente, su concepto de lo vivo y lo inerte ha cambiado. En opinión de científicos como la psicóloga especializada en psicoanálisis Sherry Turkle, del Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT), se trata de cambios muy profundos. No es seguro que sea así o, por lo menos, sólo parcialmente. De pequeños ya hablan con sus muñecos y de mayores se enamoran perdidamente de seres fabricados, también parcialmente, por su imaginación. Es una cuestión de grado.

Además del supuesto cambio en la concepción de lo vivo y lo inerte, se podría alegar que también cambian los contenidos de los vínculos afectivos. Los niños se crían con el correo electrónico y con teléfonos móviles que llevan su propio correo. Están encadenados tanto a sus amigos como a sus padres, de manera que las pautas de separación ya no son exactamente como antes. Nadie conoce el sentimiento de ser Huckleberry Finn en el Mississippi, es decir de ser el único responsable de uno mismo. Se podría aducir que el tipo de soledad ya no es el mismo.

En realidad, nunca fue fácil disfrutar de ambas cosas: de lo virtual y lo real. La gente se siente sola pero teme la intimidad. Esta paradoja está en pleno epicentro del sufrimiento humano. Tanto el amor, desde tiempos inmemoriales, como el ordenador o el robot hoy en día ofrecen una solución aparente a esta paradoja, porque con el ser amado, el ordenador o el robot puedes estar solo, pero no sentirte solo.

Todo lo que antecede ¿es realmente distinto del mundo fabulado y del arte que constituyó la primera gran simulación de los humanos? La simulación digital en curso tendrá efectos distintos de los que tuvieron las pinturas rupestres de las cuevas de Altamira o los personajes inventados de Romeo y Julieta? De nuevo, tal vez la diferencia sólo sea de grado.

Es cierto que para el acceso al mundo virtual ya no dependemos exclusivamente del amor romántico o de Fra Bartolomeo. La profundización del conocimiento aplicado, la tecnología, abre caminos paralelos, como robots programados para inspirar en la gente la idea de que es posible entablar una relación con las máquinas. Pero, con toda probabilidad, el amor, el miedo y la ansiedad, el desprecio, la alegría y la tristeza, seguirán invadiendo nuestras vidas como antaño con el solo valor añadido, comparado con los chimpancés, de que a nosotros nos basta imaginar aquellas emociones sin causa real que las suscite.


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