Adolf reinach: las ontologías regionales


CAP. IV. LOS ACTOS SOCIALES Y JURÍDICOS



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CAP. IV. LOS ACTOS SOCIALES Y JURÍDICOS
Si bien la deliberación acabada de examinar transcurre en actos de conciencia de sujetos individuales, terminando consiguientemente en actos de decisión también individuales, es igualmente cierto que en su proceso ponderativo ha de contar —para ser completa— con datos y puntos de vista provenientes del medio externo y de los otros sujetos, que el sujeto singular que delibera no puede abarcar por sí solo. Por otro lado, el término griego s se aplica no solo a las deliberaciones de los sujetos, sino también a las deliberaciones asamblearias o colectivas (paralelamente, la voz  significa tanto la intención que guía la deliberación individual como la asamblea en tanto que ámbito de las deliberaciones de un cuerpo social o corporación); lo cual equivale a reconocer unidades colectivas como sujetos de deliberaciones y decisiones, en las que los individuos —ciertamente sin poder declinar las características individuales y existenciales de sus actos— actúan en nombre de la entidad colectiva, representándola. Por aquí se abre una vía para el tratamiento de los actos sociales en continuidad con el capítulo anterior.

Sin embargo, esta vía, que parte del estudio de la deliberación, no es la que ha ensayado Reinach en su aproximación a los actos sociales. Su interés se centra más bien en los aprioris del Derecho civil —que da título a su obra más extensa (Die apriorischen Grundlagen des bürgerlichen Rechtes, 1913)—, para lo cual necesita partir de la existencia de los actos sociales y de las implicaciones aprióricas que su noción conlleva, hasta el punto de que el mencionado libro se desdobla en dos partes, dedicadas respectivamente a los actos sociales y a los actos jurídicos, unos y otros considerados fenomenológicamente desde el ángulo de mira de sus esencias regionales, de acuerdo con el programa husserliano.

Pero a la vez tendremos ocasión de comprobar cómo Reinach delinea de este modo una temática fronteriza con los speech acts, tratados en las últimas décadas por representantes de la Filosofía analítica (particularmente por John Austin o John Searle), que ha permitido la confrontación de los correspondientes enfoques fenomenológico y analítico en estudiosos de la obra de nuestro autor. Por ello se dividirá este capítulo en los epígrafes dedicados respectivamente a las dimensiones social, jurídica y lingüística, que confluyen materialmente en tipos específicos de actos, y se empezará con una mención especial al prometer como introductorio a los actos sociales, siguiendo el mismo itinerario de Reinach.
4.1. El prometer como acto social

También los actos sociales se acreditan por medio de unos estados de cosas que emergen de ellos y que en este caso establecen un vínculo duradero entre dos (o eventualmente más) personas. Lo propio de tales vínculos es la reciprocidad, como corresponde a la diferenciación entre las partes implicadas, que las coloca en una situación no reversible o asimétrica. Conforme al modo fenomenológico de proceder, Reinach empieza por poner delante ejemplos o casos ilustrativos, para desde ellos acceder a la esencia apriórica del acto social. El primer ejemplo de acto social que examina es el prometer: la relación recíproca creada por este acto se expresa primariamente en los términos de pretensión-vinculación (Anspruch-Verbindlichkeit), comunes con los demás actos sociales originadores de estados de cosas. Pero, más específicamente, quien ha hecho la promesa ha asumido una obligación (Verpflichtung) —esto antes de su plasmación como obligación jurídicamente codificada—, y en su destinatario se han despertado una pretensión y una autorización (Berechtigung), que antes de exponerse como reivindicación jurídica se presentan como simple expectativa. Son rasgos esenciales del prometer como acto social. Pero, ¿qué singular entidad corresponde a la promesa, que adviene con el prometer?0.

Si nos hacemos presentes las notas de la promesa, la más notoria es su duración limitada (zeitlicher Gegenstand), tendida entre su nacimiento y extinción, bien acontezca ésta por cumplimiento, por prescripción de sus condiciones de validez o por revocación. Es a lo que se denomina vigencia, a partir de la cual se hace posible indagar su naturaleza. Reinach lo plantea así: “¿Qué clase de formaciones dignas de atención son éstas? Ciertamente no son la nada. ¿Cómo una nada podría suprimirse por renuncia o por cumplimiento? Pero tampoco se dejan verter en ninguna de las categorías que en los otros casos nos son habituales. Que no son nada físico ni siquiera algo fisicista, es seguro”0. Pero tampoco son vivencias, pertenecientes al dominio de lo psíquico, ni objetos ideales, los cuales caen dentro del ámbito de lo intemporal. ¿Qué designamos, entonces, con el estado de cosas resultante de un acto social como el prometer?

Lo único que sabemos por el momento de la promesa de un modo esencial es que “se trata de objetos temporales de una especie propia, extrafísica y extrapsíquica”0. El hecho de que se le adscriba, en tanto que provista de duración, una temporalidad propia, no debe llevar a confundir ésta con la temporalidad de las vivencias, entre otras razones porque la primera no necesita ser vivenciada para mantener su vigencia: también cuando la persona que se ha obligado a algo mediante el acto de prometer está inconsciente o dormida siguen vigentes las correspondientes pretensión/vinculación.

A este respecto hay que distinguir entre la pretensión/vinculación que surge del acto de prometer y la vivencia que de uno u otro modo le acompaña. Es una distinción que se muestra pertinente también en otros fenómenos ético-antropológicos, tales como la responsabilidad o el mérito: sigo siendo responsable aunque no lo esté considerando en acto, al no resolverse la responsabilidad en la vivencia concomitante, sino presentarse como un peso o carga asumidos (“responsabilidad” tiene en su raíz semántica a “pondus”); por razones simétricas, el mérito se contrae y permanece sin que su sujeto asista —conscientemente— al correspondiente proceso. Justo porque tampoco es el prometer una vivencia, puede originar un estado de cosas externo, que antes de realizado se presenta como contenido (Inhalt) especificador del acto de prometer. Este contenido —lo prometido como promesa— es siempre una conducta futura propia, que en el momento en que deja de ser algo futuro, porque se realiza, deja también de fundar a la promesa como contenido suyo.

El estado de cosas que es efecto de la promesa de la correspondiente conducta futura puede afectar a su receptor —y tal es el caso más frecuente—, pero no es necesario que así ocurra, ya que es perfectamente concebible que lo que alguien otro espera de mí sea una determinada prestación respecto de un tercero (incluso podría ser que la obligación no se refiriera a un destinatario determinado, como en el caso del funcionario público). “La obligación de cumplir algo frente a uno, es algo distinto de la obligación, frente a uno, de cumplir algo. Distinguimos, por tanto, entre el destinatario del contenido de la obligación y el destinatario de la obligación misma”0.



El fundamento de la promesa está, pues, en el acto social del que procede: con él nace y con otro acto social se extingue. Un acto de prometer hecho irresponsablemente es a la vez una promesa irresponsable: inversamente, toda la razón de validez de la promesa está en la validez del acto de prometer, y lo mismo puede decirse en relación con los demás actos sociales y los estados de cosas por los que se especifican. Por ello, el estudio de la promesa remite a los actos sociales en general y a su indispensable libertad para que de ellos puedan surgir derechos y obligaciones morales relativos a los otros. Ciertamente, los caracteres examinados son genéricamente los que reúne el prometer como acto social, pero en tanto que tales se extienden a las otras especies de actos sociales, vbg. el pedir, el rogar, el preguntar, el exhortar, el dar una orden, el promulgar, el comunicar… Sin embargo, el prometer se diferencia de ellos en que solo en él la obligación recae sobre el portador y la pretensión se asocia correlativamente a quien la recibe, mientras que en los demás actos sociales —excepto en el comunicar— el ejecutor que hace completo el acto es el destinatario del acto inicial y la pretensión recae correlativamente sobre el portador del acto.

El enlace entre la promesa y el acto de prometer es más próximo que el que hay entre dos sucesos, de los cuales uno es la razón de ser o el fundamento del otro: así, en los estados de cosas naturales, en tanto que pueden ser advertidos al margen de los movimientos causales que los han provocado (el humo sin atención al fuego o el movimiento de la bola de brillar prescindiendo del impulso antecedente con el taco…). En cambio, no puedo representarme en un acto propio el estado de cosas —a saber, la pretensión/vinculación de una conducta futura— surgido del acto de prometer, sino que solo se lo puede traer a presencia en conexión con el acto de prometer que le ha dado nacimiento. “Si quiero aprehender de nuevo la existencia del estado de cosas, no dispongo de ningún acto que libremente y por sí lo aprehenda. No me queda sino acudir al estado de cosas fundante y derivarlo otra vez de éste, exactamente igual a como tengo que acudir al prometer subyacente para cerciorarme por segunda vez de la existencia de la pretensión (objeto de la promesa)”0. Pero con ello se revela que la promesa no consiste esencialmente en ser exteriorización o manifestación de una intención (Äußerung oder Kundgabe der Absicht), ni declaración de la voluntad de algo ya tenida (Willenserklärung), puesto que en estos dos casos son separables la intención y la voluntad declarada, por un lado, y su exteriorización o manifestación, por otro lado.

Estas consideraciones permiten destacar lo más genuino del prometer en tanto que acto social: el hecho de que posea inseparablemente una dimensión interna o anímica, que ha de ser inmediatamente re-creada por el receptor de la promesa, y una dimensión externa o corpórea, que ha de ser percibida por el receptor para que pueda iniciarse la comunicación. No son dos aspectos aislables, como el acto de voluntad o la intención formada y sus respectivas exteriorizaciones, sino que se trata más bien de dos momentos no-independientes integrantes de una unidad indescomponible. E igual que se veía antes a propósito de las otras notas, como eran la reciprocidad supuesta o la nueva vinculación creada con el acto de prometer, es éste también un rasgo inherente a todo acto social, en la medida en que con él se dé curso al intercambio intersubjetivo.

Reinach lo expone en los siguientes términos: “No podría cumplirse entre hombres la función notificadora de los actos sociales si los actos no aparecieran de alguna manera… Los actos sociales tienen por así decirlo un lado interno y externo, un alma y un cuerpo… El acto social, tal como es realizado de hombre a hombre, no se bifurca en una ejecución independiente y una constatación contingente, sino que forma una unidad interna de ejecución voluntaria y de exteriorización voluntaria. La vivencia no es aquí posible sin su exteriorización. Por su parte, la exteriorización no es nada que se añada contingentemente, sino que está al servicio del acto social y es necesaria para que éste cumpla su función notificadora”0.

He aquí un texto en el que, partiendo de la promesa, se han llegado a destacar dos notas esenciales representativas de los actos sociales: 1º) estar dotados de un lado vivencial o interno y un segundo lado corpóreo o externo, no accidentalmente emparejados, sino como dos momentos no-independientes —haciendo uso de la terminología husserliana de la IIIª de las Investigación Lógicas— del todo unitario que es el acto social; 2º) la necesidad de que el acto sea percibido en su vertiente corpórea por el destinatario para que pueda cumplir su función como acto social: también Husserl había destacado ya en la Iª de sus Investigaciones Lógicas este carácter notificador (kundgebende), que empezó por encontrar en el acto lingüístico de dar significado cuando se despliega dando lugar a una comunicación.

En ausencia del lado interno, no hay acto social, al estar desprovisto del sentido prestado por su agente; pero si lo que falta es la exteriorización corpórea, se impide su percepción por el otro, no efectuándose el recorrido de ida y vuelta. La cara externa percibida puede variar de múltiples modos voluntarios permaneciendo el mismo acto íntegro. Esta percepción no es necesaria cuando el acto se desarrolla de modo completo en el interior, como ocurre a propósito de los actos de agradecer, perdonar, venerar, admirar…, en los que la exteriorización más bien se sobreañade a un acto ya concluso: no es, en efecto, lo mismo agradecer que decir “te agradezco” sobre la base del agradecimiento real ya cumplido. En cambio, si el acto es social no solo por su direccionalidad, sino ante todo por su inclusión en la interacción, para realizarse válidamente ha de ser aprehendido por el receptor, como sucede en el prometer, invitar, apostar, conceder la palabra…, todos los cuales poseen el elemento lingüístico performativo, que los vehicula en la interacción.

Más adelante se examinará en detalle la lingüisticidad de los actos sociales. Pero ya importa advertir algunas peculiaridades que a este respecto presenta el prometer. Es el único acto social que, para su validez, no precisa de una aceptación expresa —proferida no meramente como asentimiento interno exteriorizado, sino como un nuevo acto social que se añadiera a su percepción lingüística0— por parte de quien lo recibe, ya que la vinculación a lo prometido se vuelve hacia quien promete, en tanto que en el beneficiario lo único que se crea es una expectativa. Una presunta aceptación por el receptor de la promesa habría de ir asociada, según la lógica del prometer, al com-promiso o nueva promesa de acceder a lo que se pide (“prometo que acepto lo que me has prometido”), con la consiguiente obligación simétrica, pero sería circular hacer entrar la segunda promesa relativa a la aceptación en la definición de la primera. En cambio, un consejo (y, análogamente, los demás actos sociales que originan asimismo una bilateralidad en ese mismo sentido de vinculación/pretensión) solo puede cumplir con su función si se acepta por quien lo recibe la idoneidad de quien lo da.

Según lo expone Reinach: “Pero en el prometer el sujeto asume una vinculación; por el lado del destinatario solo nacen pretensiones, y no vemos que se necesite además un acto social por parte de él. Podemos decir, por tanto: la pretensión y la vinculación se fundan en el prometer como tal. El supuesto para que una y otra nazcan es que el destinatario del prometer sea consciente. No parece haber necesidad de una aceptación en ningún sentido”0. Sin embargo, la situación es la opuesta en las otras modalidades de actos sociales: “La aceptación del ruego y de la orden representan materialiter un “declararse dispuesto”, un hacer votos o un prometer en orden a acceder al ruego o a la orden. Pero la aceptación del prometer no puede ser ella misma un hacer votos o un prometer. Seríamos conducidos entonces a un defectuoso regressus in infinitum, en la medida en el que el prometer necesitaría de nuevo de la aceptación y así sucesivamente”0.

Tampoco se confunde el acto social con una eventual exteriorización adicional o constatación ante otro de que se ha realizado el acto. En efecto, si bien “prometer” puede emplearse tanto en el sentido enunciativo (“he prometido A” o “confieso que he prometido”) como en el sentido performativo de la acción de prometer, uno y otro son esencialmente distintos.

Por otra parte, en todos los casos lo notificado con el acto social no es solo un contenido informativo o estado de cosas, sino también el propio acto; y a este acto el interlocutor responde con su acto correlativo (pedir-aceptar, ordenar-obedecer…), excepto cuando se trata del prometer, por cuanto entonces la respuesta expectante no llega a ser un acto voluntario en el seno de la interacción. Un caso particular tiene lugar cuando el acto social consiste en dar una información, ya que entonces lo primeramente hecho presente es el estado de cosas sobre el que se informa enunciativamente, pero de un modo derivado o secundario se notifican también los actos del comunicante, y el interlocutor responde a ellos, aunque en este caso la mediación a través de los contenidos afirmados se traduzca en un asentimiento en común, y no en la bilateralidad en los actos puestos por cada una de las partes que caracteriza a las restantes situaciones de intercambio.


4.2. Los actos sociales

Reinach destaca unos estadios vivenciales previos al acto social propiamente dicho: son todos aquellos actos intencionales que transcurren en la conciencia, sin que necesiten ser percibidos por el otro para su realización completa. Por ejemplo, tanto si me limito a advertir al leñador que tala la madera como si le observo haciendo propio su interés (los ejemplos están tomados de la Teoría social fenomenológica de Alfred Schütz), estoy a un nivel de comportamiento previo a la interacción social. Y lo mismo sucede —insisto en ello— cuando brota en mí un acto de gratitud, estima, veneración…, ciertamente hacia alguien que me la ha despertado, pero sin entrar a formar parte todavía de un intercambio recíproco.

Por contraste, el acto social implica el reconocimiento mutuo y subsiguientemente la creación de un espacio común de encuentro antes inexistente. Son ejemplos el prometer, el pedir, el ordenar o el preguntar, todos ellos realizados en un medio lingüístico, que hace posible la percepción de la corporalidad del acto por la otra parte. “Designamos como actos sociales los actos espontáneos y que necesitan ser percibidos”0. A partir de estos actos se realiza el ajuste mutuo entre las pretensiones o expectativas por una de las partes y las respuestas paralelas por la otra parte, componiendo entre unas y otras el movimiento de doble recorrido en que consiste la interacción.

Implícitos en los actos lingüístico-sociales están asimismo ciertas tomas de posición, como son el querer intencional en el prometer, la convicción acerca de un estado de cosas en el informar, el deseo relativo a alguna carencia en el pedir o la voluntad de que se lleve a cabo alguna tarea en el ordenar. Son estas vivencias presupuestas en los actos sociales lo que les dota, a los actos y a las respuestas que les siguen, de autenticidad (sin ellas se convierte el acto social en su mera simulación, como es el caso de la pregunta retórica, el ruego fingido…). Pero, a su vez, una nueva actitud social emerge cuando se exterioriza voluntariamente la correspondiente toma de posición (verlautbarte Stellungnahme), sin que todavía estemos con ella ante un acto social estricto; por su carácter voluntario esta exteriorización va más allá de la expresión inmediata e inconsciente de un estado de ánimo: “No hay que confundir la exteriorización de los actos sociales con el modo involuntario en que cualesquiera vivencias interiores, sean pudor, cólera o amor, se pueden reflejar hacia fuera. Más bien aquélla es de naturaleza voluntaria y puede, en conformidad con las capacidades de comprensión del destinatario, ser elegida con la mayor deliberación y circunspección”0.

La manifestación corporal inherente al acto social no puede consistir, pues, tampoco en el agregado entre la toma de posición y su exteriorización posterior en el acto de comunicarla (“te comunico que he adoptado tal o cual actitud”), ya que, al ser actos diferenciados, no podrían fundirse en un compuesto. Por el contrario, manifestar un deseo dirigido a otra persona, convirtiéndolo en el acto social de pedir, estriba más bien en hacerle cumplir su intención propia como deseo, de modo que llegue a su destinatario, transformándose así de meramente intencional en real, aunque no se traduzca por el momento en la fórmula lingüística de una petición. Expongo, de este modo, con un gesto voluntario el deseo intencional que tengo relativamente a otra persona antes de formularle la petición basada en él, o bien doy expresión con mis ademanes a la voluntad de que otro actúe, sin dirigirle por ello una orden. Por otra parte, esta dirección hacia el otro es lo que diferencia las anteriores tomas de posición, explicitadas intencionalmente hacia fuera, de las manifestaciones inconscientes de disposiciones interiores, aludidas en el párrafo anterior, como una alegría o un movimiento airado en tanto que hechos patentes en un gesto involuntario. Pues estas últimas se exteriorizan de un modo natural, inmediato, y son ya completas en sí mismas, sin tener que esperar a que sean percibidas por el otro.

Ahora bien, que los actos sociales precisen esencialmente de una manifestación corporal para poder ser percibidos en el medio externo y lingüístico y cumplir así su función como actos sociales, no quiere decir que pertenezca a su esencia de actos sociales este lado apariencial externo, ya que la empatía recíproca que los atraviesa es un acto espiritual de ida y vuelta, que podría por tanto presentarse también en otras condiciones diferentes de las psicofísicas habituales. Es cierto que advierto la intención del otro en su mirada y gestos aparienciales, pero mi empatía con él —y acaso la de él conmigo— penetra más allá de lo exteriorizado de tal modo, haciéndoseme patente su propia persona en sus intenciones y en los actos que coejecuto con él: “Los hombres renunciamos de hecho a dar cabida a nuestros actos sociales en la apariencia exterior tan pronto como admitimos que el ser al que se dirigen puede aprehender directamente nuestra vivencia. Piénsese en la oración muda que se dirige a Dios y tiende a manifestársele, la cual ha de ser considerada, según esto, como un acto social puramente anímico”0. Lo constitutivo del acto social es, en suma, su ser percibido por alguien otro, pero no necesariamente la forma particular de mediación externa que hace posible su percepción; incluso al nivel lingüístico-corporal se trata de un tipo de mediación que presenta un amplio margen de libres variaciones.

Los actos sociales se transforman en meramente aparienciales o huecos cuando les falta la vivencia presupuesta a la que deben su autenticidad. A esta primera modificación ya se ha hecho referencia más arriba0. Nos fijaremos, por tanto, seguidamente en otra modificación, según la cual se dividen en condicionados e incondicionados. Son condicionados, por ejemplo, el ruego o la exhortación “para el caso de que…”. Esta modificación patentemente no ha lugar cuando se trata del acto social de informar, por cuanto su eficacia no puede depender del cumplimiento de una condición social previa al acto, a diferencia de cuando se exhorta a A en la eventualidad de que acaezca B, no pudiendo ser B a su vez la ejecución de un acto social, sino un suceso en alguna medida previsible.

Una distinción adicional es la que se da entre la condicionalidad en la ejecución del acto, en tanto que se hace depender su validez de ciertas circunstancias, y la condicionalidad de la eficacia del acto —como tal incondicionado en su validez— a un evento posterior. A propósito de la condicionalidad en los actos sociales “es exigido por ley de esencia que pueda presentarse el suceso del que se hace depender la eficacia del acto, pero se excluye que tenga que presentarse. Pues solo en el primer caso tiene sentido la condicionalidad. En el segundo caso solo sería posible un acto social incondicionado con un contenido diferido: yo te ordeno (incondicionalmente) hacer esto o aquello en el momento en que el suceso se presente. Aquí no tenemos una modificación del acto, sino del contenido”0. En esta segunda posibilidad el acto no se realiza condicionadamente, sino que es solo su contenido intencional el que está a expensas de ciertas condiciones. Es una diferencia que se deja expresar de modo simétrico: orden incondicionada de contenido condicionado (a cierto acaecer que todavía no ha ocurrido o, a la inversa, mientras no cambie la situación de partida) y orden condicionada (ya que no aparece como vinculante en tanto no haya mostrado su eficacia un suceso que por ahora es incierto) de contenido incondicionado.

Esta diferencia se aprecia de un modo particular cuando se trata del acto social de prometer. Pues de la promesa incondicionada de contenido condicionado brotan inmediatamente las pretensiones y obligaciones que la caracterizan; en cambio, cuando la promesa se condiciona a un suceso futuro, hay que esperar a que éste acaezca para que surta su efecto y, por tanto, se presenten las correspondientes obligación y pretensión.

Un tercer tipo de modificación es la que tiene lugar cuando el portador (o bien el destinatario o el uno y el otro) del acto social es colectivo, de tal modo que no estamos meramente ante una suma de actos individualmente ejecutados, sino que se trata de una tarea coordinada y sincronizada en sus portadores, ya sea por parte de los ejecutores iniciales, ya por parte de los destinatarios. La figura jurídica de la complicidad en el Derecho Penal corresponde a este actuar conjuntamente o en banda. No hay varias pretensiones y vinculaciones, sino que la pretensión y la vinculación correlativa son únicas, como corresponde al sujeto colectivo, de tal modo que todos los participantes individuales se hacen corresponsables de la actuación en común0.

Esta noción de sujeto colectivo como comunidad (ya sea un pueblo, una familia o cualquier otra comunidad aglutinada por algún objetivo compartido) ha sido más ampliamente desarrollada por Edith Stein en el contexto análogo de los actos cumplidos por la colectividad0. De sus investigaciones fenomenológicas resulta que se dan actos sociales colectivos propios (con sus correspondientes vivencias), así como contenidos intencionales colectivos diferenciados de los contenidos intencionales de los sujetos individuales, y sin embargo solo son posibles corrientes de conciencia que sean individuales. La clave fenomenológica de esta conjunción de rasgos aparentemente antinómicos está en que los actos que tienen por sujeto a la comunidad se presentan en las conciencias individuales como actos fundados, vale decir, edificados sobre una base vivencial singularizada en los distintos sujetos individuales que forman parte del sujeto colectivo. Si el marco de los análisis de Reinach es más reducido, es porque viene acotado por los aprioris de aquellos actos sociales que están contemplados por el Derecho Civil, dejando fuera el estudio de las vivencias comunitarias que no se traducen en realizaciones de estados de cosas externos.

Una cuarta modificación en el acto social sobreviene cuando su ejecutor actúa vicariamente, en nombre de alguien otro. En estos casos acaece cierto desdoblamiento entre la cara interna o vivencial del acto, que pertenece a aquél en cuyo nombre se actúa, y la cara externa o ejecutiva, sin la cual el acto social no podría producir su efecto. Y subyacente a la nueva relación social creada por el acto se halla la relación de representación entre la persona que tiene una pretensión relativa a un destinatario y aquella otra que le da curso hacia fuera con relación al mismo destinatario. El acto social no es ni la sola exteriorización comunicante de una voluntad, ni la mera ejecución de un estado de cosas con apariencia externa. Pero es sin duda en los actos sociales realizados por voluntad de alguien otro —en representación suya— donde de un modo más notorio se documenta esta disociación, al materializarse en distintas personas.

También en el caso de la promesa la disociación presenta algunas peculiaridades. Pues la pretensión se dirige entonces a aquél en cuyo nombre se ha prometido, y no tanto a quien hace sus veces, mientras que la vinculación —que en la promesa toma la forma de una obligación, como se vio— más inmediata es, en cambio, la que contrae quien verbalmente ha ejecutado el acto, al tener que responder como fiador del portador definitivo y propio de la promesa.
4.3. Los aprioris jurídicos en los actos sociales

El lenguaje de los derechos y obligaciones que van asociados al acto social de prometer muestra ya un carácter jurídico incipiente, aun antes de positivizarse en unos códigos determinados, los cuales en todo caso han de partir del reconocimiento de los a priori que sustentan la dinámica de reciprocidad por la que se caracterizan en general los actos sociales. “Las relaciones sociales de especie jurídica se constituyen, como seguiremos viendo, en actos sociales. La alegría y tristeza del particular, su contento y su pesar, su decir sí internamente y su denegar no influyen en ello”0. El derecho que tengo, por ejemplo, a que el otro cumpla su palabra hacia mí es esencialmente el mismo que el que adquiero cuando se me ha hecho una promesa ante notario, por más que solo en el segundo caso la reclamación pueda hacerse por vía jurídica; o, expresado en los términos inversos, solo porque tengo derecho a que quien me promete cumpla lo prometido, puedo emplear el lenguaje jurídico de los derechos refiriéndome a las demandas y reivindicaciones de orden civil. Lo que ahora procede es detenerse en el tránsito de los actos sociales a su dimensión jurídica plena: ¿qué condiciones han de añadírseles para que adquieran este nuevo coeficiente?

La situación no es la misma en los derechos que en las obligaciones, expresables ambos jurídicamente. Mientras que las segundas nacen frente a otro y por tanto a través de actos sociales, los derechos no necesitan, para constituirse, de un receptor: si bien hay actos sociales concomitantes a la adquisición y disfrute de los derechos, tienen aquí otra función que la de fundar un derecho (pues lo único que nace del acto social es la pretensión, que todavía no es un derecho, análogamente a como la vinculación creada por el acto social no llega a ser propiamente una obligación, excepto en el caso singular ya analizado del prometer y en alguno más que se considerará enseguida). El ejemplo arquetípico de acto creador de derecho que Reinach estudia, contraponiéndolo al prometer, es la propiedad sobre unos bienes externos, siguiendo en esto la tradición de pensamiento liberal, que se remonta a Locke.

La relación de propiedad es de naturaleza jurídica porque incluye unas autorizaciones y obligaciones recíprocas no sobre la base de ciertos actos sociales, sino por la mediación de un bien externo, que en cuanto tal carece de dueño. Es por lo que su adscripción a este o aquel propietario solo puede hacerse efectiva a través de determinados actos, en los que solo indirectamente tienen parte los otros miembros de la comunidad. Cuando la relación jurídica no es de propiedad, como en los contratos o en las reivindicaciones, se precisa también de algún título externo, que se acredite ante un tercero y que funde la nueva relación. En este sentido, por su referencia inmediata a la res como derecho en sentido objetivo, la propiedad sirve a Reinach de prototipo para las relaciones de orden jurídico en general. Lo que en los actos sociales era un estado de cosas incoado a través de la conducta futura, ahora es una cosa identificable desde fuera, en la que se fundan tanto las pretensiones autorizadas (o derecho subjetivo) sobre ella como las cargas u obligaciones que impone, ambas de carácter específicamente jurídico0.

Para el examen de la propiedad como un a priori jurídico, se la va a contraponer a las dos especies ya estudiadas de actos sociales, destacando así el lugar en cierto modo intermedio que le corresponde.

De un modo general, la relación entre autorización y obligación —y no solo entre la pretensión y vinculación recíprocas de los actos sociales en conjunto— en las respectivas partes está presente en el prometer y en algunos otros actos performativos (como son la acción de interrogar por el juez o determinadas peticiones de alguien autorizado), pero los segundos se diferencian del primero en que recaban del otro una acción para su compleción, en vez de engendrar una pretensión jurídicamente encauzable. Por consiguiente, el vector entre agente y receptor tiene sentido opuesto, según se trate del prometer o de aquellos otros actos: mientras el portador de la promesa resulta concernido para darle cumplimiento y el destinatario está autorizado para reivindicarlo, en el acto performativo de interrogar el juez que formula la pregunta es el titular del derecho y el interrogado se ve en la obligación de dar curso a la interrogación con su respuesta.

Pues bien, el acto por el que una cosa física pasa a ser propiedad de alguien se asemeja al prometer en que ambos son en sí mismos completos e indivisibles, mientras que el interrogatorio del juez es como tal de-ficiente (en su sentido etimológico), habiendo de completarse con las respuestas del interrogado (las posibles respuestas son las que deciden las preguntas en uno u otro sentido). La propiedad y el prometer coinciden, pues, en que el uso responsable de la propiedad y el cumplimiento de lo prometido son siempre subsiguientes a unos actos que no necesitan articularse con otros para producir su efecto (a saber, la disposición sobre un bien en la propiedad y las pretensiones y obligaciones en la promesa). Pero, por otro lado, la propiedad se contrapone al prometer porque con ella se expone el derecho a ejercitar la libertad sobre los bienes externos, en tanto que el efecto primario de la promesa es la obligación, cuando es proferida en las debidas condiciones. En otros términos: los deberes éticosociales están asumidos pragmáticamente en el prometer como acto lingüístico, mientras que en la propiedad son subsecuentes a la capacidad originaria de disponer de un bien, que es lo otorgado por el derecho de propiedad.

La relación de propiedad así entendida es para Reinach la base común de donde brotan los derechos públicos, más allá de las vivencias privadas éticamente legitimadas a partir de sus términos intencionales y de la libre expresión de ellas (esfera que configura otro orden de derechos sustentados también en la persona, pero que Reinach no investiga, acaso por no estar en conexión inmediata con el Derecho civil). Se trata de una ley esencial o a priori, previa a su codificación, y que viene determinada por la diferencia irreductible e imborrable entre la persona y la cosa y por el tipo de relación congruente con esa diferencia.

“La relación que se designa como pertenencia o propiedad es una relación última entre persona y cosa, no reducible a otra ni descomponible ulteriormente en elementos. Puede constituirse también allí donde no exista un derecho positivo. Si Robinsón en su isla confecciona para sí cualesquiera objetos, le pertenecen esos objetos. Igual que hay pretensiones y vinculaciones que surgen de las promesas sociales y análogas en una esfera absolutamente metajurídica, sería también muy posible en sí mismo pensar que exista tal espacio vacío de derecho para la constitución de relaciones de propiedad”0.

La propiedad resulta ser no la mera posesión física o de hecho de algo, sino la relación esencial de pertenencia indivisible ejercida sobre la cosa: lo que propiamente admite fraccionamiento y transferencia es solo el objeto de posesión, no la pertenencia como dato en sí mismo último, una vez conferida a una u otra persona. Por ello, la propiedad no es la suma de los bienes que se poseen, como a veces se la designa, sino la relación unitaria que hace posible la posesión en medida variable de las cosas físicas. De modo semejante, la corporeidad no es objeto de posesión por el hombre, como si fuera dueño de ella, sino que le pertenece antes de cualquier posesión de objetos materiales, haciendo posible a esta última. La propiedad no puede reducirse, así, a algún elemento previo, en el mismo sentido en que el cuerpo como expresión del sujeto es anterior a toda disociación entre sujeto y objeto de posesión o de un modo semejante a como el ejercicio de la libertad procede inmediatamente del sujeto, sin que se le pueda atribuir desde fuera. Pues tanto la corporeidad como la libertad reciben una particular confirmación, y en cierto modo prolongación, en la relación de pertenencia de los objetos mundanos al hombre.

Al comienzo del epígrafe se hizo mención al aspecto social de la propiedad. Es el momento de exponerlo, una vez que se ha mostrado la esencia de ésta como derecho a partir de la diferencia entre persona y cosa: lo que en la promesa es la pretensión por parte del otro, en la propiedad es el bien externo poseído según una relación de pertenencia, no descomponible en otras. A esta diferencia se refiere Reinach: “Una diferencia esencial entre ambas es que la pretensión es esencialmente algo provisional, que apunta al cumplimiento, mientras que el derecho absoluto es algo definitivo, que se satisface en sí mismo. La pretensión necesita de cumplimiento; el derecho absoluto a la propia conducta no admite cumplimiento. Puede ser ejercido por quien lo ostenta, pero no reclama cumplimiento en el sentido en que la pretensión reclama cumplimiento. De modo inverso, la pretensión no admite ser ejercida”0. Si, por tanto, la propiedad no es una pretensión dirigida a otro, sino una relación ya constituida como derecho en la que no consta un destinatario personal, ¿dónde se encuentra la versión social en el acto jurídico?

La respuesta se halla en los actos sociales implícitos en el ejercicio de cualquier derecho. Tales actos van desde el reconocimiento externo de la diferencia entre lo propio y lo ajeno —sin la cual no sería posible hacer efectivo en la vida pública el derecho de propiedad— a los diversos usos a los que se destinan, de los que nacen unas pretensiones en los posibles destinatarios. En términos generales, la dimensión jurídica de los actos humanos no es posible sin la coexistencia, según se ha señalado desde la Filosofía del Derecho contemporánea (S. Cotta, A. Ollero); pero la coexistencia se refleja a su vez en el derecho de propiedad y en sus derivados, en tanto que condiciona la funcionalidad en el uso que se hace de estos derechos.

En cambio, por lo que hace al origen esencial del derecho de propiedad, no es debido por principio a un acto social; y cuando sí hay un acto social en su base, como en las figuras jurídicas de la transmisión de un derecho a otro o de la concesión (diferenciable de la transmisión porque en ella se depone un derecho poseído con anterioridad, renunciando a la titularidad sobre él), se está suponiendo ya la existencia del derecho de propiedad en quien lo tranmsite o lo cede. Por lo general, el título esencial de adquisición de un derecho sobre una cosa va ligado a la creación y configuración de lo que es objeto de pertenencia, tratándose así de un acto que en sí mismo no es social, por más que de hecho traiga consigo la cooperación ajena, mediante el transporte de las mercancías, las materiales posibilitantes de la fabricación que han sido legados por otros o las expectativas ajenas que predisponen a la creación. A esta precedencia del derecho de propiedad sobre las responsabilidades que lleva anejas se refiere Reinach: “Quedémonos en el caso mucho más sencillo y claro de que alguien cree una cosa de materiales que antes no se hallaban en propiedad de hombre alguno. Aquí nos parece evidente que la cosa pertenece desde su nacimiento a aquél que la ha creado”0.


4.4. La lingüisticidad en los actos sociales

Sigamos examinando el ejemplo de la promesa. Es patente en él que los efectos sociales y jurídicos derivan de las palabras con las que es creado el nuevo estado de cosas, compuesto de pretensiones y obligaciones, y con las que se originan eventualmente —ante el testigo cualificado— los derechos (autorizados) y deberes (contraídos públicamente). Por ello, la expresión lingüística correspondiente solo puede ir en tiempo presente y en primera persona, y el efecto performativo se explicita en la cláusula “con estas palabras prometo…”. Reinach expone a este respecto el ejemplo paralelo y lingüísticamente semejante de la diferencia entre la vivencia de la aceptación y la aceptación expresada performativamente: “La exteriorización comunicativa puede referirse a una vivencia de aceptación presente, pasada o futura. Puede aparecer por ello en foma de presente, de pasado o de futuro. Por el contrario, el acto social de aceptar admite solo la forma presente. Al “he asentido internamente” y “asentiré” se opone de lleno el ‘con la presente (frase) acepto’. La singular función de ‘con la presente’ no debe ser pasada por alto. Remite a lo que sucede precisamente ahora al ejecutar el acto, es decir, al acontecimiento del aceptar, que por así decirlo se designa a sí mismo. Por el contario, no tiene el menor sentido decir: vivencio por la presente un asentimiento interno”0. Los actos sociales y jurídicos, como el aceptar o el prometer, son, pues, tambien actos lingüísticos.

Al poner Reinach el acento en las posibilidades realizativas del lenguaje, anticipa lo que más tarde K. Bühler (Sprachtheorie, 1934) llamaría función apelativa del lenguaje, inserta en su triple funcionalidad característica (las otras dos funciones son la representativa y expresiva). Pero el entronque más remoto de los actos lingüísticos tratados por Reinach se halla en los que Th. Reid había identificado como actos sociales, tales que no pueden existir sin ser expresados (Essay on the Active Power of the Human Mind, 1788), y más próximas en el tiempo a su ensayo son las así llamadas por Marty (1908) acciones lingüísticas. Ya dentro de la corriente fenomenológica se encuentra un precedente en el tratamiento de la pregunta por J. Daubert, discípulo de T. Lipps y colaborador suyo en Munich en el Akademischer Verein für Psychologie. Es un tratamiento que va más allá del enfoque husserliano: Mientras para Husserl el acto de preguntar requeriría una percepción interna relativa al acto y simultánea con la realización de éste, Daubert se distancia de este planteamiento, al asimilar el preguntar a las expresiones lingüísticas necesitadas de complemento —según una terminología empleada por Husserl en las Investigaciones Lógicas—, con la peculiaridad de que en este caso el complemento le viene al acto lingüístico del otro acto lingüístico correlativo, al que denominamos respuesta.

Como los actos lingüísticos producen su efecto de suyo o inmediatamente —sin ninguna mediación—, se expresan en un presente puntual, no en el presente continuo de las acciones externas transitivas y de los estados de ánimo. Aunque gramaticalmente el presente continuo solo se encuentre en algunas lenguas como el inglés, su diferencia con el presente puntual tiene alcance esencial, ya que este último encuentra una razón de ser, por lo pronto, en aquellas acciones en que no hay intervalo entre la producción del efecto social por el emisor y su ser producido en el receptor: ni la promesa ni la aceptación son válidas como actos completos social y jurídicamente hasta tanto que el interlocutor no las haya acusado.

El problema está en cómo se hace presente en el acto lingüístico la componente interna o psíquica, teniendo en cuenta que no consiste en una vivencia pasada de la que se esté informando ni tampoco en un acto presente que esté siendo notificado, por un lado, y, por otro lado, que no es posible pasarla por alto, ya que sin ella solo tendríamos el cuerpo sin vida de la palabra vaciada o carente de significado. Reinach apela a este propósito al análisis husserliano de las vivencias intencionales en la 5ª de las Investigación Lógicas, aplicándolo, con algunas variantes y con la inclusión junto a él de otro modelo de análisis, al caso específico de los actos linguístico-sociales.

Cualidad y materia constituyen los dos momentos abstractos o inseparables en el acto completo de acuerdo con su carácter intencional, y solo cabe aislarlos merced a las libres variaciones entre actos de mera representación, percepción o juicio con un contenido idéntico: el dejar indeciso en la representación, el tener por cierto en la percepción y el afirmar (o negar) como existente en el juicio son el modo (o cualidad) como me refiero a un mismo contenido (o materia) representado, percibido, afirmado o negado, mientras que la materia o contenido es el “como qué” me dirijo al objeto en uno u otro de aquellos modos. La distinción ciertamente no es original de Husserl, en especial si se tiene en cuenta la diferencia análoga entre sentido y fuerza lingüísticos en G. Frege; lo original es el modo fenomenológico como la descubre haciendo uso de la reducción eidética y de su resultado de las partes o momentos no-independientes en el todo del portador (como son, según otros ejemplos, la extensión y el color en los objetos físicos o las notas de altura e intensidad en el sonido singular).

Sin embargo, en los actos sociales los momentos vinculados no son dos, sino tres: la fuerza ilocucionaria (que hace del acto un preguntar, un prometer…)0, el estado de cosas a que se apunta y las vivencias presupuestas o estado de la mente de que se parte (sin las cuales el acto lingüístico-social no sería auténtico). La fuerza ilocucionaria está haciendo las veces del momento cualitativo que aparece en los actos mentales, el estado de cosas creado por el acto social (las pretensiones y vinculaciones correlativas) es lo paralelo a la materia y, al no referirse aquí la materia a un objeto o situación objetiva ya dada que hiciera verdadero al acto, como ocurre cuando se trata de un objeto juzgado, se hace intervenir como un tercer momento el estado de la mente que aspira a cumplimiento con la realización del acto social y con la creación de sus pretensiones constitutivas (estos estados de la mente son, por ejemplo, la incertidumbre en el preguntar, el deseo en el pedir o la voluntad de realización en el prometer y el ordenar, según los ejemplos antes comentados).

De los tres momentos señalados, la fuerza ilocucionaria y el estado de cosas resultante guardan paralelo con la cualidad y materia de los actos mentales, al estar entre sí en la relación de partes no-independientes o en coimplicación, que Husserl trasladó del ámbito de las significaciones gramaticales a los distintos géneros de conexiones eidéticas. En cambio, para la relación entre la vivencia presupuesta y los otros dos elementos del acto lingüístico-social el esquema husserliano de que Reinach hace uso es el de la implicación unilateral entre los actos fundados y los actos fundantes, al modo como las representaciones de sujeto y predicado son necesarias y fundantes del acto de enunciación, pero no a la inversa. Esta diferencia, a la vez que interferencia, de esquemas interpretativos se debe a que los estados mentales correspondientes a los actos performativos son duraderos, mientras que los actos como tales son puntuales, y es patente que unos y otros no pueden integrarse mutuamente como notas esenciales no-independientes, por más que los actos lingüístico-sociales requieran como condición necesaria unos estados mentales acordes con ellos, en los que fundarse.

Aparentemente el acto de informar sería una excepción entre los actos sociales, ya que como acto carece de fuerza ilocucionaria propia, limtándose a exponer un estado de cosas objetivo (en este sentido, pertenece a los actos en que hay ajustamiento, Anpassungsakt). Sin embargo, de algún modo el paralelismo del informar con los actos mentales puede verse también aquí, y precisamente en la mera representación, a la que también falta una cualidad ponente; y —siguiendo con el paralelismo— análogamente a como la mera representación deja indecisa la verdad o falsedad del contenido representado, la información se abstiene de incoar una pretensión en el receptor, por lo que tampoco apunta a un cumplimiento como acto social más allá del reconocimiento de la verdad del contenido o estado de cosas que en este caso constituye su materia. Según ello, la inclusión del acto informativo entre los actos sociales no se debe a la fuerza ilocucionaria, sino a la necesidad de aprehensión ajena para su desenvolvimiento como acto.

La relación entre partes no-independientes que caracteriza a materia y cualidad en el acto mental se reproduce en la dualidad pretensión-vinculación de los actos lingüístico-sociales, con la peculiaridad de que en éstos la coimplicación vincula a los distintos interlocutores: pretensión y vinculación, como partes no-independientes, surgen simultáneamente y tienen la misma duración. En cambio, la relación entre esta díada y el prometer es unilateral, y para su comprensión hay que acudir al otro paradigma husserliano referente a la relación entre actos fundantes y fundados, ya que no toda dualidad pretensión-vinculación tiene por base al acto de prometer.

El otro elemento del acto social es la aprehensión ajena ya señalada, sin la cual no puede instaurarse el acto completo. El papel de la aprehensión ajena en el todo del acto social tiene un antecedente y un paralelo en el acto de dar significado, pues sin éste tampoco el término lingüístico se refiere a su objeto. Precisamente cuando falta la aprehensión por el otro, el acto social se reduce al acto de dar significado a un término (como puede ser el término “prometer”). De este modo, el acto lingüístico-social supone unilateralmente el acto significativo y se edifica sobre él, análogamente a como el acto significativo supone un material fónico, al que interpreta y convierte en depositario del significado.

Pero el acto lingüístico-social como un todo no es una suma o acumulación de elementos, sino que posee una estructura, en la que se insertan de un modo instantáneo el acto emisor del hablante y la aprehensión ajena. Aunque Reinach no es explícito en este punto0, parece seguirse de su exposición del prometer como acto puntual e integrador que los actos lingüistico-sociales —de los que el prometer es ejemplo— no son algo que alguien hace, a modo de una iniciativa suya, en el tiempo (como el deliberar), sino que más bien ocurren como resultado de la co-incidencia entre su emisión significativa y su aprehensión ajena; esta coincidencia no es fortuita, pero tampoco puede ser la suma de dos o más actos voluntarios, sino que representa el acto total del prometer —y análogos—, que en su condición de tal pone a las partes que coinciden en él en situación de dependencia bilateral. Al igual que la frase o el período lingüístico tienen una estructura que abarca a los morfemas y sintagmas, también el acto lingüístico-social se extiende desde su estructura sobre los actos diferenciados de los interlocutores, convirtiéndolos en bilaterales (ya se ve cómo la coimplicación entre las partes no se ajusta aquí enteramente al modelo de la coimplicación entre las notas aislables por reducción eidética, tomado de Husserl y del que en un principio había partido Reinach).

En la estructura del prometer la componente lingüística tiene un papel más destacado que en los otros actos lingüístico-sociales, apareciendo como un performativo explícito. Pues mientras lo común a los demás actos lingüístico-sociales es que se hagan explícitos mediante sus correlatos intencionales (lo que pido, lo que comunico, lo que se ordena…), delatándose la especie del acto a partir del contexto en que ocurre, el acto de prometer suele aparecer lingüísticamente expreso (prometo que…), por estar vuelto hacia quien con su emsión se obliga ante otro a lo que promete (por ello, la fórmula implícita “haré x” como expresión de prometer no es unívoca).

En cambio, en los actos distintos del prometer lo más frecuente es que la formulación expresa del performativo nominalice la expresión y la convierta en aquello que afirmo, y no tanto en lo que realizo. En este sentido, la fórmula enunciativa está implícita en los performativos, sin que pueda retrotraerse a otra anterior, por ser la propia e irreductible del juicio: puedo decir “afirmo que comunico”, pero no puedo encontrar un verbo más primario que afimar, del que éste fuera el complemento. De acuerdo con ello, “comunico A” puede querer decir “afirmo que comunico A, sin estarlo comunicando” o “comunico efectivamente”; “pido B” puede ser la afirmación de que pido B, sin estar pidiéndolo, o el acto de petición; pero “prometo C”, aunque es válido tanto para el acto de prometer como para enunciar que prometo, lo usual es que su nominalización aparezca en un tiempo distinto del presente. Por último, además de la nominalización, existen otros recursos gramaticales para neutralizar la fuerza performativa que primariamente se asocia al verbo, tales como la conversión del predicado verbal en atributo o en oración subordinada de relativo, o bien la transformación de una cláusula afirmativa en la correspondiente prótasis condicional.



APÉNDICE: APUNTES PARA UNA FILOSOFÍA DE LA RELIGIÓN
El último escrito que nos ha legado Reinach está integrado por una serie de apuntes (Aufzeichnungen), a modo de notas sueltas bajo forma de Diario, sobre Filosofía de la Religión, ambientados en el frente de combate entre el 25 de Abril y el 31 de Julio de 1916 y seguidos de dos capítulos, también fragmentarios, con los títulos “El Absoluto” y “La estructura de la vivencia (religiosa)”. Es significativo el esbozo que les precede sobre Fenomenología de los barruntos o vislumbres (Zur Phänomenologie der Ahnungen), que bien puede servir de tránsito entre los estudios fenomenológicos anteriores y la nueva temática.

Partiendo del componente de convicción que acompaña a todo juicio y que le sobrevive con una duración por principio indefinida más allá del momento de la afirmación, tal como lo había examinado en su Teoría del juicio negativo, considera ahora la posibilidad de que existan convicciones duraderamente afianzadas sin que lleguen a plasmarse en algún juicio relativo a un estado de cosas fundado en ellas. Sin duda, la base próxima que le permite este enlace entre las convicciones que se traducen en juicios y las convicciones ligadas a los barruntos está en que la convicción que se articula con el juicio no es solo la que subsigue a éste, sino también la que le antecede y subyace, fundando así desde su interior la afirmación que le constituye como juicio y pudiendo, en todo caso, presentarse como convicción sin que llegue a exteriorizarse en un juicio.

He aquí un espacioso texto al respecto: “ Ambos (conocer y convicción) se distinguen entre sí, sin (necesidad de) mayor análisis, de un modo suficientemente nítido, si se repara en que con el conocer se trata de un acto temporalmente puntual, que no puede durar más o menos, mientras que en la convicción podemos vivir cuantoquiera que sea, así como (si se repara) en que hay en nosotros una multitud de convicciones que suelen estar vivas sin que se funden o se hayan fundado alguna vez en un acto de conocer. Considerado desde este ángulo, no hay duda de que tenemos que contar los barruntos entre las formaciones (Bildungen) fundantes, no entre las fundadas, o sea, entre las que por esencia son susceptibles de ser fundadas”0.

Parece que nuestro autor observó varios casos de barruntos o vislumbres en las especiales condiciones en que se desenvolvía en aquel entonces su precaria existencia: así, el oficial que adivinaba su muerte el día antes, la persona que presentía la llegada de otra a quien esperaba, la corazonada de la madre del soldado que sabe que su hijo está vivo… Ninguno de estos posibles ejemplos resulta de un cálculo de posibilidades objetivamente fundadas, a las que alguien se enfrentaría siempre desde la distancia; pero tampoco se confunden con los temples de ánimo (Stimmungen) a los que van asociados, ni con actos de voluntad (pues no es infrecuente que haya barruntos que se presentan como inesperados y sorprendentes para quien los tiene). Los barruntos no encajan, por tanto, fácilmente en ninguno de los tres grupos en que se suelen clasificar las vivencias: intelectivas (juicios fundados objetivamente), volitivas y afectivas, ya que, en la eventualidad de que les acompañen estos tres tipos de componentes o alguno de ellos, persisten también cuando tales componentes desaparecen: “es claro que la consternación que, como un sentimiento, surge de la aprehensión por la que se barrunta el destino futuro se distingue del barrunto, así como (se distinguen también de él) toda tendencia y contratendencia, todo el querer y el no querer que arraigan en este sentir afectivo y en este saber”0.

El barrunto, como forma inapelable de convicción que no se expresa en un juicio predicativo, se hace especialmente presente, según Reinach, en la vivencia religiosa. El tono vivencial correspondiente lo caracteriza fundamentalmente por la dependencia0, pero otras veces también por el amparo (Geborgensein), la confianza o el agradecimiento, mas en cualquier caso con la particularidad de su carácter absoluto o puro, tal que les impide el crecimiento en lo que se refiere al contenido vivenciado, como en cambio es propio de las mismas vivencias cuando median entre los hombres0. En efecto, si mi gratitud hacia Dios es la que Él me regala para que yo se la manifieste, hay que concluir que es una gratitud que se incardina en la misma infinitud Suya, por limitada que aparezca en mí. “No es posible pensar en un agradecimiento y en una confianza en un ser humano que no puedan ser en mayor grado. Por el contrario, la confianza y el agradecimiento que sentimos hacia Dios, o el amor y la bondad que le atribuimos, no son susceptibles de crecimiento. Aquí hay magnitudes infinitas, sin que el concepto incluya contradicción. No hay un número elevado que sea infinito o un fragmento espacial infinito, porque es esencial al número y al fragmento espacial ser en tanto que tales capaces de crecimiento. Pero del amor no se puede decir esto, cuando uno está sumido en la idea del amor de Dios”0.

Expresado de otro modo: el carácter absoluto se manifiesta, a propósito del agradecimiento a Dios por ejemplo, en que no se trata de saldar una deuda de gratitud por un bien particular recibido —y por tanto relativamente a ese bien particular—, sino que consiste en mostrarse agradecido por lo que de suyo uno es, viviéndose a la vez a sí mismo esencialmente —no circunstancialmente— abierto al agradecimiento. Y esta absolutez de la vivencia del agradecimiento tiene su razón de ser en la absolutez del Ser divino. “A lo dado en grado sumo, hasta lo cual nuestra vivencia es sobreelevada, le conviene la plenitud absoluta del amor; como también, a la inversa, la confianza absoluta, que me llena, ha de alcanzar su objeto intencional en el Absoluto supremo”0.

Hay vivencias que solo indirectamente, a través de un enlace causal, remiten a algún estado de cosas externo, al que deben su autenticidad, como en la “alegría por”… o en el “pesar por”… Pero se dan también otras que son en sí mismas un descubrimiento de algo nuevo, aunque no pertenecezcan al ámbito de los juicios directa o indirectamente evidentes; en tal caso se encuentra por ejemplo la aprehensión del valor de la existencia del otro en el agradecimiento, pero no menos la reivindicación de la existencia de Dios en la vivencia religiosa a través de la plenitud y absolutez que la caracterizan y que dejan simultáneamente al desnudo la dependencia y menesterosidad del propio existir. En los límites de este mundo la única in-finitud que nos es accesible es la prosecución indefinida en el orden de lo cuantitativo (ya se trate de la extensión ampliable o ya sea la temporalidad indefinida). En cambio, la plenitud absoluta, sin límites, no puede ser limitada por algo externo a ella, y en este sentido es el Todo, que rebasa la exterioridad de lo espacial y la continuidad de lo temporal y se nos comunica a nuestra medida imperfecta en la vivencia correspondiente como obsequio inmerecido. “Nosotros hombres, que estamos en el espacio y en el tiempo, aprehendemos lo supraterreno. Es el regalo preciosísimo con que Dios nos ha agraciado. Y no solo aprehendemos lo supraterreno, sino que en cierto modo se refleja la absoluta plenitud, que hemos atribuido a lo supratarreno, en los actos en que viene a donación”0.

En el contenido material de la vivencia religiosa se atisban las determinaciones objetivas de Dios, como la omnipotencia o la omnisciencia, partiendo de la dependencia absoluta que como vivencia la constituye. La absolutez en la vivencia correspondiente se describe como el reflejo del Ser absoluto que se entrega en ella, y desde la dependencia original se comunica a los otros caracteres de la vivencia religiosa, tal como el agradecimiento. “Como frente a Dios solo hay dependencia lisa y llana, así también sólo (cabe) el liso y llano agradecimiento. Frente a un hombre no es no es posible (este agradecimiento), pues no hay agradecimiento humano que no pueda ser rebasado. También esta ‘absolutez’ de la vivencia conduce a Dios”0.

Sería arriesgado dar un carácter más sistemático del que tienen a estas profundas intuiciones sobre el fenómeno religioso con que se cierra la obra de Reinach. Sin embargo, una posible línea de prosecución se abriría al diferenciar entre la vivencia y el ser en el que la vivencia se halla, tal como Edith Stein lo emprende en su obra Psychische Kausalität (1922). Según el ejemplo de la autora, la vivencia de estar fatigado es posible porque previamente estoy fatigado, siendo posible que se dé la fatiga en mí sin que la vivencie, ya sea porque todavía no se me ha hecho consciente, ya porque la he superado con mi ocupación, sin que por ello la fatiga me haya abandonado por el momento. Paralelamente, las relaciones humanas de intercambio y donación recíprocas son limitadas y están en crecimiento —tal como las describe Reinach— porque el ser poseído intransferiblemente por cada hombre y mujer es en sí mismo limitado, no pudiendo exceder sus límites constitutivos. Pero la incapacidad de crecimiento en lo Absoluto y de venir limitado desde fuera de sí, están en conexión con la donación de sí que caracteriza en su Ser a las Personas divinas, hasta el punto de que la propia donación es la tercera Persona subsistente. El amar no es en Dios una actividad subsecuente a su estar ya constituido según unos límites, como en el hombre, sino que se expresa como Amor absoluto, cuya esencia involucra todas las otras perfecciones también absolutas. Con estas últimas observaciones solo pretendo mostrar que es posible —según entiendo— el paso de la Fenomenología de la religión, que a lo largo del siglo XX ha experimentado un notable desarrollo, a la Teología metafísica, de lo cual se podrían encontrar algunos indicios en el propio Husserl, según he mostrado en otro lugar0.


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