Adolf reinach: las ontologías regionales


CAP. III. ALGUNOS CONCEPTOS ÉTICOS



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CAP. III. ALGUNOS CONCEPTOS ÉTICOS
3.1. Los valores éticos y la libertad

En sus Lecciones de Introducción a la Filosofía el segundo capítulo de la Segunda Parte está dedicado a los rasgos fundamentales de la Ética (Grundzüge der Ethik). No obstante, solo aparece allí una exposición y crítica de las teorías hedonista, utilitarista, eudemonista y kantiana apelando a una fenomenología del valor. Expondré, primero, los aspectos axiológicos que son para Reinach el eje de su crítica a aquellas teorías y, luego, la caracterización general que lleva a cabo del valor.


I. En línea con otros axiólogos (Max Scheler, Hans Reiner, Diettrich von Hildebrand o el propio Husserl en sus Vorlesungen über Ethik und Wertlehre), opone Reinach al hedonismo la diferencia entre Gefühl (sentimiento o estado afectivo) y Fühlen (percibir afectivo)53, la cual impide que la captación de un valor-exigencia venga determinada por la búsqueda de un estado psicológico de satisfacción (llámesele placer, agrado o incluso felicidad), ya se trate de un estado propio (egoísmo) o ajeno (altruismo). Justamente el redescubrimiento fenomenológico de la intencionalidad en el conocer y en el querer voluntario, es lo que permite superar el psicologismo de aquellas posiciones éticas que confunden el valor pretendido (o simplemente captado) con su resonancia psíquica, al poner contra toda evidencia fenomenológica en la segunda la razón de ser del primero.

Es una crítica que alcanza por igual al hedonismo (egoísta) y al altruismo: “Está en la esencia del egoísmo que no venga motivado, que no acontezca por razones, sino que todo esté referido al yo… El altruismo tiene una estructura igual a la del egoísmo. También ahí faltan el sopesamiento y la objetividad. El contento (Wohl) ajeno se pone en el lugar del propio, su valor reside meramente en ser valor ajeno”54.

El psicologismo ético implícito en el hedonismo se acusa en que pasa por alto la disposición de ánimo (Gesinnung) específicamente moral, ya que no se la podría encontrar como un componente psicológico más, al estar toda ella centrada en su término objetivo y motivada por él. Los conceptos de fuente moral (disposición anímica), motivo (valor objetivo) y fin propuesto (especificador de una acción) son, así, ajenos al planteamiento psicologista de la Ética.

En cuanto al utilitarismo, va asociado al hedonismo anglosajón desde J. Bentham y J. Stuart Mill, y se caracteriza en términos generales por enjuiciar la moralidad de la acción de acuerdo con sus efectos contingentes, en tanto que beneficiosos o perjudiciales, sin tener en cuenta el valor moral del agente que se expresa en sus acciones. Bentham ofrece como baremos para la medición de los placeres la intensidad, extensión, duración, certeza, fecundidad y pureza (o no mezcla con dolores); este punto de vista meramente cuantitativo es corregido por Stuart Mill, al tomar en cuenta las diferencias cualitativas entre los distintos placeres. La réplica de Reinach al utilitarismo en general se resume en que tanto los estados psíquicos como los efectos circunstanciales, en tanto que accidentales y sobrevenidos, no pueden medir el valor de las acciones; más bien, son las cualidades objetivas especificadoras de las acciones las que transmiten su índice valorativo a los estados psíquicos provocados por ellas, así como las que permiten enjuiciar moralmente —hasta donde es posible— los acontecimientos externos. “Las determinaciones éticas de las cosas no pueden depender de circunstancias contingentes empíricas”55. Pero si bien solo las acciones singulares poseen cualificación moral, los valores por los que se rige su cualificación se pueden tipificar en términos universales, si no se quiere reducir su enjuiciamiento ético a un cálculo estratégico para unos fines restringidos.

Por otra parte, la asignación de una medida a los placeres choca con el obstáculo de la heterogeneidad y consiguiente independencia en sus especies, que impide operar aritméticamente con ellos; para poder hacerlo habría que desligarlos del valor de la persona, en la que de acuerdo con su índole están arraigados, y de los distintos estratos personales en correlación con cada una de las especies axiológicas56. El utilitarismo es únicamente aplicable a los valores instrumentales, que tienen su coeficiente de valiosidad fuera de ellos, pero no a los valores morales, en tanto que recaen sobre alguien, al que tiñen con su propia cualidad ética (así, el engaño convierte en engañador a su agente).

Más matizada es la crítica al eudemonismo. Reinach admite sin reservas la integración de la felicidad en el bien moral, por contraposición a la indefinición absoluta en que queda el placer sin un criterio previo que lo especifique. Lo que objeta, sin embargo, es que la felicidad se haga pasar por el bien plenario del hombre, pues ello significaría no reparar en otros componentes que son reconocibles objetivamente, sin tener que ponerlos en relación previamente con la búsqueda —ciertamente indeclinable— de la felicidad en el hombre. “La felicidad puede considerarse como bien solo siendo uno entre muchos bienes. La felicidad ocupa un lugar especial entre los bienes, pero no es el punto de vista más alto de lo moralmente bueno”57. La felicidad es entendida, pues, por Reinach como una parte integrante del bien humano, que ha de armonizarse con las otras partes, como son el valor objetivo de la acción o la disposición moral adecuada a ese comportamiento. Parece suscribir con ello la noción kantiana de felicidad como una idea vaga producto de la imaginación, en vez de la noción aristotélica, que entiende la felicidad como fin último natural en el que se asienta el bien humano en su integridad (lo que la tradición tomista designa como principium quo del bien poseído).

La ausencia de la disposición anímica adecuada (Gesinnung) específicamente moral se convierte también en uno de los motivos de discrepancia con la ética formalista kantiana, en tanto que se restringe a los actos de voluntad que se conducen por una máxima y que van dirigidos a la realización de un estado de cosas. De este modo, quedarían fuera de la Ética amplias zonas que componen la estructura de la persona (la misericordia, el agradecimiento…), reemplazándolas por el respeto (Achtung) a un imperativo impersonal, en el que a duras penas pueden ser integradas (es sintomática a este respecto la interpretación forzada que hace Kant del precepto evangélico del amor al prójimo al pretender derivarlo del respeto a la ley). “Los valores se refieren también a vivencias de actos no voluntarios, pues también en vivencias de carácter no voluntario detectamos el carácter ético, por ejemplo, el sentimiento de condolencia o la participación interna en una desdicha” .

Pero aun en los actos voluntarios la propia noción de máxima, revalidada luego por la ley universal a priori, no hace justicia a los rasgos más genuinos del fenómeno moral. Pues una ética formalista del deber tiene por equivalentes la moralidad de las acciones y su convalidación posterior mediante un test mental de universalidad. Ahora bien, ¿cómo sería posible confrontar la máxima con la universalidad de la ley si no estuviera ya implícita la moralidad en la máxima y, por tanto, no se mostraran ya operantes los motivos morales en su adopción? La universalidad por sí sola no es principio suficiente de derivación de la moralidad de las acciones, como pretende una ética formalista del puro respeto al deber.

Reinach lo discute a propósito del examen kantiano de la inmoralidad de la mentira: “Que mentir sea éticamente antivalioso, se funda en su esencia, y con ello es su antivalor universalmente aplicable. Y no a la inversa: de la aplicación universal no se puede derivar el antivalor. En Kant la relación efectiva aparece con frecuencia trastocada”0. Universalidad y valor moral están en relación de implicación, pero no es el primer término lo implicante y el segundo lo implicado, sino a la inversa, en la medida en que el valor moral posee una esencia reconocible objetivamente.

No obstante, Kant ha supuesto un avance sobre las otras propuestas éticas mencionadas, al descubrir la incondicionalidad como el rasgo a priori distintivo de lo moral. “Lo que es recto, se puede expresar como una validez legal universal. No hay que minusvalorar esta evidencia. En ello Kant tiene absolutamente razón. Así se rechaza la relativización de la rectitud ética a la felicidad que es propia del eudemonismo. Y de ese modo se anula toda ética eudemonística, en general toda ética del éxito”0. Pero al identificar lo a priori con lo formal, tanto en su planteamiento gnoseológico como en la razón práctica, Kant ha orillado el dominio de los valores a priori y de sus conexiones esenciales, sobre lo que se asienta la dimensión moral del comportamiento. Pero con ello queda emplazado Reinach a exponer lo que entiende por valores objetivos y a priori.


II. A favor de la objetividad de los valores morales están aquellas expresiones del comportamiento que no serían comprensibles sin ellos, tales como la alegría, el entusiasmo, el agradecimiento, la irritación, la indignación… en su sentido más originario. Desde aquí se explica que el fenómeno de la alegría por lo que no es un bien objetivo tenga el carácter derivado de una traslación a partir de la vivencia originaria de la alegría debida a algún valor, análogamente a como es imprescindible hacer pasar lo que no es un bien por un bien cuando se pretende justificar un mal comportamiento. “Nuestro comportamiento en relación con el mundo supone la objetividad de los valores. Donde se rehúsa a los valores la objetividad, todo entusiasmo, indignación, irritación y (otras actitudes) semejantes son en sí mismos sin sentido. Nos entusiasmamos por una acción en razón de su valor. Uno no puede entusiasmarse o indignarse por un mecanismo psicológico; si, con todo, lo hiciera, sería una ilusión”0.

La captación de los valores como motivos para la actuación solo es posible desde la persona, cuyas distintas capas o estratos están en correlación con los distintos dominios axiológicos: por ejemplo, la pérdida de un bien económico me afecta en otro plano que el dolor por la pérdida de un amigo, o la tonalidad afectiva humorística ante una ocurrencia es de otro orden que la que viene motivada por el valor en sí mismo de una acción humana o de una obra estética. La correlación entre los valores y la persona se presenta en la pluralidad correspondiente de planos, y es lo que lleva a Reinach a reparar en la necesidad de unas condiciones subjetivas para la aprehensión axiológica y a diferenciarlas de las propiedades objetivas del valor. “Los supuestos del aprehender no son supuestos de lo aprehendido, del valor mismo. Es lo que olvida el subjetivismo. Podría haber valores tan finos y profundamente asentados, y que supongan en consecuencia una aprehensión emocional tan finamente diferenciada, que de hecho nadie en el mundo pueda aprehenderlos. Pero esto nada dice contra la objetividad de estos valores0. Análogamente a como se ofrecen cualidades visuales o táctiles que están por debajo o por encima de los umbrales de nuestra sensibilidad externa, sin que ello signifique que no pudieran detectarse en absoluto.

La aprehensión plena e intuitiva de un valor se diferencia del mero saber de él en abstracto, de un modo distante, acerca de su objetividad, ya que es una aprehensión en la que participa la persona, que se adhiere a su término haciéndose conformar interiormente por él, hasta el punto de que la aprehensión participativa de un valor se manifiesta también como un valor.

Con acentos muy próximos a Hildebrand se manifiesta Reinach al sostener que “en las tomas de posición hacia los hechos éticamente valiosos se constituyen también valores”0. Si nos quedamos, por el contario, al nivel de los juicios enunciativos, ni siquiera la formación de un enunciado verdadero sobre el valor de un comportamiento es suficiente para garantizar que haya habido una toma de posición concreta de la persona a propósito del valor que aparece en el enunciado.

Sin embargo, no solo las aprehensiones afectivas, sino también los actos voluntarios dirigidos a la realización de estados de cosas entran en el dominio de lo valioso, con la diferencia de que, al ir orientados éstos a una realización externa, no implican necesariamente la participación personal en el destino de la persona beneficiaria de la acción (piénsese en el ejemplo ampliamente comentado por Hildebrand del salvamento de quien se está ahogando, en el que son posibles distintos órdenes de motivación), cabiendo, por consiguiente, la posibilidad de que la motivación sea solo tangencial al valor de la persona a la que se socorre. Esto nos lleva a intercalar un inciso sobre la presencia del valor en la motivación moral.

Es patente que la motivación se escinde según que sus correlatos sean tomas de posición o propósitos de acción. Y la libertad les acompaña en cada caso de un modo distinto. En la toma de posición, como un momento no-independiente del acto unitario, con la función de sancionarle desde dentro; en ausencia de ella, el acto libre sería un mero estuche vacío, en la medida en que necesita para su plenitud del contenido vivenciado. Veámoslo con el ejemplo —a veces aducido por Reinach— del acto social de dar una información: a él pertenecen, como tres momentos implícitos, el asentimiento libre, la convicción interna sobre un estado de cosas y su exteriorización en una afirmación. Sin el asentimiento libre, faltaría al acto su apropiación efectiva; sin convicción, el acto se reduciría a una mera representación, y por su parte la afirmación en el medio lingüístico es lo que lo convierte en apto para el intercambio social. Algo distinto es lo que ocurre con la motivación de una acción externa como fin propuesto, ya que en esos casos la libertad es la encargada, a modo de un fiat, de traducir el motivo en una realización, ampliándolo hasta su plasmación en la actuación completa. Mientras que la toma de posición no resulta en su inicio de un acto voluntario, la proposición de un fin sí es formada libremente.

Pero esta contraposición entre los dos órdenes de motivación no es taxativa. Pues, por un lado, ya se ha indicado que la toma de posición auténtica y completa necesita de un acto libre suplementario, cuyos motivos proceden de la toma de posición incompleta. Y por el otro lado, no cabe dilatar indefinidamente los propósitos de formar un propósito de acción: como ello llevaría a un regressus in infinitum, hay que admitir que el propósito se apoya en una toma de posición, cuando menos implícita. Veamos un texto de Edith Stein en este sentido: “Hay que insistir, por otra parte, en que todo propósito, como todo acto libre en general, supone una toma de posición —aunque no siempre unívocamente determinada. Una mera representación, un saber o una toma de conocimiento de aquello a lo que el acto libre se dirige no son suficientes para la realización del acto”0. La contraposición entre toma de posición y mera representación es paralela a que más arriba se ha advertido en Reinach entre el conocimiento pleno o intuitivo de un valor y su mero saber abstracto.

Se sigue de aquí que los motivos en general no resultan de un acto libre, en la medida en que implican el requerimiento proveniente de un estado de cosas valioso. El acto libre es más bien el contrapolo necesario para que se pueda emplazar el requerimiento motivador, una vez reconocido, en el marco teleológico del decurso racional que termina en la acción motivada; solo de ese modo —una vez asumido como motivo de actuación— puede ejercer el motivo su fuerza motivacional formalmente, como motivo-para.

Pues bien, esta antecedencia de los motivos a su presentación formal como motivos, que operan libremente en la actuación motivada, es lo que permite inscribir la inclinación como tal en el comportamiento moral, medido por el deber. Inclinación y deber no tienen por qué ser antagónicos —frente a lo que sostiene una ética formalista del deber—, aunque tampoco coincidan siempre, sino que se respaldan y confirman mutuamente, representando planos distintos en la motivación de un único comportamiento0. Pero no son éstos los únicos niveles: también la importancia del estado de cosas que se realiza y los valores a los que se responde con esa realización (eventualmente una deuda de agradecimiento hacia el destinatario o un gesto de solidaridad o el acrecentamiento del ethos en un pueblo…) confluyen con la conciencia del deber y con la inclinación subjetiva variable, formando entre todos una motivación unitaria compleja, sin que el valor ético de la acción quede del lado excluyente de uno u otro de estos componentes0. Y justamente lo que hace de puente entre la inclinación y el valor por el que se especifica el deber es la deliberación, por la que se modaliza el valor como procedente, como adecuado a la actuación. Es uno de los aspectos originales de la reflexión fenomenológica Reinach haber reparado en la valiosidad interna de la deliberación en el orden moral, sin la cual no se podría decidir un comportamiento moralmente0.

Pero, por otra parte, la deliberación también atestigua a favor de la libertad del sujeto, tanto frente a un presunto determinismo del querer por las tendencias ciegas como frente al indeterminismo carente de motivos. El querer sostenido por la deliberación es lo más opuesto que cabe a un amasijo de tendencias, procediendo centralmente del yo que se atribuye su autoría (en este sentido, para Tomás de Aquino el querer deliberado es el voluntario perfecto). En la estela de los análisis de Pfänder sobre la voluntad0 advierte Reinach cómo en los actos voluntarios el sujeto vuelve centrípetamente sobre sí para constituirlos. Se falsea la índole de los actos libres cuando se los presenta como debidos a la necesidad de resolver el litigio entre dos o más tendencias (según el ejemplo del asno de Buridán) o de optar entre dos representaciones, de suyo neutrales: pues con ello se pierde la subjetividad del acto libre, la cual se hace asimismo presente en la deliberacion. “El tender puede ser ciego, también donde es impetuoso. En el querer (formación de propósitos) esto no tendría ningún sentido. Querer es el acto de autodeterminación del yo. Podemos tener un querer con o en contra de una inclinación. El querer parece también posible del todo sin tendencia, por fría deliberación0. Del significado ético y jurídico de la deliberación se ocupó Reinach en un pormenorizado ensayo (Über die Überlegung, 1912/1913), al que se va a dedicar el próximo apartado.


3.2. La deliberación práctica

El estudio sobre la deliberación práctica, es lo que permite a Reinach salvar la escisión entre lo debido y lo correcto, entre la voluntad inicial de lo bueno y la elección final de lo procedente hic et nunc. Mientras la deliberación teórica versa sobre lo que ya está decidido en sí mismo, limitándose a hacerlo explícito como cierto, probable o dudoso, la deliberación práctica arrastra consigo, por así decir, al propio sujeto, ya que es desde ella como termina éste en la decisión, la cual es un decidirse. Merced a la deliberación el deber genérico puede elongarse racionalmente hasta un curso de acción. La implicación del sujeto en la deliberación es lo que hace comprensible que una acción meritoria vea restado su mérito cuando ha venido precedida de una larga e innecesaria deliberación: como el deliberar no es un proceso neutral, sino que tiene su eje de atracción en los valores que hace explícitos, detenerse en ellos como si fueran meros objetos representados es antivalioso; en el sentido inverso, el Derecho penal juzga como agravante la deliberación en las acciones que están penadas.

La deliberación (práctica) presenta cierta semejanza con la pregunta. Ambas intervienen como lugar de paso entre algo ya sabido —respectivamente, el horizonte del preguntar y los valores-motivos en los que el deliberar se apoya— y una respuesta satisfactoria cuando se trata de la pregunta, o bien la resolución de actuar, que primeramente ha sido anticipada de un modo insuficiente. En los dos casos se trata, asimismo, de un proceso teleológico de cumplimiento, en que lo que se alcanza coincide con lo que era anticipado al comienzo, y es lo que otorga a esa anticipación la plenitud a que apuntaba. En tanto que procesos de cumplimiento, el preguntar inquisitivo y la deliberación práctica son comparables a una melodía, por cuanto en ella los compases anteriores son asumidos en los que les siguen en orden a la composición del todo; y también son comparables a la escalada de un monte para divisar una panorámica, ya que los diversos estadios en el recorrido no se gozan por sí, como al dar un paseo, sino que se dirigen a un término.

Sin embargo, la diferencia entre ambas viene de que, mientras la pregunta se colma en una certeza asertiva (pasando eventualmente por la presunción y la duda), la deliberación práctica termina en la pro-posición (Vor-satz) de un comportamiento. Además, la pregunta lingüísticamente formulada es un acto social, mientras que la deliberación subjetiva es actuación interna (inneres Tun). La transformación de la deliberación en la subsiguiente pro-posición de actuación no acontece por vía de análisis, sino por sustitución de un proceso analítico por un acto posicional, manteniendo idénticos los valores que respectivamente guían la deliberación y dan razón proyectiva de la elección final.

Es ilustrativa la comparación entre deliberación teórica y deliberación práctica, resumida por Reinach en el siguiente texto:

“Vista exteriormente, la deliberación práctica nos ofrece el aspecto de un proceso teleológico enteramente semejante a la deliberación intelectual. Desde luego el objetivo que aquí está en cuestión es otro modo de toma de posición: en ella no se cree, conjetura y duda de un ser, sino que se forma un propósito, más exactamente, el sujeto se propone un hacer propio… No hay aquí las diferenciaciones en la toma de posición que en la esfera intelectual llevan de la convicción a la duda y que nos han impuesto el concepto de un cumplimiento parcial de la deliberación (cuando se queda en duda o en presunción). En la deliberación práctica hay solo un cumplimiento total, que tiene por consecuencia la formación de un propósito positivo o negativo o un fracaso total, en el que no se llega a tal acto”0.

Las diferencias fenomenológicas entre deliberación teórica y práctica, sin perjuicio de su carácter común de ser procesos de cumplimiento, quedan, así, reflejadas en la cita anterior, en la que se compendia lo que antes ha sido descrito por confrontación con el preguntar.

Bajo otro ángulo de consideración, mediante la deliberación se torna posible hacerse presente el carácter normativo de un proyecto de acción con anterioridad al ejercicio de su función normativa. Aunque la provisionalidad inherente a la deliberación práctica impide que el momento teórico aportado por ella tenga carácter de telos, ocurre también, de modo inverso, que la elección solo puede confrontarse con los valores iniciales del proyecto, al que se debe, gracias a que en la deliberación han sido esclarecidos como valores. Se confirma así cómo la deliberación práctica no consiste en un simple cálculo más o menos mecánico, carente de relevancia ética.

Averiguar la normatividad debida de un proyecto de acción equivale, en efecto, a despejar el conjunto de relaciones valiosas o antivaliosas que lo configuran, pasando así a fundar una toma de posición (Stellungnahme) ante el estado de cosas que se pretende realizar. Estar inicialmente motivado por un valor se prolonga, de este modo, en una actividad que se orienta por él como término de aclaración y de enjuiciamiento, antes de pasar a la perspectiva de la realización, en la que toma parte de nuevo la libertad que ya se había acreditado en la previa resolución ante el proyecto de acción, antes de su corroboración como pro-pósito. No es, por tanto, un factor externo a los valores que han sido captados como exigencias o deber-ser, sino el examen de sus implicaciones en la situación en la que respectivamente se van a realizar, lo que los convierte en normativos.

La deliberación preside la elección de modo diferente en cada una de las tres situaciones siguientes contempladas por Reinach, que a su vez se diversifican según que la deliberación sea teórica o práctica:

1) El caso más simple es cuando el tema y el correlato coinciden: si la deliberación es teórica, el tema sobre el que se delibera se resuelve en la verdad del juicio correlativo de los actos de conciencia, sin que haya que atender a las consecuencias y puntos de vista posibles para reafirmar su verdad. No solo comprendo el enunciado, sino que lo traigo a presencia, lo hago evidente. Así, para aprehender la verdad del enunciado “el naranja está entre el rojo y el amarillo” he de prescindir de la extensión espacial, la superficie coloreada…, y hacerme presente en un acto sintético las tres cualidades significadas de acuerdo con la escala de los colores. De este modo, la deliberación se cumple, obteniendo la certeza a que el proceso, por breve que sea, apunta; no es preciso en tal caso aducir nuevas consideraciones o razones adicionales para pasar de lo mentado a su evidencia.

Dentro de esta primera posibilidad, la deliberación es práctica cuando el tema sobre el que se delibera es el posible proyecto correlativo de la acción, no una pluralidad de posibilidades entre las que hubiera que optar. Para percibir la exigencia o bien la prohibición que contiene implícitamente el proyecto, hay que orientarse deliberativamente por el valor o el disvalor, no poniéndolo entre paréntesis desde una consideración neutral, que se limitara a superponerse a la estimación axiológica precedente. La deliberación se encamina, pues, a despejar los caracteres valiosos o antivaliosos en los que fundar su puesta en práctica. Estos caracteres axiológicos no precisan hacerse explícitos en todas sus implicaciones para percibir sus demanadas de realización, ni tampoco se precisa contrastarlos con las consecuencias externas, ya que la deliberación apunta por ahora solo a un proyecto de acción, no todavía al propósito de realización.

2) El segundo género de deliberación —sea teórica o práctica— tiene lugar cuando se han de sopesar razones y contrarrazones para tomar posición en uno u otro sentido. En este caso la deliberación a favor de un término (el dominante) trae consigo la posposición de los otros términos también ponderados (los recesivos). Como las correspondientes correcciones podrían extenderse indefinidamente ante las posibles y eventuales consecuencias, el fin de la deliberación o toma de decisión no se halla por la vía de la conclusión, sino que se presenta como su inter-rupción (de acuerdo con el sentido etimológico del vocablo “decidir”, de “de-caedere”, cortar desde).

3) La tercera posibilidad es una modificación valorativa de las anteriores a la vista del medio externo en que son realizadas —cuando la deliberación es práctica—, y en ella se cumple de una manera más completa lo esencial de la deliberación, ya que incluye implícitamente las otras dos. “La esencia de la deliberación como tal se caracteriza por alcanzar un punto final determinado (la toma de posición) desde un determinado punto inicial (la actitud interrogativa), que es asimismo el punto de vista conductor y el que procura la unidad”0.

El tema no está en principio lo suficientemente determinado, a diferencia de lo que ocurría en los casos anteriores: por ello, lo que se indaga no es el qué —que ya ha sido decidido—, sino el cuándo, el cómo y circunstancias análogas, con las que se dé concreción al término a realizar. “Como tercer caso en la deliberación voluntaria designamos la indeterminación del tema, ya que solo en la deliberación y a través de ella recibe la toma de posición definitiva la especialización que necesita”0. Ocurre, en efecto, que mientras los medios axiológicos se hallan virtualmente en el contenido del proyecto en tanto que realizable, las circunstancias y consecuencias proceden de su concurrencia con otras series causales o bien de su inserción en un medio externo, que no está en conexión necesaria con el contenido representado, haciéndose así preciso extender la deliberación a los aspectos externos al contenido propio del proyecto, que últimamente lo determinan partiendo de su insuficiente indeterminación inicial.

Una vez explicitada la deliberación, se hacen más manifiestas las diferencias entre la esfera del valor y la del interés o inclinación subjetiva, sin que por ello sea necesario que ambas vayan en dirección opuesta: más bien, sus relaciones mutuas van desde la confirmación de lo que aparece como intersante o importante subjetivamente en lo importante en sí mismo y a la inversa, hasta la antítesis entre las dos esferas; esta antítesis, a su vez, solo puede resolverse deliberativamente atendiendo a las distintas urgencias y a sus posibles colisiones. También este tema —aquí solo apuntado— de la irreductibilidad fenomenológica entre lo importante para el sujeto y lo importante en sí mismo estaría posteriormente en el eje de la Ética de D. von Hildebrand.



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