Cuando el Señor Parra quedó ciego, no perdió sin embargo el sentido de orientación aún en las extensiones dilatadas y en las e


Por su parte el señor Parra afirmaba



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Por su parte el señor Parra afirmaba:
Hay que educar al soberano; un pueblo ignorante elegirá siempre a Rosas... "

Por lo que adoptó en su lucha el rol civilizador contra la encarnación y símbolo de las fuerzas regresivas de la nacionalidad,
"Para mí no hay más que una época histórica que me conmueva, afecte o interese, y es la de Rosas. Éste será mi estudio único en adelante, como fue combatirlo mi sólo estimulante al trabajo, mi sólo sostén en los días malos".

Por esto, de tal lucha, que es la de las fuerzas elementales del país, no cabe desertar; si alguna vez hubiera querido suicidarme, esta sola consideración me habría detenido, como a las madres que se conservan para sus hijos".

Al fin el señor Rosas también debió emigrar tras la derrota de Caseros, batalla breve en la que dirigió personalmente a sus tropas hasta que convencido de que todo estaba perdido se refugió en la casa del ministro inglés, embarcándose luego, por su mediación, en un navío de guerra rumbo a Southampton, para fallecer después de veinticinco años de exilio en 1877 en una chacra de su propiedad coincidiendo en fecha en la que, vaya a saberse si por una necesidad salarial u orgullo, el señor Parra, tras haber ocupado la presidencia constitucional de la Nación, promovió su ascenso a General de Brigada.

En cuanto a la suerte de los poetas proscriptos, Echeverría habrá muerto antes de Caseros, Mármol en 1871 y Juan María Gutiérrez en 1878. A un parnaso desierto, según Ricardo Rojas, llegarán los de la nueva generación: el ya anciano general Guido Spano, amigo y consejero de San Martín en las campañas del Pacífico y en el destierro en Boulogne-sur-mer; Olegario Andrade, de quién el normalista recordaba, en años de infancia, haber recitado en un acto escolar un fragmento de su “Nido de cóndores”; Rafael Obligado, lírico pintor de escenas pampeanas; Ricardo Gutiérrez, médico pediatra ajeno a la política, cuya fe religiosa fue una práctica de amor; Pedro Palacios, nacido en 1854 en el partido de Matanzas y formado más tarde en los pueblos de Trenque Lauquen, Salto y Mercedes, donde ejerció como periodista político y maestro de escuela primaria en tiempos de la presidencia del señor Parra.

El normalista, en busca de alter ego se demora en este docente, quien tuvo la satisfacción de ser visitado un día en su escuela por el señor Parra, ya presidente, interesado por su actuación. No obstante pronto debió dejar su puesto al carecer de título habilitante.

Así como el señor Parra, Palacios estaba lleno de la conciencia de su genio aunque muy probablemente carecía de cultura. Ejerció un magisterio moral con la talla de un profeta. Hombre rústico de pasiones violentas y militantes, despertó apasionados odios y amores. Al contrario de Parra, su obra cabría en tres volúmenes, y aunque pudiera aparentemente diferenciarse por su compasión por el dolor del pueblo, portaba una rebelión descarnadamente pesimista y orgullosa, nihilista y caótica. Con el seudónimo de Almafuerte alcanzó sin embargo su gloria entre los laureados. En 1913, a instancias de algunos amigos, accedió a leer y comentar sus poemas en el teatro Odeón de Buenos Aires, la sala preferida de la élite porteña. El éxito estimuló al poeta y a sus empresarios a continuar con sus exhibiciones. Pero esta actividad no lo conformó, comentando con amargura: "Me han domesticado".
“Venerado por la juventud, recibió del Congreso Nacional una pensión vitalicia, que importaba un reconocimiento a su áspera existencia y también un alivio a su siempre apretado bolsillo. Pero no llegó a cobrarla porque murió pocos meses después, el 28 de febrero de 1917, en su humilde casa platense.”

Chile, el amplio mundo y su tierra
Junto a la actividad periodística el señor Parra desarrolló acción educativa. Organizó en Santiago de Chile la primera Escuela Normal de preceptores de América Latina y con Vicente López fundó el Liceo, instituto de enseñanza particular.

A propuesta de Andrés Bello fue designado miembro académico de la Facultad de Filosofía y Humanidades de Santiago de Chile. El gobierno adoptó reformas a partir de su "Memoria sobre ortografía americana". Con estas innovaciones aprendieron a leer 2.000.000 de niños.

En 1844, a sus 33 años, continúa su labor en "El Progreso", publica "Conciencia de un niño" y traduce ampliándola "Una vida de Jesucristo".

Le siguen, un año después, "Método gradual de lectura"; "Vida de Félix Aldao" y "Facundo: Civilización y Barbarie". El 18 de octubre es designado en gira por Europa, África y EEUU para conocer los sistemas educativos. Al recalar en Montevideo, toma contacto con los exiliados argentinos, entre ellos con Valentín Alsina, Dalmacio Vélez Sarsfield y con un


“joven, poeta por vocación, gaucho de la pampa por castigo impuesto a sus instintos intelectuales, artillero, sin duda buscando el camino más corto para volver a su patria, espíritu fácil, carácter simple y mesurado, excelente amigo.”

Así expresó sus impresiones sobre Bartolomé Mitre, diez años menor, casado un par de años antes con Delfina María Luisa de Vedia, quien acababa de darle su primera hija. Le deja a Mitre un ejemplar de “Facundo”, quién comenzará a publicarlo en el diario El Nacional, también impresionado por la imponente figura y el carácter recio del sanjuanino.

Es anecdótico el encuentro y relación con Mariquita Sánchez, en Montevideo, de la cual da testimonio en una carta a sus amigos de Valparaíso.
“… nos hicimos tan amigos , pero tanto, que una mañana solos, sentados en un sofá hablando con ella, mintiendo, ponderando con la gracia que sabía hacerlo, sentí … vamos, a cualquiera le puede suceder otro tanto, me sorprendí víctima triste de una erección, tan porfiada que estaba a punto de interrumpirla y no obstante sus sesenta años, violarla. Felizmente entró alguien y me salvó de tamaño atentado… “
El señor Para está allí por cumplir treinta y cinco años y lo cuenta con el candor y desprejuicio de un adolescente. Estas breves líneas le han dado al novelista Federico Jeanmaire, suficiente inspiración para retratarlo en Montevideo con tres obsesiones fundamentales: el sexo, ser presidente y la preocupación por su supuesta fealdad. Se trata de 200 páginas de ficción que mueven al estudiante pensar, ¿cómo es posible reconstruir una existencia con tan escaso material?
“Camino solo por Montevideo mirándome las botas. Me alejo del puerto con la mano izquierda en el bolsillo y la diestra sosteniendo mi poco equipaje. Toco apenas con las uñas el papel donde llevo anotadas un par de direcciones útiles; útiles para llegar un día a la presidencia, se entiende, perfectamente inútiles a la hora de comenzar a ser un buen marinero entre los brazos gordos de una uruguaya que me pregunta cosas. “

“El Tirano, el execrable gobernador de Buenos Aires, el inmundo patán porteño, tan cerca, apenas del otro lado del inmenso río marrón.


… Pienso que si Dios me hizo tan calvo es porque quería mi frente despejada y amplia, una frente que exhibiera impúdicamente nuestras insalvables diferencias. Pienso que soy lo más opuesto que se puede ser de la bella bestia pampeana como antes lo fui del peludo chacal de los llanos.”

Federico Jeanmaire va desgranando su historia lascivamente. Acuerda que el lector acepta que la novela lo invite a jugar, pero no que lo obligue a competir intelectualmente.


“Leer es un acto solitario, íntimo y que implica un esfuerzo inaudito; para relacionarse durante horas con un objeto que sólo contiene palabras a condición de que éste deba entretener mucho…Me parece entonces que el verdadero escritor está solo. Siempre. Sin lectores merodeando por los alrededores del escritorio pidiéndole ahora una cosa y luego otra y luego otra más. La conciencia del propio texto es lo único que tiene a mano. Esa conciencia que no le permite obviar los consejos ni obviar las dificultades pero que, al mismo tiempo, le está pidiendo a los gritos que hace falta un poco de ligereza después de la aridez de las últimas páginas.”
El normalista no elude la tentación de deslizar un propio ensayo literario inspirado durante otros destierros al que obligaron las persecuciones políticas de su tiempo; lo ha titulado: “El amor en el exilio”
La superficie espejada del mar hiere la vista, una corteza de sol se extiende entre el agua y el aire a través de la cual la barca se desliza irisada en luz. No muy lejos están las rocas y aunque no se divisen las sirenas se oyen sus cantos a los cuales nos hemos acostumbrado sin torcer la ruta.

Conozco, por ella, los secretos de esa extraña especie, pero su situación particular me abruma más que las historias vertidas en nuestro lecho de amantes. Ha de ser terrible andar por el mundo con dos piernas y dos pies, confundida entre extraños, exiliada de aquella ribera plagada de acechanzas. Mi puerto es un refugio para los proscriptos, fosa común de seres alados que han perdido los miembros, expulsados o en fuga de su reino, con un corazón todavía angelical o feroz, aunque entristecido y de estremecidas esperanzas.

Por ello, cuando la barca pasa indiferente frente a la escondida playa de los cantos seductores, pienso en nuestros encuentros en la habitación que suele albergarnos y reflexiono sobre su deformidad, esas largas y blancas piernas en las que enlazo las mías, en la dorada arena que encontré en su pubis, la sal de sus lágrimas y el inquietante mordisco en mi hombro, desmayado vestigio de aquella fiera estirpe que en su plenitud hubiera podido devorarme.”
El viaje del señor Parra continúa; ya en Río de Janeiro, establece amistad con José Mármol. Otro ser desprovisto de sus alas.

“Una joya encontré en Rio Janeiro, Mármol, el joven poeta que preludia su lira, cuando no hay oídos sino orejas en su patria para escucharlo. Es éste el poeta de la maldición, y sus versos son otras tantas protestas contra el mal que triunfa y que los vientos disipan sin eco, y antes de llegar a su dirección. La poesía tiene su alta conciencia del bien, que no se atreve a traicionar por temor de empañarse. Mármol, al lado de Guido, el solícito servidor de Rosas, desencantado, sin esperanza y sin fe ya en el porvenir de su pobre patria, escribe, depura y lima un poema, como aquellos antiguos literatos que confeccionaban un libro en diez años. El Peregrino, que no verá la luz, porque a nadie interesará leerlo, es el raudal de poesía mas brillante de pedrería que hasta hoy ha producido la América. Byron, Hugo, Beranger, Espronceda, cada uno, no temo afirmarlo, querría llamar suyo algún fragmento que se adapta al genio de aquellos poetas.

Mi teoría sobre la poesía española está allí plenamente justificada; exuberancia de vida, una imaginación que desborda, y lanza cascadas de imágenes relucientes que se suceden unas a otras; pensamiento altísimo que se disipa, falto de mejor ocupación, en endechas, maldiciones y vano anhelar por un bien imposible; bellezas de detalle, hacinadas como las joyas en casa del lapidario, sin que el fin venga a darles a cada una su debida importancia; y el alma replegándose sobre sí misma por no encontrar fuera de ella el espectáculo de las grandes cosas, palpando sus heridas, recontando como el avaro sus tesoros, y repitiendo como el niño en palabras animadas, en eterno y rimado monólogo, todos los sentimientos, todas las crispaciones que en aquella prisión del no ser, del no poder emplearse experimenta.”
Pese a estos comentarios, ganado por la admiración, transcribe versos y lo alienta:
"Eso tiene este mundo Americano,

Como fibras de vida dentro del pecho,

Desde el florido suelo Mejicano

Hasta la estéril roca del Estrecho

Absolutismo, siervos y tirano,

Farsas de Libertad y de Derecho,

Pueblo ignorante, envanecido y mudo;

Superstición y fanatismo rudo."


“¡Coraje mi querido Mármol! ¡Si alguna vez vuelves atrás la vista en la ruda senda que has tomado, me divisarás a lo lejos siguiendo tus huellas de Peregrino!

Sed el Isaías y el Ezequiel de ese pueblo escogido, que ha renegado de la civilización y adorado el becerro de oro. Sin piedad, aféale sus delitos. La posteridad y la historia te harán justicia. Gritadle, con el grito vengador del pudor ofendido:


"Diputados, Ministros, Generales,

¿Qué hacéis? Corred; el bruto tiene fiebre;

Arrastrad vuestras hijas virginales

Como manjar nitroso a su pesebre,

Corred hasta las santas catedrales,

A vuestros pies la lápida se quiebre;

Y llevad en el cráneo de Belgrano,

Sangre de vuestros hijos al Tirano."


Una diferencia esencial parece haber existido entre la visión del señor Parra en el “Facundo” y la de los proscritos. Parra definía a través de opuestos, civilización y barbarie, en un transcurso de pasaje y evolución de su tierra, como último momento de un proceso vital de agotamiento, para fluir en otras formas aún no maduradas y en el caso de Rosas, bastardeadas. La civilización en Buenos Aires brotaba de la barbarie, era su culminación y conllevaba una necesaria consunción, pero soportaba la fascinación y la seducción de sus tipos y su esencia. Los proscriptos obraban desde el terreno de una verdad europea, formal, creada para el vacío de una América sin contenido, sin indios, sin mestizos, sin gauchos, sin caudillos. Al lanzarse al mundo en su viaje el señor Parra corría sí el peligro de una absolutización del concepto de barbarie, de perder su seducción por el deslumbramiento de nuevos mundos que hacen creer que la cultura es un elemento trasladable.

Desde Río de Janeiro inicia su correspondencia con Bartolomé Mitre que habría de consolidarse año tras año, sorprendiéndose el normalista cómo se desarrolló el germen de un pensamiento vinculado a la acción y un destino que los incluyó a ambos, convergente hacia un mismo ideal.


“Río de Janeiro, 19 de febrero de 1846.

Señor Mayor don Bartolomé Mitre.

Entre las preciosas relaciones que en Montevideo he adquirido, es la de usted, mi querido amigo, una de las que más han interesado mi corazón y mi espíritu, y sólo una causa accidental me ha estorbado hasta aquí escribirle dándole noticias mías.

Estoy en Río Janeiro doce días ha, contemplando sin cansarme de admirar este bello país, sin comprender claramente esta sociedad singular, sufriendo el calor, huyendo el cuerpo de las lluvias que a cada momento vienen en torrentes a sorprendernos, y deseando ponerme cuanto antes en camino.

Mucho le sorprenderá ver por allí muy luego, sino es él el conductor de ésta, a mi amigo don Vicente López, de cuyos trabajos literarios hacía usted tanto caso.

Va dispuesto a cooperar en cuanto esté de su parte al triunfo de nuestra bella

causa, y si esta última recomendación no añadiera mucho a lo que su distinguida capacidad promete la íntima amistad y casi asociación que nos liga de muchos años atrás, sería todavía un título valedero para recomendarle su amistad y relación. Trátelo usted pues y deme el placer de contarlo en el número de sus amigos.

Aquí ignoramos cuanto ocurre de nuevo por allá, si que algo que no sea la

desmoralización del gobierno y de los franceses y vascos ocurre.

¡He conocido a don Frutos! Es una lástima que hombres de esta talla tengan todavía porvenir en nuestros países. Pero es preciso que así suceda, para completar la historia de nuestros movimientos sociales.

Recuerde usted mi nombre a los señores Lamas y Pacheco, a quienes hubiera deseado tratar de cerca. Creo que estorbó algo esta aproximación, el no haber aquellos caballeros colocados en tan alta posición, animándome a dar el primer paso; que no aventuré yo por temor de ser tachado de intruso. El trabajo de Lamas es de una alta importancia, y juzgo que le valdrá una merecida reputación de observador inteligente.

Su señora ocupa un lugar distinguido entre mis recuerdos, y deseo que usted

se lo haga presente a mi nombre.

Deséole a usted gloria, suceso literario y una pronta vuelta a la patria. Allí tendrá un día, lo espero, el placer de darle un abrazo,

Su amigo y servidor.
En octubre de ese año de 1846 llega a Madrid, la España de sus pesares, la de los tribunales de la inquisición, que
“de las inocentes palabras del declarante sacaba por una inflexión de la frase el medio de mandarlo a la guillotina o a las llamas.”

Expresa su simpatía, en cambio, por las provincias vascas que defienden heroicamente sus fueros tras de mil años de habitar los Pirineos.

En diciembre franquea Argel; comprueba la semejanza del árabe con la fisonomía del gaucho y con su propia estampa, su orgullo de Albarracín que suena grato a los oídos de las gentes, halagando su genealogía que lo hace presunto deudo de Mahoma.

Con todo, no es para Parra el Corán quien mejor define el carácter, creencias y preocupaciones de los árabes. Árabe era Abraham, y por más que los descendientes de Israel odian y desprecian a sus primos, los judíos, piensa que una es la fuente de donde parten estos dos raudales religiosos que han trastornado la faz del mundo; del mismo tronco han salido el Evangelio y el Corán, el primero preparando los programas de la especie humana y continuando las puras tradiciones primitivas; el segundo, como una protesta de las razas pastoras inmovilizando a la inteligencia y estereotipado las costumbres bárbaras de las primeras edades del mundo. Los árabes y los hebreos se parecen en que todas sus instituciones son religiosas: sus guerreros, como sus oradores, sus conquistas como sus servidumbres. Parra, ya había ensoñado en su Facundo:


“He tenido siempre la preocupación de que el aspecto de la Palestina es parecido al de La Rioja, hasta en el color rojizo u ocre de la tierra, la sequedad de algunas partes, y sus cisternas; hasta en sus naranjos, vides e higueras de exquisitas y abultados frutos, que se crían donde corre algún cenagoso y limitado Jordán; hay una extraña combinación de montañas y llanuras, de fertilidad y aridez, de montes adustos y erizados y colinas verdinegras tapizadas de vegetación tan colosal como los cedros del Líbano. Lo que más me atrae a la imaginación estas reminiscencias orientales es el aspecto verdaderamente patriarcal de los campesinos de La Rioja. (...) Pero aún no dejaría de sorprender por eso la vista de un pueblo que habla español y lleva y ha llevado siempre la barba completa, cayendo muchas veces hasta el pecho; un pueblo de aspecto triste, taciturno, grave y taimado, árabe.”
Durante su estadía en Francia, con una carta del General Las Heras como presentación, visita al General San Martín en Grand Bourg. El tema merecerá un capítulo aparte en la reflexión del normalista.

En París queda impresionado por los placeres públicos y las influencias que ejercen sobre las costumbres de la nación. Los bailes son acontecimientos públicos, que se siguen a los teatros, luchando con ellos en magnificencia, alumbrado y gusto.

El Cháteau Rouge enciende cada fin de mes ochenta mil luces, el Bal Maville ostenta las bailarinas más afamadas. La Chaumiére es el edén de los estudiantes y estudiantas del barrio latino y la ciudadela a cuya puerta deja su sable el municipal para penetrar. Se asoma a ellos de vez en cuando para curarse del mal de la patria que lo incomoda. No tiene tiempo ni dinero para engolfarse de las gustosas frivolidades de cuyo goce envidia a otros. No comparte la opinión de que el lujo corrompa la energía moral del hombre ni que el placer enerve, puesto que a cada momento ve en este pueblo síntomas de energía moral desconocida entre los más frugales o sobrios. Considera al francés como el guerrero más audaz, el poeta más ardiente, el sabio más profundo, el elegante más frívolo, el ciudadano más celoso, el joven más dado a los placeres, el artista más delicado y el hombre más blando en su trato con los otros. Percibe la escala que media entre la prostituta y la mujer casada, entre cuyos extremos se encuentra gradaciones del matrimonio admitidas por la sociedad, justificadas por las diversas condiciones y por tanto respetadas. De allí nace, a su juicio, la cultura de las mujeres de Francia, la gracia infinita de la parisiense, la caprichosa variedad del vestir. Atribuye a ello la injerencia de la mujer en todo los grandes acontecimientos de la historia de esa nación y revela que sabe de mujeres, desde Eloísa la amante de Abelardo, Juana de Arco doncella de Orleáns, Agnes Sorel, favorita de Carlos VII, hasta Mme. Roland, Carlota Corday asesina de Jean Paul Marat, Mme. de Staël, Jorge Sand, la Rachel, la Reina Margot.
“¡Ah! Si tuviera 40.000 pesos nada más, ¿que año me daba en París!”
Comenta también, que en París no hay otro título para el mundo inteligente que el ser autor o rey, por lo que declina ser presentado a altas figuras como Lamartine.

1847, tiene 36 años: viaja a Génova, Pisa y Roma, donde entrevista al Papa Pío IX, Pontífice que había respondido a la demanda de mayor libertad política contra la rígida actitud de su antecesor Gregorio XVI y su secretario de estado, Cardenal Lambruschini, siendo su primer acto la garantía de una amnistía general para los exiliados políticos y los prisioneros del 16 de julio de 1846, a lo que algunos reaccionarios extremistas atribuyeron al estar confabulado con los francmasones y los carbonari. El señor Parra consideró estas Políticas Conciliatorias Pontificias un monumento único en su género por la amplitud y liberalidad del perdón, por la ternura de los sentimientos expresados y la dilatación del corazón que se deja ver en cada uno de sus artículos. Veneraba en ella el valor de haber quitado a los gobiernos la arbitrariedad de la sanción de la religión, juzgando que la autonomía es la realización más pura de la caridad cristiana, que deja a cada uno el libre arbitrio en que todo el dogma se funda; haciendo desaparecer la violencia y la sangre contra los cuales la mansedumbre cristiana ha protestado en vano cerca de veinte siglos.

Su viaje continuó por Suiza y Alemania, vuelve a París y luego Londres. Se embarca con destino a los Estados Unidos y Canadá. Conoce a GeorgeTicknor, Ralph Emerson, al gran pedagogo, reformador de los métodos de enseñanza, Horacio Mann y a su esposa Mary Mann. Como él, había viajado y estudiado la educación europea y como senador del estado de Massachussets impulsado la creación del Consejo de Educación. Descubrió entonces la dedicación de un plantel de mujeres bostonianas a la enseñanza. El 24 de febrero de 1848 regresa a Valparaíso.

Antes del viaje, el señor Parra frecuentaba la casa de Benita Martínez de Pastoriza, sanjuanina, una joven señora casada con un hombre 40 años mayor, llamado Castro Calvo, conocido del padre de Parra, a quien al comienzo le había encomendado visitar. Benita tuvo un hijo con este hombre, del que los rumores atribuyeron al Señor Parra la verdadera paternidad. A su vuelta a Chile Benita ha quedado viuda. El 19 de mayo se casa con ella adoptando al niño de tres años, quien pasa a llamarse Domingo Fidel Sarmiento. El matrimonio se instaló en la quinta de Yungay, barrio de las afueras de Santiago, heredada por Benita, y poco después fueron a vivir con ellos, doña Paula Albarracín y Ana Faustina, ya de 16 años. La familia de Parra, desde su llegada a Chile, había residido en San Felipe; sus hermanas ejercieron como maestras y recibieron con frecuencia su visita.

También la madre de Faustina, Jesús del Canto, ya casada con Roberto Segovia, hombre de menor edad que su cónyuge que sabía de la existencia de la hija, se acercó alguna vez al hogar de Paula para abrazar a la niña, restringiendo luego esos contactos por decoro y respeto hacia su marido.

En cuanto al matrimonio del señor Parra, a pesar de la inteligencia y belleza de Benita y de los primeros tiempos de felicidad, sus celos feroces, posiblemente motivados, llevaron al fracaso. Pero en realidad, más que las desavenencias, Parra no podía tolerar el quietismo, la prisión bajo jardines emparrados y galerías, su poltrona, ni siquiera el apego frente los leños en los días fríos alcanzaba a sosegar el torrente impetuoso de su temperamento.

En Yungay escribió el primer tomo de sus "Viajes en Europa, África y América”, "Educación Popular", “Recuerdos de provincia”, “Argirópolis”, un ensayo político que propone una confederación con Uruguay y Paraguay con Capital en la Isla Martín García. Funda y dirige “La Crónica” para combatir al señor Rosas que responde pidiendo al gobierno chileno su extradición.

El señor Parra colabora en “La Tribuna”, su hija Faustina se casa con el tipógrafo Jules Belín, nada de ello le resulta suficiente; está proscrito, lejos del centro de los sucesos que conmocionan al país, de las agitaciones del foro, de la tribuna, de la prensa vernácula, de las batallas, corroído en la inacción por los tormentos del espíritu, sabiendo las cosas tarde, haciendo esfuerzos de estudio y de intuición para adivinarlas casi. Sacrificios sin gloria, sin placer, sin recompensa y acaso sin fruto.

En abril de 1851 estalla una sublevación en Santiago de Chile contra la candidatura de Manuel Montt, el señor Parra encuentra una oportunidad e interviene en la represión de la misma, trasladándose de su quinta de Yungay a la Casa de la Moneda a caballo, armado con su rifle y entreverándose en el tiroteo. Montt le ofrece una vez más la carta de la ciudadanía chilena y que él no acepta.

Señor Parra tiene 40 años. Aparece el primer número de “Sud América”, periódico de su dirección dedicado a la política y al comercio. En su segundo número del 17 de julio de 1851 escribía:


“Cábenos la felicidad poco común de terminar el segundo volumen de Sud América con la publicación de la circular del General Urquiza, gobernador de la provincia de Corrientes, anunciando a los pueblos argentinos su determinación de “ponerse a la cabeza del movimiento de libertad con que los pueblos argentinos deben poner coto a las absurdas y temerarias aspiraciones del gobernador de Buenos Aires”. Esta pieza oficial la cima a nuestros débiles esfuerzos para establecer el derecho público argentino oscurecido por 20 años de violencias y trapacerías indignas y diéramos por ella por terminada la ardua tarea que emprendimos desde la aparición de la Crónica, si el período que abre los destinos de nuestra patria la generosa empresa de General Urquiza, no otras que trae consigo nuevas dificultades y la necesidad y el deber de hacer nuevos esfuerzos para vencerlas y dominarlas. Ha sido casi siempre fatal error de los pueblos adormecerse a la víspera del triunfo final, confiar en la justicia de su causa y abandonar del todo su suerte a los hombres magnánimos que se ofrecen para salvarlos. El medio de obtener la paz, se ha dicho veinte veces, es estar dispuesto para hacer la guerra y no hay triunfo posible sin la previsión de las resistencias y los esfuerzos adecuados para vencerlas. Contraigámonos desde ahora al estudio de la situación en que la declaración del General Urquiza pone a la República Argentina, para que cada pueblo vea el papel que le toca desempeñar en el gran drama en que los acontecimientos le colocan como actor y cuyo desenlace debe ser la organización de la República, o el entronizamiento definitivo y a cara descubierta de don Juan Manuel de Rosas; porque las tentativas malogradas no hacen más que robustecer el poder contra quien se dirigen. Rosas ha tenido 20 años que disimular sus designios, que mentir diariamente para llegar al poder absoluto. Triunfante mañana de los que han querido contrarrestar sus designios, la obra está terminada y la máscara es inútil. Llegará tranquilamente al gobierno de la República la hija o a su portero.”
Por fin el Señor Parra regresará a la Argentina y se incorporará como boletinero al Ejército Grande de Urquiza para posteriormente editar el Boletín del Ejército Grande de Sudamérica.

Había elevado su voz a los gobiernos confederados de las provincias argentinas, a los jefes de las fuerzas que sitiaban Montevideo, a los agente de la Francia que sostenían la defensa de la plaza creyendo interesada la suerte de sus nacionales en la lucha. Finalizando la década de los 40 ya había empezado a entreverarse la posibilidad de que el largo gobierno del señor Rosas llegara a su fin. Ésta era la hora de la posibilidad soñada: terminar la guerra, constituir el país, acabar con las animosidades, conciliar intereses de suyo divergentes, echar las bases del desarrollo de la riqueza y dar a cada provincia y a cada estado comprometido lo que le pertenece; era en todo caso una ilusión, un proyecto acariciado afanosamente, cansado de esperar que los grandes de la tierra dejaran de obrar cual pigmeos.


Pero frente a la batalla decisiva, el soñador pacifista convivía con el guerrero:

¿Cuántos años dura la guerra que desola las márgenes del plata?

¿Cuánta sangre ha costado ya y cuánta costará todavía?

¿Quién derrama esa sangre y cuánta es la fortuna que se malgasta?

¿Quién tiene interés en la prolongación de la guerra?

¿Por qué pelean y entre quiénes?

¿Quién puede prever el desenlace?

¿No hay medio al alcance del hombre para conciliar los diferentes intereses que se chocan?

…Los pueblos no tiene un carácter activo en estos sucesos, pensaba: Sufren, pagan y esperan…
Él no tenía aún cuarenta años y su Argirópolis no era una utopía. La había publicado sin el nombre de su autor, probablemente para dar mayor eficacia al proyecto, aunque en sucesivas ediciones, tras el pronunciamiento de Urquiza contra el señor Rosas, ya no creyera que su nombre fuera un obstáculo para la difusión de aquellas ideas. Creía haber llegado a establecer sólidamente la conveniencia, la necesidad y la justicia de crear una capital en el punto céntrico del Río de la Plata, en la isla Martín García, que por su posición geográfica armonizaría los intereses de todos los que se habían vuelto en armas; sería al modelo de los Estados Unidos de Norte América, que crearon a Washington como capital de la Unión Americana, con su distrito entregado al Congreso, de allí su subtítulo “Argirópolis o la capital de los estados confederados del Río de la Plata”.

Parra se nos presentaba en este esfuerzo como un profundo pacifista que habiendo compendiado la historia argentina desde 1827 mediante un análisis minucioso de los tratados celebrados a través del tiempo y las bases constitucionales desarrolladas para la formación de la Nación, se adentraba además en el conocimiento profundo de su geografía, sus ríos, las comarcas ribereñas, sus necesidades e intereses y las claves de su desarrollo, facilitando y fortaleciendo los vínculos y el comercio local y con Europa.

El Señor Parra prefiguraba el destino que debía caberle a Buenos Aires en la región del Plata como cabeza del país de los argentinos considerando los conflictos no resueltos relacionados con la navegación de sus grandes ríos y la cuestión del puerto. Con lógica espacial e histórica, proporcionaba las bases de una regionalización que no terminaba de madurar ni en la mente de unitarios y caudillos, bonaerenses y provincianos, estancieros y hombres de negocios.

Diez años llevaba Parra de lucha periodística contra el señor Rosas. Su Argirópolis dedicada a Justo José de Urquiza antecedió su acompañamiento como cronista militar de campaña cuando éste inició las acciones contra el restaurador. Soñaba para después una confederación entre las actuales repúblicas de Argentina, Uruguay Paraguay que pondría fin a las causas guerreras. En sus páginas proponía como modelo de organización nacional, la Constitución norteamericana y reclamaba para entonces fomentar la inmigración y atraer inversión de capitales. Posiblemente esta será la causa de frustración cuando Urquiza alcance el poder y no tome demasiado en cuenta su ideario y merecimientos.




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