Cuando el Señor Parra quedó ciego, no perdió sin embargo el sentido de orientación aún en las extensiones dilatadas y en las e



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La cabeza de la hidra
En 1826 Manuel Dorrego era diputado por Santiago del Estero al Congreso Constituyente. Formado en las excelencias teóricas del federalismo, cimentó su personalidad en la defensa doctrinaria de las instituciones republicanas, oponiéndose a la filosofía unitaria. Buenos Aires había retomado su soberanía y en 1827, el presidente provisional Vicente López, le nombró gobernador de Buenos Aires acumulando Relaciones Exteriores y Guerra Nacional. Su designación de Gobernador y Capitán General se concretó por el voto de 31 diputados. De su vinculación con el señor Rosas surge el nombramiento de éste como Comandante General de Campaña, el 16 de agosto de 1827, cargo clave desde el cual manejaría la cuestión de las tierras de frontera, dispendiosamente según unos, beneficiando a parientes y amigos; otros, en cambio, en relaciones igualitarias entre los vecinos propietarios, pequeñox pastores y labradores. El señor Rosas se ganó la confianza de los indios pampas que le garantizaron su cooperación contra otras tribus, trabajaron sus campos y le permitieron poblar la zona con fortines y familias a las cuales se les dio tierra, animales y herramientas. Dorrego pudo haber visto con recelo esta convocatoria multitudinaria y el prestigio del convocante.

Como primer magistrado, Dorrego firmó un tratado secreto con un delegado de las tropas mercenarias alemanas al servicio del Brasil, que lo obligó agregarlas al mando argentino. Formalizada la paz con el Imperio, nombró comisionados para ratificar el tratado en Montevideo, que el 25 de noviembre de 1828 fue aprobado en Santa Fe por la convención nacional. El 10 de octubre el gobernador se presentó ente la Legislatura "para expresar su gratitud por el apoyo parlamentario prestado al esfuerzo bélico".

Había ganado un sólido prestigio como gobernante, pero fue deteriorándose su relación con los estancieros que le retiraron su apoyo político y financiero, conspirando para derrotarlo y reemplazarlo por el señor Rosas. La legislatura le negó recursos para continuar la guerra con el Brasil, por lo que inició conversaciones de paz a través de la mediación británica que le impuso la independencia de la Banda Oriental.

Aunque el gobernador Dorrego tampoco se resignaba a que hubiesen entregado el dominio de la Banda Oriental al Brasil, se creó una conspiración contra su persona.

Tras el acuerdo de paz, los unitarios vieron la posibilidad de recuperar el poder apoyándose en el descontento de los jefes militares. La logia, integrada por del Carril, Juan Cruz Valera, Agüero, Gregorio y Valentín Gómez, entró en conversaciones con los generales Juan Lavalle, Paz, Alvear, Rodríguez, Soler. Cruz y Brown; compartían estas ideas partidarias y se sumaron al proyecto de una sublevación destinada a derrocar al gobierno federal. La intriga trascendió, pero Dorrego estaba convencido que el buen juicio predominaría entre sus camaradas de armas.

El 30 de noviembre de 1828 Lavalle lanzó un ultimátum y ocupó al día siguiente la Plaza Mayor, por lo que el gobernador, en contacto con el general de Vedia, reunió escasas fuerzas y se encaminó a Cañuelas en busca del apoyo del Señor Rosas, Comandante de Campaña.

Se efectúa la convocatoria de los insubordinados en el templo de San Roque en un simulacro de cabildo abierto, fundamentado en el hecho de que el Gobernador había abandonado la Capital sin autorización de la Junta. Bajo esta circunstancia, Lavalle es votado gobernador en reemplazo de Dorrego y designado ministro de gobierno, José Miguel Díaz Vélez.

Dorrego, contradiciendo la opinión del Señor Rosas, que le aconseja ir a Santa Fe para aumentar sus fuerzas con el apoyo de Estanislao López, se dispone a atacar confiado en que el ejército reivindicará su mandato.

Lavalle delegó el mando a Guillermo Brown y asumió el de la tropa. Dorrego salió a su encuentro, siendo derrotado en las inmediaciones de Navarro, el 9 de diciembre, y si bien logró huir fue capturado más tarde en el Salto por sus propias fuerzas, a las órdenes del mayor Mariano Acha y Escribano, que lo entregaron.

El 11 de diciembre, en Cañada de Giles, Dorrego escribió a Brown para que se le permitiera expatriarse a los Estados Unidos, pero a pesar de la intermediación de éste, Díaz Vélez y otros, aún haciéndose cargo del pago de una fianza, Lavalle, presionado por la logia, ordenó el 13 de diciembre de 1828 el fusilamiento en Navarro, sin someterlo a juicio previo. Antes de morir, Dorrego quiso abrazar a Gregorio Aráoz de Lamadrid, amigo y compañero de armas, a quien le regaló su chaqueta. Sus memorias registran este reclamo:


"Compadre, se me acaba de dar la orden de prepararme a morir dentro de dos horas. A un desertor al frente del enemigo, a un bandido, se le da más término y no se le condena sin oírle y sin permitirle su defensa. ¿Dónde estamos? ¿Quien ha dado esta facultad a un general sublevado? Proporcióneme usted, compadre, papel y tintero, y hágase de mí lo que se quiera. ¡Pero cuidado con las consecuencias!".
En aquel breve resto de vida Dorrego escribió varias misivas:

A su esposa:


“En este momento me intiman que dentro de una hora debo morir; ignoro por qué; mas la Providencia Divina, en la cual confío en este momento crítico, así lo ha querido. Perdono a todos mis enemigos y suplico a mis amigos que no den paso alguno en desagravio de lo recibido por mí. Mi vida, educa a esas amables criaturas, sé feliz, ya que no lo has podido ser en compañía de este desgraciado.”
Apoyado en el clérigo Castañer, primo del infortunado, y en Lamadrid, se encaminó hacia la muerte.

Lavalle da cuenta del fusilamiento al ministro de Gobierno:


“Participo al gobierno delegado que el coronel don Manuel Dorrego acaba de ser fusilado por mi orden al frente de los regimientos que componen esta división.
La historia, señor ministro, juzgará imparcialmente si el coronel Dorrego ha debido o no morir; y si al sacrificarlo a la tranquilidad de un pueblo enlutado por él, puedo haber estado poseído de otro sentimiento que el del bien público. Quisiera persuadirse el pueblo de Buenos Aires, que la muerte del coronel Dorrego es el sacrificio mayor que pueda hacer en su obsequio. Saludo al señor ministro con toda atención. Juan Lavalle”
Desde antiguo se afirma que cuando el mal existe está en las cosas, y allí solamente ha de ir a buscársele: si un hombre lo representa, haciendo desaparecer la personificación, se lo renueva. Demostraba el señor Parra que César asesinado, renació más terrible en Octavio.

“Lavalle no sabía por entonces que matando el cuerpo no se mata el al alma, que los personajes políticos traen su carácter y su existencia, del fondo de ideas, intereses y fines del partido que representan.”


Tras la muerte de Dorrego empiezan las listas negras y el terror unitario. Emigran los Anchorena, los García Zúñiga, Maza, Terrero, Balcarce, etc. La corta dictadura suministra toda clase de abusos y delitos oficiales, que el Señor Rosas practicará como régimen a su tiempo. En 1829 las muertes superan los nacimientos, matanza que justificará el slogan: “salvajes unitarios”.
Entre los emigrados, José Rondeau, instalado en la nueva República de Uruguay ocupó los cargos de gobernador provisional, comandante militar, y posteriormente otras funciones gubernamentales. Se retiró de la vida pública por 1836, al iniciarse las luchas políticas internas. Murió en Montevideo en 1844, legando su espada al sargento de artillería Bartolomé Mitre, su ahijado. Fue enterrado en el Panteón Nacional del Uruguay.

El Libertador regresó al Río de la Plata el 6 de febrero de 1829 pero, según la historia oficial, viendo a Buenos Aires convulsionada por la revolución unitaria, sin desembarcar siguió a Montevideo donde permaneció tres meses para volver luego a Europa. De haber desembarcado es muy probable, según otra interpretación, que también hubiera sido asesinado.

El 13 de febrero de 1829, la Convención de Santa Fe desconoce el nuevo gobierno y se declara soberana: “única autoridad nacional”. El 20 del mismo mes declara que el asesinato del gobernador es un crimen de alta traición contra el Estado y organiza un ejército nacional comandado por Estanislao López. Lavalle marcha hacia la provincia, donde la estrategia del caudillo le impone acampar en un paraje de pastos venenosos que ocasionan la baja de su caballería. Debe regresar a Buenos Aires. Por el mismo tiempo, el 29 de marzo, Federico Rauch, el mercenario prusiano que había servido a las órdenes de Napoleón, contratado para acabar con los indios mapuches, es vencido por los indios bonaerenses en las Vizcacheras, los que sitian la Capital y arrojan su cabeza degollada.

Siguiendo su acción, los unitarios, encomiendan al general Paz, que ha vuelto en enero de la Banda Oriental, dirigirse a Córdoba contra Bustos. Lo derrota el 22 de abril asumiendo el gobierno de la provincia.

El señor Rosas, que a la destitución de Dorrego se había puesto al frente de la resistencia, consolidó su acuerdo con los caudillos del interior. El 26 de abril, el Señor Rosas y Estanislao López derrotan a Lavalle en Puente Márquez. Cunde el pánico entre los porteños, Agüero y Rivadavia se fugan en mayo a la Banda Oriental y otros los siguen.

Brown renuncia como gobernador delegado el 3 de mayo siendo reemplazado por Martín Rodríguez quien intenta reorganizar los ministerios con Alvear, del Carril y Díaz Vélez. El sitio de Buenos Aires torna la situación desesperada. Fracasan las negociaciones y los sobornos, termina el Señor Rosas capitalizando su poder. Se apuran las negociaciones y el 24 de junio, con el fin de concluir hostilidades y llamar a elecciones para integrar la junta de representantes, en un lugar neutral en Cañuelas, la estancia de Millar, Rosas firma con Lavalle un pacto por el cual éste entrega el gobierno provincial al general y estanciero Juan José Viamonte. Carlos de Alvear, vencedor en Ituzaingo contra los brasileños, protesta contra la debilidad de Lavalle y renuncia al gabinete. El Señor Rosas mantiene con él unas breves relaciones hipócritamente cordiales. Finalmente Alvear se retirará de la política y aceptará su designación como embajador de la Argentina en los Estados Unidos en 1838, donde muere, en Nueva York, en 1852.



Comentó sobre estos sucesos el señor Parra:
“Todavía en 1834 había hombres en Francia que creían que haciendo desaparecer a Luis Felipe la República francesa volvería a alzarse gloriosa y grande como en tiempos pasados. Acaso también la muerte de Dorrego fue uno de esos hechos fatales, predestinados, que forman el nudo del drama histórico, y que eliminados lo dejan incompleto, frío, absurdo. Estábase incubando hacía tiempo en la República la guerra civil: Rivadavia la había visto venir pálida, frenética, armada de teas y puñales. Facundo, el caudillo más joven y emprendedor, había paseado sus hordas por las faldas de los Andes y encerrándose a su pesar en su guarida; Rosas en Buenos Aires tenía ya su trabajo maduro y en estado de ponerlo en exhibición; era una obra de diez años realizada en derredor del fogón del gaucho, en la pulpería al lado del cantor. Dorrego estaba de más para todos; para los unitarios, que lo menospreciaban, para los caudillos, a quienes era indiferente; para Rosas, en fin, que ya estaba cansado de aguardar y de surgir a la sombra de los partidos de la ciudad ; que quería gobernar pronto, incontinenti; en una palabra, pugnaba por producirse aquel elemento que no era, porque no podía serlo, federal en el sentido estricto de la palabra, aquello que se estaba removiendo y agitando desde Artigas hasta Facundo, tercer elemento social lleno de vigor y de fuerza, impaciente por manifestarse en toda su desnudez, por medirse con las ciudades y la civilización europea. Si quitáis de la historia la muerte de Dorrego, ¿Facundo habría perdido la fuerza de expansión que sentía rebullirse en su alma, Rosas habría interrumpido la obra de personificación de la campaña en que estaba atareado sin descanso ni tregua desde mucho antes de manifestarse en 1820, ni todo el movimiento iniciado por Artigas e incorporado ya en la circulación de la sangre de la República? ¡No! Lo que Lavalle hizo, fue dar con la espada un corte al nudo gordiano en que había venido a enredarse toda la sociabilidad argentina; dando una sangría, quiso evitar el cáncer lento, la estagnación; poniendo fuego a la mecha, hizo que reventase la mina por la mano de unitarios y federales preparada de mucho tiempo atrás.”
El normalista registra, tras el tratado de Cañuelas una narración anecdótica y extraña:
“El 17 de julio, Lavalle llegó al campamento de Rosas cansado de cabalgar y pidió verlo para tratar asuntos pendientes. Como Rosas demoraba, Lavalle se echó una siesta en un catre de campaña, pero se quedó profundamente dormido. Una mulata que preparaba la "lechada" - leche caliente con azúcar - para el mate, al ver al enemigo acostado en el camastro de Rosas, fue a buscar ayuda para sacarlo de allí. En su apuro, olvidó la leche sobre las brasas y ésta quedó hirviendo lentamente. Cuando volvió con refuerzos coincidió con la llegada de Juan Manuel, quien ordenó no interrumpir el sueño de su "hermano de leche" (los había amamantado la misma nodriza). Lavalle recién despertó a la mañana siguiente. En el fogón la lechada se había convertido en una especie de jalea color marrón claro. La mulata misma o algún soldado goloso probaron aquel dulce y en su entusiasmo convidó a los que estaban alrededor. Había nacido el dulce de leche.”

El arribo al poder
El Señor Rosas ha incrementado su poder. Desplazará a los caudillos provincianos López y Bustos y reintegrará el manejo de los asuntos nacionales a Buenos Aires. Sus consejeros más escuchados serán Manuel Vicente Maza y Tomás Manuel de Anchorena. El 6 de diciembre de 1829 la legislatura elige a Rosas como gobernador, concediéndole las facultades extraordinarias que reclamara, indispensables según su decir, no para hacer uso de ellas sino para restablecer el orden: “porque como dice mi secretario Zuñiga, es preciso, como el maestro de escuela, estar con el chicote en la mano para que respeten la autoridad”. Comparación ésta, apunta el señor Parra, que le parecía irreprochable y repetiría sin cesar.

Mientras tanto, en el interior, el general Paz intenta un asentamiento unitario. Ha derrocado al caudillo federal Juan Bautista Bustos y tomado la provincia de Córdoba. José Vicente Reinafé, apellido de origen irlandés traducción de Queenfaith, juez de paz del caudillo Bustos, fue encarcelado y luego puesto en libertad por ausencia de cargos.

De los gobernadores invitados por el general Paz para conformar una alianza, Quiroga responde con el fusilamiento del emisario. Se entabla la lucha entre ellos y José María Paz lo derrota el 22 de junio de aquel año en la Tablada, de las afueras de Córdoba. Vuelve a triunfar en Oncativo el 25 de febrero de 1830 y logra su propósito de formar la Liga Unitaria. Designa a Lamadrid gobernador de la Rioja y a Videla Castillo de Mendoza. El caudillo Benito Villafañe, gran amigo de Quiroga, se exilia en Chile.

Tras la derrota de Oncativo, Quiroga se refugia en Buenos Aires. Rosas lo recibe como un vencedor, hospedándolo en casa de su socio Costa, alejándolo de las cuestiones militares. La conducta de Quiroga es mesurada, su aire noble e imponente, no obstante que lleva chaqueta, el poncho terciado, y la barba y el pelo enormemente abultados.

En julio de 1830 se reúnen en Santa Fe los delegados de esa provincia con los de Entre Ríos y Corrientes, para discutir una alianza contra la liga unitaria del norte. Quiroga, sabiendo la suerte que corrieron los suyos tras su derrota, lleno de encono, pide fuerzas para regresar a la lucha. Le ofrecen a tal fin un contingente de delincuentes excarcelados que convierte en soldados. En su marcha se unirán desertores del ejército de Paz. Con esta tropa ocupó Río Cuarto y derrotó en Río Quinto al coronel Juan Pascual Pringles, héroe de la campaña del Perú, quien negándose rendirse ante la exigencia de un oficial, fue muerto por éste.

El 22 de marzo de 1831 alcanza Mendoza y acaba con el gobernador José Videla de Castillo. Se cuenta que dirigió la batalla desde el pescante de una diligencia porque el reuma no le dejaba montar. Su amigo Villafañe se atreve a regresar pero en su ruta un oficial unitario lo intercepta y mata. La reacción de Quiroga no se hace esperar y manda a fusilar a todos sus prisioneros. Contra afirmaciones del señor Parra, se sostiene que fue el único asesinato en masa que puede imputársele.

El general Paz es tomado prisionero por Estanislao López, Lamadrid es vencido en La Ciudadela y huye. Con ellos cae la Liga Unitaria.

Quiroga rumia su venganza contra Lamadrid, refugiado en Bolivia, y envía con escolta oficial una carta a la esposa, donde expresa:

"¡Adiós, general, hasta que nos podamos juntar para que uno de los dos desaparezca! Por qué esta es la resolución inalterable de su enemigo Facundo Quiroga."
Quiroga, ha reivindicado su poder venciendo sucesivamente a los unitarios en Mendoza, Catamarca, Salta y Tucumán, triunfos que junto a los de Estanislao López, facilitan que Rosas refuerce su poderío. El 4 de enero de 1831 se firma el Pacto Federal con la concertación retrasada de Corrientes.

Después de la caída de Paz, el clan de los hermanos Reinafé, Francisco Isidoro, José Antonio y Guillermo, por designio de López volvieron a tomar el gobierno de Córdoba. López y Quiroga comenzaron a tener desavenencias por las pretensiones de este último sobre esa provincia. Facundo decidió invadir Río Cuarto en 1833 intentando sublevarla para derrocar a José Vicente Reinafé, gobernador puesto, trabándose en lucha con su hermano Guillermo. De allí persistirán los rencores contra el Tigre de los llanos.

Comenta el señor Parra que los periódicos de la época no solían dar noticia de la guerra entre fracciones que se disputaban el mando, por serlo sólo de emboscadas, sordos lazos y traiciones. Describe una revolución capitaneada por los Castillo, con apoyo de partidarios de San Juan, residencia de Quiroga, la penetración de la división de Huidobro desde San Luis y el final de la intentona con el fusilamiento de estos cabecillas.

La lucha entre Quiroga y Rosas, según la pluma del señor Parra, es poco conocida no obstante que abraza un período de cinco años. A su decir, ambos se detestan, se desprecian, no se pierden de vista un momento; porque cada uno de ellos siente que su vida y su porvenir dependen del resultado de este juego terrible.

En 1832 el señor Rosas renunciaba nuevamente a la reelección por no conferírsele las facultades extraordinarias, pero ha impedido que la Comisión Representativa convoque a un congreso general para organizar la república. Su idea era que el país no estaba en condiciones de entrar en una organización general; debía mantenerse la unión de las provincias sólo con el Pacto Federal. "Debemos existir y después organizarnos", sería su argumento.

El 22 de marzo de 1833 se inicia la expedición contra los indios, que a lo largo del Río Negro llegará a los pies de la cordillera. Contaba con el resguardo, más allá de sus hipocresías, del poder de Quiroga en el interior. Escribe Parra;


“Rosas enarboló entonces por la primera vez su bandera colorada, semejante en todo a la de Argel o a la del Japón, y se hizo dar el título de Héroe del desierto, que venía en corroboración del que ya había obtenido de Ilustre Restaurador de las Leyes, de esas mismas leyes que se proponía abrogar por su base.
La relación del señor Rosas con los indios suma una nueva data en la información del normalista. Diversas montoneras, refugiadas en los vericuetos de la Cordillera de los Andes, como la de los Pincheyra, alentaban la recuperación del continente americano. Pese a la declaración de la Independencia en Tucumán, y la de Chile en Talca, se mantuvieron por largos años liderando dispersas tribus indígenas, hostilizando del lado argentino a los ejércitos criollos de San Martín y O’Higgins en guerra a muerte, cometiendo horribles crueldades. Extendieron sus correrías posteriormente por el sur de Mendoza, el Norte neuquino y los campos de engorde de las haciendas de las pampas, atacando pueblos de San Luis, Córdoba, Santa Fe, llegando a los campos de Sierra de la Ventana y Bahía Blanca. Contra ellos el señor Rosas comandó su campaña para acabar con la industria del malón, ya que en sus correrías despojaban a los colonos y secuestraban a sus mujeres.

Carlos Darwin, de veinticuatro años, desembarca en Carmen de Patagones y tiene la oportunidad de conocer al señor Rosas que acampa en las márgenes del Río Colorado.

En ese período fallecen Antonio Posadas y Juan José Paso.

La formación de la república de Uruguay implicó también guerras civiles lideradas por Fructuoso Rivera y Manuel Oribe, con repercusiones políticas y militares en la Argentina. Rivera, fervorosamente apoyado por el gauchaje, había servido a las órdenes de Artigas. Oribe, uno de los Treinta y Tres Orientales, fue héroe de la guerra con Brasil. Rivera ocupó la presidencia del Uruguay con el apoyo de su pueblo y los unitarios argentinos emigrados, pero su ejercicio fue un fracaso y le continuó Oribe.

El 8 de diciembre de 1832 la Junta de Representantes eligió a Juan Ramón Balcarce gobernador y capitán general de la provincia de Buenos Aires, en reemplazo de Rosas que estaba e luchando contra los indios. Balcarce no se atreve y presenta su renuncia que es rechazada, prometiendo Rosas su cooperación

Se perfilan dos fracciones antagónicas en el federalismo, los “lomos negros” o “cismáticos” y los partidarios de Rosas “netos” o “apostólicos”. Tras disputas y escarceos que concluyen con la exoneración de Balcarce de sus cargos, se impone como gobernador Juan José Viamonte, cismático, con Manuel José García y Tomás Guido, ministros. La esposa de Rosas, doña Encarnación Ezcurra, opositora, organiza la Sociedad Popular Restauradora cuyo emblema será una mazorca de maíz como signo de unión. Sin embargo, su razón consistía en mentar una de las torturas preferidas por los "mazorqueros”: introducir un choclo en el ano de sus víctimas.

El coronel Pedro Burgos la preside, junto a Julián González Salomón, acérrimamente contrario al partido unitario. Desarrollan una actividad terrorista que pone en fuga a muchos cismáticos, entre ellos, Balcarce. Sostiene Parra en su Facundo:
“El Gobierno de Buenos Aires se sentía cada vez más circunscrito en su acción, más embarazado en su marcha, más dependiente del Héroe del Desierto. Cada comunicación de éste era un reproche dirigido a su gobierno, una cantidad exorbitante exigida por el ejército, alguna demanda inusitada; luego la campaña no obedecía a la ciudad; y era preciso poner a Rosas la queja de este desacato de sus adictos; más tarde la desobediencia entraba en la ciudad misma; últimamente, hombres armados recorrían las calles a caballo disparando tiros, que daban muerte a algunos transeúntes. Esta desorganización de la sociedad iba de día en día aumentándose como un cáncer, y avanzando hasta el corazón, si bien podía discernirse el camino que traía desde la tienda de Rosas a la campaña; de la campaña a un barrio de la ciudad; de allí a cierta clase de hombres, los carniceros, que eran los principales instigadores. El Gobierno de Balcarce había sucumbido en 1833, al empuje de este desbordamiento de la campaña sobre la ciudad. El partido de Rosas trabajaba con ardor para abrir un largo y despejado camino al Héroe del Desierto, que se aproximaba a recibir la ovación merecida: el gobierno; pero el partido federal de la ciudad burla todavía sus esfuerzos y quiere hacerle frente. La Junta de Representantes se reúne en medio del conflicto que trae la acefalia del gobierno y el general Viamonte, a su llamado, se presenta con la prisa en traje de casa y se atreve aún a hacerse cargo del gobierno. Por un momento parece que el orden se restablece, y la pobre ciudad respira; pero luego principia la misma agitación, los mismos manejos, los grupos de hombres que recorren las calles, que distribuyen latigazos a los paseantes. Es indecible el estado de alarma en que vivió un pueblo entero durante dos años con este extraño y sistemático desquiciamiento. De repente se veían las gentes disparando por las calles, y el ruido de las puertas que se cerraban iba repitiéndose de manzana en manzana, de calle en calle. ¿De qué huían? ¿Por qué se encerraban a la mitad del día? ¡Quién sabe! alguno había dicho que venían... que se divisaba un grupo... que se había oído el tropel lejano de caballos.”
El 28 de abril de 1834 vuelve Rivadavia a Buenos Aires. El gobierno dispone que permanezca en su casa hasta que la Junta decida si puede quedarse. Pero el 29 las casas del gobernador Viamonte y sus ministros son baleadas y Viamonte ordena que salga del país. Rivadavia se embarca en el bergantín Herminie, que demora en abandonar el puerto hasta fines de mayo.

Los federales ganan las elecciones por lo que renuncia el gobernador Viamonte. El 30 de junio la Junta elige al señor Rosas quien exige para su aceptación, una vez más, poderes extraordinarios. No resuelta la cuestión, las designaciones proponen sucesivamente a los hermanos Anchorena, Juan Nepomuceno Terrero y Ángel Pacheco. Ninguno accede y asume Manuel Vicente Maza con carácter provisional.

En estas transacciones se hallaba la ciudad de Buenos Aires y Rosas, cuando llega la noticia de un desavenimiento entre los gobiernos de Salta, Tucumán y Santiago del Estero, que podía hacer estallar la guerra. En Jujuy, tras el asesinato del gobernador Latorre, Alejandro el indio Heredia, caudillo Tucumano, había puesto en el gobierno a su pariente Fernández Cornejo. Salta, Tucumán y Santiago reconocieron la autonomía de la provincia y Buenos Aires de mala gana, con la expectativa de negociaciones con los emigrados de Bolivia.
“Invítase a Facundo a ir a interponer su influencia para apagar las chispas que se han levantado en el Norte de la República; nadie sino él está llamado para desempeñar esta misión de paz. Facundo resiste, vacila; pero se decide al fin. El 18 de Diciembre de 1835 sale de Buenos Aires, y al subir a la galera, dirige en presencia de varios amigos, sus adioses a la ciudad: Si salgo bien, dice, agitando la mano, te volveré a ver; si no; ¡adiós para siempre! ¿Qué siniestros pensamientos vienen a asomar en aquel momento a su faz lívida en el ánimo de este hombre impávido? ¿No recuerda el lector algo parecido a lo que manifestaba Napoleón al partir de las Tullerías para la campaña que debía terminar en Waterloo?”
El 3 de enero de 1835 Quiroga llega a Santiago del Estero con intención de conferenciar con Heredia y Pablo Latorre para el sostenimiento al Pacto Federal. Acude el primero y le pone en conocimiento que Latorre ha sido lanceado en la cárcel de Salta. Quiroga firma una alianza con Tucumán, Santiago del Estero y Salta. El 13 de febrero se encamina a Buenos Aires a encontrarse con el señor Rosas. Debe cruzar Córdoba dominada por los Reinafé que ya han tramado su muerte. Quiroga desdeña avisos y refuerzos que le llegan en su marcha.
“Su secretario, el doctor Ortiz, hace un último esfuerzo por salvar su vida y la del compañero; despierta a Quiroga, y le instruye de los pavorosos detalles que acaba de adquirir, significándole que él no le acompaña si se obstina en hacerse matar inútilmente. Facundo con gesto airado y palabras groseramente enérgicas, le hace entender que hay mayor peligro en contrariarlo allí, que el que le aguarda en Barranca-Yaco, y fuerza es someterse sin más réplica. Quiroga manda a su asistente, que es un valiente negro, que limpie algunas armas de fuego que vienen en la galera, y las cargue: a esto se reducen todas sus precauciones.”
Una partida al mando de Santo Pérez, mano derecha de Francisco Isidoro Reinafé, intercepta la galera en el punto fatal del camino: Córdoba, Barranca Yaco, un lugar cerca de la posta de Ojo de Agua

¿Quién era este Santos Pérez?


“El gaucho malo de la campaña de Córdoba, célebre en la sierra y en la ciudad por sus numerosas muertes, por su arrojo extraordinario, por sus aventuras inauditas. Mientras permaneció el General Paz en Córdoba, acaudilló las montoneras más obstinadas e intangibles de la Sierra, y por largo tiempo, el Pago de Santa Catalina fue una republiqueta adonde los veteranos del ejército no pudieron penetrar. Con miras más elevadas habría sido el digno rival de Quiroga; con sus vicios sólo alcanzó a ser su asesino. Era alto de talle, hermoso de cara, de color pálido y barba negra y rizada.”
De la siguiente manera dramatiza el señor Parra el asesinato de Facundo y su comitiva.
“Dos descargas traspasan la galera por ambos lados, pero sin herir a nadie; los soldados se echan sobre ella con los brazos desnudos y en un momento inutilizan los caballos, y descuartizan al postillón, correos y asistente. Quiroga entonces asoma la cabeza, y hace por el momento vacilar a aquella turba. Pregunta por el Comandante de la partida, le manda acercarse, y a la cuestión de Quiroga ¿qué significa esto? recibe por toda contestación un balazo en un ojo que le deja muerto. Entonces Santos Pérez atraviesa repetidas veces con su espada al malaventurado Ministro, y manda, concluida la ejecución, tirar hacia el bosque la galera llena de cadáveres, con los caballos hechos pedazos y el postillón que con la cabeza abierta se mantiene aún a caballo.”
Para simular un ataque de bandoleros, a se ha dado muerte a todos los acompañantes, entre los cuales figuraba el secretario José Santos Ortiz. La viuda de este hombre, Inés Vélez Sarsfield, era la hermana de Dalmacio Vélez Sarsfield, quien se refugiaría a partir de entonces, con sus hijos Pedro, Juana y José, en el hogar de aquél. La crónica histórica señala que de la matanza se salvaron el correo y un ordenanza que seguían retrasados la diligencia, los que serán los testigos del suceso.

Al llegar las noticias a Buenos Aires, Mazza culpa a los unitarios de desquiciar el orden social. En ese clima, la legislatura concede al señor Rosas sus exigencias para aceptar su designación como gobernador. El 13 de abril de 1835 Rosas retoma la gobernación con la suma del poder público. Tras prestar el juramento de rigor ante la Junta de Representantes, se dirige al pueblo en estos términos:


"Habitantes todos de la ciudad y campaña: la Divina Providencia nos ha puesto en esta terrible situación para probar nuestra virtud y constancia; resolvámonos pues a combatir con denuedo a esos malvados que han puesto en confusión a nuestra tierra; persigamos de muerte al impío, al sacrílego, al ladrón, al homicida y, sobre todo, al pérfido traidor que tenga la osadía de burlarse de nuestra fe. Que de esta raza de monstruos no quede uno entre nosotros y que su persecución sea tan tenaz y rigurosa que sirva de terror y espanto a los demás que pueden venir en adelante. No os arredre ninguna clase de peligros, ni el temor de errar en los medios que adoptemos para perseguirlos".
El señor Parra reconoce que nunca hubo un gobierno más popular y más deseado.

La fascinación por el Señor Rosas
No fue sólo el ideal de mayo el que inspiró los escritos del señor Parra y las letras de los proscritos, sino la presencia del señor Rosas que ocupaba la patria y les había obligado a la extradición. Tantos años de lucha en prosa y en verso contra tal personaje hablan también de una fascinación inspiradora de anhelos de democracia y libertad, de angustia y esperanza ante el porvenir. Están también aquellos otros que en contraste con tanto odio y resentimiento han quedado embrujados por su figura. Juicios sincréticos y esfuerzos analíticos sirven a la oposición de dos idealizaciones: la del bien y la del mal. El normalista encuentra panegíricos semejantes en intensidad y polémica al ímpetu de las inculpaciones. Trascienden el pasado, reviven en su época enarbolando banderas opositoras. Desaparecen los grises y las conciliaciones, concentrándose los extremismos, entre todos los implicados a favor del señor Rosa, fundamentalmente contra la persona del señor Parra.

Tanta es la fascinación que ejerce, que el estudiante se aparta de éste por un momento, para tratar de justipreciar a su contrario. Dispone de textos dedicados a su existencia que, sin ocultar su parcialidad lo presentaban desde distintos puntos de vista: con propósito de defensa, con afecto familiar, con presunción científica, con sencillez periodística. Cuenta con otras obras de corte novelesco o folletinesco, con fuentes documentales, prensa de la época, archivos y memorias, así como escritos de la pluma del mismo señor Rosas. Sobre la iconografía, existe la documentación de los museos históricos y lo que sobre ella se ha publicado. La galería de retratos asombraba por su variedad y abundancia, era indudable que había sido sensible al homenaje y que practicaba a su modo la pasión de la gloria. Es sabido que su imagen llegó a ponerse en los altares del culto religioso y que su retrato fue paseado en carros de triunfo que tiraban y cortejaban damas de abolengo.

De la expresión de su rostro rosado y macizo, bello e impasible, Darwin destacó su impresión de tratarse de “un hombre peligroso, en especial, cuando ríe"; fácil es imaginárselo como un personaje actoral rodeado de bufones. El actor Enrique Arellano lo personificó en 1923 en el estreno de “La divisa punzó” de Paul Groussac, y Lautaro Murúa, de manera inolvidable en tiempos del proceso militar, en “La malasangre”, de Griselda Gambaro. Los contextos cambian, pero hay una condición perversa del ser humano capaz de condicionar por sí sola la fascinación de su época. Sea la penetración terrorista, comunista, la injerencia extranjera, el liberalismo, cualquier amenaza al sentido nacional o religioso, puede plegarse la sociedad al método de extinción al enemigo y legitimarlo. Alguien con razón se cuestionó: ¿quién educó más gente, el señor Parra o el señor Rosa?

Educar significa aquí fascinar, controlar, dirigir, persuadir, paralizar. Y cuando todo esto es obra de un solo hombre es indudable que hay en la estructura de su personalidad y accionar cosas infinitamente más fuertes que la capacidad de discernimiento de quienes lo veneran.

Se le ha atribuido como razón de su logro, superioridad física, valor y coraje, la convicción de un código personal inexorable, capacidad de mando y control, superioridad política, apego a la tradición como valor universal, con derecho a criterios de ética y aplicación propios. Mano de hierro con los que no comulgaban con él y la coherencia de aplicar contra su propia persona los mismos castigos que les hubiera correspondido en caso de defección a sus normativas.

La socialización del crimen político puede sostenerse por slogan incansablemente repetidos, pero se requiere además de un cuerpo ejecutor que confirme su certeza. Se dice que la Mazorca, en lugar de degollar desde la yugular, lo hacía desde la nuca, evitando una muerte repentina.

En otro tiempo vivido, la fascinación del terror puso en boca de la gente el: “algo habrán hecho”. La racionalización del discurso político genera una cultura, se imbrica en ella, se sostiene y reedita en el tiempo. Permite esto homologar y justificar, confundiendo los valores, que son selectivos, con lo relativo a la naturaleza humana, que es polifacética y da para todo.

El señor Parra veía al señor Rosas como el creador de un sistema absurdo, anacrónico, bárbaro. Lo describe como falso, de corazón helado, calculador, que hace el mal sin pasión, y a esa sociedad fascinada bajo su ascendiente, identificada con la barbarie, lo opuesto a lo civilizado a lo cual suponía llegar mediante la emigración y la educación.

"No se sabe bien por qué es que quiere gobernar. Una sola cosa ha podido averiguarse, y es que está poseído de una furia que lo atormenta. Es un oso que ha roído las rejas de su jaula, y en cuanto tenga el gobierno en sus manos, pondrá en fuga a todo el mundo. ¡Ay de aquel que caiga en sus manos! No lo largará hasta que expire bajo su gobierno. Es una sanguijuela que no se desprende hasta que está repleta de sangre.”
Y anticipándose al rescate revisionista:
"Hay un momento fatal en la historia de todos los pueblos, y es aquél en que, cansados los partidos de luchar, piden ante todo el reposo del que por largos años han carecido, aun a expensas de la libertad. Éste es el momento en que se alzan los tiranos que fundan dinastías o imperios".
El normalista examina ahora los argumentos rosistas de su tiempo. No tan sólo sobre la obra del señor Parra, sino de otros opositores como el nombrado Rivera Indarte. Se atribuye a este personaje ambiguo haber sumado, por encargo de la casa inglesa Lafone que administraba el puerto de Montevideo, un penique por muerto en los 20 años de la dictadura, superando la cifra de 500 para beneficio de su bolsillo. Recuerdos autobiográficos de Vicente Fidel López de sus años escolares, obran en su contra.
” Solía aparecer Rivera Indarte vendiendo un periódico manuscrito lleno de calumnias e insultos a profesores y estudiantes; tendría entonces 16 o 18 años. Cuando los injuriados lo pillaban, lo molían a palos y moquetes; y cuando huía, lo corríamos a tropel. Hubo una vez que no pudiendo escapar se metió en la playa con el agua a las rodillas, mientras que de lo seco lo lapidábamos. Yo era de los más chicos, figuraba en el montón; los jefes eran los grandes, Rufino Varela, Eguía y muchos más. Este Rivera Indarte – un canalla, cobarde – ratero, bajo, husmeante y humilde en apariencia como un ratón cuya cueva nadie sabía, tenía mucho talento y un alma de los más vil que pueda imaginarse.”
En el ir y venir de los horrendos hechos de la historia, la negación o la justificación, siempre acompañaron a los holocaustos.
Hecatombes, a mi espalda y por delante…

la marcha sobre un campo minado.

Hecatombes a mi derecha y a mi izquierda…

y la ventura de seguir andando.



Nombres de calles
Los nombres de las calles habían sido para el estudiante adolescente mero sentido orientador detrás del cual preexistía una imprecisa sensación de respeto; habían estado allí, desde siempre, homenaje perenne a hombres supuestamente notables, conmemoración de batallas heroicas, instituciones, relevancia de provincias, ciudades del interior inscriptas en acontecimientos históricos, o algún aspecto de la naturaleza, de las razas y aborígenes, consustanciales con la idea de patria, reconocimiento a países y funcionarios extranjeros entramados en nuestra economía y política exterior. Había deambulado por sus arterias bajo el influjo de su figuración. Para él, más cercanos los nombres de artistas, poetas, escritores, músicos. Confusa la identificación de nombres de religiosos o de militares: generales, brigadieres, sargentos

Era obligado que un taxista conociese el tablero de sus recorridos aunque no se detuviera a considerar la trascendencia de los nombres de las calles. Probablemente, sólo por ser mayor, no pecara de ignorancia más que él.

Su propia escuela, en la intersección de Urquiza con Moreno y Alsina, no había sido más que un punto de referencia, pero ahora que empezaban a esclarecerse, sus nombres eran mucho más que un presidente o el palacio de San José, que un revolucionario quizá asesinado en alta mar, o las frustradas aspiraciones de un político y un interminable zanjón.

Cayeron de pronto las presunciones del mérito; la visión proteiforme de los referentes de la historia lo afectaba de distinta manera. La inmensa familia congregada en las ochavas desdibujaba el sentido de un álbum familiar, a casi todos conocía, pero se cuestionaba por qué estaban allí los de las manos ensangrentadas.

Al influjo de aquella consternación, esa noche tuvo un sueño:
de pronto, arriba, en una esquina, le pareció que había alguna cosa extraña: un animal, un pájaro... le pareció una paloma. Escudriñó mejor entre la luz y la sombra que proyectaban los movimientos de la lámpara de la bocacalle, y lo que vio le incomodó más todavía. Quizá fuera una ardilla, pero de rostro feo, informe rostro, algo peludo ocultando los ojos y el hocico. Aleteó o movió unas patas cortas. Ahora podía verlo mejor, pero el espectáculo fue desusado. El bicho tenía una máscara, aquello era aparentemente una careta de porcelana chinesca. Se la ponía y se la sacaba con rapidez logrando un raro efecto de persistencia que dificultaba la identificación real de las facciones.

No se detuvo a pensar más, la cosa le desagradaba. Halló una piedra y se la arrojó para espantarlo, pero el engendro cayó. Recién entonces, se le ocurrió pensar que el monstruo vivía allí arriba desde hacía mucho tiempo y que había conseguido llamar la atención para que hiciesen lo que a él convenía: bajar. De hecho lo tuvo frente a sí. Ardilla, hurón,... un rendido instinto le hizo creer que podría acariciarlo, domesticarlo, mimarlo quizá. Pero el bicho era hostil y cuando intentó alargar la mano se le arrojó al pecho.

Viró la escena en blanco y negro en el preciso momento en que el animal saltó hacia su cuerpo y al incrustársele saltó un chorro de sangre oscura y sepia que se estrelló contra el muro de la vereda.”
A partir de aquella noche, su vagabundear ya no es el mismo, le asombra e inquieta el clima engañoso que inducen los nombres de las calles, como un presentimiento de que las gentes peligran, que les acecha alguna forma de desgracia.


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