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I. c) Todo lo hasta aquí señalado, permite al Tribunal aseverar que los hechos materia de este juicio, tuvieron lugar en el marco de un plan sistemático de represión implementado desde el Estado, con el alegado propósito de reprimir la subversión en el período que nos ocupa. El objetivo de la represión se dirigía a sectores civiles de la sociedad que por razones políticas eran considerados peligrosos, en tanto, a criterio del régimen, estas personas subvertían el orden económico y político institucional. Y es justamente, que en este lineamiento, se puede advertir el cuantioso número de personas que pasaron por el centro clandestino de detención La Perla, quienes pertenecían a organizaciones sindicales, estudiantiles, universitarios, incluso sectores de la cultura, de la política, etc., lo que por otra parte se encuentra plenamente corroborado en los históricos documentos públicos, que componen el Informe Final de la CONADEP y la Sentencia dictada en la causa 13/84.

Así, recuérdese que el primer gobierno constitucional después del gobierno de facto, dictó el decreto 187/83, disponiendo la creación de la Comisión Nacional de Desaparición de Personas -CONADEP- cuyo objetivo fue esclarecer los hechos relacionados con este fenómeno acontecido en el país. En su informe final señaló que la desaparición forzada de personas se generalizó a partir de que las fuerzas armadas tomaran el absoluto control del Estado, y mediante una estructura operativa tendiente a lo que se denominó “lucha contra la subversión”, utilizaban como metodología los secuestros; traslado a alguno de los innumerables centros clandestinos de detención, en donde las personas eran alojadas en condiciones infrahumanas y sometidas a diversos tormentos, humillaciones, y luego, en muchos casos, exterminadas en condiciones de indefensión, siempre ocultando estas detenciones tanto a los familiares de los cautivos, a los organismos judiciales, o cualquier otro organismo oficial (Ministerios, jerarquías eclesiásticas), como así también a la sociedad toda.

Para lograr el objetivo previamente trazado, el país se había dividido en cinco zonas de Defensa, que a su vez se disponían en subzonas y áreas de seguridad (directiva del Comandante General del Ejercito Nº 404/75). En lo que a esta causa respecta, y conforme al organigrama realizado por el entonces Comandante de la IV Brigada de Infantería Aerotransportada y Jefe de Estado Mayor de dicha área, Juan Bautista Sasiaiñ obrante a fs. 356, Córdoba integraba, junto a otras nueve provincias, la Zona “3”, a cargo del Comando del Tercer Cuerpo de Ejército, cuyo comandante era el General de División Luciano Benjamín Menéndez. Dentro de esta zona, se creó la Subzona 3.1. donde se encontraba Córdoba, y a su vez ésta se dividió en el área 311 al mando del Comando de la Brigada de Infantería Aerotransportada IV. La Subzona 3.1 se dividió asimismo en 7 Subáreas –3111; 3112; 3113; 3114; 3115; 3116 y 3117- siendo la primera comprensiva de la ciudad de Córdoba.

Ahora bien, a las personas secuestradas se las agrupaba en centros de detención denominados Lugar de Reunión de Detenidos (L.R.D.), dependencias que operaban en la clandestinidad para obtener información de los secuestrados, mediante coacción y tortura, y donde aparece el centro de detención conocido como “La Perla” o “Universidad”, ubicado en terrenos pertenecientes al Tercer Cuerpo de Ejército, situados a la vera de la Autopista que une esta ciudad de Córdoba con la de Villa Carlos Paz (ruta 20), a la altura de la localidad de Malagueño. Agrega el informe de la CONADEP que este centro, por su volumen, naturaleza y capacidad es solamente comparable con Campo de Mayo o la ESMA, estimándose que por el mismo pasaron alrededor de dos mil doscientas personas entre el golpe militar y el año 1979; y que se constituyó uno de los centros clandestinos de detención donde se produjeron las más tremendas violaciones a los derechos humanos y uno de los pocos campos de la Argentina donde se producían fusilamientos en masa, a cuyo fin se utilizaron los descampados ubicados “dentro del campo de La Perla, en jurisdicción militar donde tiene su asiento el Escuadrón de Exploración de Caballería Aerotransportada N° 4, en Córdoba” (el subrayado nos pertenece).

A su vez, y en orden a los hechos que nos ocupan en esta causa, resulta sumamente ilustrativo el Informe Final cuando señala que “los muertos en ‘enfrentamientos armados’ fue otra de las técnicas utilizadas para enmascarar la muerte ilegal de prisioneros” (el subrayado nos pertenece).

Por su parte, la Cámara Nacional de Apelaciones de la Capital Federal, en ocasión de dictar sentencia en la causa Nro. 13/84, de juzgamiento a los miembros de la juntas militares, realizó un ajustado análisis del contexto histórico y normativo, en el cual sucedieron los hechos.

Allí se consignó que “...La gravedad de la situación imperante en 1975, debido a la frecuencia y extensión geográfica de los actos terroristas, constituyó una amenaza para el desarrollo de vida normal de la Nación, estimando el gobierno nacional que los organismos policiales y de seguridad resultaban incapaces para prevenir tales hechos. Ello motivó que se dictara una legislación especial para la prevención y represión del fenómeno terrorista, debidamente complementada a través de reglamentaciones militares”.

“El gobierno constitucional, en ese entonces, dictó los decretos 261/75 de febrero de 1975, por el cual encomendó al Comando General del Ejército ejecutar las operaciones militares necesarias para neutralizar y/o aniquilar el accionar de los elementos subversivos en la Provincia de Tucumán; el decreto 2770 del 6 de octubre de 1975, por el que se creó el Consejo de Seguridad Interna, integrado por el Presidente de la Nación, los Ministros del Poder Ejecutivo y los Comandantes Generales de las fuerzas armadas, a fin de asesorar y promover al Presidente de la Nación las medidas necesarias para la lucha contra la subversión y la planificación, conducción y coordinación con las diferentes autoridades nacionales para la ejecución de esa lucha; el decreto 2771 de la misma fecha que facultó al Consejo de Seguridad Interna a suscribir convenios con las Provincias, a fin de colocar bajo su control operacional al personal policial y penitenciario; y 2772, también de la misma fecha que extendió la «acción de las Fuerzas Armadas a los efectos de la lucha antisubversiva a todo el territorio del país»”.

“Al ser interrogados en la audiencia los integrantes del Gobierno constitucional que suscribieron los decretos 2770, 2771, y 2772 del año 1975, doctores Italo Argentino Luder, Antonio Cafiero, Alberto Luis Rocamora, Alfredo Gómez Morales, Carlos Ruckauf y Antonio Benítez, sobre la inteligencia asignada a dichas normas, fueron contestes en afirmar que esta legislación especial obedeció fundamentalmente a que las policías habían sido rebasadas, en su capacidad de acción, por la guerrilla y que por ‘aniquilamiento’ debía entenderse dar termino definitivo o quebrar la voluntad de combate de los grupos subversivos, pero nunca la eliminación física de esos delincuentes ...”.

Ahora bien, no obstante la circunstancia apuntada, una vez que el gobierno de facto llega al poder con fecha 24 de marzo de 1976, y teniendo en cuenta que su objetivo primordial en orden a lo que denominaron la lucha antisubversiva, no podía de ninguna manera encontrar respaldo en el régimen legal vigente y que no podía encontrar justificación en el dictado de normas que tendían a amparar dicha modalidad de proceder, es que, y como sucedió en los hechos, decidieron crear un estado terrorista paralelo que operara en la clandestinidad de una manera absolutamente ilegítima.

De esta manera, quedó acreditando en la mentada Sentencia, que: “… El sistema puesto en práctica -secuestro, interrogatorio bajo tormentos, clandestinidad, e ilegitimidad de la privación de la libertad y en muchos casos, eliminación de las víctimas- fue sustancialmente idéntico en todo el territorio de la Nación y prolongado en el tiempo…”. Es decir, que este sistema se dispuso en forma generalizada a partir del 24 de marzo de 1976, dando comienzo a un “formal, profundo y oficial” plan de exterminio llevado adelante por el gobierno militar.

En definitiva, el plan criminal de represión –se puntualizó-consistió en: a) privar de su libertad en forma ilegal a las personas que considerasen sospechosas de estar enfrentadas al orden por ellos impuesto; b) el traslado a lugares de detención clandestinos; c) ocultar todos estos hechos a los familiares de las víctimas y negar haber efectuado la detención a los jueces que tramitaran hábeas corpus; d) aplicar torturas a las personas capturadas para extraer la información que consideren necesaria; e) liberar, legalizar la detención o asesinar a cada víctima según criterios poco estables por los que se puso de manifiesto la más amplia discrecionalidad y arbitrariedad con relación a la vida o muerte de cada uno de ellos, estableciéndose para el caso de optarse por la muerte, la desaparición del cadáver o bien el fraguado de enfrentamientos armados como modo de justificar dichas muertes; y f) estas operaciones respondieron sustancialmente a directivas verbales, secretas e ilegales.

En cuanto a los hechos que nos ocupan en esta causa, quedó sentado en la Sentencia, que “…Se produjo la muerte violenta de personas supuestamente vinculadas a organizaciones terroristas, en episodios que en la época, fueron presentados como enfrentamientos con fuerzas legales, pero que fueron indudablemente fraguados” (el subrayado nos pertenece).

A su vez, en lo relativo a las irregularidades que rodeaban este tipo de sucesos simulados, explica que “…aumentó significativamente el número de inhumaciones bajo el rubro N.N., en las que la omisión de las más elementales diligencias tendientes a la identificación de los cadáveres no encuentra explicación alguna, existiendo constancia de algunos casos en los que, a pesar de haber sido identificadas las víctimas, se las enterró también bajo el rubro citado” (el subrayado nos pertenece), existiendo incluso constancias que demuestran que la inhumación fue practicada a pedido o con intervención de autoridades militares.

Así las cosas, habiendo quedado acreditado que los hechos materia de este juicio, tuvieron lugar en el marco de un plan sistemático de represión implementado desde el Estado, con el alegado propósito de reprimir la subversión en el período que nos ocupa, dirigido a sectores civiles de la sociedad que por razones políticas eran considerados peligrosos, en tanto, a criterio del régimen, estas personas subvertían el orden económico y político institucional; corresponde que el Tribunal, en función de todo lo hasta aquí afirmado, se cuestione si las conductas aquí juzgadas forman parte de lo que se ha dado en llamar delitos de lesa humanidad y en consecuencia, si las mismas son abarcativos del instituto de la prescripción, debiendo enfocar el análisis en la incidencia que el derecho internacional tiene sobre el derecho interno argentino en materia de derechos humanos.

Al respecto, corresponde señalar previo a todo que cuestiones vinculadas con la nulidad de este juicio en sentido amplio, fundados en la prescripción de los presentes hechos, como así también en la plena vigencia de las leyes de impunidad N° 23.492 y 23.521, o la inconstitucionalidad de la ley N° 25.779 que declara nulas y de ningún efecto las anteriores, ya fueron materia de decisión en estas mismas actuaciones por parte del más alto Tribunal de la República, tanto en relación a los hechos juzgados como así también en referencia a la situación procesal de los individuos aquí imputados, habiéndose resuelto la imprescriptibilidad de los hechos, la inconstitucionalidad de las leyes de impunidad que podrían eventualmente beneficiar a los justiciables, como así también la validez de la mentada ley N° 25.779. Así lo confirmó la Cámara Nacional de Casación Penal con fecha 9 de mayo de 2007 –Causa N° 6716, Registro N° 469/07-, quien además rechazó el recurso extraordinario interpuesto por las partes. Ahora bien, y no obstante que lo expuesto resulta suficiente a los fines de rechazar los planteos nuevamente reeditados, ello desde una perspectiva formal y sustancial, el Tribunal considera oportuno, en atención a la trascendencia que revisten estos planteos frente a hechos de tamaña gravedad como los que aquí se juzgan, efectuar una serie de precisiones al respecto.



Previo a ingresar al análisis de los agravios de las leyes 23.492 -obediencia debida- y 23.521 -punto final-, el Tribunal considera necesario realizar una serie de consideraciones generales referidas al contexto historico nacional e internacional que precedieron y fueron concomitantes a los hechos aquí juzgados.

Tanto el auto de elevación a juicio dictado por la jurisdicción, como el requerimiento fiscal y la petición de ambas querellas, hacen referencia, de manera introductoria, al contexto en que ocurrieron los hechos vinculados a las víctimas de la presente causa. Son distintos términos cuyos conceptos debemos explicitar suficientemente y que guardan relación con la pieza acusatoria. Se trata de la denominada Doctrina de la Seguridad Nacional y el llamado Terrorismo de Estado y los definidos delitos de lesa humanidad, vinculados de manera estrecha. En este sentido, la concepción tradicional de la Defensa Nacional sufrió una modificación sustancial, pues la Doctrina de Seguridad Nacional definía al enemigo no sólo externamente sino dentro de los propios límites nacionales, por lo tanto se recomendaba neutralizar a los sectores distintos o rebeldes al propio ideario políticoeconómico en que se sustentaba; ésto se vio agravado en su concepción, al embarcarse distintos grupos de políticas diferentes en la vía insurreccional armada. Para los sostenedores de la Doctrina de la Seguridad Nacional, el Estado de Derecho aparecía como insuficiente para ponerle coto o controlarlo. Las fuerzas armadas argentinas, como las de los países latinoamericanos, se vieron así transformadas en gendarmes o policía interna de una política que no se decidía en el ámbito de nuestro país. La metodología que se propició y fue usada para lograr tales objetivos, fue copiada de los militares franceses que trataban de rever la derrota sufrida en Indochina y el propio Estados Unidos en la guerra de Vietnam. En una primera etapa se dispusieron normas que dictaron los propios Estados democráticos pero que resultaron, a su parecer, insuficientes para evitar un posible colapso del orden internacional establecido. Es así que se produce en la mayoría de los países del denominado Cono Sur la interrupción de los procesos democráticos y la toma directa del poder por las Fuerzas Armadas de cada uno de esos países. De esa manera ante distintos pretextos que siempre se vinculaban a seguridad y desarrollo económico, se hicieron cargo de la integralidad del Estado, a la par de la conducción absoluta de la sociedad civil, imponiendo el terror con la supresión del disenso como la mejor metodología para el cumplimiento de sus fines; además, la censura total de los medios de comunicación. Toda acción o acontecimiento que tuviera como protagonista a las asociaciones insurreccionales, extendida a las meramente políticas o a toda otra acción contraria a su ideología, debía ser catalogada con el eufemismo “delincuencia subversiva”. Dentro de esta estrategia, se fraguaron enfrentamientos para cubrir asesinatos perpetrados contra opositores de distintas jerarquías y grupos; también, para hacer creer a la ciudadanía la existencia de una “guerra” y amedrentar a la población. Debe recordarse que ya con anterioridad, y aún dentro de un período constitucional, habían empezado a actuar en forma clandestina agrupaciones que se denominaron Triple A, principalmente en Capital Federal y Buenos Aires, y Comando Libertadores de América en ésta ciudad, integradas por los mismos miembros de las Fuerzas Armadas y otras vinculadas a las fuerzas de seguridad, que después de producido el quiebre institucional, actuaron desde el aparato mismo del Estado. Es decir, producida la toma del poder, tales agrupaciones desaparecen y quedan integradas al nuevo “Estado”. Estado que mantiene una cara visible, pero depurada en sus integrantes, para el desenvolvimiento normal y cotidiano del país y de simulación ante el concierto mundial. El verdadero poder y sus prácticas absolutamente reñidas con la moral y el derecho quedaron en la faz interna y clandestina; no de una manera absoluta, sino con algún tipo de filtración, para aterrorizar a la ciudadanía y lograr un silencio o actitudes cómplices ante el peligro en que se encontraba su seguridad, su familia o su vida. Así se dividió el país en zonas, siguiendo la normativa existente, sólo modificada para una mejor efectividad; dándosele poderes absolutos a sus jefaturas coaligadas en una misma política criminal de supresión del enemigo, considerando éste no sólo a algunas de las agrupaciones que habían decidido el camino insurreccional o armado, sino a todas, cualquiera fuera su formación, e incluso hasta las expresiones individuales que estaban fuera del compromiso de su propia ideología, a la que consideraron absoluta. De esta manera se construyó un verdadero Estado terrorista que les otorgaba plena impunidad. En lo formal, no se evitó degradar a la Constitución Nacional, ubicándola de manera inferior a su programa de gobierno, las llamadas “actas del Proceso de Reorganización Nacional”, no sólo de manera explícita, sino aún implícitamente cuando se quitaba valor a toda normativa que pudiera impedir la consecución de algunos de sus propios fines. Bajo esta apariencia, se fueron desarticulando todas las agrupaciones o asociaciones políticas distintas; incluyendo la desaparición física de muchos de sus miembros, previo su secuestro, el sometimiento a torturas aberrantes a los fines de obtener información, con el frecuente agregado de un gratuito sadismo vinculado a expresiones de odio racial o repulsa hacia todo pensamiento distinto; culminando con la decisión, lamentablemente hasta hoy en la mayoría de los casos exitosa, de hacer desaparecer los restos mortales de los secuestrados, creando la categoría de “desaparecidos” como así también la vinculación parental, para el caso de menores, a los que se suprimió su estado civil y fueron repartidos como botín de guerra, al igual que los bienes de las propias víctimas. En este sentido, debe comprenderse que los campos de concentración de detenidos –secuestrados, torturados, desaparecidos- se constituyeron en una expresión clandestina pero institucional de ese Estado Terrorista. No puede concebirse la política aberrante del secuestro de personas con prescindencia de órdenes legales y más aún, sustrayéndose expresamente a la posibilidad de su control, para tenerlas sujetas a su más completa discrecionalidad, de manera de poder ejercer sobre ellas todo tipo de vejaciones, tratamientos crueles y torturas que no tenían otro objeto, además de lisa y llana sevicia, que la de obtener más información, para así multiplicar indefinidamente en cada una de las víctimas, un perverso círculo delictivo pero brutalmente eficaz para lograr el exterminio de aquéllos a quienes se señalaba como enemigos o “blancos” en la jerga represiva. Pero como no podía dejar de comprenderse que con tan perverso sistema se estaba cometiendo delitos, resultaba imprescindible ocultar los mismos, borrar toda prueba y huella que permitiera reconstruir el itinerario de la víctima desde su secuestro; que nadie supiera que había sido secuestrada y si se sabía, que no se supiera quienes lo habían hecho y por cierto que no se supiera dónde estaba el secuestrado. Una vez obtenida toda la información que se les lograba extraer, obviamente no se lo podía restituir a su medio, ni se lo podía tener indefinidamente oculto. La única “solución” que cabía no podía ser otra que eliminar físicamente a la víctima y hacer desaparecer su cadáver, claro, para que nunca nadie pudiera imputarle a ningún sospechoso tales crímenes. El círculo perverso y delictivo se cerraba así persiguiendo una casi lograda impunidad y a veces, lamentablemente, lograda totalmente para algunos represores. Pero además de estos propósitos de impunidad, la crueldad del sistema perseguía otro, no menos ominoso, cual era, por una parte, el lograr el terror inmediato de aquellos que eran víctimas directas de tales operativos, pero además, ir diseminando subrepticiamente un miedo paralizante en la sociedad toda: el pánico a ser señalado, a ser delatado, a constituirse en otro trágico y fatal “blanco”. Entonces, pensar se constituía en un riesgo, porque el pensamiento podía no coincidir con el de los que decidían qué era lo bueno o lo malo; estudiar era peligroso, porque el saber podía constituirse en instrumento contra los designios de quienes se erigian en determinadores del destino común; toda creación que no se ajustara a los patrones fijados por su propósito mesiánico, se constituía entonces en “subversiva”. Se trataba de crear una conciencia colectiva del no ver, no oir, no saber, no participar, no ayudar, no solidarizarse. Qué fácil podía resultar entonces imponer todo y cualquier tipo de designio, plan o programa, gustara o no a la gente, favoreciera a quien favoreciera, aunque perjudicara a uno u otro sector social o a la sociedad toda. Por ello se hacía necesario la supresión del enemigo, su aniquilación o simplemente su asesinato, lo que se efectuaba de distintas maneras. El “traslado” cuando el prisionero era llevado para ser fusilado; su cadáver inhumado en fosas, a veces cavadas por las propias víctimas, y en ocasiones quemado para su completa eliminación. En otros casos la simulación de enfrentamientos: “operación ventilador”; como género menor la llamada “ley de fuga”, otra manera para pretender legitimar muertes. En todos estos casos, los enterramientos fueron clandestinos, en fosas comunes, con cadáveres que no pasaban por autopsia alguna y se justificaban con un certificado médico que repetía dictámenes genéricos y evasivos. Este tipo de acción fue condenada desde siempre por la conciencia moral y jurídica de los pueblos. Concretamente el Tratado de Roma le llama genocidio a esta práctica criminal, culminando un proceso de formación cultural que nos viene desde lejos, desde el denominado “Ius gentium” y más concretamente aún, por el “ius cogens”, normas imperativas del Derecho Internacional que los Estados no pueden desconocer. Dicho Tratado usa la denominación “delitos de lesa humanidad”, para evitar cualquier tipo de impunidad que pretendieren lograr sus autores tanto en el tiempo como en el espacio. Así es como libera la jurisdicción para su tratamiento y los considera imprescriptibles. Nuestro país recepta, entre otros de similar importancia, el Tratado de Roma y los considera integrados a la Constitución Nacional. La explicación de los conceptos, su implementación en la realidad, dan perfecta solución a la materialidad de lo ocurrido, la participación de sus ejecutores y la acabada descripción de la historia. Todo lo expresado encuentra perfecto sostén en la prueba producida. No sólo la prueba documental que es abrumadora, sino también la informativa y la testimonial, según se analizará en cada caso.

En este entendimiento sostenemos que los hechos que aquí se juzgan, constituyen delitos de lesa humanidad, que integran el derecho de gentes y por ende forman parte del derecho interno argentino, por imperio del actual artículo 118 de la Constitución Nacional y de los convenios internacionales de derechos humanos vigentes para la República, siendo por lo tanto imprescriptibles.

En este criterio, compartimos lo sostenido por el Tribunal Internacional para la ex Yugoslavia, en su decisión del caso “Endemovic”, cuando afirmó que “Los crímenes de Lesa Humanidad son serios actos de violencia que dañan a los seres humanos al golpear lo más esencial para ellos: su vida, su libertad, su bienestar físico, su salud y/o su dignidad. Son actos inhumanos que por su extensión y gravedad van más allá de los límites de lo tolerable para la comunidad internacional, la que debe necesariamente exigir su castigo. Pero los crímenes de Lesa Humanidad también trascienden al individuo, porque cuando el individuo es agredido, se ataca y se niega a la humanidad toda. Por eso lo que caracteriza esencialmente al crimen de lesa humanidad es el concepto de la humanidad como víctima”.

El concepto de delito de lesa humanidad, ha sido ratificado internacionalmente en el Estatuto de Roma del año 1998 mediante el cual se crea la Corte Penal Internacional, ratificado por nuestro país a través del dictado de la Ley 25.390 del 30 de noviembre del año 2000, publicada en el Boletín Oficial el 23 de enero de 2001, en cuyo artículo 7 trata específicamente los delitos de lesa humanidad, estableciendo que se entenderá por tal, a los siguientes, siempre que sean cometidos como parte de un ataque generalizado o sistemático contra la población civil y con conocimiento de dicho ataque. Así menciona –tipifica- a 11 tipos de actos: a) Asesinato; b) Exterminio; c) Esclavitud; d) Deportación o traslado forzoso de poblaciones; e) Encarcelación u otra privación grave de la libertad física en violación de normas fundamentales de derecho internacional; f) Tortura; g) Violación, esclavitud sexual, prostitución forzada, embarazo forzado, esterilización forzada u otros abusos sexuales de gravedad comparable; h) Persecución de un grupo o colectividad con identidad propia fundada en motivos políticos, raciales, nacionales, étnicos, culturales, religiosos, de género definido en el párrafo tres, u otros motivos universalmente reconocidos como inaceptables con arreglo al derecho internacional en conexión con cualquier acto mencionado en el presente párrafo o con cualquier crimen de la competencia de la Corte; i) Desaparición forzada de personas; j) El crimen apartheid y k) Otros actos inhumanos de carácter similar que causen intencionalmente grandes sufrimientos o atenten gravemente contra la identidad física o la salud mental o física.

Así, habiéndose realizado un estudio de los hechos que comportan delitos de lesa humanidad y del conjunto con toda la prueba incorporada en autos, se advierte que se han configurado en el caso bajo análisis distintos hechos de tamaña gravedad, que atento su naturaleza, modalidad de comisión y por la calidad de sus supuestos autores y víctimas, deben ser considerados atentatorios de la humanidad en su conjunto, crímenes mencionados primeramente por el artículo 6º del Estatuto Internacional del Tribunal Internacional de Nüremberg y hoy tipificados para el futuro en el citado Estatuto de Roma –arts. 5 y 7-.

Es decir que no se ha tratado de casos excepcionales, aislados, sino que han sido el resultado de un plan sistemático, que por su gravedad constituyen parte del conjunto de conductas que son consideradas criminales por la Comunidad Internacional, por ser justamente lesivas de normas y valores fundamentales en orden a la humanidad. Estos actos, resultan disvaliosos desde el punto de vista del derecho positivo -en este caso penal-, lo que es argumento suficiente a los fines de calificarlos como delitos de lesa humanidad, como lo son el genocidio, la esclavitud, los tormentos, las muertes, las deportaciones, los actos inhumanos, las penas crueles entre otros (art. 6º inc. “c” del Estatuto del Tribunal de Nüremberg; Declaración de la Asamblea General de la ONU Resolución 95, Resolución 170 y Resolución 177 y especialmente “Los principios de Nüremberg” formulados por La Comisión de Derecho Internacional del año 1950).

Al respecto, el primer parágrafo del preámbulo de la Declaración Universal de Derechos Humanos —del 10 de diciembre de 1948, suscripto entonces por nuestro país- ha postulado el reconocimiento de los derechos humanos, esto es lo que hace a la dignidad y derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana, disponiendo en su art. 1 que todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros. Las cláusulas concernientes a la protección de los derechos humanos insertas en la Declaración se sustentan, además, en la Carta de las Naciones Unidas que en su art. 55, inc. c, que dispone el respeto universal de los derechos humanos y las libertades fundamentales de todos, mientras que su art. 56 prescribe que todos los Miembros se comprometen a tomar medidas conjunta o separadamente, en cooperación con la Organización, para la realización de los propósitos consignados en el art. 55. Tales disposiciones imponen la responsabilidad, bajo las condiciones de la Carta, para cualquier infracción sustancial de sus disposiciones, especialmente cuando se encuentran involucrados un modelo de actividad o una clase especial de personas.

Por otro lado, la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha señalado que la primera obligación asumida por los Estados Partes, en los términos del art. 1.1. de la Convención Americana sobre Derechos Humanos es la de "respetar los derechos y libertades" reconocidos en la Convención. El ejercicio de la función pública tiene límites dados por los derechos humanos que son atributos inherentes a la dignidad humana y, en consecuencia, superiores al poder del Estado (Velásquez Rodríguez, 29 de julio de 1988, párrafo 165). La Comisión Interamericana puntualizó en este sentido que "la protección de los derechos humanos, en especial de los derechos civiles y políticos recogidos en la Convención, parte de la afirmación de la existencia de ciertos atributos inviolables de la persona humana que no pueden ser legítimamente menoscabados por el ejercicio del poder público. Se trata de esferas individuales que el Estado no puede vulnerar o en los que sólo puede penetrar limitadamente. Así, en la protección de los derechos humanos, está necesariamente comprendida la noción de la restricción al ejercicio del poder estatal…” (Convención Americana sobre Derechos Humanos, Opinión Consultiva del 9 de mayo de 1986).

Ahora bien, cabe consignar que el sistema de protección de estos derechos humanos se apoya en principios que se encuentran en los orígenes del derecho internacional y que de algún modo lo trascienden, pues no se limitan al mero ordenamiento de las relaciones de las naciones entre sí, sino que también se ocupa de valores esenciales inherentes a la dignidad de la persona humana que todo ordenamiento nacional debe proteger independientemente de su tipificación positiva, esto es el derecho de gentes configurativo de un sistema de moralidad básica universal. Al respecto es de hacer notar que la Constitución Nacional de 1853 reconoció la supremacía del derecho de gentes y su aplicación por los tribunales respecto a los crímenes aberrantes que son susceptibles de generar la responsabilidad individual para quienes los hayan cometido en el ámbito de cualquier jurisdicción, considerándolo preexistente y necesario para el desarrollo de la función judicial.

Así, incluso antes de la jurisprudencia internacional en la materia, los delitos contra el derecho de gentes se hallaban reconocidos por el derecho internacional consuetudinario y concurrentemente por el texto de nuestra Constitución Nacional. La gravedad de tales delitos puede dar fundamento a la jurisdicción universal, como se desprende del art. 118 de la Constitución Nacional que contempla los delitos contra el derecho de gentes cometidos fuera de la Nación y ordena al Congreso determinar por ley especial el lugar en que haya de seguirse el juicio. Esto da por supuesto que tales delitos pueden ser juzgados en la República como así también en otros Estados extranjeros, además, permite entender que esos delitos contra el derecho internacional, contra la humanidad y el derecho de gentes, por su gravedad, lesionan el orden internacional, de modo que no puede verse en el mentado art. 118 sólo una norma de jurisdicción sino sustancialmente de reconocimiento de la gravedad material de aquellos delitos.

A su vez, en cuanto al análisis jurisprudencial de la materia, repárese que la Corte Suprema de Justicia de la Nación ha reconocido en diversas ocasiones, que este derecho no queda limitado a las normas locales, sino que se encuentra interrelacionado con el sistema de convivencia general de las naciones entre sí, que supone la protección de derechos humanos básicos contra delitos que agravian a todo el género humano, conductas que no pueden considerarse aceptables por las naciones civilizadas, reconociendo la existencia de este conjunto de valores superiores a las que debían subordinarse las naciones por el solo hecho de su incorporación a la comunidad internacional (Fallos: 2:46; 19: 108; 107:395; 38:198; 240: 93; 244:255; 281:69; 284:28; 316:965; 324:2885 entre otros).

De esta manera, este derecho de gentes fue siendo precisado progresivamente en cuanto a los delitos por él protegido, a través de su reconocimiento por los distintos tribunales nacionales, por el derecho consuetudinario, por las opiniones de los juristas y por el conjunto de los tratados internacionales.

Todo ello permite suponer que, al momento en que se produjeron los hechos juzgados, ya existía un sistema de protección de derechos que resultaba obligatorio, independientemente del consentimiento expreso de las naciones que las vincula, esto es el ius cogens - que importa la noción del derecho de gentes en un grado de mayor precisión a través de las receptaciones aludidas en el párrafo anterior- que constituye la mayor fuente internacional de prohibición de crímenes contra la humanidad, impuesta a los Estados e insuceptible de ser derogada por tratados en contrario, operando independientemente del asentimiento de las autoridades de los Estados.

Dada tal situación, cuestiones jurídicas como la tipicidad y la prescriptibilidad de los delitos comunes, debe ser efectuada en atención al deber de punición que le corresponde al Estado Nacional por su incorporación a la comunidad internacional que condena tales conductas.

Dicho


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