Punset, Eduardo El viaje al amor [R1]



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El viaje al amor

Las nuevas claves científicas



Eduardo Punset


© Eduardo Punset, 2007

© Ediciones Destino, S.A.

Diagonal, 662-664.08034 Barcelona

www.edestino.es
Primera edición: agosto 2007

Segunda impresión: octubre 2007

Tercera impresión: octubre 2007

Cuarta impresión: noviembre 2007

Quinta impresión: noviembre 2007
ISBN: 978-84-233-3961-7
Depósito legal: B. 53.051-2007
Impreso por Cayfosa - Québécor

A las bacterias, gusanos, ratones y primates que nos han descubierto los secretos del amor de los humanos.


Introducción


Mi primer libro, La salida de la crisis (publicado hace más de treinta años), sugirió, por primera vez en España, la tecnología del compromiso entre la ideología socialdemócrata y la liberal. Mi segundo libro se titulaba La España impertinente, y en él quise airear, desde el ángulo de la biografía histórica, la visión que teníamos de nuestra sociedad, entonces cerrada, los que no pertenecemos a ninguna cuna ilustre, poder establecido o corriente configurada del pensamiento; aquellos que, literalmente, no pertenecemos a nadie. Después decidí no andarme más por las ramas y siguieron veinticinco años de silencio.

Dediqué este exilio voluntario casi en su totalidad a explorar nuevas fuentes del conocimiento, primordialmente científico, a recorrer países tan olvidados como Kalmukia o Galicia y, sobre todo, a escuchar a la gente en los aeropuertos.

Gradualmente, llegué a la conclusión de que cuando volviera a escribir lo haría sólo sobre cuestiones que atenazan a la gran mayoría. Las minorías están saturadamente servidas y sobrerrepresentadas, mientras que la gran mayoría vive en el desamparo o, lo que es peor, traficando con las recetas que les administran desde el interés supremo y el dogma.

El primer libro de esta trilogía versó sobre la felicidad (El viaje a la felicidad, Destino, 2005). En los aeropuertos que he transitado a lo largo de los años, entre laboratorio y laboratorio, descubrí que la felicidad es la ausencia de miedo y que uno de los reductos más seguros donde encontrarla está en la sala de espera de la felicidad.

De nuevo quiero desmenuzar para mis lectores lo que la ciencia ha descubierto sobre otro sentimiento que les ha conmovido desde la cuna y que no cesará de hacerlo mientras vivan: el amor. En las páginas siguientes iremos desgranando la increíble paradoja de una emoción que, evolutivamente, arraigó en los circuitos cerebrales, entre otros, de la recompensa y el placer, con el fin de generar el esplendor necesario para garantizar la perpetuación de la especie, aunque continúa siendo fuente de sufrimientos impensables, de dolores indecibles y hasta de la locura.

Tal vez al lector, a medida que se adentre en El viaje al amor, le sorprendan determinadas conclusiones, como que el amor sigue siendo lo "que era hace dos mil millones de años (un instinto de supervivencia) o que, al margen del comportamiento de determinados átomos o individuos, se impusiera la monogamia desde tiempo inmemorial. Que el desenlace del amor adulto se fragua en el entorno maternal de la infancia, o que la mente regula la libido femenina en mayor medida que en el hombre. E incluso que podamos evaluar nuestra propia capacidad de amar recurriendo a promedios, estadísticas y encuestas, como se hace en el último capítulo, ayudando así al lector a atisbar su propio futuro.

Siempre será difícil pronosticar lo que hará una persona en una multitud. Lo que quizá podamos saber son los resultados estadísticos del comportamiento promedio. Y ahí hay mucha información valiosa, muchos patrones que nos dejan claro que somos esclavos de leyes físicas que deberíamos conocer.

Coincido con mi amigo el joven filósofo Alain de Botton (nacido en 1969 en Suiza y afincado en Londres) en que deberíamos escribir sobre lo que interesa a todo el mundo; es decir, a la gente de la calle. El impulso biológico de la fusión entre dos organismos ha derivado también en las bases del ejercicio del poder, desde luego sobre la persona amada, pero también del poder destructivo sobre los demás. Al análisis de la radiografía del poder de una persona sobre otra pienso dedicar —si mis lectores tienen a bien acompañarme— el último libro de esta trilogía sobre la felicidad, el amor y el poder. Tres temas que estructuran y conmueven a todo el mundo, se quiera o no. ¿Quién no convendrá conmigo en que, seguramente, ya iba siendo hora de que se recurriera a la ciencia para desentrañar aquello que realmente conmueve a la gente de la calle?


Nueva York, mayo de 2007

Capítulo 1
La lotería genética


Me muero por un segundo a tu lado. Se me caen encima todas las horas cuando te echo de menos. ¿Me he enamorado o me he vuelto loca?
(Mensaje transcrito del buzón del teléfono móvil de X, una mujer de 37 años fallecida en un accidente de tráfico)
Suele ocurrir siempre en torno a los dos años, pero lo cierto es que unos niños empiezan a hablar antes que otros. A algunos se les entiende mejor que al resto, otros tienden a gritar, otros hablan, definitivamente, de forma más pausada. Lejos de establecerse un nexo claro entre su lenguaje y su comportamiento, lo que salta a la vista es que algo mucho más decisivo y previo determina cuándo empiezan a hablar y la manera en que lo hacen: son los genes. Es la lotería genética.

Por primera vez empieza a imponerse una explicación fundamentalmente biológica del comportamiento social y emocional. Falta hacía, sobre todo, en lo referente al amor, emoción que, por fin, se está arrancando del dominio de la moral para asentarla en el de la ciencia.

El equipo de neurólogos encabezado por José Antonio Armario ha demostrado que existen rasgos genéticos o biológicos que diferencian las conductas de unas ratas de otras. Las hay curiosas de nacimiento que se arriesgan a explorar caminos al descubierto, mientras que otras temen a los depredadores y se resisten a salir de los recintos cerrados y protegidos. Los genes determinan la conducta potencial y el entorno puede modelar la práctica del comportamiento.

El amor: es un sentimiento universal que acompaña a todo el mundo de forma constante. Como explicó William James (1842-1910), el fundador de la psicología moderna, nos pasamos la vida buscando el amor del resto del mundo. Y siendo una constante vital, sin embargo, creemos descubrirlo por sorpresa en otros confines, de noche, en escondrijos, en los caminos más insospechados, ocultos y atrabiliarios.


El primer beso


En Vilella Baixa, en la comarca del Priorato, provincia de Tarragona, después de la guerra civil no había mujeres rubias, ni siquiera «rubias de un susto», como tildarían años más tarde a las pocas que se atreviesen a teñirse el pelo. La única excepción era Soledad. Un desamor de juventud la había preservado del huracán del matrimonio en la aldea.

El matrimonio. Un paleontólogo amigo me explicó una vez el origen remoto de la ceremonia nupcial. La continencia sexual, la impaciencia acumulada, sumadas a la prolijidad de los preparativos y la proximidad del desenlace, activaban descargas hormonales tan furiosas que los familiares se veían en la obligación de sosegar los ímpetus irrefrenables del novio y el pánico de la novia mediante la celebración del ritual de la unión. «¡Tranquilos! ¡No pasa nada!»: ése era el motivo y el mensaje de la boda tribal.

Soledad había eludido los peligros del enlace. Treinta años después, con cincuenta años a cuestas, se casó por conveniencia con un anciano emigrante que sólo de vez en cuando regresaba de Estados Unidos a Vilella Baixa. Según la psicología evolutiva —como se verá después—, a los hombres corresponde la función de pregonar sus excelentes características genéticas y a las mujeres la decisión de elegir buenos genes o buenos recursos. Soledad eligió los recursos, en forma de una casa de pueblo que le dio cobijo cuando concluyó su larga y densa etapa laboral.
E
l pueblo de Vilella Baixa desde la lejanía.

Era la única casa del pueblo con una pequeña torre, de difícil acceso, que se había construido exclusivamente para disfrutar de las vistas. ¡Qué extraño que a alguien se le ocurriera, en un pueblo pegado a la ladera de una montaña, adornado de olivos y almendros, reservar un espacio privilegiado a un intangible como la vista! Años más tarde aprendí en Manhattan que el precio de los apartamentos dependía de la vista. Tal vez el anciano emigrante quiso aplicar el mismo criterio de Manhattan a un pueblo al que, si le sobraba algo, eran vistas bellísimas, con o sin torre, sobre el río y la sierra.

Durante treinta años, Soledad domeñó sus emociones. Después de la guerra civil, en muchos pueblos las personas eran contadas, en el sentido literal de que se contaban —se vigilaban y se referían las vidas—, los unos a los otros. Nadie sintió jamás que la ansiedad acelerara los latidos del corazón de Soledad, ni pudo ver que entornara los ojos ante la inminencia de un beso, o que yaciera inmóvil en la cama, con los ojos cerrados del todo, mientras alguien apretujaba sus senos debajo de la bata de andar por casa.

Nadie salvo yo, que, por pura casualidad, coincidí con ella en uno de los raros momentos en que mi casa estaba vacía y ella se encargaba de la cocina y la limpieza. Fue sólo un instante en toda su vida, interrumpido, también inesperadamente —recuerdo el denso silencio de aquel crepúsculo—, al sonar el timbre de la puerta: era mi hermano, que se había olvidado la pelota para jugar en la plaza del pueblo.

En aquel paréntesis hermético e impenetrable quedó mi primera huella de la fusión de dos emociones mudas, de puertas afuera, pero embriagadas de placer de puertas adentro. Los niveles mínimos de Cortisol, que suelen bajar al atardecer, no importaban en aquel cuerpo adolescente; mi cuerpo. No hacía falta recurrir a ninguna energía adicional, porque Soledad no ofrecía resistencia alguna a las caricias improvisadas. Había energía más que disponible para que el casi centenar de neuropéptides responsables de los flujos hormonales activara una digresión ensoñadora, con un vocabulario inconsciente y puramente emocional.

La comunidad científica no descubrió hasta muchos años más tarde, en la década de 1960, los neurotransmisores que impactan al cerebro. ¡Qué extraño! ¿Cómo ha podido sobrevivir la gente que nos ha precedido sin tener ni idea de lo que les pasaba por dentro?

Puede ser, efectivamente, que el amor sea un impulso básico y universal, una constante a lo largo de todas las vidas, pero su primera irrupción en el corazón de los adolescentes suele darse por la vía furtiva, distinta y contenida en las agujas del reloj del tiempo. Sesenta años después, casi he comprendido la clave biológica de aquel acontecimiento, aunque —como dice la psicóloga y escritora Sue Gerhardt— sus cimientos se construyan, sin que nos demos cuenta, durante los nueve meses del embarazo y los dos primeros años de vida. Es entonces cuando se modula el cerebro social y se establecen tanto la forma como los recursos emocionales de una persona. Es genético, sí; pero no únicamente.

Lleva su tiempo admitir —nunca pensé a este respecto en el verbo 'resignarse', porque ello implicaría que la posible alternativa era mejor: ¿mejor en qué?— que no elegí a mis padres, ni la dirección de las fuerzas colosales, más potentes que los movimientos de las capas tectónicas, que iban a desencadenar mis flujos hormonales y, en definitiva, mi carácter potencial para toda la vida.

Ningún padre ha elegido tampoco a sus hijos. Estamos aquí porque alguien sacó de un bombo gigantesco la bola con nuestro número. Pudo ser otro. Y sería distinto (con la sola excepción de un gemelo monocigótico, aunque, incluso en este caso, la epigenética se encargaría de que la expresión de los genes no fuera idéntica). Venimos al mundo gracias a un festival silencioso que escenifican billones de genes desde hace millones de años.


Estamos programados


L
Ecografía de un feto humano.
a vida empieza unas treinta y siete semanas antes del nacimiento con un encuentro fortuito: el de un espermatozoide paterno con un óvulo liberado por uno de los dos ovarios de la madre. Una vez entregado el paquete de instrucciones genéticas al núcleo del óvulo, el espermatozoide se sacrifica como un kamikaze disolviendo su cuerpo y su cola en aquel entorno gelatinoso a medio hacer. En menos de veinticuatro horas, el óvulo fecundado se divide en dos células y su genoma prepara —con un vigor y una precisión increíbles— al nuevo individuo, constituido, por partes casi iguales, de las contribuciones distintas del padre y de la madre.

Tal como me explicaba el prestigioso ginecólogo Stuart Campbell en su consulta de Londres hace dos años, nunca, a lo largo de toda mi vida posterior, se hizo tanto en tan poco tiempo. En menos de cuatro semanas el embrión adquiere el tamaño de un guisante, pero ya es un humano en el que pueden identificarse los ojos, los riñones, los miembros e incluso el rostro. Y todo esto sin que ningún cerebro previsor dentro o fuera del organismo supervise el proceso; sin que nadie ni nada se entere de cuándo, cómo y por qué está ocurriendo. Es la lotería genética.

La etapa más importante de la vida no roza ni por asomo la conciencia. Todo el proceso de morfogénesis —modelador de las mil bifurcaciones determinantes del futuro ser humano— transcurre en la más absoluta oscuridad del pensamiento. Procesos totalmente inconscientes desarrollan el diseño invisible, según las instrucciones guardadas en el núcleo de las células, hasta conformar el entramado genético de un individuo nuevo.

Sigue siendo un misterio impenetrable la naturaleza de la vibración, aliento, susurro o señal molecular que sirve de pauta a cada célula para que se dirija correctamente, de entre las tres capas del amasijo embrionario, a la que corresponde con su verdadera vocación: el sistema motor del futuro organismo moviente, a su oxigenación o a serenar el pensamiento.

A la luz de esos procesos inconscientes y primordiales, ¿por qué cuesta tanto aceptar, años más tarde, que las decisiones mal llamadas conscientes no son sino la racionalización interesada y a posteriori de mecanismos inconscientes? La ciencia moderna está haciendo aflorar hechos incontrovertibles, que cuestionan seriamente muchas de las construcciones intelectuales sobre las que se asientan las reglas de convivencia y los conceptos de responsabilidad jurídica y moral. Está claro que la sociedad debe protegerse de las tropelías de un psicópata asesino que, además, es consciente de lo que está haciendo, pero otra cosa es creer que le servirán los programas racionales de rehabilitación que se aplican al resto de los delincuentes.

Gracias a las técnicas de resonancia magnética se ha podido detectar que los músculos del dedo de una persona, cuando apunta a otra, se ponen en marcha una fracción de segundo antes de que la orden haya sido formulada por el cerebro. ¿Lo intuían de antemano las células del sistema motor? ¿Están la mente y el cuerpo integrados a niveles que antes no se podía imaginar? El ejemplo de la cucaracha que continúa moviendo las patas tras ser decapitada —capacidad que han mantenido algunos vertebrados—, ¿representa el modelo antitético al nuestro, con sus funciones rectoras concentradas en el cerebro, o quizá está marcando una pauta más generalizada y difusa?

Resulta evidente que sólo los procesos automatizados —como la respiración o la digestión— se acercan a la perfección; sobre todo, comparados con los procesos que percibimos como mucho más conscientes, como elegir trabajo o lugar de residencia. En realidad, la historia de la civilización, probablemente, pueda interpretarse como la progresiva automatización de procesos en los campos de la política y de actividades económicas e intelectuales como la agricultura, la industria, la generación de servicios o la propia enseñanza.

No siempre hubo libre albedrío


La vida en el Planeta depende de una biosfera que garantice la diversidad de las especies, pero el progreso depende de la existencia, por encima de ella, de lo que he dado en llamar una tecnosfera que asegure la conversión del conocimiento científico en una red extensa de productos y procesos tecnológicos automatizados. Es lo que nos ha diferenciado de las hormigas, que siguen empotradas en su reducto biológico desde hace sesenta millones de años; es lo que ha permitido que en el Planeta sobrevivan siete mil millones de personas en lugar de unos centenares de miles. En las próximas décadas, no sólo se considerarán delitos los comportamientos resultantes de la insensibilidad y la violencia contra la biosfera y la diversidad de las especies, sino, quizá, también las actitudes de aquellas culturas dogmáticas que supongan un obstáculo insuperable para el desarrollo de la tecnosfera.

U
n hormiguero «La vida sin tecnosfera ser siempre la misma»

La defensa más lúcida de la capacidad de los homínidos para decidir en función de la cultura adquirida —al margen de cualquier automatismo— procede, inesperadamente, del filósofo y neurocientífico estadounidense Daniel Dennett, uno de los pensadores reduccionistas más originales de los últimos cincuenta años. Dennett, que ha superado no hace mucho un fallo cardiaco que lo dejó inconsciente durante largas horas —«él lo sabe todo de la conciencia», le dije a su mujer, «y nadie mejor que él para recuperarla»—, salva al libre albedrío por los pelos a costa de renunciar al supuesto valor absoluto y permanente del mismo.

El libre albedrío —viene a decir Dennet— es una invención humana efímera, como el dinero, e igualmente supeditada su vigencia a los plazos de vencimiento de la cultura que nutrió a uno y otro. Si Richard Dawkins y Susan Blackmore aceptaran los postulados de Daniel Dennett, al libre albedrío lo meterían en el saco de lo que ellos llaman memes en lugar de genes; es decir, las unidades de transmisión de la herencia cultural.

Este planteamiento es muy distinto de la aproximación más convencional o dogmática según la cual decidimos libremente y, por lo tanto, siempre hemos sido responsables de nuestros actos. Al contrario: el libre albedrío surge en un momento dado como la creación reciente de los humanos. Y puesto que los humanos andan por el Planeta desde hace más de dos millones de años, quiere decir que durante mucho más tiempo han concebido y agotado su existencia sin libre albedrío que con él. Muchos humanos jamás tuvieron la libertad de elegir. De la misma manera que hubo homínidos que no dominaban el lenguaje, hubo generaciones enteras de homínidos anteriores a la aparición de la escritura y de la música que no conocían el libre albedrío.

El punto débil de esa justificación transitoria o sobrevenida del libre albedrío reside en la naturaleza de la información. No toda la información adquirida es relevante o fundada. Es más, la mayor parte del conocimiento genético es irrelevante y —como explicaba en mi libro Adaptarse a la marea— la casi totalidad de la cultura adquirida es infundada en un sentido evolutivo. Por lo demás, desde que el paleontólgo Stephen Jay Gould (1941-2002) sugirió, en la perspectiva del tiempo geológico, que «no marchamos hacia algo cada vez más grande y perfecto», ningún otro paleontólogo ha descubierto todavía ningún atisbo de propósito o finalidad en la evolución.

La mera acumulación de información, ya sea genética o adquirida, no tiene por qué conllevar ningún enriquecimiento que agrande el mundo visible e invisible, sobre todo si es irrelevante, infundada o inconexa en el baile generacional que tiene lugar en la perspectiva sin propósito de la evolución.

«La gente hoy día está mejor informada que antes», se oye decir a menudo. «Pues depende del sesgo de la información»: ésa sería la respuesta adecuada.

Caben pocas dudas de que, como organización social, preferiríamos algo menos estricto y más democrático que el sistema de un organismo vivo. Un organismo está excesivamente controlado y no deja margen alguno a ningún tipo de discriminación consciente. Si el alma no fuera otra colección de neuronas robotizadas, organizadas de una manera determinada, podría ser la alternativa al imperio de los procesos automatizados. Otra alternativa sería, efectivamente, una cultura que confiriera —aunque fuera por poco tiempo— la independencia del entramado darwiniano y sus instrucciones subyacentes para «multiplicarse o reproducirse».

La conciencia de los átomos


La verdad es que la inmensa mayoría de la gente ni siquiera necesita de alardes de camuflaje para seguir erre que erre en su obcecación: toda su vida han sido esclavos de una ideología que les ciega y les impide discernir entre la información disponible. ¡Qué difícil resulta descartar la sugerencia de que estamos programados, o lo estamos casi todo el rato!

Consideremos la siguiente prueba experimental, realizada con pollitos de un día en los laboratorios del neurocientífico inglés Steve Rose.

Los pollitos, que sólo tienen un día de vida, deben aprender muy rápidamente lo que sucede en su entorno y por ello son muy precoces: desde que salen del cascarón tienen que encontrar el alimento por sí mismos. No se quedan con el pico abierto esperando a que llegue su madre y les traiga la comida. Tienen que explorar el entorno y lo hacen a base de picotazos, de manera que si en el corral sintético del laboratorio se arrojan bolitas brillantes, a los diez o veinte segundos les están dando picotazos. Si una de las bolitas es amarga, es decir, tiene un sabor desagradable, la picotean una segunda vez, mueven la cabeza y no vuelven a fijarse en una bolita como ésa nunca más. En otras palabras, han aprendido que esa partícula tiene un sabor desagradable.

Ésta es una estrategia de supervivencia y una tarea de aprendizaje muy potente: el comportamiento cambia a partir de esta experiencia única, pero tiene que cambiar algo más para que se produzca una nueva forma de comportamiento, a raíz de una nueva información. Cuando a un animal en proceso de aprendizaje, mediante la información y la comunicación, se le enseña algo que le ayuda a conocer el entorno, también sucede algo —hay un cambio— en las neuronas del cerebro o en su red de sinapsis. Es decir que se produce un cambio físico en la estructura del cerebro.

El descubrimiento —no menos importante que el de un agujero negro en el centro de nuestra galaxia— revela que la memoria se mantiene a pesar de los cambios estructurales que se producen en las relaciones sinápticas o en las propias neuronas. Ningún ordenador podría mantener en orden sus archivos y carpetas sometido a semejante vendaval de cambios continuos en su estructura interna: se estropearía. En términos más generales, lo que sucede con la memoria de los pollitos sucede con todos los cuerpos de los organismos vivos.

Durante el tiempo que el lector ha invertido en recorrer con sus ojos y descifrar con su cerebro las páginas que lleva leídas, cada una de sus moléculas puede haber recorrido muchos miles de kilómetros, y algunas moléculas se habrán roto y resintetizado cientos de veces en un segundo; es más, al menos cincuenta mil millones de células corporales mueren cada día por apoptosis (suicidio celular programado) y son sustituidas por otras nuevas. Y sin embargo seguimos siendo la misma persona. O eso creemos. Sometidos al ciclón de los cambios constantes en el armazón vital, dejamos de ser, muy probablemente, los mismos que éramos. Tomemos nota, de momento, de que la falta de continuidad y permanencia constituye un aliciente adicional para buscar amparo y sosiego en una emoción personal que pueda aportar esas sensaciones.

En este sentido, el amor formaría una especie de red, de estructura que confiere identidad en medio de la inestabilidad orgánica. La gente suele mirarse a través de los ojos. Los enamorados se ven perfectos y se lo transmiten a su pareja. Esta especie de ego-booster o refuerzo para el ego forma parte de lo positivo del amor. Recuerdo a un amigo que convivió varios años con su novia hasta que ésta lo dejó. Nunca comentaba nada acerca de aquella ruptura, excepto un día en que me soltó de pronto: «Laura siempre se reía con mis bromas. Le parecían muy divertidas. Luego, poco a poco dejó de reírse. Es tremendo darse cuenta de que la persona que antes te encontraba estupendo ya no te ve como a un tipo divertido, sino ridículo. De repente me sentía idiota».

En psicología, sobre todo en las fases tempranas de la educación, es bien sabida la influencia de las expectativas de los demás en el desarrollo de nuestro carácter. De la misma manera que unas expectativas desmesuradas pueden provocar una respuesta distorsionada en el niño —por ejemplo, en forma de desarreglos alimentarios, tipo bulimia o anorexia—, un niño que convive con expectativas negativas y estresantes («si fueses guapo...», «eres un vago y siempre lo serás», «eres tan cobarde como tu padre») se amolda fácilmente a lo que se espera de él.

Para bien o para mal, los demás, sobre todo durante la pubertad, actúan como espejos en los que nos reflejamos. Esto explica, también, por qué el desamor tiene efectos tan potentes en la psicología de las personas: por un lado «desestructura» y por otro el que es rechazado no se siente digno de ser amado. Es un efecto doblemente negativo.

Añadamos ahora una digresión contemplativa que apunta también a la fragilidad y el desconcierto vitales, y que tuvo lugar en el curso de una conversación en Suiza con Heinrich Rorher, premio Nobel de Física en 1986. La discusión vino a cuento sobre el debate de si las bacterias también tenían conciencia como los humanos. La verdad es que, a veces, al contemplar sus complejas y coordinadas reacciones, resulta difícil no concederles dicho atributo. Y si las bacterias tienen conciencia, ¿por qué no iban a tenerla los átomos?, me preguntaba yo. La respuesta del premio Nobel fue la siguiente: «Ahora siempre diferenciamos netamente entre la inteligencia, la materia viva y la materia inerte. Si vamos más allá, todo está formado por átomos. Probablemente, esa separación no es muy razonable a largo plazo. Quizás en el futuro surja una perspectiva diferente en la que se confundan las tres categorías: la inteligencia.

En aquel paréntesis hermético e impenetrable quedó mi primera huella de la fusión de dos emociones mudas, de puertas afuera, pero embriagadas de placer de puertas adentro. Los niveles mínimos de Cortisol, que suelen bajar al atardecer, no importaban en aquel cuerpo adolescente; mi cuerpo. No hacía falta recurrir a ninguna energía adicional, porque Soledad no ofrecía resistencia alguna a las caricias improvisadas. Había energía más que disponible para que el casi centenar de neuropéptides responsables de los flujos hormonales activara una digresión ensoñadora, con un vocabulario inconsciente y puramente emocional.

La comunidad científica no descubrió hasta muchos años más tarde, en la década de 1960, los neurotransmisores que impactan al cerebro. ¡Qué extraño! ¿Cómo ha podido sobrevivir la gente que nos ha precedido sin tener ni idea de lo que les pasaba por dentro?

Puede ser, efectivamente, que el amor sea un impulso básico y universal, una constante a lo largo de todas las vidas, pero su primera irrupción en el corazón de los adolescentes suele darse por la vía furtiva, distinta y contenida en las agujas del reloj del tiempo. Sesenta años después, casi he comprendido la clave biológica de aquel acontecimiento, aunque —como dice la psicóloga y escritora Sue Gerhardt— sus cimientos se construyan, sin que nos demos cuenta, durante los nueve meses del embarazo y los dos primeros años de vida. Es entonces cuando se modula el cerebro social y se establecen tanto la forma como los recursos emocionales de una persona. Es genético, sí; pero no únicamente.

Lleva su tiempo admitir —nunca pensé a este respecto en el verbo 'resignarse', porque ello implicaría que la posible alternativa era mejor: ¿mejor en qué?— que no elegí a mis padres, ni la dirección de las fuerzas colosales, más potentes que los movimientos de las capas tectónicas, que iban a desencadenar mis flujos hormonales y, en definitiva, mi carácter potencial para toda la vida.

Ningún padre ha elegido tampoco a sus hijos. Estamos aquí porque alguien sacó de un bombo gigantesco la bola con nuestro número. Pudo ser otro. Y sería distinto (con la sola excepción de un gemelo monocigótico, aunque, incluso en este caso, la epigenética se encargaría de que la expresión de los genes no fuera idéntica). Venimos al mundo gracias a un festival silencioso que escenifican billones de genes desde hace millones de años.

En lugar de estar atrapados en un universo de cuatro dimensiones —tres espaciales y una temporal, las que percibimos claramente—, los humanos podríamos estar inmersos, en realidad, en un universo de muchas más dimensiones, tal vez once, según algunos físicos, como Lisa Randall, de la Universidad de Harvard. Siete dimensiones adicionales que no somos capaces de percibir. Si nuestro amplio universo es, como podría probarse en la década que viene, tan sólo una minúscula rodaja de un universo de dimensiones desconocidas, de mundos paralelos que nos traspasan sin tocarnos —como en esencia claman las religiones—, se trastocaría profundamente la conciencia de nosotros mismos.

Antes de alcanzar el veredicto sobre los porcentajes respectivos de determinismo y libre albedrío que impactan el alma, ¿hace falta aludir a la tormenta mutacional heredada mientras estábamos en el vientre materno?

Se trata de una tormenta mutacional que afecta a la salud del individuo, a su aspecto —el grado de simetría de su cara o la debilidad de su visión—, a sus sentimientos, a su pensamiento y, en última instancia, a lo que sus congéneres tildarán de fealdad o belleza. Se trata de un número de mutaciones muy superior al de cualquier otra especie, sin que se conozcan todavía a ciencia cierta las razones de nuestra supervivencia, más allá de la depuración ejercida por la selección natural y la diversidad genética aportada por el sistema de reproducción sexual.

Por no elegir, nos está también vedado decidir la hora precisa del sueño o levantarnos al amanecer. Estas decisiones están en manos de los millones de relojes biológicos alojados en las células, programados en función del hemisferio y los meridianos en que les haya tocado vivir. Los ritmos de la vida establecen un mecanismo cerebral para ajustar nuestra fisiología y comportamiento a los requisitos de actividad y descanso del ciclo de la noche y el día.

Como señala el biólogo británico Russell Foster, profesor también del Imperial College, un nadador olímpico puede ganar casi tres segundos al tiempo que necesita para recorrer cien metros si la prueba se efectúa a las seis de la tarde en lugar de las seis de la mañana. Tres segundos suponen, ni más ni menos, que la diferencia entre llegar el primero o el último. Casi todos los grandes desastres tecnológicos como los accidentes nucleares de las islas de las Tres Millas o de Chernóbil tuvieron lugar en el turno de noche, cuando el reloj biológico no sabe o no contesta.


Naturaleza y medio


Más allá de la biología está el entorno en el que a uno le ha tocado por suerte o por desgracia vivir. Mientras los científicos siguen discutiendo si una persona depresiva y violenta termina generando su propio entorno depresivo y violento, o si un entorno amable y sosegado modula comportamientos del mismo estilo, las interacciones entre nature y nurture, entre lo innato y lo adquirido, están ya ampliamente comprobadas.

El estudio más importante de la psiquiatría biológica de los últimos veinticinco años, encabezado por la neuropsiquiatra norteamericana Yvette Sheline, profesora de la Washington University en San Louis, ha demostrado que la reducción del volumen del hipocampo en mujeres deprimidas es proporcional a la falta de administración de medicamentos. Pero a raíz de esas investigaciones se comprobaron dos cosas igualmente importantes.

Primero, que existe, efectivamente, un gen que codifica una proteína que determina cuánta serotonina fluye entre las neuronas. Como es sabido, la serotonina es un neurotransmisor cerebral que figura en el centro de toda la reflexión sobre la depresión. ¿Quiere esto decir que si se tiene la versión incorrecta del gen se está condenado a sufrir estados depresivos?

No necesariamente. Porque el segundo descubrimiento del estudio citado demuestra que, además de tener la versión incorrecta del gen, hace falta estar expuesto a un entorno estresante durante el crecimiento del individuo. Los genes determinan los potenciales y probabilidades, pero no siempre el destino. Si sirve de consuelo, esto último corre a cargo del entorno, que tampoco lo ha elegido el recién nacido.


Los mongoles y la mancha azul en el coxis


Volvamos al principio de mi historia. Al encuentro fortuito del esperma y el óvulo al que hacía referencia al comienzo de este capítulo había precedido otro encuentro no menos fortuito en el Hospital de Sant Pau de Barcelona entre mi madre, que ejercía allí de enfermera, y mi padre, que estrenaba su flamante título de médico. Venían de dos universos distintos. Castigada la una por la guerra y la orfandad, preservado el otro por la estructura geográfica de un pequeño valle en el corazón de los Pirineos sólo violado —en el sentido literal de la palabra— por las incursiones mongolas en el siglo xiii.

La huella genética de aquellos guerreros llegados a caballo desde el actual Kazajistán ha perdurado hasta nuestros días en forma de una inocente mancha azul en la epidermis que recubre el coxis de la docena de familias supervivientes, cuyos antepasados fueron pasto de las pasiones desenfrenadas de aquellos invasores de pómulos salientes y ojos rasgados.

—Doctor, estamos preocupados por esta mancha azul del bebé. ¿Significa algo? —le pregunté al médico cuando nació nuestra tercera hija, Carolina, en Washington, donde vivíamos entonces.

—¿De dónde vienen ustedes? —contestó el médico con otra pregunta. Y siguió—: Es la mancha genética de los mongoles provocada, dice la leyenda, por macerar la caza con su trasero montando a caballo. Es perfectamente normal; no pasa nada. Simplemente, ¡alguno de sus antepasados fue mongol!

Algunas veces he tratado de imaginar la entrada al galope de aquellos guerreros en la apacible aldea medieval ampurdanesa con su séquito de violaciones y raptos. Otras veces pensaba que a Cistella —el pueblo de mis antepasados— no era fácil llegar ni salir de cualquier manera. Incluso a caballo. Sería lógico que hubieran soltado los caballos en el prado contiguo al cementerio y permanecido unos días recuperando fuerzas por el estrago del accidentado recorrido a través de los Pirineos. Tiempo suficiente para enamorarse de alguna campesina y cobrar algo de sosiego antes de partir de nuevo. Pudo haber amor —historias de amor— incluso en el más inesperado de los encuentros, por lo demás tan infrecuentes como en una ciudad moderna.

Con toda seguridad, en aquella aldea cristiana y medieval las mujeres acosadas por los mongoles sólo habrían intimado antes con un hombre a lo sumo. Los encuentros individuales, el paraje ideal del amor, eran y siguen siendo raros en los entornos urbanos de ahora mismo. La gente se busca, incluso desesperadamente, a través de Internet. Un físico amigo me explicaba que si arrojáramos al espacio una bola del tamaño de la Tierra, las posibilidades de que chocara con algo serían prácticamente nulas para la eternidad. La aparente densidad de las estrellas es un engaño. El espacio está vacío. Con ese ejemplo quería que me extrañara menos la soledad de la gente aquí abajo, su aislamiento e incomunicación lacerantes.


¿Hay alguien más ahí afuera?


La densidad demográfica, pues, también resulta un engaño. Entre las personas hay tanto vacío como en su interior, en donde la distancia entre un electrón y el núcleo de sus átomos es parecida, en términos proporcionales, a la que separa a la Tierra de la Luna. Fundamentalmente, sólo hay vacío. Y la especie sólo tiene un recurso en forma de emoción para salvarlo: el amor.

—¿Hay alguien más? —susurró, mediante una de las moléculas que actúan como señales y se conocen como autoinductores, la primera bacteria replicante en aquel Universo enfurecido, hace más de tres mil millones de años.

—¿Hay alguien más? —repetiría después, con menos fuerza, porque la intensidad de las señales disminuye cuando no encuentran respuesta.

«
¿Hay alguien más?» Hombre descamisado sentado en una cama con pantalones de color caqui, pintura de Eric Dinyer

De poco le habrían servido a aquella bacteria primigenia y primogénita los autoinductores comunicantes, sin otros vecinos que le permitieran coordinar su expresión genética con los demás, ejerciendo así una influencia sobre el comportamiento colectivo. En su desnudez y soledad, esa bacteria portaba ya la vocación indómita de comunicar con otros, tendencia que prefiguraba los futuros organismos multicelulares en un Universo marcado, primero, por las estructuras de la materia y la energía; por el número de enlaces del carbono; por la estructura cambiante y resbaladiza de nuestro cerebro y base molecular; por la inmensidad del vacío que nos rodea, acentuada ahora por la casi certeza de que estamos solos en el Universo, aunque contemos con una fórmula —la ecuación de Drake— para calcular la probabilidad de su existencia; por la tormenta mutacional sufrida como embrión; por la camisa de fuerza de las tres dimensiones espaciales y la del tiempo, que encontramos en la cuna; más tarde, por la hipoteca de los ritmos biológicos y, finalmente, por el comportamiento que imponen los genes y el entorno.

Nunca creí en la oferta a precio de saldo de un mundo programado hasta la mayoría de edad que, de repente, otorgaba un permiso para decidir por nuestra cuenta y riesgo a partir de entonces. ¡Qué gran paradoja sería ese contraste entre lo que ha sido la ley de vida hasta los dieciocho años —cuando la neocorteza, responsable de la programación y disciplina del comportamiento, todavía no ha ultimado su autoconstrucción— y la inmersión súbita y en solitario en un mundo donde se puede elegir libremente todo o casi todo!

Sólo existe una emoción tan aleatoria como el mundo que nos rodea: tan imprevisible y azarosa como el nacimiento; tan cambiante como nuestra fisiología molecular; tan irreprimible como las fuerzas básicas de la naturaleza; tan emblemática del sentimiento de victoria como la música del aria de Puccini Nessun dorma; tan responsable de abismos sentimentales como el rostro de un hijo que descubre el asesinato vil y gratuito de su madre. Una emoción desconcertante hecha a nuestra medida que tiene, además, el efecto insospechado de colmar con su aliento todo el inmenso vacío uniendo, como dos moléculas de agua al helarse, a dos seres hasta entonces absolutamente solitarios. Los físicos lo llaman una transición de fase: una reordenación abrupta y espectacular de la materia. Para el común de los mortales es la emoción básica y universal del amor.


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