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definidamente en las vidas de los dos reyes de Plutarco y, pese a sus críticas, Polibio
se basa en su trabajo para la historia del Peloponeso hasta la década de 220.
Estuviera o no Filarco en lo correcto sobre los reyes espartanos, parece haber tenido
un estilo particularmente colorido y anecdótico, que puede explicar por qué tantos de
sus «fragmentos» son citados por Ateneo, el autor del siglo III d.C. de una vasta
compilación de cuentos sobre banquetes y de todo tipo de pompa. Las observaciones
de Filarco sobre Filadelfo son citadas de este modo:
Así, estando sitiado por varios días, cuando finalmente se sintió
mejor y vio por las ventanas a los egipcios comiendo su comida del
medio día junto al río y disfrutando de las cosas cotidianas, y tendidos
despreocupadamente en la arena, dijo: «¡Infeliz de mí! ¡No puedo
siquiera ser uno de ellos!».
(Aten. 12. 536 e, FGH&l frag. 80)
Un poco más adelante, Ateneo cita una extensa descripción de Filarco sobre
los extravagantes atavíos de los cortesanos de Alejandro y sus miembros (Aten. 12.
539 b-540 a = frag. 41). Filarco (citado otra vez por Aten. 12. 521 b-e) es una de las
fuentes primarias del legendario lujo del pueblo de Sibaris en Italia.
Ninguno de estos tres historiadores parece haber disfrutado del mecenazgo
real, y podían escribir a pesar de ello. Otros estaban al servicio de los reyes
directamente. Alejandro creó una moda al llevar consigo un historiador
comprometido con su causa en su expedición, Calístenes de Olinto, sobrino de
Aristóteles (FGH 124), quien no obstante, en 327, fue ejecutado por oponerse a la
creciente autocracia del rey. Los historiadores con frecuencia trabajaban como
archiveros o hypomnêmatographos para los reyes, preservando registros de los
asuntos diplomáticos;
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era una operación minuciosa a juzgar por la historia de lo
ocurrido cuando Alejandro incendió la tienda de su secretario jefe Eumenes de
Cardia, al no darle éste todo el oro y la plata. Eumenes pudo reemplazar todos los
papeles con las copias duplicadas guardadas por los sátrapas y generales de
Alejandro (Plut. Eumenes, 2). El archivo real era una mina potencial de importantes
testimonios: Filipo V quemó el suyo para impedir que cayera en manos de los
romanos (Polib. 18. 33), mientras que Diodoro afirma haber consultado el
hypomnêmata de Alejandría (3. 38).
El más famoso «historiador cortesano» de los años subsiguientes fue
Jerónimo de Cardia (c. 364-c. 260; FGH 154), que era archivero de Eumenes (y
posiblemente su sobrino)
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y más tarde de Antígono I, Demetrio I y Antígono II.
Como Eumenes, estuvo involucrado en asuntos de estado; una vez gobernó la Tebas
beocia en nombre de los macedonios. Pese a estas vinculaciones se le considera
generalmente un historiador desapasionado, que incluso escapó a la censura del
cáustico Polibio (al menos en las partes preservadas de la obra de este último); el
cargo de proantigónida que le levanta Pausanias es difícil de sustentar. Jerónimo
efectivamente reaccionó contra la propensión de Duris de contar escándalos.
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Aunque poco leído en las generaciones sucesivas, estaba entre los historiadores en
que más se apoyaron los escritores posteriores sobre este período (Diodoro, Plutarco,
Nepote, Arriano y Trogo).
Jerónimo puede no haber estado en la situación de tener que atenerse a una
línea particular, pero otros reyes realmente manifestaron un interés directo en
modelar las opiniones sobre el pasado reciente. Ptolomeo I escribió su memoria de la
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expedición de Alejandro (FGH 138); fueron utilizadas por Arriano, quien declara de
manera bastante extraña que deben de ser confiables porque es particularmente
deshonorable para un rey decir mentiras. Pirro de Épiro escribió su autobiografía
(FGH 229) como lo hizo Ptolomeo VIII, ambos basándose en los archivos oficiales
(Plut. Pirro, 21; FGH 234).
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Átalo I de Pérgamo tuvo un historiador de la corte,
Neante de Kiziko (FGH 840 y otros empleaban a historiadores como embajadores
prefiriéndolos a los filósofos, médicos o abogados.
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Otras obras históricas derivadas
del mecenazgo
real fueron las de Hecateo, Beroso, Manetón y Megástenes.
Además de los historiadores de Alejandro y los grandes historiadores ya
examinados, una plétora de escritores compusieron historias de sus comunidades
locales. Algunos son nombrados en inscripciones, como los samios mencionados en
relación a un conflicto territorial con Pirenne, Olímpico (FGH 537), autor de una
Samiaka (Historia samia) y Uliades (FGH 538), por lo demás desconocido. En
Atenas el sobrino de Demóstenes, Democares, escribió una historia contemporánea.
Diyilos, hijo de un historiador ático, continuó la obra del historiador del siglo IV,
Éforo, hasta 297. La obra de Diyilos fue proseguida por Psaon (FGH 78), la de Psaon
por Menódoto (FGH 82). Ninfis, de Heraclea del mar Negro (FGH 432) compuso no
sólo una historia de Alejandro sino también una sobre su propia ciudad. Sosibio, el
primer historiador lacedemonio (c. 250-c. 150; FGH 595), es un poco más conocido;
por unas treinta citas sabemos que compuso un relato cronológico de la antigua
historia espartana y escribió sobre las festividades y costumbres lacedemonias. Los
historiadores locales de la isla de Rodas .son nombrados en la Crónica india (FGH
532, Burstein 46) compuesta en 99 a.C, un ejemplo de registro cronológico
compilado para exhibición pública. Otro es el Mármol parió de 264/263 a.C.
(Marmor Parium, FGH 239; partes en Austin 1 y 21; Harding 1; Tod 205), una serie
de breves entradas cronológicas como: «desde la época en que apareció el cometa, y
Lisímaco [pasó a Asia, 39 años, y Leóstrato fue arconte de Atenas]» (Austin 21,
§25). Las áreas helenizadas de Asia Menor también tenían sus historiadores
(Xenófilo de Lidia, FGH 767; Menécrates de Xanto, FGH 769).
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Las crónicas eran una forma tradicional babilonia, que fue puesta al servicio
del nuevo orden. Las listas reales babilonias incorporaron a Alejandro y a sus
sucesores en un esquema histórico tradicional, y procuró una importante prueba
cronológica para la dinastía seléucida (Austin 138,
82
141).
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La llamada Crónica de
los diadocos incluye «profecías» retrospectivas sobre Alejandro y los Seléucidas, que
refleja quizá el apoyo babilonio a los nuevos soberanos como resultado de los
esfuerzos de los reyes por encontrar un terreno común con la cultura tradicional.
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Las obras de prosa griega por no griegos comprenden una serie importante de
literatura judía.
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La llamada Carta de Aristeo, que probablemente data del siglo II
a.C, pretende ser de un cortesano griego de Alejandro a su hermano (parte en Austin
262).
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Describe el encargo (que puede haber sido un hecho real) de Ptolomeo II de
una traducción griega de la Torah, los libros de la ley judaica que son los cinco
primeros libros de la Biblia. (La traducción dio su nombre a la versión griega del
Antiguo Testamento, llamada usualmente la Septuaginta, nombre que se refiere a los
setenta y dos eruditos judíos que tradujeron la Torah para Ptolomeo; por tradición el
número fue redondeado a setenta, septuaginta en latín.) El documento nos dice cómo
los eruditos hablaron de la realeza con Ptolomeo en un festín de siete días, otro
ejemplo del topos del «encuentro del rey con el filósofo».